Añadir esta página a favoritos
CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EL CIERVO ROJO, EL CIERVO BLANCO (por Kirill Bulychev)
Lunin desembarcó para acampar durante la noche. Había encontrado un buen lugar, una ribera alta, sombreada por añosos árboles. Debajo del acantilado se extendía una vasta playa arenosa; a lo largo del borde del agua, la arena era firme, pero más próxima al risco, donde el sol la había entibiado, era suave y crujiente. Varios troncos de árboles que habían caído desde lo alto yacían diseminados por la playa. El río erosionaba lentamente el alto acantilado. Lunin ató la lancha a un retorcido tocón, cuyas raíces se habían extendido dentro del agua, y el bote cabeceó mansamente, movido por una ola superficial.
Decidió instalar su tienda sobre el acantilado (por la forma en que el viento inclinaba las copas de los árboles comprendió que allí no lo molestarían los mosquitos), y colgándola sobre sus espaldas, comenzó la ascensión. El acantilado se había formado sobre la base de un tipo de arenisca porosa, y una arena cuarcífera muy compacta, aunque traicioneramente inestable. Lunin comenzó a trepar afirmándose en las raíces y arbustos espinosos como soportes, pero pronto descubrió que se rompían y desprendían con tan asombrosa facilidad, que varias veces debió estrecharse fuertemente contra el farallón a fin de evitar una posible caída.
Lunin podía haber permanecido en la playa, y pasar la noche en el bote, pero intentaba transcurrir una tranquila velada de descanso en tierra, una tarde de ociosa contemplación, con la idea de clasificar mentalmente los trofeos del día. Estos últimos habían quedado en la lancha, pero él los conocía de memoria. Sin embargo, más importante que los trofeos en sí mismos era la confirmación que podían aportar a ciertas ideas que se había formado, demasiado nebulosas aún para llamarlas teorías.
Un viento fresco soplaba con creciente intensidad sobre las aguas del río, quietas como la superficie de un espejo, alejando a los mosquitos. La costa más lejana había sido ya devorada por las tinieblas. Luego de haber levantado la tienda, y tomar un breve refrigerio, Lunin se sentó con la espalda apoyada contra un nudoso tronco, y cabalgó sus piernas por sobre el borde del farallón.
En alguna parte, a la distancia, los pájaros se llamaban mutuamente; una rama chasqueó. Lunin oía los sonidos del bosque, pero estos no lo preocupaban; sabía que, de ser necesario, podía alcanzar la carpa con un simple salto, y conectar el campo de fuerza. Se inclinó hacia adelante y observó la lancha, comprobando que estaba segura. Desde allí arriba, el bote parecía tan diminuto como un pequeño escarabajo arrojado a la costa por una ola. La soledad que lo perseguía constantemente, como una enfermedad, estaba a punto de invadirlo nuevamente. Era un extraño en territorio extranjero, al igual que los otros geólogos a 1.500 kilómetros de distancia de allí, sentados frente a sus tiendas y escuchando los sonidos del bosque o la llanura; como el botánico, pasando la noche sólo en alguna parte.
Lunin elevó la mirada, le pareció sentir la Estación volando directamente por sobre su cabeza en ese preciso instante. La estación semejaba una diminuta y brillante estrella, no más visible que una mota de luz en el cielo. Introduciendo su cabeza en la tienda, podía llamar a la Estación, y solicitar, por ejemplo, el pronóstico del tiempo para el día siguiente. Ellos le darían el informe, y le desearían buenas noches. El operador de Control estaría mortalmente aburrido; apenas si podría esperar su turno para descender. Era también un geólogo, o un geofísico, y tenía la ilusión de que nunca habría tiempo para sentirse solo en un planeta tan opulento e interesante. Quizás el operador estuviera en lo cierto, y él, Lunin, constituyera una excepción. Este planeta podía haber sido diferente. Muy diferente. Quizás la razón de que a Lunin lo atormentara a tal punto la soledad, era que él había llegado a conocer el terrible secreto del planeta.
