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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO CóMO VIVEN (por Carlos Monsalve )
Cómo viven

En la casa
Es la cuarta vez que Panchita, la mayor de dos hermanas, cumple diecinueve años. Con motivo de suceso tan extraordinario como feliz, la familia está de fiesta: pasteles con hojaldre a la tarde, en la comida y tertulia improvisada a la noche, exactamente como en los años anteriores.
Don Esteban, el padre, empleado subalterno en una repartición cualquiera, ha obtenido permiso de su jefe para faltar ese día a sus quehaceres. Compra algunas fruslerías para obsequiar a su hija, y recuerda emocionado el par de zapatillas o la relojera con que ésta acostumbra obsequiarle el día de su santo.
-¡Pobrecita, lo que me quiere! -exclama enternecido-. Esas obras las hace a escondidas, sin que yo sepa nada. ¡Ah! ¡Si yo fuera rico o si Panchita se casara!...
Dos amigas de confianza han ido a pasar el día con la hija de don Esteban. Cada vez que suena el llamador de la puerta, la casa se pone en revolución: es algún regalo que mandan.
Panchita está nerviosa, soñadora; tiene no sé qué vaga esperanza de que alguna persona que ella no sospecha pueda enviarle algún rico presente; pero no dice nada de esto a sus amigas íntimas.
El día ha pasado sin que se realicen sus fantasías. Sólo tres obsequios se han recibido; ninguno de ellos tiene valor positivo: un pañuelito en una bandeja de flores sueltas, sobre una hoja de papel de oficio recortada y picada en los bordes; un escote tejido a mano y una almohadilla de costurero hecha con retazos de terciopelo.
Panchita, aunque está profundamente desolada, se muestra agradecida y contenta ante sus amigas. Estas, a su vez, han ponderado el mérito de los objetos reservándose para después el placer de criticarlos.
La señora de la casa, misia Filomena, está furiosa con las relaciones que no se han acordado del cumpleaños de su hija.
Pedrito, el Benjamín de la familia, de doce años escasos, ha examinado los regalos colocados sobre la cama de su hermana mayor, y ha manifestado disgusto por no haber entre ellos cosas de comer.
Don Esteban, en persona, se ocupa en rellenar un ave, expresamente cebada para ese día. Misia Filomena cuida de bañar en almíbar los pasteles al mismo tiempo que atiende el postre; arroz con leche cocido con cáscaras de limón, y polvoreado con canela después de frío. Entretanto, no cesa de murmurar de las amigas que no han mandado nada, teniendo medios para hacerlo.
Don Esteban se limita a responder:
-¡Paciencia, hija, cómo ha de ser! Nosotros también hemos de tener algún día.
Concluidas las faenas en la cocina, la mamá, ayudada por su hija menor, se pone a arreglar la mesa tratando de variar el miserable aspecto del comedor. Remueven muebles y trebejos; ponen servilletas para las dos visitas y la dueña del santo, y sacan a relucir algunos cubiertos de reserva. Ese día han traído vino en un botellón previamente lavado con agua de ceniza y granos de maíz. Todos notan con sentimiento la falta de un ramillete con angelito y banderita.
Juan, pobre pardito de nueve años, que a fuerza de trabajos y privaciones ha perdido su color de mulato y la poca inteligencia que tenía cuando nació, ayuda a la señora y a la niña, recibiendo al mismo tiempo órdenes diferentes y reprimendas semejantes. Corre incesantemente a todos lados, arrastrando un calzado hecho trizas y moviendo su cabeza voluminosa en la extremidad de su cuello ahilado y escrofuloso.
Panchita y sus amigas, sentadas a la ventana, mirando a la calle, charlan esperando la hora de comer. Don Esteban, arrellanado en una ruina de sofá cubierta con una funda amarillenta, fuma cerca de las niñas, reposando de sus tareas culinarias.
Tiene un aire contemplativo con la pierna cruzada, se entretiene en mover el pie calzado con la zapatilla que bordó su hija la primera vez que cumplió diecinueve años; de tiempo en tiempo mezcla una palabra en la conversación de las jóvenes.
El mulato viene a anunciar que la comida está en la mesa. Don Esteban no puede contenerse de exclamar: "¡Santa palabra!", frase que repite siempre que recibe el mismo anuncio. Panchita pide a las amigas que la acompañen a hacer penitencia, y todos pasan al comedor, transformado con muebles de las otras piezas puestos allí para ese acto solemne.
La comida empieza, servida por la señora, que se levanta a cada instante, y el mulatito que no sabe lo que debe hacer.

