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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EL LADRóN DE SHADY HILL (por John Cheever )
Me llamo Johnny Hake. Tengo treinta y seis años, y descalzo mido un metro setenta, desnudo peso setenta kilogramos, y por así decirlo ahora estoy desnudo y hablando a la oscuridad. Fui concebido en el Hotel Saint Regis, nací en el Hospital Presbiteriano, me crié en Sutton Place, fui bautizado y confirmado en San Bartolomeo, estuve con los Knickerbocker Greys, jugué al fútbol y al béisbol en Central Park, aprendí a actuar en el marco de los toldos de las casas de apartamentos del East Side, y conocí a mi esposa (Christina Lewis) en uno de esos grandes cotillones del Waldorf. Estuve cuatro años en la Marina, ahora tengo cuatro hijos, y vivo en una zona periférica llamada Shady Hill. Tenemos una bonita casa con jardín y un lugar exterior para asar carne, y las noches de verano, cuando me siento allí con los niños y miro la pechera del vestido de Christina que se inclina hacia delante para salar la carne, o que simplemente contempla las luces del cielo, me emociono tanto como puede ser el caso con actividades más temerarias y peligrosas, y creo que a eso se refieren cuando hablan del sufrimiento y la dulzura de la vida.
Cuando terminó la guerra comencé a trabjar con un fabricante de parablend, y pareció que ése sería mi modo de ganarme la vida. Era una firma patriarcal; es decir, el anciano de la familia nos ponía a trabajar en una cosa y después nos pasaba a otra, y se metía en todo -la fábrica de Jersey y la planta procesadora de Nashville- y se confortaba como si hubiese organizado la empresa entera durante una siesta. Con la mayor agilidad posible evitaba cruzarme en el camino con el anciano, y ante él me comportaba como si con sus propias manos hubiese moldeado el barro de mi persona, y después me hubiera dado el aliento de la vida. Pertenecía a la clase de déspota que necesita lo representen, y ésa era la tarea de Gil Bucknam. Era la mano derecha, la pantalla y el conciliador del anciano, pero comenzó a faltar a la oficina, al principio un día o dos, después dos semanas, y finalmente más tiempo. Cuando regresaba, se quejaba de que le dolía el estómago o tenía problemas con la vista, aunque todos podían ver que estaba bebido. El hecho no era tan extraño, porque beber mucho era una de las cosas que él tenía que hacer para la firma. El viejo lo aguantó un año, y después una mañana vino a mi oficina y me dijo que fuese al apartamento de Bucknam y lo despidiese.

Era una maniobra tan tortuosa y sucia como encargar al encargado de la oficina que despidiese al presidente de dirección. Bucknam era mi superior y llevaba muchos más años en la empresa; en otras palabras, un hombre que cuando me invitaba a beber con esa misma actitud estaba mostrando su condescendencia. Pero así trabajaba el anciano, y yo sabía lo que tenía que hacer. Fui al apartamento de Bucknam, y la señora Bucknam me dijo que esa tarde podía ver a Gil. Almorcé solo, y estuve en la oficina hasta poco más o menos las tres, y a esa hora fui caminando desde la oficina hasta el apartamento de los Bucknam, en la calle 70E. Estábamos a principios del otoño -se jugaba la Serie mundial- y en la ciudad comenzaba a desencadenarse una gran tormenta. Cuando llegué a casa de los Bucknam podía oír los sonoros estampidos y el olor de la lluvia. La señora Bucknam me recibió, y en su rostro parecían reflejarse todas las dificultades del último año, mal disimuladas por una espesa capa de polvo. Nunca había visto ojos tan apagados, y se había puesto uno de esos anticuados vestidos de verano con grandes flores estampadas. (Yo sabía que tenían tres hijos en la universidad, y una embarcación manejada por un hombre a sueldo, y muchos otros gastos.) Gil estaba acostado, y la señora Bucknam me invitó a pasar al dormitorio. La tormenta ya comenzaba, y todo estaba sumergido en una suave semioscuridad, tan parecida al alba que se hubiera dicho que debíamos estar durmiendo y soñando, y no comunicándonos malas noticias.