Lunin, el único paleontólogo de la Estación, había trabajado inicialmente junto con uno de los equipos de geólogos, para abandonarlos más tarde. Se encontraba aún en las exploraciones preliminares, y sólo le era factible calcular estimativamente lo que podía obtener, pero nada más. Quedaría para otros la tarea de llevar a cabo investigaciones sistemáticas, y efectuar los descubrimientos. Su especialidad era el trabajo de conjeturas y de oportunidades, y uno de esos hallazgos se había concretado ayer. Y luego un segundo descubrimiento esta mañana, cuando había hallado un nuevo emplazamiento. No parecía ser más antiguo que el de ayer...
Se oyó un extraño gruñido proveniente de la maleza. Sólo podía tener un significado: una señal de ataque.
Mientras corría hacia la tienda, Lunin pensó en lo afortunado que era que los ploogs nunca atacaran en silencio. Uno podía disponer del lujo de evaluar la situación durante un largo segundo. Pero ni una fracción más.
No logró llegar a la carpa a tiempo. Los ploogs se precipitaron sobre él desde detrás de los árboles e incluso descolgándose de las ramas. En el preciso instante en que se tambaleaba bajo el peso de sus cálidas pieles, consiguió aferrar la perilla del campo de fuerza, activándolo. El campo apresó sus piernas contra el suelo, mientras él trataba de encogerlas para introducirlas dentro del radio de acción del campo. No resultó fácil; uno de los ploogs había enganchado sus garras en la bota de Lunin, y tiraba hacia sí. Mientras tanto, los otros —tres o cuatro— golpeaban ferozmente contra la pared invisible que los separaba de su presa.
Los enormes ojos desproporcionados de los ploogs, brillantes ojos en la oscuridad, prestaban una cualidad engañosa a su fiera expresión; no parecían concordar con sus colmillos desnudos y con los surcos que fruncían la piel rala de sus chatas y aplanadas frentes. Sus ojos, en cambio, mostraban una expresión sorprendida, confusa, incluso dolorida. Sin embargo, los ploogs carecían completamente de compasión. Eran invencibles, depredadores insaciables, amos indiscutidos del mundo nocturno. El tamaño y la forma de sus ojos eran una necesidad, el rasgo que les permitía ver en la oscuridad casi total.
La bota de Lunin quedó al fin apresada entre las garras del ploog, aunque la presa demostró ser poco apetitosa. En ese instante, otro ploog, de tamaño bastante mayor que el resto sufrió un ataque de celos ante el botín, olvidando por completo a Lunin, aunque este sabía que pronto volverían. Mientras tanto se encontraban demasiado ocupados destrozando su bota.
Lunin se acercó a la entrada de la tienda, y tanteó a sus espaldas en busca de la cámara cinematográfica. El rayo de luz proyectado por la cámara reveló sólo una enorme masa negra agitándose y meciéndose como un gigantesco enjambre de abejas; los ploogs se hallaban trenzados en combate general. Repentinamente, desde detrás de un árbol surgió un enorme macho adulto. Caminando sobre sus patas traseras, con firmes y confiados pasos, ignoró la vulgar reyerta; le resultaba mucho más atractivo el premio mayor: la tienda con el hombre dentro.
El ploog ignoró la luz de la cámara; sus pupilas se contrajeron al tamaño de la punta de un alfiler, una sonrisa involuntaria revoloteó por la cara de Lunin, mientras se movía sobre su pie descalzo, observando a la bestia a través del visor de la fumadora. Algunos días atrás, cuando llegaron a la Estación las primeras fotografías de estos enormes primates, el doctor Leontiev, del Cosmos, había comentado, con su cara más impávida, que «Allí estaba Gustav Ploog.» Todo el mundo conocía a G. Ploog, jefe del Departamento de Física del «Tierra-14». Poseía un genio verdaderamente angelical, aunque con la apariencia más amenazante; se parecía a un gorila. Y con lentes. De esta forma, Pavlysh había agregado un par de anteojos a la fotografía, y los antropoides fueron bautizados ploogs.
—Bueno, hola doctor Ploog —saludó Lunin, aproximándose lentamente a la bestia—. Así que piensas que soy una presa fácil, ¿eh? Bueno compañero, pronto cambiarás de idea.
