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CUENTOS CLáSICOS
CUENTO LOS PODERES DE XANADú (por Theodore Sturgeon)
Y el Sol se extinguió y la Humanidad se fragmentó y se dispersó. Por su conocimiento de sí misma comprendió que debía salvaguardar su pasado como lo hizo con su existencia, o dejaría de ser humana. Su orgullo de sí misma fue tal que convirtió sus tradiciones en un ritual y un modelo.
Dondequiera que la Humanidad se asentase, que viviese, aun en grupos pequeños, más que comenzar de nuevo debía continuar su trayectoria, de manera que a través del Universo y del devenir del tiempo, los humanos permanecieran siendo humanos. En cualquier momento que uno de esos grupos se encontrase con otro, sin importar la diversidad ni la lejanía, se unirían en paz, para formar una misma especie, para hablar un mismo lenguaje.
Los humanos, sin embargo, por su misma condición...
Bril emergió junto a la estrella rosada, cuya luz le desagradó, y descubrió el cuarto planeta. Parecía un fruto exótico que le aguardaba. (¿Estaba maduro? ¿Podría madurarlo? ¿Y si fuese venenoso?). Dejó su vehículo en órbita y descendió en una cápsula. Un joven nativo, próximo a una cascada, le vio acercarse.
—La Tierra fue mi madre —dijo Bril desde la cápsula.
Era la fórmula ritual entre la especie humana, en la Vieja Lengua.
—Y mi padre —respondió el joven con fuerte acento.
Bril salió con precaución de la cápsula, pero sin alejarse de ella. Terminó el ritual:
—Respeto la disparidad de nuestros deseos, como individuos, y te saludo.
—Respeto la identidad de nuestras necesidades, como humanos, y te saludo. Me llamo Wonyne — explicó el joven—, hijo de Tanyne, del Senado, y de Nina. Este lugar es el distrito de Xanadú, el cuarto planeta.
—Me llamo Bril, de Kit Carson, segundo planeta del Sistema Sumner, y miembro de la Autoridad Única —repuso el recién llegado—, y vengo en son de paz.
Hizo una pausa, por si el nativo se despojaba de algún arma que pudiese llevar, siguiendo el protocolo histórico. Wonyne no lo hizo pues, aparentemente, no poseía ninguna. Vestía tan sólo una túnica de gasa y un ancho cinturón hecho de piedras negras y planas, brillantemente pulidas, que difícilmente podrían esconder ni un dardo. No obstante, Bril esperó un poco más, contemplando el tranquilo rostro del nativo. Tal vez Wonyne presintiera su arsenal, oculto en el pulcro uniforme negro, en las relucientes botas altas, o en las metálicas manoplas.
Wonyne se limitó a decir:
—Sé, pues, bienvenido en paz. —Y sonrió—. Ven conmigo a la casa de Tanyne para descansar.
—¿Dices que Tanyne, tu padre, es senador? ¿Está en activo? ¿Podría facilitarme el contacto con vuestro gobierno?
El joven se detuvo, moviendo ligeramente los labios, como si estuviera traduciendo literalmente la pregunta a su idioma. Después contestó:
—Sí, claro que sí.
Bril golpeó ligeramente su manopla izquierda con la punta de los dedos de su mano derecha y la cápsula comenzó a elevarse para reunirse con el vehículo espacial, hasta que fuera de nuevo necesaria. Wonyne no se sorprendió, probablemente porque se hallaba más allá de su comprensión.
Bril siguió al muchacho por un sendero serpenteante a través de un paisaje maravilloso, con plantas cuajadas de flores, en su mayoría moradas, algunas blancas y otras, las menos, de color escarlata, a las que la cascada daba una belleza especial. Los bordes más altos del camino estaban flanqueados por una hierba espesa, rojiza a medida que se acercaban, rosa pálido cuando la dejaban atrás.
Los negros ojos de Bril se fijaban en todo y todo querían retenerlo: el ágil muchacho que ascendía ante él, los constantes cambios de color de su sutil ropaje al ser azotado por la brisa, los altos árboles, algunos de los cuales podían ocultar a un hombre o un arma, los cortes de las rocas y lo que su oxidación delataba, las aves que alcanzaba a ver y los trinos que oía de otras que permanecían ocultas.
Era un hombre que sólo pasaba por alto lo vulgar, porque hay pocas cosas que sean vulgares.
Sin embargo, no estaba preparado para la casa. El muchacho y él llegaron a mitad de camino de aquel parque que la rodeaba, antes que pudiera reconocerla como tal.
No parecía tener límites. Por una parte era alta, por otra un simple espacio entre lechos de flores, más allá una habitación se convertía en terraza y, en otro lugar, el césped se confundía con un tejado. La casa estaba dividida en zonas, más que en habitaciones, por medio de verjas abiertas y distribuciones de color. No se veía ni una sola pared. No había nada que ocultar, ni nada que pudiera ser cerrado bajo llave. Toda la tierra y todo el cielo entraban en la casa, una gran ventana abierta al mundo.
Al verla, Bril sintió un ligero cambio en su opinión sobre los nativos. Su actitud todavía era de desprecio, pero ahora agregó la sospecha. Un aforismo básico sobre los humanos, tal y como él los conocía, dictaminaba que «todo hombre tiene algo que ocultar». Un estilo de vida como aquél no le autorizaba a desmentir el dicho; incrementó simplemente su capacidad de observación, preguntándose: ¿Cómo lo esconden?
—¡Tan! ¡Tan! —gritó el muchacho—. ¡Traigo a un amigo!
Un hombre y una mujer se acercaron a ellos por un jardín. El hombre era enorme y tan parecido al joven Wonyne que no podía dudarse su parentesco. Ambos tenían unos ojos largos y pequeños, de color gris claro, muy separados, y un cabello rojizo, casi anaranjado. Su nariz era sólida y de limpio trazo, la boca de labios finos, amplia y saludable.
Pero la mujer...
Pasó largo rato antes que Bril se atreviera a mirarla, de convencerse de la existencia de una mujer semejante. Después de su primera mirada, no podía dar crédito a sus ojos, que pudiera existir un pelo, una cara, una voz, un cuerpo como aquellos. Iba vestida como su esposo y el muchacho, con vaporoso caleidoscopio que, cuando el viento lo permitía, se convertía en una túnica con cinturón negro.
—Os presento a Bril, de Kit Carson, Sistema Sumner —balbuceó el joven—, y es miembro de la Autoridad Única, viene del segundo planeta y dijo bien el saludo ritual. También yo —añadió riendo—. Éste es Tanyne, del Senado, y Nina, mi madre.
—Sea bienvenido, Bril de Kit Carson —le saludó ella.
El estupefacto Bril desvió su mirada e inclinó la cabeza.
—Pase, por favor —dijo Tanyne con cordialidad, guiándole a través de una arboleda, que no era un arco aislado como parecía sino una entrada.
El aposento era amplio, más ancho por un extremo que por el otro y cuya diferencia resultaba difícil de determinar. El suelo parecía desigual, en rampa hacia una esquina, donde había un banco cubierto de musgo. Por doquier se desperdigaba algo parecido a piedras blancas estriadas de gris; al tacto eran suaves como la carne. Todo el mobiliario consistía en unas cuantas repisas que hacían las veces de mesa.
El agua corría espumosa y con suave rumor a través del aposento, a semejanza de un arroyo natural, pero Bril vio cómo el pie descalzo de Nina pisaba una invisible película que lo cubría en todo su recorrido hasta el estanque del otro extremo, que era el mismo que había visto desde fuera, sin poder definir si era exterior o interior a la casa. A su lado se alzaba un grueso árbol, inclinando sus pesadas ramas hacia el banco. Sus abiertos extremos se veían entrelazados y cubiertos por la misma sustancia invisible que protegía el arroyuelo. No les cubría otra cosa encima y, sin embargo, para el oído constituía un auténtico techo.
