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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO TIPOS DE OTRO TIEMPO (por Lucio V Mansilla (1831-1913))
Al señor don Eduardo Legarreta

"S'il va par la ville, après avoir fait quelque chemin, il se croit égaré, il s'émeut, et il demande où il est à des passants, qui lui disent précisément, le nom de sa rue; il entre ensuite dans sa maison d'où il sort précipitamment, croyant qu'il s'est trompé.
La Bruyère."

¡Buenos Aires! como quien dice París en América, porque el viejo Buenos Aires se va, y éste, poco a poco, se nos va convirtiendo en un petit Paris!...
¡Buenos Aires!...
¿Qué saben ustedes de él ab ovo ?
Me imagino que saben tanto como su seguro servidor; lo que les han enseñado en la escuela: el Catecismo de Historia Argentina , por Santiago Estrada, título que, por otra parte, yo no he digerido bien todavía, desde que "catecismo" es cosa que sirve para catequizar, y aunque por extensión, pueda decirse que es una exposición abreviada de cualquier ciencia o arte, en forma de preguntas y respuestas.
El librejo no es malo, a falta de otro. Santiago lo escribió cuando era industrial en letras, ahora es millonario, viaja, y enseña que don Pedro de Mendoza, al volver de Italia a España, cargado de riquezas, supo que el Gobierno, privado de recursos, no podía costear una expedición al Río de la Plata. Pidióle entonces permiso al Emperador Carlos VI [18] para costearla y mandarla, y ambas cosas le fueron concedidas. Más de dos mil hombres, entre ellos varios caballeros, se presentaron a arrostrar los peligros consiguientes a este género de empresas. La armada, que se hizo a la vela en el puerto de Sanlúcar el 1° de setiembre de 1534, llevaba también varios sacerdotes, encargados de la conversión de los indios. Al comenzar el año siguiente entró la expedición de Mendoza en el Plata, y construyeron albergues en la margen derecha, dando a esta agrupación el nombre de Puerto de Santa María de Buenos Aires. Adjudícase este segundo nombre a la casualidad de haber exclamado, al acercarse, uno de los expedicionarios: "¡Qué buenos aires...!"
Están ustedes enterados, y yo también ¿no es así?
El catecismo no dice cómo se desenvolvió, durante tres siglos, Santa María.
Para catequizar inmigrantes, bastaría y sobraría, sin duda, hacer saber que Buenos Aires es salubre... salvo peste, más o menos cruda, debida -lo contrario sería una anomalía, una incongruencia- a que el hombre no sabe aprovechar suficientemente los dones de la Naturaleza.
Los testigos oculares, podemos, sin embargo, dar fe de algunos cambios extraordinarios, operados contra viento y marea: las guerras civiles, las tiranías, las revoluciones, y otras locuras de menor cuantía.
Por ejemplo, yo, que ya le he sacado la oreja a medio siglo, he visto maravillas, por decirlo así: alzarse palacios, donde no ha mucho había lagunas cenagosas; pues, han de saber ustedes, que muchos años todavía después de la caída de Rozas, la calle de Maipú entre Viamonte y Paraguay, era un foco de barro permanente, en el que nunca faltaba su correspondiente caballo muerto, hinchado, amenazando levantar como una bomba, agusanado, exhalando una fetidez miasmática, que sólo estos "Buenos Aires" podían disipar.
Las veredas eran de ladrillo, donde las había, sumamente estrechas y medían una altura considerable. No puedo compararlas sino con las empinadas laderas, talladas en la roca viva, de una cordillera de los Andes. Daba vértigos pasar por ellas cuando estaban resbaladizas por la humedad. Ahora, vale por allí setenta pesos y más, la vara cuadrada de tierra. Antes, los que la poseían, eran pobres que no tenían sobre qué caerse muertos, con esto está dicho todo; y el catecismo tiene razón, cuando a la pregunta de ¿por qué se llamó Buenos Aires esta bendita tierra?, se contenta con contestar: porque a uno de los expedicionarios se le salió la exclamación que sabemos; que si se le sale qué fresco hace , bien hubiéramos podido llamarnos: estamos frescos.
¡Bendita tierra, una vez más! ¡y cómo se mueve! ¡Adónde iremos a parar el día en que el esfuerzo de nuestra edilidad haga tanto como la iniciativa particular!
Pues por esa calle transitaban, un día radiante de luz, después de un aguacero de padre y muy señor mío, que había hecho del pantano un turbio canal sin salida, siguiendo rumbos opuestos, dos personajes, tan conocidos a la sazón aquí, como usted y yo ahora, mi distinguido Legarreta.
Con esta diferencia: que ellos eran dos tipos , y nosotros no somos una originalidad. Agregaré que nosotros no somos, felizmente, rivales en cortesías, y que ellos lo eran en grado heroico y eminente; usted y yo podemos encontrarnos, como el otro día, siempre, sin riesgo, ¿qué digo?, seguros de que en ningún caso, ninguno de los dos ha de olvidar que lo cortés no quita lo valiente.
Eran esos dos personajes, gente de alcurnia, fidalgo el uno, hijodalgo el otro, queridos y estimados ambos; siendo el hijodalgo don Miguel Riglos, y el fidalgo don José de Moura, cónsul general de Su Majestad el Emperador del Brasil.
Rubio el uno, moreno el otro, los dos largos, flacos, correctamente vestidos siempre.