Por un instante, Lunin temió que el campo de fuerza pudiera haberse interrumpido, por lo que sacó su pie descalzo de debajo de su cuerpo, y lo estiró hacia adelante. El pie golpeó contra la barrera. Iba a ser desagradable andar descalzo mucho tiempo por allí, así que mañana mismo, decidió, volaría a la Estación.
El jefe del rebaño de ploogs había extendido sus garras sobre la invisible pared, y apretaba su nariz contra ella. Frustrado, se apartó en un ataque de ira. La vista del hombre había disparado el mecanismo de ciertos recuerdos en la bestia, recuerdos que eran asimismo responsables de que hubiera muerto la primitiva curiosidad de Lunin hacia los ploogs. Hoy había encontrado algo que confirmara sus bien fundadas sospechas: los emplazamientos.
Hasta ahora había recorrido sólo dos de ellos. El primero, el día anterior, había sido hallado en un talud, donde varias cuevas poco profundas enfrentaban una pradera cubierta de hierba. Lunin había detectado rastros de hollín en una de las cuevas pequeñas; y debajo de las deyecciones de murciélagos, en el piso de la caverna, encontró restos de comida: huesos rotos, cenizas y fragmentos de pedernal. Cerca de hora y media más tarde, cuando ya había recobrado su serenidad, y tomado un descanso de su tarea con las cámaras y los fijadores, Lunin llamó a la Estación e informó de su descubrimiento. Su voz sonaba tan calma y normal, que el operador de Control de turno no llegó a comprender las implicaciones del mensaje.
—Estoy registrando las coordenadas —replicó con indiferencia el control, así como lo hacía repetidas veces al día, con los distintos grupos que informaban—. Emplazamiento paleolítico... análisis preliminares de restos de comida... ochocientos a novecientos años, con un error de más o menos cinco... ¡Eh, un momento! ¿Qué clase de restos de comida?
—Huesos —contestó Lunin—, cenizas.
—¿Qué quiere decir con eso?
—¿Ya registró el mensaje? Debo volver a trabajar —cortó Lunin.
Podía visualizar perfectamente la excitación que se apoderaría rápidamente de la Estación, y arrancaría a los físicos, astrónomos y zoólogos de sus actuales labores. La noticia se esparciría rápidamente hacia el planeta, para ser recogida allí por los equipos de trabajo: «¿Se enteraron del hallazgo de Lunin?»
Nada sucedió durante los siguientes cinco minutos, pero Lunin no se sintió decepcionado por el silencio. Se sentó en un enorme canto rodado, y esperó el contragolpe.
—Lunin —llegó una voz a través del transceptor—, ¿puede oírme?
Era Vologdin, jefe de la expedición.
—Lo capto —contestó Lunin, mordisqueando una brizna de hierba.
—¿Está seguro de no haber cometido un error?
Lunin ignoró la insinuación.
—¿Por qué no contesta?
—Usted tiene mi mensaje.
—Pero, ¿está completamente seguro?
—Mortalmente seguro.
—¿Debo enviar un equipo abajo?
—Por el momento no. No ha sucedido nada especial.
—Muy bien.
Lunin podía imaginarse al total del equipo de reserva de la Estación, parado detrás del Jefe, y escuchando la conversación.
—Escuche, Vologdin —dijo—. Encontré un emplazamiento paleolítico, es cierto. Pero aún no sé quiénes lo habitaban. Parece reciente, así que si hay vida inteligente en este planeta, aún estará en la edad de piedra. De otra manera, los hubiéramos localizado hace ya mucho tiempo.
—¿Cómo es que nadie encontró ninguna evidencia antes?
—Mire, ¿cuánto es lo que sabemos acerca de este planeta? Sólo hace dos meses que estamos trabajando aquí; y además somos nada más que un puñado.
—Pero hemos filmado cada centímetro cuadrado del planeta, y cualquier rastro...
—Probablemente vivan en el bosque.
—¿Pueden ser los ploogs?
—No cuente con ello. Li le dará todas las conclusiones sobre ellos. Él estuvo siguiendo sus rebaños por dos semanas. Son unas bestias atroces, escasamente más organizadas que los gorilas, pero diez veces más fuertes y malignas que ellos. Se las arreglan muy bien sin el fuego.