Un concurrente
Emilio entra sofocado a su habitación, son las siete y media. Apenas tiene el tiempo necesario para vestirse. ¡Correr tanto para conseguir una levita! Llegar tarde no vale la pena; sería hacer creer que se demora de ex profeso para llamar la atención. Además bien sabe que la tertulia en casa de don Esteban es improvisada: lo sabe con una semana de anticipación.
En fin, empieza a vestirse con toda la prontitud de que es susceptible. ¡Caramba! ¿Dónde habrán tirado la caja de betún? Es en vano buscarla, no se encuentra en ninguna parte. Emilio se resigna a charolar sus botines con el cepillo seco, inútilmente. ¡Y él que pensaba disimular una rotura, a un costado, a fuerza de cubrirla de betún!
Pero no hay tiempo que perder; los pantalones, verdaderos mártires de la hidroterapia, han sufrido baños de todo género, a fin de darles un hermoso color negro que ellos se resisten a admitir.
La cinta que guarnece el chaleco está raída en varias partes, y en los bolsillos es de todo punto imposible guardar cosa alguna, de tal manera están destrozados.
La levita es la pieza esencial, la que da tono al traje e importancia al individuo. Felizmente, ésta es nueva pero Domingo, el amigo de Emilio, es dos veces más grueso que éste. Sin embargo, ése no es un obstáculo serio que impida asistir a una reunión de confianza.
En la camisa, la lavandera ha hecho gala de un escandaloso lujo de añil, y la planchadora ha encontrado el secreto para hacer brotar hilachas en las orillas del cuello y de los puños. Emilio rectifica con las tijeras las líneas que limitan el cuello y los puños.
Van a dar las ocho. ¡Qué rabia!, los botones de la camisa no quieren entrar en los ojales. La planchadora tiene la culpa, que los pone tiesos de almidón. ¡Cuántos trabajos! ¡Cualquiera diría que va a divertirse!
Por último Emilio, aunque rabiando y disgustado, ha conseguido vestirse. Son las ocho y cuarto. Toma el sombrero y escapa.
Detrás queda su habitación semejante a un campo que acaba de ser teatro de la guerra.
Cajas abiertas, ropas diseminadas por el suelo, una mezcla sin nombre de cosas que parecen asombrarse de verse juntas.
Emilio va inquieto por su traje, pero procura consolarse haciéndose la reflexión de que la tertulia es de confianza y que de noche no se ve. De todos modos, ¡para ir a una reunión improvisada!...