El conjunto resultó, para Bril, deprimente en extremo. Se sorprendió al sentir un ramalazo de nostalgia, recordando las altas ciudades de acero de su planeta natal.
Nina desapareció, sonriente. Bril siguió el ejemplo de su anfitrión y se hundió en el piso, o suelo, donde surgió una especie de asiento. En su fuero interno, Bril se rebeló contra la falta de firmeza, de orden, de limitación evidente, que implicaba un diseño tan arbitrario como aquel. Pero estaba lo suficientemente preparado, en principio, para ocultar sus sentimientos delante de los bárbaros.
—Nina volverá dentro de un instante —dijo Tanyne.
Mientras seguía observando los ligeros movimientos de la mujer por el patio, a través de la transparente pared, Bril contuvo sus impulsos.
—Estoy desorientado con respecto a sus costumbres y me preguntaba qué está haciendo —dijo.
—Le prepara algo de comer —dijo Tanyne.
—¿Ella misma?
Tanyne y su hijo se miraron sorprendidos.
—¿No le parece normal?
—He creído entender que es la esposa de un senador —se excusó Bril, creyendo su explicación adecuada. Escrutó el rostro del muchacho y luego el del hombre—. Tal vez tengo un concepto diferente de la palabra senador.
—Tal vez. ¿Querría explicarnos qué es un senador en el planeta Kit Carson?
—Es un miembro del Senado, subordinado a la Autoridad Única y, por turno, líder de una nación libre.
—¿Y su esposa?
—Comparte sus privilegios. Podría servir a un miembro de la Autoridad Única, pero apenas a nadie más y nunca, por supuesto, a un extranjero sin identificar.
—Es interesante —comentó Tanyne, mientras el muchacho mostraba la sorpresa que no dejó ver ante la cápsula de Bril—. Dígame, ¿no se ha identificado, entonces?
—Lo hizo junto a la cascada —repitió el muchacho.
—No les he dado ninguna prueba —dijo Bril con rigidez. Observó cómo padre e hijo intercambiaban una mirada—. Credenciales, documento escrito. —Palpó la aplastada cartera que colgaba en su cinturón. Wonyne preguntó ingenuamente: —¿Dicen las credenciales que no es Bril de Kit Carson, del Sistema Sumner?
Bril frunció el ceño, mientras Tanyne decía suavemente:
—Wonyne, ten cuidado. —Dirigiéndose a Bril, añadió—: Ciertamente, existen muchas diferencias entre nosotros, como las hay siempre entre mundos distintos. Pero estoy seguro que se parecen en algo: los jóvenes a veces siguen un camino recto, cuando la sabiduría ha trazado una senda serpenteante.
Bril se sentó silencioso. Pensó que esto debía ser una excusa y asintió con la cabeza. La juventud debía constituir allí un defecto. Un chico de la edad de Wonyne sería un soldado en Carson, preparado a realizar un trabajo de hombres, sin que nadie tuviese que presentar excusas por él. Ni tampoco diría disparates. ¡Nunca!
—Traigo estas credenciales para mostrarlas a sus autoridades. ¿Cuándo podré hacerlo? —explicó Bril.
Tanyne encogió sus anchos hombros.
—Cuando guste.
—Cuanto antes mejor.
—Muy bien.
—¿Está lejos?
Tanyne pareció sorprendido.
—Está lejos, ¿qué?
—Su capital, el lugar donde se reúne su Senado.
—Ah, ya. No se reúne realmente, en el sentido que quiere dar a entender. Se halla permanentemente en sesión, como se decía antes. Nosotros...
Apretó los labios y emitió un sonido líquido, bisilábico. Después sonrió.
—Le ruego que me disculpe —dijo afectuosamente—, la Vieja Lengua carece de ciertos vocablos, ciertos conceptos. ¿Cuál es la palabra que utilizan para expresar la-presencia-de-todos-en-la-presencia-de-uno?
—Creo —dijo Bril con tacto— que haríamos mejor volviendo al tema que nos ocupa. ¿Dice que el Senado no se reúne en ningún lugar oficial, ni en una fecha determinada?
—Yo... —Titubeó Tanyne, asintiendo después—. Sí, es verdad en cuanto...
—¿Entonces no hay posibilidad que me dirija directamente a su senado?
—No he dicho eso. —Tanyne intentó por dos veces expresarse con mayor claridad, mientras los ojos de Bril se achicaban lentamente. De pronto, Tanyne soltó una carcajada—. Usar la Vieja Lengua para explicar viejas historias y para hablar con un amigo son dos cosas diferentes —explicó con cierta tristeza— . Me gustaría que aprendiese nuestro idioma. Es racional y está basado en hechos que ya conoce. Estoy convencido que, en Kit Carson, tienen otro idioma además de la Vieja Lengua.
—Reverencio la Vieja Lengua —repuso Bril con sequedad, eludiendo la pregunta. Muy despacio, como si hablase con un retrasado mental, dijo—: Me gustaría saber cuándo puedo ser conducido ante quienes tengan autoridad aquí, a fin de discutir con ellos ciertos asuntos planetarios e interplanetarios.
—Discútalos conmigo.
—Es usted un senador —repuso Bril en un tono que expresaba claramente: sólo un senador.
—En efecto —admitió Tanyne.
Con paciencia forzada, Bril preguntó:
—Y, ¿qué es un senador aquí?
—Un punto de contacto entre los vecinos de este distrito y los demás en general. Una persona experta en los problemas particulares de una pequeña zona del planeta y capaz de relacionarlos con la política planetaria.
—¿Y a quién sirve el Senado?
—Al pueblo —contestó Tanyne, como si considerara obvia la respuesta.
—Sí, sí, claro. ¿Y quién sirve, entonces, al Senado?
—Los senadores.
Bril cerró los ojos y apenas pudo reprimir una expresión sarcástica que hervía en su interior.
—¿Quién forma su gobierno? —inquirió con firmeza.
El muchacho les había estado observando, alternativamente, con avidez, como un espectador en un partido de tenis.
—¿Qué es un gobierno? —preguntó.
La llegada de Nina les interrumpió y Bril sintió un gran alivio.
Nina traía, mejor dicho, guiaba una enorme bandeja con tres dedos debajo de la misma y uno detrás, apenas rozándola con la palma de la mano, como pudo observar Bril al acercarse. La transparente pared de la habitación desapareció al entrar, o tal vez entró por un lugar donde no había pared.
—Espero que algo sea de su gusto entre estas cosas —dijo alegremente, mientras depositaba la bandeja junto a Bril.
»Aquí tiene carne de ave, de pequeños mamíferos y pescado. Las pastas están hechas con cuatro clases de cereales y estas otras blancas sólo con una, la que llamamos trigo de leche. También le traigo agua, dos vinos distintos y un licor destilado especial que hacemos nosotros.
Bril mantuvo la mirada sobre los alimentos, intentando que su universo no fuese absorbido por la dulce y fresca fragancia que emanaba la mujer al aproximarse e inclinarse hacia él, dijo suavemente:
—Muy agradecido.
Nina se acercó a su marido, sentándose a sus pies y recostándose sobre sus piernas. Tanyne le acarició suavemente el espeso cabello y ella le correspondió con una breve sonrisa. Bril levantó la mirada de la comida, tan llena de color como una camisa floreada, por un lado humeante, por otro escarchándose al contacto con el aire, y la fijó, desconcertado, en los tres rostros sonrientes, llenos de confianza.
—Esto es muy apetitoso —murmuró mientras ellos seguían observándole. Tomó un blanco pastel y se levantó, mirando a todos lados, dentro y fuera de la casa, sin saber a dónde ir.