—¿Puede manejar todo bien?
—Seguro. Puede mandar una cápsula. Pondré la película en ella, así pueden echar una mirada ustedes mismos. Pero no les prometo nada sensacional.
—La mandaremos inmediatamente. Creo que está subestimando el significado de su descubrimiento.
—Ni siquiera lo llamaría descubrimiento. Caí en el lugar por casualidad. De cualquier manera, seguiré bajando por el río. Quizás encuentre algo más.
Exactamente veinte minutos más tarde, llegó la cápsula en busca del film; para entonces, Lunin se encontraba almorzando en el bote. La cápsula contenía una nota de Li, una nota personal.
«Terminaré mi trabajo sobre el tema actual pasado mañana. Podré reunirme contigo entonces». Lunin no se molestó en contestar. Si Li podía vendría igualmente.
La Estación estableció contacto con él diez veces aquel día. A juzgar por la excitación, parecía como si hubiera descubierto una ciudad entera, en lugar de unos simples restos paleolíticos.
Y así pasó el día. Luego, esta mañana había descubierto el segundo emplazamiento. Quizás había pasado previamente por alto algunos rastros de la etapa paleolítica, por no haber contado con ella. Había estado buscando un asentamiento de tipo Cenozoico, y había tropezado con uno de la era Triásica. Hasta el momento sus ojos no habían tratado de localizar rastros humanos, pero ahora, como dos radares, comenzaron a escudriñar los alrededores. ¿Era aquella una astilla de una pieza de pedernal? Y aquella mancha oscura en el acantilado, ¿podía ser la entrada de una cueva?
El yacimiento resultó ser pequeño, y los restos, escasos. Entonces, en un pozo lleno a medias con arena, encontró el primer cráneo. Y los restos de un esqueleto. El cráneo debió ser armado como un rompecabezas; había sido reducido a pequeños trozos por los poderosos dientes de algún animal de presa. O, quizás, por algún pariente. El emplazamiento había pertenecido, indudablemente, a un grupo de humanoides.
Recorriendo el lugar, Lunin halló varios otros huesos humanos. Había estado en lo cierto, los ocupantes del lugar no estaban relacionados en ninguna forma con los ploogs. De la mitad de tamaño que estos últimos, con huesos mucho más delicados, frentes más amplias y mandíbulas recesivas, estaban mucho más cerca de las criaturas inteligentes que de los antropoides. Por la disposición de los restos podía deducir que habían sido atacados, y sus enemigos no sólo los habían exterminado, sino también devorado.
Luego de transcurridas varias horas recolectando y preservando sus trofeos con fijadores, y conversando con visitantes que llegaban apresuradamente en botes y chalupas de desembarco, Lunin comenzó a hilvanar pensamientos más avanzados. Para entonces estaba germinando en él cierta sospecha con respecto a los yacimientos, auque no podía confirmarla aún. Por la zona rondaban varias clases de animales de presa, algunos similares a osos, y otros que parecían enormes lobos, pero, de acuerdo a los descubrimientos de Li, ninguna de aquellas especies parecía vivir agrupada. Era extremadamente dudoso que alguno de ellos pudiera haber matado a todos los ocupantes del emplazamiento (que eran más de diez). Y no sólo matarlos, sino literalmente reducirlos a fragmentos. Eso dejaba solamente a los ploogs.
Ahora, sentado en su tienda, con su pie descalzo, y contemplando al rabioso ploog echar espuma por la boca, Lunin se sintió lleno de odio.
La naturaleza es cruel con la inteligencia. Esta surge repentinamente, rodeada de poderosos enemigos, mientras aún se encuentra falta de orientación, y desconocedora de su fuerza potencial; se cierne permanentemente al borde de la extinción. Sus enemigos. tanto allí como en la Tierra, eran siempre más osados, y provistos de dientes más grandes y mas agudos que los que muestran las mandíbulas de las criaturas inteligentes. Por esa razón uno debe ser más listo que las bestias, esconderse de ellas, sobrevivir...