Gil se mostró alegre, simpático y condescendiente, y dijo que le agradaba mucho verme; de su última visita a Bermudas había traído muchos regalos para mis hijos, pero había olvidado enviarlos.
-Querida, ¿quieres traer esas cosas? –pidió-. ¿Recuerdas dónde las pusimos? –Después, la esposa volvió a la habitación con cinco o seis paquetes grandes, de aspecto lujoso, y los depositó sobre sus rodillas.
Cuando pienso en mis hijos casi siempre lo hago con placer, y me agrada mucho llevarles regalos. Yo estaba encantado. Por supuesto, era una treta -supuse que de la mujer- y una de las muchas que ella seguramente había pensado durante el último año para defender su mundo. Vi que el papel de envolver no era nuevo, y cuando llegué a mi casa descubrí que eran algunos viejos suéteres de cachemira que las hijas de Gil no habían llevado a la universidad y un gorro a cuadros con una banda sucia. La comprobación acentuó mis sentimientos de simpatía ante las dificultades en que se encontraban los Bucknam. Cargado de paquetes para mis hijos y sudando simpatía por todos los poros, yo no podía descargar el hacha. Conversamos de la Serie Mundial y de varios asuntos menudos de la oficina, y cuando comenzaron la lluvia y el viento, ayudé a la señora Bucknam a cerrar las ventanas del apartamento, después me fui y bajo la tormenta volví a casa en tren, más temprano que de costumbre. Cinco días después Gil Bucknam arregló su situación, y volvió a su oficina a ocupar su lugar de siempre como la mano derecha del anciano, y lo primero que hizo fue comenzar a perseguirme. Me pareció que si mi destino hubiera sido la profesión de bailarín ruso, o de orfebre, o de pintor de bailarines Schuhplatler en cajones de escritorios y de paisajes en conchas marinas, y hubiera vivido en un lugar muy sórdido como Provincetown, no habría conocido a un grupo de hombres y mujeres más extraños que el que conocí en la industria de la parablend; y así decidí seguir mi propio camino.

Mi madre me enseñó a no hablar de dinero cuando había mucho, y yo siempre me resistí enérgicamente a mencionar el asunto cuando pasaba necesidad, de modo que no puedo ofrecer un panorama muy preciso de lo que ocurrió durante los seis meses siguientes. Alquilé una oficina -en realidad, un cubículo con un escritorio y un teléfono- y envié cartas, pero éstas rara vez tuvieron respuesta, y el teléfono lo mismo hubiera podido quedar desconectado, y cuando llegó el momento de pedir un préstamo no tenía a quien acudir. Mi madre odiaba a Christina, y de todos modos, no creo que tuviera mucho dinero, porque nunca me compró un abrigo o un sándwich de queso cuando yo era niño, sin explicarme que así disminuía su capital. Yo tenía muchos amigos, pero ni aunque mi vida hubiese dependido de eso habría pedido una copa a un hombre ni le habría solicitado un préstamo de quinientos dólares -y necesitaba más-. Lo peor era que no había explicado, ni mucho menos, la situación real a mi esposa.

Pensaba en ese asunto una noche, mientras nos vestíamos para ir a cenar a casa de los Warburton, en la misma calle. Christina estaba sentada frente a su mesa de tocador, poniéndose los pendientes. Es una bonita mujer en la flor de la vida, y su ignorancia de los asuntos financieros es absoluta. Tiene un cuello grácil, sus pechos resplandecían cuando se elevaban bajo la tela del vestido, y al ver el placer decente y sano con que contemplaba su propia imagen, no pude decirle que estábamos arruinados. Gracias a ella muchos aspectos de mi vida eran más gratos, y nada más que mirarla parecía renovar en mí la fuente de una límpida energía, gracias a la cual la habitación y los cuadros de la pared y la luna que podía ver por la ventana parecían todos más vívidos y alegres. La verdad le arrancaría lágrimas, arruinaría su maquillaje y echaría a perder la cena con los Warburton, y después se iría a dormir al cuarto de huéspedes. En su belleza y el poder que ella ejercía sobre mis sentidos parecía haber tanta verdad como en el hecho de que estábamos en descubierto en el banco.