El aroma que subía de la bandeja llegó a su nariz y la boca se le hizo agua. Tenía hambre, pero...
Suspiró, se sentó y dejó suavemente el pastel en su sitio. Intentó sonreír, sin lograrlo...
—¿No le gusta ninguno? —preguntó Nina con inquietud.
—¡No puedo comer aquí! —protestó Bril. Entonces notó en los nativos algo que no había percibido antes y añadió—: Muchas gracias.
Sus rostros permanecieron impasibles. Dijo a Nina: —Tiene un aspecto estupendo.
—Coma, pues —le invitó ella, sonriendo de nuevo.
Esta simple frase logró algo que no habían conseguido su casa, sus vestimentas, sus maneras ultrajantemente simples: comportarse como si estuvieran solos, permitir las intromisiones de su hijo, admitiendo sin reparos que tenían un dialecto propio, etcétera. Sin perder su invariable dignidad, con el más mínimo cambio de expresión, notó, no obstante, cómo el rubor le subía a las mejillas. Enfurruñado, dejó que su infantil reacción se convirtiese en un sonrojo de ira. Se sentiría feliz, pensó furioso, cuando tuviese en un puño el contenido de esa cultura, para estrujarlo a voluntad; entonces terminarían sus amables e hipócritas modales y conocerían la humillación.
Pero aquellos tres rostros, el del chico tan abierto y ajeno a la maldad, el de Tanyne tan fuerte y confiado, el de Nina, aquel rostro de Nina..., aparecían sin artificio, con la mayor inocencia del mundo. Bril no podía consentir que advirtiesen su turbación. En caso de premeditación por su parte, no podía hacerles el juego. De lo contrario, no debía revelarles su vulnerabilidad.
Con un inmenso esfuerzo de voluntad mantuvo el tono bajo de su voz, pero aun así resultaba áspero.
—Creo que en Kit Carson —dijo lentamente—, tenemos un concepto sobre la intimidad distinto al de ustedes.
Los tres cambiaron sorprendidas miradas, hasta que una chispa de comprensión asomó en el colorado rostro de Tanyne.
—¡No comen ustedes juntos!
Bril no se estremeció, pero sí su voz al responder.
—No.
—¡Oh! —exclamó Nina—. ¡Qué lástima!
Bril no creyó oportuno ni discreto indagar el significado de sus palabras y añadió:
—No importa. Las costumbres son diferentes. Comeré cuando esté solo.
—Ya lo comprendemos. ¡Adelante, coma! —dijo Tanyne.
¡Pero seguían allí, sentados!
—Me gustaría que hablase nuestra lengua —dijo Nina—. ¡Sería tan fácil explicarse! —Se inclinó hacia él, gesticulando con los brazos como si pudiese persuadirle—. Por favor, intente comprender, Bril. Está completamente equivocado, respetamos la intimidad casi por encima de todo.
—Tiene otro significado para nosotros —insistió Bril.
—Significa soledad consigo mismo, ¿no es eso? Significa hacer algo, pensar, actuar, o simplemente ser, sin intromisión alguna.
—No ser observado —dijo Bril.
—¡Empiece, pues, coma! ¡No miraremos! —replicó Wonyne alegremente, sin aliviar en absoluto la situación.
—Wonyne está en lo cierto —aseveró su padre—, aunque como de costumbre se ha expresado de forma excesivamente impulsiva. Quiere decir que no podemos mirar, Bril. Si desea intimidad, no podemos verle.
Disgustado, nervioso, Bril alargó el brazo hacia la bandeja. Tomó una copa de agua, sacó una cápsula de su cinturón, la introdujo en su boca, dio un sorbo y se la tragó. Dejó la copa sobre la bandeja y elevando la voz dijo:
—Bueno, ya lo han visto todo.
Con una expresión inescrutable, Nina se incorporó, se inclinó como una bailarina y tocó la bandeja, y se la llevó guiándola a través del patio.
—Muy bien —dijo Wonyne, en un tono como de agradecimiento. Se irguió para seguir a su madre.
¿Qué había expresado la cara de la mujer?
Algo que no era suyo; algo que ascendía por aquella suave piel, a punto de revelarse, de estallar... ¿Ira? Probablemente. ¿Despecho? También era probable. Pero... ¿Hilaridad? En su interior deseó que no fuera esto último.
—Bril —rogó Tanyne.
Se hallaba por segunda vez tan abstraído en la contemplación de la mujer, que la voz de Tanyne le hizo volver a la realidad.
—¿Qué?
—Si me explica sus disposiciones para la comida, haré lo preciso para satisfacerle.
—No las comprendería —cortó Bril bruscamente, recorriendo con su fría y aguda mirada todo el aposento—. Su pueblo no construye paredes que protejan de la vista de los demás, ni puertas que se puedan cerrar.
—En efecto. ¿Por qué? —Como de costumbre, el gigante tomó las palabras en su sentido literal, sin captar el insulto.
Apostaría que ni siquiera para..., se dijo Bril y una terrible sospecha comenzó a germinar en su interior.
—Los habitantes de Kit Carson pensamos que toda la historia y el desarrollo humano están por encima de lo animal, dirigidos hacia algo más elevado. Estamos encadenados a nuestra condición animal, por supuesto, pero hacemos todo lo posible para evitar que los actos animales constituyan un espectáculo público —señaló inflexiblemente la amplia mansión abierta con una de sus brillantes manoplas—. Al parecer, aquí no se ha alcanzado esa idealización. ¿Es que todos sus actos y funciones se verifican tan abiertamente como la comida?
—Desde luego —respondió Tanyne—. De hecho, no hay diferencia.
—¿Cómo?
Tanyne volvió a señalar uno de los objetos que parecían piedras. Arrancó un puñado de musgo, musgo auténtico, y lo echó sobre la blanda superficie de una de aquellas falsas piedras. Se inclinó para tocar una de las rayas grises y el musgo se hundió en su superficie del mismo modo que un guijarro lo haría en arenas movedizas, aunque con mucha mayor rapidez.
—No admiten ninguna sustancia orgánica viva de cierta complejidad —explicó—, pero absorben instantáneamente todas las moléculas de cualquier cosa, no sólo en su superficie sino también a cierta distancia sobre ellas.
—Y eso es un... un... donde...
Tanyne asintió con la cabeza y dijo que era exactamente tal como pensaba.
—¡Pero cualquiera puede verlos!
Tanyne se encogió de hombros y sonrió.
—¿Cómo? Por eso dije que no había diferencia. De la comida hacemos un acto social. Pero esto —lanzó otro puñado de musgo y contempló su rápida desaparición—, esto simplemente no se observa. —Su repentina risa explotó sonoramente y repitió otra vez—: Me gustaría que aprendiese nuestro idioma. Una cosa así es muy fácil de explicar.
Pero Bril ya no pensaba en ello.
—Aprecio su hospitalidad —dijo pomposamente—, pero desearía seguir mi camino. —Echó una ojeada de repugnancia a la piedra—. Y cuanto antes.
—Como guste. Pero no se olvide de entregar su mensaje para Xanadú.
—Lo haré a su gobierno.
—A nuestro gobierno. Como le dije antes, Bril... Puede proceder a ello cuando quiera.
—No puedo creer que sea el único representante de este planeta.
—Tampoco yo —sonrió Tanyne de buen humor—, a través de mí, puede dirigirse a otros senadores, cuarenta y uno exactamente.
—¿No existe otro medio?
—Otros cuarenta y un medios. Hable con cualquiera de los restantes. Es lo mismo —respondió Tanyne.
—¿No hay ningún organismo gubernativo de más rango?
Tanyne extendió su largo brazo y tomó la copa de la repisa del banco de musgo. Era de fino cristal montado en un soporte de metal luminoso.