En el baile
Después de comer, misia Filomena ha hecho trasladar a la sala los muebles del comedor. Las amigas de confianza han ayudado a verificar el arreglo. Todas opinan que la sala está puesta como lo mejor.
A lo largo de las paredes se ha distribuido simétricamente una docena de sillas de esterilla. El piano está esquinado en un rincón, mostrando hacia fuera su forro de un mordoré descolorido; se han asentado sus pies sobre tablitas de cajón de cigarros superpuestas, a fin de que suene mejor. Don Esteban habla de comprar unos platillos de vidrio que él ha visto en los demás pianos. El susodicho instrumento produce una combinación endemoniada de una parte de sonido por tres de ruido; Panchita culpa al afinador que es quien lo ha echado a perder, y por otra parte la excelencia de las cuerdas hace que se rompan con el mal tiempo; es causa suficiente para que no produzca las melodías a que está destinado. Si no fuera por eso se vería que el piano es de los más ricos.
Encima del sofá, puesto de honor para las matronas amigas de doña Filomena, se ostentan clavados en la pared algunos retratos fotográficos pequeños, estampas todas de miembros de la familia que han sido o fueron capaces de dar gran lustre al nombre de los suyos. Al verlos allí pintados, empacados en posiciones violentas y con aspecto de infelices, nadie sospecharía que son aptos para cualquier cosa, pero es necesario creer a la familia, que naturalmente debe estar más interiorizada que ningún extraño. Más arriba aún, cuelga un gran cuadro bordado en lanas de vistosos colores, representando una escena bíblica. Tiene esta inscripción en letras doradas sobre fondo negro: "Hecho por la niña Panchita N. a la edad de once años".
Es el orgullo de la casa.
En otro rincón, al lado del sofá, sobre una mesita cubierta con una piedra mármol oval, hay una lámpara, la que unida a las luces del piano compone la iluminación de la sala. Rodeando la lámpara se ve una aglomeración de chucherías entre las que se destacan dos grandes floreros sin flores; al lado de la base trípode de esta mesa, dos calabazas y dos caracoles enormes completan el adorno. En el piso, desnudo en su mayor parte, se notan varias baldosas rotas o salidas de su encuadramiento.
Al entrar, Emilio se encontró con que no había un solo hombre en la tertulia. Todas las sillas estaban ocupadas por las niñas, que desde temprano habían acudido a aquella fiesta improvisada. El sofá crujía bajo el peso de tres señoras voluminosas. Una de las señoritas golpeaba una polka sobre las teclas empedernidas, mientras las otras se disponían, aburridas de esperar, a danzar entre sí, haciendo un simulacro de baile completo.
Emilio se ve asediado por todas, contaban con él para que trajera algunos señores, nada más fácil para él que tenía tantos amigos; ellas esperarían, pues seguramente Emilio regresaría pronto. Ya sabía, la tertulia era improvisada y de confianza como quiera que estuvieran los otros estaban bien. No se trataba más que de dar algunas vueltas y de pasar una noche agradable. Contaban con su amabilidad.
Emilio prometió, llegó hasta dar seguridades, y salió bufando. Correr de ese modo toda la noche. ¿Para qué se le ocurriría ir allí? Sólo a él le pasaban estas cosas. De todos modos estaba bien hecho que le sucedieran; así escarmentaría.
Las mamás y las niñas en la sala ponderaban su amabilidad. ¡Qué mozo tan simpático! Era una monada; lo más bien educado. ¡Qué diferencia con Fulano y Zutano, que eran unos groseros! Este daba gusto; ¡tan atento, tan servicial, tan caballero!...
Su llegada había sido un rayo de alegría. Seguramente iba a traer muchos otros, y ya en la sala pasaban revista a sus amigos, nombrando a los que vendrían probablemente.

La pesquisa
¡De polo a polo! Ni un peso para tramway. Veintitantas cuadras andadas inútilmente. Ninguno está en su casa esta noche. ¡Vaya uno a saber en dónde se han metido! ¡Y no habérseles antojado dejar dicho a donde iban!
¿Qué hacer? Volver solo y decir que no he encontrado a nadie, ¡imposible! Ni me creerían, ni habría perdón. ¡Vaya un bonito entretenimiento! Naturalmente, me han tomado por tonto, y yo tengo la culpa. Esta vez será la última que vuelva a encontrarme en tales enredos. Pero entretanto, son las diez y media. ¿Qué hacer? Estoy muerto de cansado. No me queda más remedio que pasar por el café, como último recurso.