Los Warburton son ricos, pero no tienen mucha vida social; incluso es posible que no les importe. Ella es un ratoncito envejecido, y él es la clase de hombre con quien uno no habría simpatizado en la escuela. Tiene la piel enfermiza, la voz áspera y una idea fija: la lujuria. Los Warburton siempre están gastando, y de eso habla uno con ellos. El piso del vestíbulo principal es de mármol blanco y negro del antiguo Ritz, sus cabañas en Sea Island se cierran durante el invierno, vuelan a Davos a pasar diez días, compran un par de caballos de silla y construyen una nueva ala. Esa noche llegamos tarde, y los Meserve y los Chesney ya estaban, pero Carl Warburton aún no había vuelto a casa, y Sheila estaba preocupada.
-Carl tiene que pasar por un barrio horrible para llegar a la estación -dijo-, y lleva encima miles de dólares, y temo tanto que lo agredan… -Después, apareció Carl y contó un cuento verde al grupo mixto , y pasamos a cenar. Era la clase de reunión a la cual todos van después de tomar una ducha y ponerse la mejor ropa, y en que una vieja cocinera estuvo pelando hongos o limpiando mariscos desde la madrugada. Yo deseaba pasarlo bien. Eso quería, pero mis deseos no consiguieron mejorar mi ánimo esa noche. Me sentía como si fuese uno de aquellos horribles cumpleaños de mi niñez, a los que mi madre me llevaba con amenazas y promesas. La reunión terminó alrededor de las once y media, y volvimos a casa. Me quedé en el jardín, terminando uno de los cigarros de Carl Warburton. Era jueves por la noche, y mis cheques no serían rechazados por el banco antes del martes, pero debía darme prisa y hacer algo. Cuando subí, Christina se había dormido, y yo también me dormí, pero volví a despertarme alrededor de las tres.
Había estado soñando con envolver pan en papel de parablend de color. Había soñado con un aviso de página entera de una revista de circulación nacional: ¡PONGA COLOR EN SU PANERA! La página estaba salpicada de hogazas del color de las piedras preciosas -pan de turquesa, pan de rubí y pan de color de esmeraldas-. En el sueño, la idea había parecido buena; me reanimó, y cuando me encontré en el dormitorio oscuro me sentí deprimido. Sumido en la tristeza, medité en todos los cabos sueltos de mi vida, y eso me llevó de nuevo a mi vieja madre, que vive sola en un hotel de Cleveland. La vi vistiéndose para bajar a cenar en el comedor del hotel. Según la imaginaba, me parecía lamentable -sola y entre extraños-. Y sin embargo, cuando volvía la cabeza, yo veía que aún le quedaban varios dientes en las encías.
Me envió a la universidad, organizó mis vacaciones en lugares de agradable paisaje, y alimentó mis ambiciones -las que tengo-, pero se opuso agriamente a mi matrimonio, y desde entonces nuestras relaciones son tensas. A menudo la invité a vivir en nuestra casa, pero ella rehúsa siempre, y siempre con acritud. Le envío flores y regalos, y le escribo todas las semanas, pero estas atenciones aparentemente sólo consiguen afirmar su convicción de que mi matrimonio fue un desastre para ella y para mí. Después, pensé en sus faldas, pues cuando yo era niño ella parecía una mujer cuyas faldas se desplegaban sobre los océanos Atlántico y Pacífico; una falda que se extendía hasta el infinito, y sobrepasaba el horizonte. Ahora la recuerdo sin rebeldía ni ansiedad, sólo con pesar porque todo nuestros esfuerzos se han visto recompensados por una medida tan reducida de sentimientos definidos, y porque no podemos beber juntos una taza de té sin remover toda suerte de recuerdos ingratos. Yo deseaba corregir esa situación, reconstruir toda la relación con mi madre de modo que el costo de mi evolución no alcanzara un nivel tan elevado de sentimiento mórbido. Quería rehacerlo todo en cierta Arcadia emocional, y lograr que ambos nos comportásemos de diferente modo, porque así podría pensar en ella a las tres de la mañana sin sentimiento de culpa, y así ella no tendría que sentirse sola y abandonada en la ancianidad.