—Encontrar el punto más elevado del Gobierno de Xanadú es como encontrárselo a esto —dijo. Y deslizó un dedo por el interior de la copa, alrededor del borde, de la que salió una bella sonoridad.
—Bastante inestable —gruñó Bril.
Tanyne hizo sonar la copa otra vez y la dejó en su sitio, sin que Bril pudiese decidir si aquello significaba una contestación. Bruscamente declaró:
—¡No es extraño que el chico ignorara lo que es un gobierno!
—No usamos esa palabra —dijo Tanyne—. No la necesitamos. Hay pocas cosas aquí que un ciudadano no sepa manejar por sí mismo; me gustaría explicarle hasta qué punto son escasas. Si se quedase a vivir con nosotros una temporada, se las enseñaría.
Sorprendió en otra mirada de Bril su repugnancia y aprensión hacia la falsa piedra, y se echó a reír abiertamente. Pero la amabilidad de su voz calmó la oleada de indignación que iba a brotar de Bril. «¿No me estará manejando a su antojo?», se preguntó, pero no tuvo tiempo de comprobarlo.
—¿Puede quedarse para conocernos, Bril? Como le digo, no tenemos un Gobierno centralizado, ni casi tenemos Gobierno; los miembros del Senado hacemos las veces de consejeros. Hablar con un senador es como hacerlo con todos ellos, tanto ahora, en este momento, como dentro de un año, cuando le plazca. Ésta es la verdad; puede aceptarla o viajar meses, años por este planeta para comprobarla. Obtendrá siempre la misma respuesta.
Con desconfianza, Bril arguyó:
—¿Cómo sé que mis palabras serán transmitidas fielmente hacia los demás?
—No se transmiten —dijo Tanyne con firmeza—. Todos las oímos simultáneamente.
—¿A través de una especie de radio?
Tanyne dudó, luego asintió:
—Una especie de radio.
—No aprenderé su idioma —dijo Bril con sequedad—. Y viviré a mi manera. Si acepta estas dos condiciones, me quedaré por algún tiempo.
—¿Acepta? ¡Magnífico! —Tanyne se acercó alegremente a la repisa y levantó la palma de la mano. Una ancha y opaca hoja de una materia blanca y brillante apareció misteriosamente—. Dibuje aquí — indicó a Bril.
—¿Dibujar? ¿Dibujar qué?
—Una casa para usted donde le guste vivir, comer, dormir, en fin, todo.
—Necesito muy poco. Es la costumbre de Kit Carson.
Dispuso el dedo índice como un arma, sin quitarse la manopla, e hizo un par de trazos en la esquina de la hoja a modo de ensayo. Bosquejó entonces un paralelepípedo regular.
—Tomando mi estatura como unidad, querría que las dimensiones de esto fueran de uno y medio de longitud y uno y cuarto de altura. Las ranuras de ventilación a nivel de los ojos, una en cada extremo y dos a cada lado, con protección contra los insectos...
—Aquí no hay insectos dañinos —dijo Tanyne.
—Que la pongan de todas formas, lo más completa e irrompible que se pueda. Aquí una percha para colgar prendas. Aquí una cama, lisa, dura, con colchón macizo del grueso de mi mano, de uno y un octavo de larga por un tercio de ancha. Los espacios bajo la cama deben ir cerrados como un armario, imposibles de abrir salvo con la llave o combinación que se me entregará. Aquí una repisa de un tercio por un cuarto, a un medio del suelo, adecuada para comer sentado. Uno de esos..., si es útil y de confianza —indicó fríamente con el dedo pulgar el objeto de apariencia pedregosa—. Quiero que el conjunto esté aislado, sobre terreno firme, y sin nada encima, ni árboles, ni rocas salientes, de manera que sea claramente visible desde todos los ángulos; tan fuerte como la rapidez en construirlo lo permita, con luz que pueda encender y apagar. La puerta tendrá una cerradura que sólo yo podré abrir y cerrar.
—Muy bien —dijo Tanyne, complaciente—. ¿Y la temperatura?
—La misma de este lugar.
—¿Alguna cosa más? ¿Música? ¿Cuadros? Tenemos unos muy bellos de...
Desde lo alto de su dignidad, Bril emitió un claro y elocuente gruñido:
—Agua, si es posible. Todo lo demás son artículos de lujo y sólo deseo una vivienda sencilla.
—Espero que se encuentre cómodo en ella —deseó Tanyne con cierto acento sarcástico.
—No lo dude —contestó Bril con altanería.
—Venga.
—¿Cómo?
Le indicó el camino y salió por la arboleda. Bril le siguió, entornó un poco los ojos a causa de la rojiza luz del sol poniente.
En la suave pendiente más arriba de la casa, a mitad de camino entre ella y la cumbre de la montaña, había una pradera de la misma hierba roja que Bril había observado durante su trayecto desde la cascada. En su centro se hallaba un numeroso grupo de gente en plena animación, como mariposas revoloteando alrededor de una luz; sus vestidos vaporosos y llenos de colorido lucían en miles de tonalidades. Entre ellos yacía un objeto en forma de féretro.
Bril no podía admitir lo que veían sus ojos, pero al acercarse tuvo deseos de darse por vencido: aquello era la vivienda que acababa de pedir.
Se aproximó con cada vez mayor lentitud, mientras aumentaba su admiración. Miró a la gente —había niños incluso— que daba vueltas en torno al pequeño edificio. Unos hombres terminaban de sellar los bordes entre tejado y pared con un mecanismo zumbador. A simple vista, la construcción daba la impresión de una gran fortaleza. A medida que se acercaba, sin temor y balbuceando el Viejo Idioma, una niña le pidió la mano para aplicarla a una tablilla.
—Son sus llaves —explicó Tanyne, viendo cómo la niña corría hacia un hombre que la esperaba en la puerta.
Éste tomó la tablilla y desapareció en el interior, aunque pudieron verle arrodillado junto a la cama. Pasó corriendo un muchacho con una plancha de la misma sustancia que estaban hechos el tejado y las paredes. Parecía ligera, pero su superficie, tenuemente áspera y de pálida tonalidad, daba la impresión de gran fortaleza. A medida que se acercaban a la puerta, vieron colocar al muchacho la plancha entre los pies de la cama y el umbral. La alineó cuidadosamente, apretándola contra la pared, la golpeó una vez con el borde inferior de la mano y al momento quedó lista la mesa pedida por Bril, sin soportes ni brazales, pero nivelada y sólida.
—He pensado que le apetecería alguna de estas cosas. —Nina depositó la bandeja sobre la recién fabricada mesa, saludó graciosamente y se fue.
—En seguida estaré contigo —le dijo Tanyne, añadiendo tres sonoras sílabas en la lengua de Xanadú, que sonaron a Bril como un cumplido cariñoso; al menos, así lo parecían. Tanyne se volvió hacia él, sonriente—: Bien, Bril, ¿qué le parece?
Bril sólo pudo preguntar:
—¿Quién dio las órdenes?
—Usted —dijo Tanyne, de un modo que no admitía réplica.
A través de la puerta abierta podía ver a la gente que ya se retiraba, riendo y charlando en su cantarina lengua. Un hombre recogió flores escarlatas del césped sonrosado para ofrecerlas a una sonriente muchacha; inexplicablemente, le molestó la escena. Se volvió bruscamente hacia la pared, a fin de comprobar su consistencia, y echó una ojeada por la mirilla. Tanyne se arrodilló al lado de la cama, comprobando su recia espalda al sacar el pequeño armario. Parecía de roca maciza.
—Ponga la mano aquí —dijo, y Bril aplicó su guantelete sobre la placa indicada.
Se abrieron unos paneles deslizantes. Bril se agachó, mirando al interior, donde había una luz y pudo ver una porción de la amarillenta pared del aposento y los pequeños y sólidos soportes de la cama. Tocó de nuevo el panel y las pequeñas puertas se cerraron silenciosamente, tan ajustadas que apenas podía distinguir la línea de separación entre ellas.