En el café
-...Pero, ¡estás loco! ¿Cómo quieres que vaya a un baile con este traje?
-¡Si te digo que no es un baile! Es una tertulia improvisada, de confianza; esa ropa está perfectamente. Vamos, no perdamos tiempo, nos están esperando y me he comprometido a llevarte. Deseaban que fueras tú.
-¿De veras? Pero... ¿y cómo voy así, con estos pantalones gastados, este saco...? ¡Ah! ¡Y tú estás de levita!...
-Eso no importa; si no fuera tan tarde me la quitaba; voy a ser el único, te lo garanto.
-Pero es que mis botines...
-Y los míos también; eso no le hace, es una cosa improvisada, de confianza, te lo repito; y además, de noche no se ve. Anímate, no me hagas quedar mal.
-Si cuentan conmigo..., en fin, vamos; pero ya sé lo que nos divertiremos. Te advierto que no voy a estar más que un momento. Mañana tengo que levantarme temprano.
-Yo también, entro y salgo; sin embargo, la cosa no ha de estar mala. La cuestión es cumplir. ¿No sabes dónde encontraríamos algún otro? Siendo tres nos divertiremos más.
-Hombre, ese que está jugando al billar, ese rubio que en este momento mira para este lado, se pinta solo para estas cosas. ¿No lo conoces?
-No.
-Te lo voy a presentar; es buen compañero. Así vamos los tres. Es algo loco, pero recomendándole que esté con juicio... y como no te conoce a ti...
-Bueno, como quiera que sea, vamos pronto.

En la sala
Las once y nadie llega. Las niñas han vuelto a bailar entre ellas, parodiando un baile de veras. Probablemente Emilio se ha ido a acostar a su casa, o se ha entretenido por ahí, sin acordarse de la tertulia. ¿Dónde se ha visto que las niñas tengan que estar rogando a los hombres? ¡Qué más quieren ellos!
Todo ruido de pasos en la calle es escuchado con avidez. Ninguno se detiene en el zaguán de la casa. Nadie toca el llamador. ¡Chasquear así a la gente! ¡Y esta misia Filomena con su Panchita y toda su familia, que manda buscar bailarines a última hora, como quien manda al almacén a traer azúcar! ¡Qué se habrá figurado! ¿Creerá que estamos acostumbradas a estos fiambres?
Y las señoritas continúan, entre pieza y pieza, su murmuración en crescendo.
Han llamado a la puerta. El eco sonoro del llamador ha llenado la sala despertando la esperanza en todos los corazones. Las parejas de niñas se han detenido en mitad de un vals.
Los tres jóvenes, que han ido a depositar sus sombreros y quizá algún abrigo al dormitorio, sobre el tálamo nupcial, hacen su entrada a la sala, después de discutir cuál entraba primero. Como por encanto, el piano ha cesado de tocar, y todas las señoritas alineadas en sus asientos, afectando gravedad y modestia, tratan de divisar a los demás caballeros que deben acompañar a los tres que han entrado. Sin embargo, por más que escudriñan, no alcanzan a columbrar ninguno más. Dos de las más curiosas se levantan con un pretexto cualquiera, tienen sed y van al comedor donde está el ambigú. Al pasar por el dormitorio matrimonial lo revisan de una sola ojeada. No queda ninguno; los sombreros que están sobre la cama, lo prueban: tres mozos, ¡qué miseria! No valía la pena haber esperado tanto.
Otra ráfaga de vida ficticia pasa sobre esa tertulia improvisada. El piano asmático se lamenta bajo la presión de los dedos que trotan por su teclado. Dos sirvientas, prestadas por amigas de la dueña de casa, cebaban mate para la concurrencia. Las señoras del sofá se cuchichean cosas reservadas. Don Esteban dormita pacientemente en su silla, en la pieza contigua, con la cabeza apoyada en la batiente de la puerta; un cigarrillo negro, apagado y medio consumido, está próximo a caer de sus dedos entreabiertos.
La música continúa sonando con intermitencias, arrullando las felicitaciones forzadas al cumpleaños de Panchita. Los trajes de los caballeros y el tocado de las señoritas parecen hacer una mueca amarga a esas alegrías improvisadas. Y en las paredes de la sala, en los muebles, en los trajes y en los rostros de los tertulianos, hasta en las llamas de las luces, puede leerse esta frase: de noche no se ve.

La reunión termina a la una. El santo de Panchita se ha festejado espléndidamente, y es indudable que todos se han divertido. Esa noche, en sus casas, las señoritas antes de rezar para acostarse hacen la más minuciosa crónica de la fiesta. ¡Ah!, cuando eran pequeñas, cuando soñaban con poder usar vestido largo no sospechaban seguramente que pudieran divertirse tanto en tertulias de confianza.


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