Me acerqué un poco más a Christina, y al ingresar en la región de su calidez de pronto tuve buena disposición hacia todo y me sentí complacido por todo, pero en el sueño ella se apartó de mí. Después, tosí. Volví a toser. Tosí ruidosamente. No podía detenerme, salí de la cama, fui al cuarto de baño oscuro y bebí un vaso de agua. Estaba de pie frente a la ventana del cuarto de baño y contemplé el jardín. Había un poco de viento. Parecía que cambiaba de dirección. Sonaba como un viento de madrugada -en el aire llegaba el sonido de la lluvia- y me agradaba su caricia en mi cara. Al fondo del tocador había algunos cigarrillos y encendí uno para recuperar el sueño. Pero cuando inhalé el humo me dolieron los pulmones, y de pronto tuve la convicción de que estaba muriendo de cáncer bronquial.
He sufrido todas las formas de melancolía absurda -he añorado países que nunca he visto, y he anhelado ser lo que no podía ser- pero todos esos estados de ánimo eran triviales comparados con mi premonición de la muerte. Arrojé el cigarrillo al inodoro (piff) y me erguí, pero el dolor del pecho se acentuó, y comprendí que había comenzado la corrupción. Sabía que tenía amigos que me recordarían bondadosamente, y no dudaba de que Christina y los niños me evocarían con afecto. Pero después volví a pensar en el dinero y en los Warburton, y en mis cheques sin fondo enviados a la cámara de compensación, y me pareció que el dinero prevalecía del todo sobre el amor. Había deseado a algunas mujeres -a decir verdad, desorbitadamente- pero me pareció que jamás había deseado tanto como esa noche deseaba el dinero. Me acerqué al guardarropa de nuestro dormitorio y me puse un viejo suéter azul, un par de pantalones y un pulóver oscuro. Después, bajé y salí de la casa. La luna se había ocultado, y no había muchas estrellas, pero sobre los árboles y los setos una tenue luz se difundía en el aire. Pasé al costado del jardín de los Trenholmes, pisando suavemente el pasto, y por el prado llegué a la casa de los Warburton. Escuché los sonidos que venían de las ventanas abiertas, y sólo oí el tictac de un reloj. Subí los pelados de la escalera principal, abrí la puerta y comencé a cruzar el piso tomando del antiguo Ritz. En la tenue luz nocturna que entraba por las ventanas la casa parecía una concha, un nautilo, un ente creado para contener su propia forma.
Oí el ruido del collar de un perro, y el viejo coker de Sheila apreció trotando. Lo rasqué detrás de las orejas, y después volvió a su cama, yo no sabía dónde, gruñó y se durmió. Conocía la distribución de la casa de los Warburton tanto como conocía mi propia casa. La escalera estaba alfombrada, pero primero apoyó el pie en uno de los peldaños, para ver si crujía. Después, subí la escalera. Todas las puertas de los dormitorios estaban abiertas, y del dormitorio de Carl y Sheila, donde a menudo yo había dejado mi chaqueta cuando se celebraban grandes reuniones, me llegó el sonido de respiración profunda. Permanecí de pie un segundo en el umbral, para reunir valor. En la penumbra alcancé a ver la cama, y un par de pantalones y una chaqueta colgada del respaldo de una silla. Entré en el cuarto, con movimientos rápidos retiré una abultada billetera del bolsillo interior de la chaqueta y regresé al vestíbulo. Es posible que la violencia de mis sentimientos me provocara cierta torpeza, porque Sheila despertó. La oí decir:
-¿Oíste ese ruido, querido?