—La puerta exterior es idéntica —explicó Tanyne—. Nadie, excepto usted, puede abrirla. Aquí está el agua. No especificó dónde había que ponerla. Si no le conviene...
Bril acercó la mano a una espita y comenzó a manar agua sobre una cubeta debajo de ella.
—No, así está bien. Trabajan como especialistas.
—Lo son —repuso Tanyne.
—¿Habían construido antes una vivienda tan extraña como ésta?
—Nunca.
Bril le dirigió una mirada penetrante. ¡Aquel bárbaro no podía burlarse de él deliberadamente! No, tenía que ser un error semántico, algún cambio de significado durante los años que les separaron del antepasado común. No lo olvidaría, pero lo apartó de su mente para meditarlo en otra ocasión.
—Tanyne —preguntó de repente—. ¿Cuántos habitantes tiene Xanadú?
—El distrito, trescientos. El planeta, casi trece mil.
—Nosotros somos mil millones y medio —dijo Bril—. ¿Y cuál es su ciudad mayor?
—Ciudad... —vaciló Tanyne, como si rebuscase en lo más recóndito de su memoria—. ¡Oh..., ciudad! No tenemos ninguna. Hay cuarenta y dos distritos como éste, algunos mayores, otros más pequeños.
—Toda la población de su planeta cabría en un edificio de cualquier ciudad de Kit Carson. ¿Durante cuántas generaciones ha permanecido aquí su pueblo?
—Treinta y dos, treinta y cinco, poco más o menos.
—Nosotros nos establecimos en Kit Carson hace escasamente seis siglos terrestres. Su cultura, por lo tanto, es más antigua. ¿No les interesaría saber cómo hemos podido superarles en tan poco tiempo?
—Me fascinaría.
—Disponen aquí de unos cuantos artesanos habilidosos —consideró Bril— y una facilidad de cooperación realmente admirable. Podrían convertir este mundo en algo formidable, si quisieran, con sólo una supervisión apropiada.
—¿Cree eso realmente? —Tanyne parecía muy complacido.
—Debo admitir que no son lo que yo..., lo que había supuesto —confesó Bril sombríamente—. Tal vez me quede un poco más de lo que pensaba. Mientras me documento sobre su pueblo, quizá pueda usted documentarse sobre el mío.
—Encantado —dijo Tanyne—. ¿Necesita alguna cosa más? —Nada, puede marcharse. Su tono autoritario no produjo otro resultado en Tanyne que una amplia y agradable sonrisa. Le saludó con la mano y se marchó. Bril le oyó llamar a su mujer con voz de barítono, así como la alegre contestación de ella. Colocó su enguantada mano sobre la plancha de la puerta que se deslizó, silenciosamente, hasta quedar cerrada.
Y ahora, se preguntó, ¿qué hago con todo esto?
Luego volvió su asombro por el pueblo de Xanadú para darle respuesta:
¿Cómo pueden ser especialistas de algo que nunca han hecho antes?
Se quitó su pesado, rígido y brillante uniforme, los guanteletes y las botas. Todas las piezas de su vestimenta estaban conectadas alámbricamente, con reserva de energía en las botas, mandos y controles en el pantalón y el cinturón, sensibilidad mecánica en la túnica, proyectores y detectores en los guantes.
Colgó su equipo en la percha que le habían proporcionado y montó su dispositivo de alarma contra cualquier cosa que fuese mayor que un ratón y estuviese situada a menos de treinta metros de distancia. Emitió una cúpula de radiaciones para cubrir su aposento y eliminar todos los posibles rayos de detección o armas radiactivas. Después dejó el guantelete izquierdo balanceándose en su cable sobre la mesa, y se puso a trabajar en un rincón.
Tardó media hora en hallar una combinación de calor y presión capaz de destrozar el material que constituía las paredes de su morada; se sentó sobre el borde de la cama abrumado por la sorpresa. Con una sustancia como aquella se podría construir una nave espacial.
No le quedaba otro remedio que creer en la existencia de almacenes y medios de manufactura capaces de elaborar ese material en todas las dimensiones; en caso contrario, debían poseer maquinaria susceptible de fabricar instantáneamente, al por mayor, lo que acababa de destruir con su soplete.
Pero no era posible que dispusieran de ninguna planta industrial propiamente dicha; y, de poseer almacenes, estarían localizados en puntos que los robots exploradores de Kit Carson no habían podido detectar en sus vuelos orbitales durante los últimos cincuenta años.
Lentamente se recostó, para pensar.
Para conquistar un planeta, es necesario localizar el gobierno central. Si se trata de una autocracia, organizada rígidamente hasta el mando central, tanto mejor; basta con destruirlo o controlarlo para dominar la organización. Si se trata de una democracia popular, se ha de obedecer al pueblo o se le extermina. Si hay una fábrica, se sitúan unos capataces que obliguen a trabajar a los nativos hasta que, instruido un personal propio, puedan ser eliminados. Si existen técnicas especiales, se aprenden o se controla a quienes la dominan. Todo está escrito; una norma para cada eventualidad, para cada posibilidad.
¿Pero, si como habían informado los robots, existía una tecnología evolucionada sin plantas industriales de ninguna clase? ¿Y una estabilidad cultural en todo el planeta casi sin comunicaciones?
Al informar los robots incidencias tan fuera de lo común, se envía a un investigador. Su trabajo consiste en averiguar lo que sucede. Su táctica es clasificar lo que debe ser respetado y lo que debe ser eliminado a la llegada de una fuerza expedicionaria.
Siempre queda una salida fácil, pensó Bril, colocando las manos bajo la nuca y mirando al techo. Por ejemplo, en un planeta del tipo terrestre común, rico en recursos y escasamente poblado: el exterminio total.
Pero no era válida en este caso. Era necesario descubrir cómo se comunican, cómo colaboran y se especializan en las habilidades que desconocen. Cómo elaboran materiales complejos en un tiempo ínfimo.
Tuvo una fugaz visión mental de Kit Carson equipado como lo estaban aquellas gentes, mil millones y medio de especialistas universales con un sistema de intercomunicación insospechado hasta entonces, capaz de edificar ciudades, de entablar guerras, con la habilidad sin límite y la comprensión y la obediencia instantánea que testimoniaba la construcción de su vivienda.
No, no se debía exterminar a aquella gente. Había que utilizarla. Kit Carson tenía que aprender sus recursos. Pero si estos recursos (¡esperaba que no!) eran inherentes a Xanadú y se hallaban fuera de las posibilidades de Kit Carson, ¿cuál sería la mejor política?
¿Por qué no un cuadro de oficiales de Xanadú, distribuido por las ciudades y ejércitos de Kit Carson, obedientes y dispuestos a ser entrenados al instante?... Con instruir a uno, se instruiría a todos ellos; cada uno enseñaría a los elementos más capaces de Kit Carson. Producción, estrategia, sistemas..., lo vio todo en una fracción de segundo.
Xanadú permanecería casi como hasta entonces, aunque con una nueva exportación: ayudantes de campo.
«Sueños, nada más que sueños —se dijo con severidad—. Espera a tener mayor información. Obsérvalos mientras construyen tableros indestructibles y bandejas para el té que burlan la ley de gravedad.»
El recuerdo de la bandeja del té hizo refunfuñar a su estómago. Se levantó para buscarla. Los alimentos calientes humeaban, los fríos estaban aún escarchados y enteros. Probó unos bocados y terminó por comérselo todo.
—Nina, esa Nina...
No, no debían ser exterminados, pensó soñoliento, desde el momento que producen mujeres como aquella. En todo Kit Carson no había cocinera que la igualase.
Volvió a recostarse y soñó. Soñó hasta quedarse dormido.