La amabilidad de Moura era superlativa; la de don Miguel, proverbial, como lo eran sus distracciones.
Una vez, siendo defensor de pobres y menores, fue Eduardo Guido a verlo, en nombre de su padre, el general, con un empeño.
Lo anuncian... Don Miguel se olvida de que tiene la antesala llena de gente... sale en mangas de camisa, con la cara jabonada, toalla en la siniestra y navaja de barba en la diestra, se aturde, lo mira a Eduardo, mira a todos los que esperaban y, anheloso de despacharlo al hijo de su amigo, grita: "¡hablen todos a un tiempo!"
Moura era por otro estilo: una vez le sumió la boya al padre de Juan Manuel Larrazábal, queriendo evitar que se sacara el sombrero para saludarlo, y lo dejó a la miseria...
En suma: Riglos y Moura representaban genuinamente la cultura clásica de la época. Ambos eran de coturno épico, de modo que, no obstante su bondad genial y lo ameno de su trato, cuando se serenaban, amigos y conocidos les sacaban el cuerpo, huyendo del "pase usted", "no señor", "de ningún modo", de los apretones de manos, y de esa retahíla "¿y cómo está la señora?" y "¿cómo están las niñas y los niños?" Y hasta la suegra...
Sólo ellos no se huían. ¿Huirse? ¡Qué! Todo lo contrario. Se buscaban con ahínco, y como eran altísimos, de lejos se divisaban, sobresaliendo sus cabezas, como mangrullos, por sobre las de los otros viandantes. Y divisarse y aprestarse para un combate singular sobre quién obligaría a quién, a tomar la vereda que no llevaba, todo era uno.
Hélos ahí.
Están en al acera que mira al naciente.
Riglos viene del Retiro, Moura va; Riglos tiene la vereda, Moura no puede hacer sino resistirse a tomarla, si se empeñan en dársela; es táctico en estos trotes ¡cómo engañarse!
El momento es delicado, porque la vereda es estrechísima; a la derecha tiene el abismo, el pantano... pero es fuerte de corazón, y, a la primera insinuación de Riglos de "pase usted", lo estrecha contra la pared. Riglos no puede ceder, quiere dar, tiene el derecho de dar lo que es suyo. Lucha... "no señor, no paso", "pase usted"... Primero muerto que deshonrado, y deshonra había en no obligarlo a Moura a pasar. Lo toma entonces con entrambas manos, lo empuja, lo hace describir un círculo de un radio más ancho que la vereda, y huye... Se vuelve a los pocos pasos y ¡oh sorpresa! Moura estaba en el pantano... y en peligro... se hundía, se asfixiaba en aquella laguna pontina de estos Buenos Aires.
¿Qué hacer? Allí no podía entrar vehículo alguno, ni cuadrúpedo, ni bípedo. Un náufrago cualquiera corre menos riesgo de muerte, del que corría el egregio representante consular de Su Majestad Imperial. Aquello era quizá el protoplasma de un casus belli. ¡Qué horror! ¡Oh desesperación! Riglos no alcanza, con su pulcra mano, la embadurnada de su noble rival. Gente, no pasaba; policía, no había; vecindario... dormía la siesta. Riglos, grita: ¡socorro! A sus voces, sale de un hueco una parda lavandera del barrio.
-¡Una soga de pozo! -pide Riglos-. ¡Una soga...! A horse! my Kingdom for a horse!
La parda va prontamente, viene, ¡alabado sea Dios! Moura ha agarrado la punta de la soga salvadera, y todo hecho la estampa de la herejía, ainda se deshace en cortesías, contestando: "no es nada", a los "perdone usted" de Riglos, que no atina; que, triunfante, se siente avergonzado; que quisiera reír de la facha de su contendor, y no puede. Se repone, al fin, y pidiéndole permiso a la parda lavandera para limpiarlo, averigua, al mismo tiempo, si no habría por allí alguien que quisiera ir hasta el Consulado Imperial en busca de ropa de repuesto.
La situación estaba salvada; la misma parda iría, mientras el señor se lavaba en su batea con agua de pozo.
Riglos escribe con lápiz en una hoja de papel que arranca de su cartera.
La parda, parte... "pronto", le recomienda Riglos; pregunta por la señora, que nombra, dando las señas de la casa. "Y no digas nada de lo que ocurre, no sea que se alarmen; di que no sabes lo que hay, que eres mandada."
El Consulado estaba lejos, en la calle de Belgrano, frente a la casa que ahora habita el señor don Antonino Cambaceres.
Pero la parda anduvo ligero, y en una hora, fue y volvió.
Moura estaba limpio; Riglos se había sacado la levita y el pantalón; Moura se los había puesto, aunque le estaban sumamente estrechos, y así, en camisa y calzoncillos el uno, y el otro sin camisa ni calzoncillos, esperaban... cuando la parda se presentó con un gran lío.
Desenvuelven, abren... sacan... Moura desconoce su ropa, Riglos reconoce la suya. ¿Qué quidproquo es aquél?
Interrogan a la parda: contesta ésta que ella ha ido donde la han mandado, que ha entregado la carta al lado de la Policía, a la señora doña Dolores, que así decía afuera el papel; que el mismo señor (y se dirigía a Riglos) debía recordar que, al salir, corrió tras ella, y le dijo: "pronto", recomendándole, después de darle las señas, que preguntara por la señora doña Dolorcitas.
No había que replicar.
Riglos, distraído, había hecho una de las suyas: escribió, mientras Moura se lavaba, y en vez de hacerlo a casa de éste, le puso sencillamente a su señora:

Querida Dolorcitas: Mándame, ahora mismo, con la portadora, camisa, calzoncillos, medias, botines, un pantalón, un chaleco y mi levita azul, yo te diré luego para qué...

Tuyo,
Riglos.

En este conflicto inesperado estaban, después de tantas emociones, cuando el sol poniente vino a sacarlos de apuros. De noche todos los gatos son pardos, y antes que esperar nuevamente, era preferible salir de cualquier modo. Moura se metió, como pudo, dentro de la ropa de Riglos, y como el alumbrado público era nominal, así como ahora mismo, en algunos barrios, pudo llegar al Consulado, no sin tropezar; pero sí, sin ser visto.
Una vez allí juró, sin rencor, que Riglos se la pagaría; le debía "una vereda"; el percance de la calle no era nada para un fidalgo como él.
Riglos estaba notificado: jugaban limpio.
Yo era muy joven, me fui a viajar, no sé lo que pasó; lo dicho fue lo que oí contar en mi casa: tal como lo oí se lo he contado a usted, amigo mío, cumpliendo mi promesa, por aquello de que no hay modo más seguro de tener uno crédito que pagar sus deudas.
¿Quiere usted, para que quedemos completamente a mano, que la "vereda que le debo" quede cancelada con esta charla insustancial?
Tan gentil caballero como usted, tiene que decir que sí. ¡A mí sólo me resta desearle salud y alegría!, esperando que, esta vez, no habré olvidado el consejo del buen Franklin:
"No dar por el pito, más de lo que el pito vale"; y que el lector no exclame al concluir, como el moralista: Aristote dit un jour à un tel causeur:"Ce qui m'étonne, c'est qu'on ait des oreilles pour t'entendre, quand on a des jambes pour t'échapper."
Sería, en efecto, un chasco, que, pudiendo ustedes no leerme, hubieran caído en el garlito, picados por la curiosidad.
Si Adán dispara en vez de escuchar a Eva, no viviríamos en pecado original.
¡Y la mujer no quiere convencerse todavía de que es causa de todos nuestros males! ¡Y nosotros somos tan incorregibles que seguimos a sus pies... descrismándonos por ella!


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