-El viento -murmuró él, y después volvieron a callar. En el vestíbulo yo estaba a salvo…, a salvo de todo, menos de mí mismo. Me pareció que estaba sufriendo un colapso nervioso. No tenía salida, se hubiera dicho que mi corazón ya no tenía lubricante, y los jugos que sostenían erguidas mis piernas estaban retirándose. Pude avanzar, pero sólo apoyándome en la pared. Mientras descendía la escalera me aferré a la baranda y trastabillando salí de la casa.

Cuando estuve en mi cocina oscura, bebí tres o cuatro vasos de agua. Creo que estuve de pie frente al vertedero de la cocina media hora o más antes de que se me ocurriera la idea de examinar la billetera de Carl. Pasé a la despensa y cerré la puerta antes de encender la luz. Había poco más de novecientos dólares. Apagué la luz y volví a la cocina oscura. Oh, nunca supe que un hombre podía sentirse tan miserable y que la mente podía ofrecer tantos receptáculos para colmarlos de culpa. ¿Dónde estaban los arroyos de mi juventud, con sus aguas pobladas de truchas, y otros placeres inocentes? El olor de cuero húmedo de las aguas sonoras y los bosques fragantes después una lluvia torrencial; o al romper el día las brisas estivales que huelen como el hálito vegetal de holsteins -uno se marea- y todos los arroyos poblados (o así me lo imaginaba, en la cocina oscura) de truchas, nuestro tesoro acuático. Estaba llorando.
Como digo, Shady Hill es una zona periférica y merece la crítica de los planeadores urbanos, los aventureros y los poetas líricos, pero si uno trabaja en la ciudad y tiene que criar niños, no hay un lugar mejor. Es cierto que mis vecinos son ricos, pero en ese caso la riqueza significa ocio, y ellos saben emplear su tiempo. Recorren el mundo, escuchan buena música, y si en un aeropuerto tienen que elegir una edición barata, se decidirán por Tucídides y a veces por Tomás de Aquino. Apremiados para que construyan refugios antiaéreos, plantan árboles y rosas y tienen jardines espléndidos y luminosos. Si a la mañana siguiente yo hubiese contemplado desde la ventana de mi cuarto de baño la ruina maloliente de una gran ciudad, la impresión suscitada por el recuerdo de lo que había hecho quizá no hubiera sido tan violenta, pero el sostén moral había desaparecido de mi mundo sin modificar un ápice la luz del sol. Me vestí furtivamente -¿qué hijo de las sombras desea oír las alegres voces de su familia?- y abordé uno de los primeros trenes. Mi traje de gabardina pretendía expresar limpieza y probidad, pero muy miserable era la criatura cuyos pasos habían sido confundidos con el sonido del viento. Miré el diario. Un robo de treinta mil dólares, una nómina de sueldos, en Bronx. Una dama de White Plains había regresado a su casa después de una fiesta, y había comprobado la desaparición de sus pieles y sus joyas. De un depósito de Brooklyn habían robado medicinas por valor de sesenta mil dólares. Me sentí mejor cuando descubrí qué vulgar era lo que yo había hecho. Quizá un poco mejor, y sólo por un rato. Después, afronté nuevamente la conciencia de que era un ladrón vulgar y un impostor, y de que había hecho algo tan reprensible que infringía las normas de todas las religiones conocidas. Había robado, y lo que era más, había entrado con propósitos delictivos en la casa de un amigo, e infringido todas las leyes tácitas que aseguraban la unión de la comunidad. Mi conciencia apremió de tal modo a mi espíritu -como el pico córneo de un ave carnívora- que comenzó a temblarme el ojo izquierdo, y de nuevo me sentí al borde de un colapso nervioso general. Cuando el tren llegó a la ciudad, fui al banco. Cuando salía, un taxi casi me atropella. Me sentí ansioso, no por mi propio cuerpo, sino porque podían encontrarme en el bolsillo la billetera de Carl Warburton. Cuando creí que nadie miraba, froté la billetera contra mis pantalones (para eliminar las huellas digitales) y la dejé caer en el cubo de residuos.