Fueron completamente francos con él. Le enseñaron todo, sin preguntarse aparentemente por qué deseaba saber tantas cosas. Se daba en ellos el hecho singular de carecer de ese orgullo propio de todo experto, fuese alfarero, metalúrgico o especialista en electrónica. Suministraban una información exacta e impersonal sobre su trabajo, como si cualquiera pudiera hacer lo mismo.
Y, en efecto, así era en Xanadú.
Bril creyó al principio que su organización era total. Aquellas atractivas gentes, vestidas en forma indecorosa, iban y venían, mezclando el juego con el trabajo, sin plan aparente. Pero sus juegos les conducían a través de un florido jardín, exactamente hacia donde se hallaban las malas hierbas, y las eliminaban.
Tanyne intentó explicarlo:
—Digamos que escasea algo, estroncio, pongamos por caso. La escasez misma crea una especie de vacío. Las personas que no tienen nada determinado que hacer, lo notan; piensan en el estroncio, lo buscan y lo recogen.
—Pero no he visto minas —arguyó Bril algo confuso— y, además, ¿cómo resuelven el transporte? Supongamos que la escasez se da aquí y las minas están en otro distrito.
—Eso ya nunca sucede. Si hay depósitos, es evidente que no habrá escasez. En caso contrario, buscamos otros medios, utilizando algo parecido o produciéndolo sin minas.
—¿Por medio de transmutación?
—Demasiado complicado. No, cultivamos un crustáceo de agua dulce, cuyo caparazón está formado por carbonato de estroncio en lugar de carbonato de calcio. Los niños los recogen cuando los necesitamos.
Bril estudió también la industria textil: una combinación de telar, cueva y cañada forestal. Había allí una piscina donde nadaba la gente joven, con una pradera para tomar el sol. A ratos iban a la sombra y trabajaban junto a un enorme recipiente en el que hervían productos químicos, que adquirían un color verde brillante y se precipitaban después. El precipitado negro era extraído desde el fondo del recipiente, colocado en unas rejillas y prensado, después de darle forma y dividirlo.
Explicar el funcionamiento de las prensas, de tamaño algo mayor que las formas, estaba más allá del alcance de la Vieja Lengua grabada en la parte posterior de la hebilla izquierda.
—Una de nuestras escasas supersticiones —aclaró Tanyne— es la fórmula de los cinturones, que pueden fabricarse con la química más elemental. Nos gustaría que los copiasen, que se distribuyeran por todo el Universo. Son lo que nosotros somos. ¡Póngase uno, Bril! Así será uno de nosotros.
Bril, algo azarado, gruñó con desprecio y observó a dos niños que elaboraban cinturones con destreza, tan fácilmente y con el mismo frívolo placer con el que un par de minutos harían collares de flores. A medida que eran terminados, el niño los golpeaba contra su propio cinturón, apareciendo, cada vez que lo hacía, toda su gama de colores en un breve, brillante y frío fulgor. Provistos ya de este pequeño adorno luminoso, los cinturones se guardaban en un arcón.
La única vez que Bril se permitió asombrarse abiertamente en Xanadú fue, probablemente, al ver cómo uno de los nativos se ponía esa prenda. Era un hombre joven, que salía chorreando de la piscina. Tomó un cinturón en el borde y se lo ajustó; inmediatamente, color y materia se distendieron hacia arriba y hacia abajo, tejiendo un brillante y sutil ropaje con cuello y faldellín.
—Es algo vivo, como puede ver —dijo Tanyne—. Mejor dicho, no es materia inerte.
Metió y sacó los dedos varias veces entre el dobladillo de su propio faldellín, atravesando la tela, que crujía sin desgarrarse.
Con seriedad dijo:
—No es material compacto; si me permite emplear la Vieja Lengua, el término más apropiado sería «aura». A su manera se trata de sustancia viva. Se conserva durante un año o más, después del cual se regenera al sumergirla en ácido láctico. Una sola persona basta para ionizar un millón de cinturones o mil millones. ¿Cuántos palos puede quemar una fogata?
—Pero, ¿por qué llevan esa prenda?
Tanyne rió.
—Por modestia —rió de nuevo—. Un erudito de la vieja época, antes que la Tierra se convirtiera en Nova, me transmitió estas palabras de un tal Rudofsky: «La modestia no es una virtud tan simple como la honestidad». Llevamos esa prenda porque abriga cuando necesitamos calor y porque a veces disimula algunos defectos..., seguramente es lo máximo que cabe pedir a toda afectación humana.
—No es ciertamente una prenda modesta —replicó Bril con sequedad.
—Expresa modestia en el sentido que llevarla nos hace más agradables a la vista. ¿Qué expresión mayor y pública de humildad quiere usted?
Bril volvió la espalda a Tanyne. No alcanzaba a comprender ni las palabras ni las maneras de Tanyne y, por otra parte, esa clase de conversación le dejaba desconcertado, insatisfecho o ambas cosas a la vez.
Se documentó sobre el panel resistente. Colgando de la rama de un árbol había una especie de cuba grande con un fluido lechoso —el papel, le explicó Tanyne, producido por unas avispas que habían conseguido desarrollar—, disuelto en uno de los ácidos nucleicos que extraían sintéticamente de unas hierbas naturales. Bajo la cuba se disponía una placa de metal lisa y un juego de barras móviles. Éstas podían ser dispuestas a voluntad para lograr la forma y el espesor deseado de las planchas; entonces se abría una espita para verter el líquido sobre la placa. Al instante, dos niños pequeños pasaban un rodillo sobre el borde de las planchas. El blanco lago de líquido adquiría un tono marrón claro y se solidificaba, quedando terminado el panel.
Tanyne hizo todo lo posible para explicar a Bril el funcionamiento del rodillo, pero por causa de las dificultades de la Vieja Lengua y la ignorancia técnica de Bril, su esfuerzo resultó en vano. El mecanismo del rodillo era tan sencillo en diseño y tan complejo en teoría como un transistor, y Bril tuvo que desistir de comprenderlo, como le sucedió con el análisis selectivo de la «fontanería» por medio de piedras y las bandejas antigravitatorias (las cuales, según descubrió, debían ser guiadas durante el servicio, pero una vez vacías regresaban solas a la cocina).
Tuvo menos fortuna en los días sucesivos, al indagar la naturaleza de las realizaciones de Xanadú. Pensó incluso en desechar su propio sueño como una fantasía, una imposibilidad: la extraña idea respecto a lo que uno puede hacer, todo el mundo es capaz de hacerlo también. Tanyne intentaba explicárselo; al menos respondía a todas las preguntas de Bril.
Aquellos hombres alegres, indolentes y algo vagabundos, podían continuar el trabajo de otra persona en cualquier fase y llevarlo hasta cualquier límite. Si uno tomaba una flauta para emitir unas cuantas notas musicales, en seguida aparecían otros en escena, con instrumentos o sin ellos; rápidamente se juntaban cincuenta o sesenta y la música se convertía en una pasión o en una tormenta, en una paz amorosa o en un sueño al que se vuelve.
Y a veces los asistentes se adelantaban y tomaban de las manos de sus compañeros, ya cansados, un instrumento para continuar tocando con los demás, bella y armoniosamente. Tanyne aseguraba que aquellas cincuenta o sesenta personas jamás habían tocado antes esa pieza musical.
Todas las explicaciones de Tanyne conducían invariablemente al sentimiento.