Como contrapartida, la inteligencia puede agudizarse al contar con el incentivo de aquellos poderosos enemigos.
El ploog continuaba luchando por obtener su botín. Ahora Lunin tenía la impresión que la fiera lo identificaba con los trogloditas, y lo contemplaba, no sólo como a una presa, sino como a su peor enemigo, una criatura con quien no podía compartir la hegemonía del planeta.
Al jefe del rebaño se le reunió pronto el resto de los ploogs, quienes habían acabado alegremente con su bota. Finalmente, cuando Lunin se hartó de sus velludos y rabiosos rostros, disparó en su dirección el enceguecedor rayo de su detonador. Para su satisfacción se dispersaron inmediatamente.
Incapaz de conciliar el sueño rápidamente, se comunicó con Li, quien para entonces ya había terminado sus investigaciones sobre los rasguños hallados en los huesos humanos. Las huellas coincidían con los dientes de los ploogs, confirmando las sospechas de Lunin.
Cuando finalmente comenzó a sentirse somnoliento, comprendió que su situación en aquel planeta había cambiado. Ya no era sólo un científico investigador: ahora debía asumir el rol de protector de los débiles. Probablemente, habían quedado muy pocos humanoides vivos. Los ploogs habían demostrado ser más peligrosos de lo que los osos de las cavernas habían resultado para nuestros antepasados.
Al día siguiente, Lunin debió retornar a la Estación en busca de una nueva bota. No podía imaginarse a sí mismo radiando al Control, y pidiendo:
—Hazme el favor de mandarme una cápsula con una bota derecha, número 42. preferiblemente negra. Los ploogs se masticaron la mía.
Además, quería consultar con Li y el Jefe, y también solicitar una lancha de desembarco durante unas cuantas semanas, a fin de practicar un reconocimiento de la cuenca del río desde el nivel del suelo.

Tres semanas después, Lunin y Li habían explorado el cauce completo, y retornado a la Estación, para analizar el material obtenido. Trataban arduamente de refutar las conclusiones hacia las cuales los conducían sus últimos hallazgos.
Los ploogs habían llegado allí muy recientemente, tal vez hacia sólo unos 1.400 años, procedentes quizás de algún otro continente donde los había en abundancia. Para ese tiempo, los humanoides del planeta sabían cómo tallar la piedra y encender fuego, pero no estaban preparados aún para combatir contra aquellos enormes antropoides organizados en furiosos rebaños; contra bestias que veían igualmente bien de día o de noche; contra enemigos cuyas pieles eran demasiado gruesas para ser penetradas por sus lanzas de punta de pedernal.
Uno detrás de otro, aquellos puñados de seres humanos, diseminados por los bosques, fueron cayendo víctimas de los salvajes ataques de los ploogs.
Los abandonados yacimientos asolados databan de 1.500, 1.000 y 800 años atrás.
Sobre la costa de un enorme lago poco profundo, entre unas proyecciones rocosas similares a dedos, Lunin encontró el emplazamiento de una de las últimas, sino de la última batalla, que había tenido lugar 500 años antes, con un margen de error de 10 años en más o en menos. Más de 80 personas habían perecido allí; también se veían huesos de ploogs diseminados por los alrededores. Evidentemente, la gente había aprendido a agruparse... aunque fuera demasiado tarde. Lunin y sus colegas podían hacer un alto definitivo en su búsqueda. Ningún ser humano había sobrevivido en el planeta.
—Lástima que no llegáramos antes —se lamentó uno de los físicos—. Podríamos haberlos cubierto con un campo de fuerza.
—¿Hace 500 años?
—¿Quién sabe? Quizás los últimos supervivientes estuvieron escondidos hasta el año pasado. Realmente no lo sabemos.
—Lo dudo —dijo Li.
—Supongo que tienes razón —concedió el físico—. Aún así, debes tener lástima por ellos.