Pensé que el café conseguiría mejorarme, entré en un restaurante y me senté frente a una mesa, con un desconocido. Aún no habían retirado las servilletas de papel usadas y los vasos de agua medio vacíos, y frente al desconocido había una propina de treinta y cinco centavos, dejados por un cliente anterior. Examiné el menú, pero por el rabillo del ojo vi que el desconocido se embolsaba la propina de treinta y cinco centavos. ¡Qué delincuente! Me puse de pie y salí del restaurante.
Llegué a mi cubículo, colgué el sombrero y la chaqueta, me senté frente al escritorio, me arreglé los puños de la camisa, suspiré y miré el vacío, como si estuviera al comienzo de un día colmado de desafíos y decisiones. No había encendido la luz. Un rato después, ocuparon la oficina contigua, y oí a mi vecino aclararse la garganta, toser, encender un fósforo y acomodarse para iniciar la tarea cotidiana.
Las paredes eran muy delgadas -en parte vidrio esmerilado y en parte madera terciada- y en esas oficinas se oía todo. Busqué un cigarrillo en mi bolsillo, lo hice con los mismos gestos furtivos que había tenido en casa de los Warburton, y antes de encender un fósforo esperé oír el estrépito de un camión que pasaba por la calle. Me dominó la excitación de escuchar subrepticiamente. Mi vecino quería vender por teléfono acciones de uranio. Aplicaba el siguiente método. Primero, se mostraba cortés. Después desagradable.
-¿Qué le pasa, señor X? ¿no quiere ganar dinero? -Después, se mostraba muy despectivo-. Lamento haberlo molestado, señor X. Creí que usted tenía sesenta y cinco dólares para invertir. -Llamó a doce números, sin resultado. Yo estaba callado como un ratón.
Después, telefoneó a la oficina de información de Idlewild, para comprobar la llegada de aviones que venían de Europa. El de Londres venía puntual. Los de Roma y París iban con retraso.
-No, todavía no ha venido -le oí decir a alguien por teléfono-. La oficina está a oscuras. -El corazón me latió aceleradamente.
Después, mi teléfono comenzó a sonar y conté doce llamadas antes de que se interrumpiera.
-Estoy seguro, estoy seguro -dijo el hombre de la oficina contigua-. Oigo llamar su teléfono y no contesta; no es más que un hijo de puta que está solo y busca empelo. Le digo que adelante. No tengo tiempo para ir a ver. Adelante… Siete, ocho, tres, cinco, siete, siete… -Cuando colgó, me acerqué a la puerta, la abrí y la cerré, encendí la luz, moví los percheros, silbé una canción, me senté ruidosamente frente a mi escritorio y marqué el primer número de teléfono que me vino a la mente. Era un viejo amigo -Burt Howe- y lanzó una exclamación cuando oyó mi voz.
-¡Hakie, estuve buscándote por todas partes! De veras, desapareciste y nadie podía encontrarte.
-Sí –dije.
-Desapareciste -repitió Howe-. Así sin más. Pero quería hablarte de un negocio que puede interesarte. Un solo asunto, pero no te llevará más de tres semanas. Facilísimo. Son novatos y tontos, y tienen mucho, y será como robar.
-Sí.
-Bien, ¿podemos almorzar con Cardin a las doce y media, para explicarte los detalles? –preguntó Howe.
-Muy bien -le contesté con voz ronca-. Muchas gracias, Burt.
