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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO HOMBRE Y TOROS (por Eduardo Wilde (1844 -1913))
Yo repudio y detesto las corridas de toros; semejante diversión me parece indigna de la nobleza humana, cruel y salvaje.
No quisiera atentar contra la libertad del gusto, pero ese me subleva. Si los españoles no fueran afectos a tal deleite emigrado de las épocas primitivas de la humanidad en que predominaban los instintos feroces, no habría hombres a quienes yo juzgara mejor.
Confieso que los preparativos de la fiesta son singularmente atractivos: el circo, la concurrencia, el ceremonial, los jinetes y los caballos adornados, la animación en las caras de los aficionados, la presencia del toro a su salida, hermoso animal lleno de vida y de sangre, su ignorancia del peligro inevitable, su confianza, su orgullosa actitud... ¡Todo es feérico y fecundo en motivos de entusiasmo! Pero: -¿después?
-Después viene la crueldad más cobarde aun que la de los combates entre hombres y fieras de los circos romanos.
Allí siquiera había una sombra de legitimidad; los combatientes, hombres, eran condenados a muerte. Se establecía cierta equidad en el combate y no existía una superioridad incontrastable de la fiera humana.
Aquí el toro está vencido de antemano, porque se conoce sus instintos, su modo infalible de atropellar, sus ilusiones ópticas, sus procedimientos en línea recta, su desfallecimiento al encontrar el vacío por toda resistencia a su empuje poderoso; y tras de sus errores, una banderilla con dientes clavada en su carne que le estorbará en adelante para atacar y defenderse.
En tanto el hombre está garantido por habilidad y por la ignorancia de su antagonista respecto a sus ardides y sanguinarios engaños.
El toreador conoce el circo, los espectadores son animales de su misma especie, no lo asustan, más bien lo animan; sabe que puede saltar las barreras y ponerse en salvo en caso de apuro; todo para él es viejo, previsto y trillado.
Para el toro, a la inversa, todo es ignorado, asombroso e inquietante; el recinto es nuevo, el conjunto de objetos, extraño; alarmante la gritería y nunca vista la feria de colores; los espectadores no son toros como él, sino hombres entre los cuales no ve una cara conocida. La pobre bestia es tomada por sorpresa en un caso único en su vida, mientras su asesino repite un acto mil veces ejecutado. El torero conoce a los toros, el toro no conoce a los hombres, y aun cuando su inteligencia le permitiera intentar medirlos según las leyes de los instintos animales, nunca los creería tan desalmados.
No hay, pues, igualdad en la situación moral de los dos combatientes y por lo tanto las condiciones de la lucha son inicuas.
Un espectador bien dotado de sentimientos naturales se encona, se irrita y se avergüenza ante semejante tragedia, considerando la inocencia de la víctima y la ferocidad alegre, calculada e infame del victimario, cuyas entrañas se han desnaturalizado ya por la costumbre y del encomio, hasta ocultarle la perversidad de su acto.
*
Ningún torero, y esta es la única disculpa, cree atentar a las leyes de la moral humana, al martirizar y dar muerte a un pobre animal que ningún daño le hizo; sólo ve en la exposición posible de su vida, un acto de heroísmo fecundo en aplausos de veinte mil espectadores.
No sé qué impresión extraña de dolor, de cólera, de tristeza y de reproche, se produce en todo espíritu recto y caritativo, sensible a lo menos al tormento inútil, cuando contempla a su salida al valiente animal, rebosante de vida, airoso, bellísimo, lleno de fuerza, y lo ve poco a poco perder sus bríos por el dolor de las heridas, disminuir su defensa, suprimir sus ataques y entregarse perdido, exangüe, aturdido y desesperado a su enemigo gratuito e implacable, para recibir de él la muerte.
¡La destrucción en un momento de tan arrogante valentía y de tan potente vitalidad, causa una aguda, mortificante e infinita tristeza!
*
¡Y los pobres caballos de los picadores que mueren destrozados, sin mérito ni gloria, y cuyos nobles instintos les prestan bríos para salvar la vida a sus jinetes, aun con el vientre abierto y los intestinos colgando!
*
No soy ni puedo ser cruel; la estructura de mi cerebro no me lo permite; pero confieso que por evitar o castigar una crueldad, soy capaz de cometer actos irreflexivos propios para presentarme ante los ojos de quien no aprecie justamente mis sentimientos, como el salvaje más destituido de sentido moral.
Una vez en Buenos Aires, cuando había aún Terceros (zanjones flanqueados por veredas muy altas, en las calles) por defender a una criatura a quien una vieja estropeaba cruelmente, tomé a la vieja del brazo y la precipité en el zanjón; podía haberla muerto. Otra vez iba en un carruaje, el conductor de una tranvía fastidiado de no encontrar paso, enderezó la lanza al pecho de uno de los caballos de mi coche dándole un golpe feroz; yo vi la maldad pintada en la cara del conductor y sin decirle una palabra me bajé y a golpes de puño rompí todos los vidrios del tranvía, uno por uno, para castigar a ese perverso procurándole siquiera una reprimenda de su patrón. Una lluvia de vidrios cayó sobre los pasajeros, hubo mil protestas y yo salí del entrevero con la mano ensangrentada y llena de tajos. En otra ocasión un carrero fornido, cien veces más fuerte que yo, daba de palos al caballo de su carro; me precipité sobre el carrero, le quité el látigo y le di tres formidables palos con el cabo. Sólo el asombro del agredido ante mi atentado pudo salvarme de ser estropeado y tal vez muerto; felizmente varios vigilantes llegaron a tiempo, antes que mi víctima saliera de su éxtasis.
Estos hechos y otros que podría narrar, dan la razón de mi falta de gusto por las corridas de toros.
Cuando por casualidad he asistido a una corrida, he sido invariablemente partidario del toro; su nobleza abogaba por su causa; su antagonista, lleno de habilidades y de destrezas, ¡me ha sido siempre odioso!
*
París acaba de completar su colección de vicios (no se infiera de esto que allí no hay virtudes) consintiendo la diversión de las corridas. Verdad es que en ellas el hombre, el torero, el picador o el aficionado, no está expuesto a ningún peligro serio. Los toros tienen las astas cortadas y provistas en su extremo de una esfera; están pues completamente indefensos; esto siquiera es más humano, pero en cambio ¡es mucho más cobarde!
(Prometeo & Cía.)


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