Al día siguiente Lunin descubrió un gran yacimiento cerca del acantilado. Negras concreciones se extendían desde la arenisca rosada hacia la costa, y las amonites se proyectaban desde el farallón como los curvos cuernos de un carnero de las montañas. Allí encontró una cueva, escenario de una batalla que había tenido lugar 800 años atrás. Probablemente había sido un combate corto, y como todos los demás, durante la noche, cuando, atraídos por la luz del fuego, los ploogs se arremolinaron a su alrededor, rugiendo por las inmediaciones de la cueva. Respirando pesadamente, y rechazando los golpes de las lanzas, las bestias habían arrastrado el enorme canto rodado que bloqueaba la entrada de la cueva.
Lunin exploró cuidadosamente cada centímetro de la cueva en busca de signos de que hubiera estado habitada. Recogió un anzuelo tallado de un hueso aguzado, y encontró una piedra ahuecada, dentro de la cual goteaba agua desde el techo de la cueva. Una segunda entrada de la caverna, más alejada, poseía la anchura suficiente para que el sol iluminara el suelo llano de arena y las paredes lisas de roca. Una piedra rústicamente tallada yacía junto a una de las paredes. Y sobre ella había dibujos. Los primeros dibujos encontrados en el planeta. Lunin contuvo la respiración, temeroso de que su respiración fuera a hacer que las pinturas se desvanecieran y desmoronaran.
Alguien había elegido esa pared para expresar su asombro por el mundo, para capturar el movimiento y echar un sortilegio sobre él, con su mágico poder, el poder que emanaba de la coherencia de su mundo y su creciente poderío. Había dibujado un oso, encorvado; con rayas verticales debajo de su panza, representando el pelo largo. Cerca del oso, se veían pequeñas y cómicas figuritas humanas, dibujadas como palillos, corriendo alrededor de la bestia. Pudo interpretar también el dibujo de un bote, que brillaba al sol. Arenisca y yeso sugerían el uso del color por el desconocido artista; el sol era rojo, los pequeños hombrecillos blancos.
Lunin se desplazó sigilosamente a lo largo de la pared, descifrando uno a uno los dibujos. Descubrió un ploog negro, pequeño, con hombros redondos, y los dientes desnudos; junto a él se veía un hombre que había clavado una lanza en el cuerpo de la bestia. El dibujo era pura fantasía; su arte, aún en una etapa primitiva, había comenzado a soñar.
Lunin se sintió desalentado. Recordó que había dejado la cámara en la lancha de desembarco, y debía regresar a buscarla.
Antes de retornar a la nave, echó una mirada fuera de la entrada de la cueva en busca de nuevos dibujos, divisando uno. Una saliente plana sobre la entrada lo había protegido de las lluvias. Se trataba de una pintura mayor que las demás, de líneas más sueltas, como si el artista, una vez fuera de la caverna, pudiera apartarse con seguridad de las convenciones que se habían desarrollado paralelamente con el nuevo arte que surgía.
La pintura representaba a un ciervo. Un ciervo rojo, capturado por la memoria del artista en el instante de un salto y ejecutado con un toque aéreo e informal.
Lunin corrió al bote en busca de su cámara. Aunque apesadumbrado por lo que había visto, ya se había resignado a la conclusión de que la naciente vida inteligente del planeta había perecido. Ahora que se enfrentaba con el hecho histórico, su pena e incluso su hostilidad hacia los ploogs habían dejado de ser meras abstracciones.
La existencia del ciervo, su ingrávido salto, habían reenfocado sus pensamientos. Lo definitivo de esta tragedia, el fin de la vida inteligente, afectaba a Lunin de una manera intensamente personal. Además, generaba otras tensiones: ahora temía que el ciervo rojo pudiera ser destruido. Por un terremoto, o la lluvia, o alguna otra fuerza igualmente poderosa. Volviéndose bruscamente hacia el transmisor, envió un mensaje críptico:
—Encontré dibujos rupestres. Los fotografiaré y los rociaré con fijador. Entraré en contacto con ustedes más tarde. Aguarden.
Recogió la cámara y el fijador, y se apresuró a volver, caminando rápida y cautelosamente, tratando de no pisotear los huesos y los fragmentos de piedras. A unos pocos pasos de la segunda salida de la cueva, se detuvo en seco. Allí había alguien. Ahora podía escuchar una pesada respiración. Colgó la cámara de su hombro y llevó su mano a la culata del detonador, cargado con proyectiles paralizantes. El resoplido continuaba resonando como una pequeña locomotora liberando vapor en el fondo del risco. Lunin se acercó en puntas de pie hasta el extremo de la caverna y miró hacia afuera.