-Fuimos a la cabaña el domingo -decía el hombre de la oficina contigua cuando yo corté la comunicación-. A Luisa le picó una araña venenosa. El médico le dio una inyección. Se arreglará. -Marcó otro número y empezó-: El domingo fuimos a la cabaña. A Luisa le picó una araña venenosa…
Era posible que un hombre cuya esposa había sido picada por una araña y que disponía de un poco de tiempo llamase a tres o cuatro amigos y les relata el episodio, y también era posible que la araña fuese un mensaje en código, una advertencia o una confirmación relacionada con maniobras ilegales. Lo que me atemorizaba era que al convertirme en ladrón parecía haber atraído hacia mí a ladrones y estafadores. Mi ojo izquierdo había comenzado a temblar de nuevo, y la incapacidad de una parte de mi conciencia de soportar el reproche que le infligía la otra parte, me inducía a buscar desesperadamente una persona que pudiese ser culpada. En los diarios había leído con bastante frecuencia que a veces el divorcio lleva al crimen. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía alrededor de cinco años. Era un indicio apropiado, y muy pronto me llevó a algo mejor.
Después del divorcio mi padre fue a vivir a Francia, y no lo vi durante diez años. Entonces, pidió a mamá permiso para verme, y ella me preparó para el encuentro explicándome que mi padre era un borracho, un hombre cruel y sensual. Era verano, y estábamos en Nantucket; de allí viajé solo en barco, y fui en tren a Nueva York. Vi a mi padre en el Plaza al principio de la tarde, pero pese a la hora ya había comenzado a beber. Con la nariz larga y sensible de un adolescente olí gin en su aliento, y advertí que tropezaba contra una mesa y que a veces repetía sus propias frases. Tiempo después comprendí que ese encuentro debía de ser difícil para un hombre de sesenta años, la edad que entonces tenía. Cenamos y después fuimos a ver Las rosas de Picardía. Apenas aparecieron las coristas, papá me dijo que podía tener la que deseara; ya había hecho los arreglos necesarios. Incluso podía elegir a una de las bailarinas solistas. Ahora bien, si yo hubiese pensado que él había cruzado el Atlántico para hacerme ese favor, quizá habría sido distinto, pero creí que había viajado con el fin de perjudicar a mi madre. Yo tenía miedo. El espectáculo se representaba en uno de esos viejos teatros que parecen sostenerse gracias al apoyo que los ángeles les prestan. Varios ángeles pardodorados sostenían el techo; también apuntalaban los palcos; e incluso parecían sostener la galería, donde se habían reunido unas cuatrocientas personas. Dediqué mucho tiempo a mirar los polvorientos ángeles dorados. Si el techo del teatro hubiese caído sobre mi cabeza, me habría sentido aliviado. Después del espectáculo volvimos al hotel para lavarnos antes de reunirnos con las muchachas, y mi padre se acostó un rato en la cama y comenzó a roncar. Me apoderé de cincuenta dólares de su cartera, pasé la noche en la estación Grand Central y viajé a Woods Hole en uno de los primeros trenes. Así se explicaba todo, incluso la intensidad del sentimiento que había experimentado en el piso de arriba de los Warburton. ¡Mi padre era culpable! Después, recordé que mi padre estaba enterrado en Fontainebleau desde hacía quince años, y que en todo caso ahora era poco más que polvo.
Fui al cuarto de baño con hombres y me lavé las manos y la cara, y me alisé los cabellos con mucho agua. Era tiempo de ir a almorzar. Pensé ansioso en el almuerzo que me esperaba, y cuando me pregunté la causa de mi estado de ánimo, me sorprendió comprender que se originaba en el uso desaprensivo que Burt Howe había hecho de la palabra “robar”. Abrigaba la esperanza de que no insistiera en ella.
Incluso mientras pensaba todo esto, en el cuarto de baño, el temblor del ojo pareció extenderse a la mejilla; se hubiera dicho que este verbo estaba inserto en el idioma inglés como un anzuelo envenenado. Yo había cometido adulterio y la palabra “adulterio” no me impresionaba; me había emborrachado, y la palabra “embriaguez” carecía de poder. Sólo “robo” y los sustantivos, los verbos y los adverbios afines podían tiranizar mi sistema nervioso, como si hubiera ideado inconscientemente una doctrina en virtud de la cual el robo tenía precedencia sobre todos los restantes pecados del Decálogo, y era signo de muerte moral.