—Es una cuestión de sentimiento. Por ejemplo, el violín; digamos que lo he escuchado, pero nunca he tenido uno en mis manos. Contemplo a alguien que lo toca y comprendo la manera en que se forman las notas. Entonces lo tomo y hago lo mismo y, al concentrarme para emitir una nota y la que le sigue, comprendo no sólo cómo debe sonar, sino cómo hay que sentirla, acomodarla a los dedos, al brazo arqueado, la barbilla y la clavícula. Comprendo, además, la sensación que se experimenta al producir esa música. Existen ciertas limitaciones, naturalmente —admitió—, algunos pueden hacerlo mejor que otros. Si las yemas de mis dedos son suaves, no puedo tocar tanto tiempo como lo haría otro. Si las manos de un niño son demasiado pequeñas para el instrumento, tendrá que prescindir de una octava, o saltarse una nota. Pero el sentimiento está ahí, cuando pensamos de una determinada manera. Lo mismo sucede con cualquier otra cosa que hagamos —resumió—. Si necesito algo en mi casa, una máquina, un instrumento, no utilizaré el hierro cuando el cobre sea mejor; no lo sentiría como cosa apropiada. No me refiero al tacto del metal con mis manos, sino al hecho de pensar en el instrumento, en sus partes, en lo que sirve. Cuando pienso en todos los materiales con que podría construirlo, sólo existe una combinación que se acomoda a mi sentimiento.
—Así, pues —comentó Bril—, esta tendencia de los distritos en buscar todos los elementos y materias primas por los alrededores en vez de pedirlos en otra parte, es lo que provoca la ausencia de comercio. Sin embargo, están unificados, al menos, todos tienen el mismo tipo de instrumentos y los mismos procedimientos.
—Sí, todos disponemos de lo que deseamos y lo construimos nosotros mismos —asintió Tanyne.
Por las tardes, Bril se sentaba en casa de Tanyne a escuchar el va y viene de la conversación, o de la música, sin dejar de hacerse preguntas. Luego dirigía una bandeja a su cubículo, cerraba la puerta y comía, mientras rumiaba sus experiencias. Algunas veces, se sentía como atacado por armas desconocidas en un territorio extraño.
Recordó una observación casual de Tanyne, acerca de los hombres y sus instrumentos.
—Desde que existen los seres humanos ha habido siempre conflicto entre el Hombre y sus máquinas. O él las dirige, o ellas le dirigen a él; es difícil determinar cuál de estas eventualidades es menos desastrosa. Pero una cultura de hombres está obligada a destruir a la cultura de máquinas, o será destruida a su vez. Siempre ha ocurrido de la misma manera. Una vez perdimos una cultura en Xanadú. ¿No se ha preguntado nunca, Bril, por qué somos tan pocos aquí? ¿Y por qué casi todos tenemos el cabello rojo?
Bril había achacado la escasa población a la descarada falta de intimidad, sin la cual ninguna raza humana parece ser capaz de despertar el suficiente interés como para procrear a su gusto.
—Hubo un tiempo en que éramos miles de millones —dijo Tanyne inesperadamente—. Fuimos barridos. ¿Sabe cuántos quedaron? Tres.
Aquella fue una noche de pesadilla para Bril, al comprender lo lamentable de sus esfuerzos para descubrir el secreto de aquellas gentes. En el supuesto que una raza había quedado reducida a unos pocos individuos, produciéndose una mutación, para después multiplicarse de nuevo, todas las nuevas generaciones deberían mostrar el rasgo mutante. Pensó que tal vez podría descubrir el secreto que ocultaban los cabellos rojos. Aquella noche llegó a la conclusión que aquellas gentes tendrían que desaparecer y se sintió enojado consigo mismo por pensarlo. Aquella noche fue también la del desastre definitivo.
Estaba recostado en la cama, rechinando los dientes con rabia incontenible. Después del mediodía continuaba aún allí, preso en su propia estupidez, en un ridículo absoluto. Se vio despojado de su mayor pertenencia personal: la dignidad, por un imperdonable descuido; por un artilugio diabólico e innoble que...
El aparato de alarma emitió un zumbido indicando que alguien se acercaba. Saltó de la cama con angustiosa perplejidad, pese a las fuertes y opacas paredes y a la puerta que sólo él podía abrir.
Era Tanyne; su amistoso saludo sonó claramente antes de mezclarse con el viento y el trino de los pájaros.
—¡Bril! ¿Está ahí?
Bril le dejó acercarse un poco más. Le gritó por la mirilla:
—No voy a salir.
Tanyne se detuvo petrificado, e incluso Bril quedó sorprendido por el sonido áspero y agobiante de su propia voz.
—Es que Nina ha preguntado por usted. Hoy va a tejer y pensó que tal vez le gustaría...
—No —cortó secamente Bril—, me iré hoy. Esta noche. He llamado a mi cápsula. Estará aquí dentro de dos horas. Después, cuando oscurezca, me iré.
—Bril, no puede hacerlo. Le he preparado para mañana un trabajo de incrustación; le mostraré cómo niquelamos...
—¡No!
—¿Le hemos ofendido, Bril? ¿Le he ofendido en algo?
—No. —La voz de Bril sonó con dureza, pero en un tono más bajo.
—¿Qué ha pasado?
Bril no contestó.
Tanyne intentó acercarse más. Bril se apartó de la ventanilla y, sudoroso, se acurrucó contra la pared.
—Algo ha sucedido, algo no marcha bien... Conoce mi manera de sentir las cosas, amigo, mi buen amigo Bril.
El solo pensamiento aterrorizó a Bril. ¿Lo sabría Tanyne? ¿Sería capaz?
Lo fue. Bril maldijo a aquellas gentes, a sus máquinas, a su planeta, la hora en que había llegado allí.
—No existe nada en mi mundo o en mi experiencia que no pueda usted confiarme. Le comprenderé — insistió Tanyne, acercándose aún más—. ¿Está enfermo? Poseo toda la ciencia de los cirujanos que han vivido desde los Tres. Déjeme entrar.
—¡No! —explotó el angustiado Bril.
Tanyne dio un paso atrás.
—Perdone, Bril. No le molestaré más... Por favor, dígame lo que le pasa. ¡Puedo ayudarle!
Está bien, pensó Bril medio histérico, se lo contaré para que se desternille de risa. No importará cuando hagamos caer la Gran Plaga sobre su planeta.
—No puedo salir, se me ha roto la ropa.
—¡Bril! ¿Qué importa eso? Démela, se la arreglaremos.
—¡No!
Era consciente de lo que pasaría si caía en manos de esos talentos universales la armadura más sólida y terrible de todo el Sistema Sumner.
—Póngase mi ropa, entonces —Tanyne dirigió su mano al cinturón de negras piedras.
—Por nada del mundo me pondría eso tan indecente. ¿Cree que soy un exhibicionista?
Con un vago calor, que Bril no había advertido antes en él, Tanyne insistió:
—Resulta usted mucho más llamativo con esos ropajes con pliegues, que como pueda serlo con este.
Bril nunca había pensado en ello. Miró con vehemencia aquella brillante bagatela ceñida por el cinturón y luego su negro equipo, arrugado contra la pared bajo la percha. No se había atrevido a ponérselo desde el accidente y no había estado tanto tiempo desvestido desde que era un bebé.
—¿Qué le ha pasado a su ropa? —preguntó Tanyne con simpatía.
Ríete, pensó Bril, y te mato ahora sin darte la oportunidad de ver cómo muere tu raza.
—Me senté sobre él... He estado usándolo como silla; aquí sólo hay espacio para un asiento. He debido dar un golpe al interruptor. No sentí nada hasta que me levanté. Toda la parte trasera de mi... — añadió, brusca y ásperamente—. ¿Cómo no les pasa a ustedes...?
—¿No se lo conté? —repuso Tanyne, sin dar importancia a lo sucedido—. La instalación sólo admite materia inerte.
—Deje eso que llama ropa ante la puerta —gruñó Bril tras un prolongado silencio—. Tal vez intente ponérmelo.
Tanyne dejó caer el cinturón y se marchó cantando suavemente, pero el eco de su voz no parecía extinguirse.