Sus peores temores se vieron confirmados. Un enorme ploog negro se hallaba parado delante de la pintura del ciervo rojo, tratando de destruirla. Lunin levantó su detonador. Todavía estaba a tiempo, pero detuvo su movimiento. Había notado un trozo de yeso en la garra del ploog.
Respirando pesadamente, gruñendo y desnudando los dientes, el ploog raspaba el yeso contra la pared de roca, directamente debajo de la imagen del ciervo rojo. Su garra temblaba por el esfuerzo. Ya había dibujado una raya horizontal, casi recta, desde la cual se proyectaban hacia arriba varias pequeñas líneas, como palillos. Había cuatro de estas líneas, de diferentes longitudes, una de las cuales no había logrado conservar la verticalidad; en ese momento, el ploog comenzó a golpear el trozo de yeso contra la roca, intentando unir con puntos blancos la línea corta con la horizontal, antes de continuar su extenuante labor. Lunin comprendió qué era lo que el ploog trataba de dibujar en la pared. Un ciervo, el mismo ciervo que en la imagen original, pero blanco y abatido sobre su espalda. Un ciervo muerto, asesinado para alimento.
El ploog había emprendido una tarea superior a sus posibilidades; ni sus garras ni sus ojos eran capaces de reproducir una obra de arte, particularmente una versión artísticamente renovada.
Al fin de la línea horizontal, el ploog apretó el trozo de yeso contra la pared, creando una figura de forma aproximadamente estrellada: la cabeza del ciervo. No importaba que no pareciera una cabeza; tanto Lunin como el ploog reconocían la licencia artística.
El ploog se apartó de la pared; inclinó a un lado la cabeza y permaneció inmóvil, admirando su creación. La vanidad había comenzado a infiltrarse en la bestia. En el conjunto de líneas veía el enorme y aún tibio cadáver del ciervo; por lo tanto, no le interesaba comparar su creación con la anterior, dibujada por sus conquistados enemigos. Ahora el ciervo no podría escapar; había sido derribado.
Los sentimientos de Lunin acerca de la bestia comenzaron a modificarse; se sentía extrañamente reconocido, casi tierno. Dio un paso adelante. En ese momento, el ploog acertó a mirar a su alrededor, como buscando espectadores para su obra de arte. Los ojos de la bestia se encontraron con los del hombre.
El ploog olvidó al ciervo. La rabia insensata y el miedo flamearon en los enormes y redondos ojos de la sorprendida fiera. La evolución, que había dado un inesperado paso adelante, era aún demasiado débil para mantenerse, y el adelanto fue olvidado momentáneamente.
No disponiendo de nada mejor a su alrededor, el ploog arrojó a Lunin el trozo de yeso, que dejó una mancha blanca en la pechera de su traje espacial, antes de rebotar y golpear contra la pared. Instintivamente, Lunin se protegió detrás de un reborde rocoso.
Cuando volvió a mirar, sólo consiguió ver una pequeña mancha negra, la espalda del ploog, a medida que desgarraba su camino a través de la maleza.
Pocos instantes después, la mancha negra había desaparecido. Las hojas temblaban como azotadas por una ráfaga de viento, y aún podían oírse los ruidos de las ramas al quebrarse.
Lunin giró sobre sí mismo y enfrentó el acantilado. La roca aparecía de un tono violáceo en la semioscuridad, y sobre ella brillaban las figuras de dos ciervos: uno rojo, el otro blanco.
FIN


OTROS CUENTOS DE Kirill Bulychev
Cuentos Infantiles, audiocuentos, nanas, y otros en CuentoCuentos.net © 2009 Contacta con nostrosAviso Legal

eXTReMe Tracker

La mayoría del material de CuentoCuentos.net es proporcionado por nuestros usuarios, proveniente del grandísimo almacén que es la red. Si considera que alguno del material expuesto vulnera sus derechos y/o prerrogativas, le rogamos que nos lo comunique contactando con nosotros