Bril, con expresión ausente, recogió sus pantalones sin posaderas, los dobló con tristeza escondiéndolos debajo de la otra ropa que colgaba de la percha. Miró otra vez hacia la puerta, emitiendo un pequeño y solitario gemido. Por fin apoyó la manopla sobre la hoja y la puerta se abrió obedientemente de par en par, ya que no estaba diseñada para quedar entreabierta. Se le escapó una exclamación, se asomó al exterior, recogió el cinturón y se metió dentro de un salto.
«Nadie me ha visto», se dijo, para justificarse.
Se colocó el cinturón. Las partes de la hebilla ajustaban perfectamente.
Lo primero que notó fue una sensación de calor. Únicamente el cinturón le había tocado y, sin embargo, sentía una sensación de abrigo, suave, cálida, segura, parecida al plumaje de un pájaro. Una fracción de segundo después respiró entrecortadamente.
¿Cómo era posible que una mente se llenara hasta tal extremo sin sentir presión? ¿Cómo era posible que tanto conocimiento inundara el cerebro sin romperlo?
Comprendió el procedimiento del rodillo al fabricar el panel resistente; actuaba de una cierta manera y no de otra, y pudo sentir la exactitud de aquella posibilidad única.
Comprendió la actividad de los iones con que construían los cinturones y el tejido dotado de vida que llevaba como vestimenta. Comprendió cómo se podía escribir con el dedo en una pantalla, cómo podía transmitir a distancia las instrucciones para que se construyera su morada, cómo los nativos se apresuraron a cumplirlas.
Recordó sin esfuerzo la descripción que le hiciera Tanyne sobre el sentimiento de tocar un instrumento, de hacer algo, de construir, de modelar, de terminar, de compartir. Se sintió miembro activo de una comunidad, yendo y viniendo al azar solamente por placer, pero sustituyendo a otro en el preciso momento en que dejase su puesto, en la cuba, en el banco de trabajo, en el surco o en la red de pescar.
Permaneció vestido con aquella especie de llama en su pequeño cubículo con forma de ataúd, mirándose las manos, convencido que, si quisiera, le construirían un modelo de ciudad en Kit Carson, o una estatua del espíritu de la Autoridad Única.
Ahora estaba seguro que poseía los poderes de aquel planeta, que podría utilizarlos simplemente con concentrarse en una tarea hasta que le llegara el sentimiento del modo correcto de efectuarla. Supo sin sorpresa que esos recursos trascendían incluso a la muerte, ya que la especialidad de un hombre se convertía en patrimonio de todos los demás, de manera que si ese hombre moría, sus dotes permanecían en la comunidad.
Y comprendió la fuerza que encerraba aquella nueva aura, imaginó cómo su planeta natal podría ser amalgamado en una unidad jamás vista en el Universo. Xanadú no lo había logrado, porque había crecido al azar con sus dones, sin la preparación preliminar, ni orden, ni fusión de la autoridad y disciplina.
Pero Kit Carson sería algo magnífico con todas aquellas dotes y talentos compartidos por todos sus habitantes, imperativa y plenamente, unidos por una cadena de necesidad y ejecución instantánea, dirigidos por la Autoridad Única y el Estado. Aunque, en el fondo, algo en su interior le hacía preguntarse por qué el Estado tenía alejado a su pueblo de tantos conocimientos, esta nueva dimensión abría una solemne y nueva dedicación a su patria y a todo lo que ella significaba.
Temblando, se desabrochó el cinturón y buscó en la parte posterior de la hebilla izquierda. Allí estaba, en efecto, la fórmula para el precipitado. Y entonces comprendió el proceso del prensado; poseía la chispa que daría vida a otros cinturones, millones, mil millones, tal como había dicho Tanyne.
Pero, ¿por qué no le había explicado nunca que las vestiduras de Xanadú eran el origen de todos sus asombros y perplejidades?
¿Pero lo había preguntado Bril alguna vez? ¿No le había rogado Tanyne que tomara uno de sus ropajes para identificarse con Xanadú?
¡Pensar que con ese pretexto, ese pobre y solícito ingenuo pretendía apartarle de Kit Carson! Para compensar también se les haría una oferta a Tanyne y a su gente: podrían, si así lo deseaban, unirse inmediatamente a los brillantes ejércitos de un nuevo Kit Carson.
Su negro traje emitió desde la percha un leve tintineo. Bril sonrió y recogió su viejo equipo, dotado de potentes y reducidas armas que encerraban gran poder de fuego, choque y paralización. Tocó la puerta para abrirla y se acercó a la cápsula que le aguardaba, arrojando su viejo uniforme en el interior, quedando arrugado sobre el suelo, como una crisálida muerta. Exultante, saltó a bordo tras el uniforme y la cápsula se elevó hacia el cielo.
Una semana después del regreso de Bril a Kit Carson, del Sistema Sumner, la túnica había sido duplicada una y otra vez, y comprobada.
Al cabo de un mes ya se habían distribuido casi doscientas mil y ocho fábricas la producían ininterrumpidamente día y noche.
Al año, todo el planeta, todos sus millones de habitantes, se mostraban unidos como nunca lo estuvieron antes, actuando en equipo bajo la voluntad de su jefe, como los dedos de una mano.
Y entonces, en sorprendente unísono, todos ellos se agitaron y se turbaron, porque llegó la hora en que, como había aprendido Bril, debía practicarse la inmersión en ácido láctico. Se efectuó con cierto pánico, sin ensayos ni titubeos. El uso de aquella sujeción luminosa había creado un fuerte hábito. Todo marchó bien durante una semana...
A continuación, como habían previsto los planificadores de Xanadú, todos los segmentos de los cinturones negros quedaron ensamblados plenamente.
Mil millones y medio de seres humanos, que habían adquirido las técnicas de la música, las artes gráficas y la teoría de la tecnología, ahora poseían las otras: la filosofía, la lógica y el amor; la simpatía, la empatía, la indulgencia, la unidad en la idea de sus especies más que en su obediencia; sentido de comunidad en armonía con la vida universal.
Un pueblo con tales conocimientos y poderes derivados no puede ser esclavo. Al aparecer la luz entre ellos, asumieron todos una concentración común: ser libres, el sentimiento total de serlo. A medida que cada uno de ellos lo hallaba, se convertía en un experto en libertad y cada cual trascendía a su vecino; y así hasta el momento en que mil millones y medio de almas poseían un talento común: la libertad.
Kit Carson, como cultura, dejó así de existir, iniciando un nuevo movimiento que se extendió por las estrellas vecinas.
Y al conocer Bril lo que era un senador, y al desear serlo, lo fue.
Tanyne y Nina, abrazados, cantaban suavemente, cuando la copa que estaba en la repisa emitió un sonido.
—Aquí llega otro —dijo Wonyne, sentado a sus pies—. Me pregunto cómo llegará a pedir, tomar prestado o robar un cinturón.
—¡Qué más da! —dijo Tanyne, estirándose voluptuosamente—. Con tal que lo consiga. ¿Cuál es? ¿Ese ruidoso mecanismo al otro lado de la pequeña luna?
—No —respondió Wonyne—. Ése continúa aún allí, alborotando y creyendo que ignoramos su presencia. No, se trata del campo de fuerza que ha estado gravitando sobre el Distrito Fleetwing durante los dos últimos años.
—Será nuestra conquista número diez y ocho —sonrió Tanyne.
—Diez y nueve —corrigió Nina como en un sueño—. Lo recuerdo muy bien, porque el número dieciocho ha sido el que acaba de dejarnos y el diecisiete fue aquel divertido y encantador Bril, del Sistema Sumner. Tanyne, por un momento aquel hombre me amó.
Pero aquello era una bagatela y no tenía importancia.

(Título Original: The Skills of Xanadú © 1956 )



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