El cielo estaba oscuro cuando salí a la calle. Había luces encendidas por doquier. Miré las caras de las personas con quienes me cruzaba, buscando signos alentadores de honestidad en un mundo tan perverso; y en la Tercera Avenida vi a un joven con un vaso de hojalata y los ojos cerrados para personificar la ceguera. Esa marca de la ceguera, la sorprendente inocencia de la mitad superior del rostro, se veía traicionada por el ceño fruncido y las patas de gallo de un hombre que puede ver su bebida en el bar. Había otro mendigo ciego en la calle Cuarenta y uno, pero no le examiné las cuencas de los ojos, pues comprendí que no podía juzgar la legitimidad de todos los mendigos de la ciudad.

Cardin es un restaurante para hombres de la calle Cuarenta. La agitación y el movimiento del vestíbulo acentuaron mi retraimiento, y la joven del guardarropa, quizá porque vio el temblor de mi ojo, me dirigió una mirada de profundo hastío.

Burt estaba en el bar, y después de pedir las bebidas fuimos al asunto.
-Por tratarse de un negocio como éste, deberíamos reunirnos en una callejuela -dijo-, pero ya sabes lo que se dice de los tontos y su dinero. Son tres niños, P. J. Burdette es uno, y entre los pueden perder un lindo millón de dólares. Más tarde o más temprano alguien se lo robará, así que bien puedes ser tú. -Me llevé la mano al costado izquierdo de la cara para disimular el tic. Cuando acerqué la copa a la boca, me derramé gin sobre el traje-. Los tres salieron hace poco de la universidad -dijo Burt-. Y tienen tanto que por mucho que les quites no lo sentirán. Ahora bien, si quieres participar en este asalto, lo único que tienes que hacer…
El cuarto de baño estaba al fondo del restaurante, pero conseguí llegar. Llené con agua fría un lavabo y hundí en ella la cabeza y la cara. Burt me había seguido al cuarto de baño. Mientras me secaba con una toalla de papel dijo:
-Mira, Hakie, no quería decírtelo, pero ahora que te has indispuesto, bien puedo mencionarte que tienes un aspecto terrible. Apenas te vi comprendí que algo andaba mal. Y sea lo que fuere, la bebida, la droga, o los problemas de tu casa, es mucho más tarde de lo que crees y quizá deberías hacer algo al respecto. ¿No me guardas rencor? -Dije que me sentía mal y esperé en el cuarto de baño hasta que Burt se fue.
Después, la muchacha del guardarropa me entregó el sombrero y me dirigió otra mirada de hastío, y en el diario de la tarde que estaba sobre una silla del vestíbulo vi que en Brooklyn unos asaltantes de banco habían robado dieciocho mil dólares.
Recorrí las calles preguntándome qué papel habría en la profesión de carterista y ladrón de bolsos, y todos los arcos y los campanarios de San Patricio me recordaban las colectas para los pobres. Tomé el tren de costumbre para volver a casa, y por la ventanilla contemplé el pasaje apacible y la tarde de primavera, y me pareció que los pescadores, los bañistas solitarios y los guardabarreras, los jugadores de pelota en los baldíos, los amantes que no se avergüenzan de su propia actividad, los dueños de pequeños veleros y los viejos que juegan a naipes en los cuarteles de bomberos eran las personas que zurcían los grandes desgarrones que los hombres como yo dejaban en el mundo.

Ahora bien, Christina es la clase de mujer que, cuando la secretaria de ex alumnos de su universidad le pide que describa su condición, comienza a aturdirse en vista de la diversidad de sus propias actividades y sus intereses. Y poco más o menos, ¿qué tiene que hacer día tras día? Llevarme en automóvil a la estación ferroviaria. Mandar a reparar los esquís. Reservar una cancha de tenis. Comprar una botella de vino y los alimentos para la comida mensual de la Société Gastronomique du Westchester Nord. Buscar ciertas definiciones en el Larousse. Asistir a un simposio de la Liga de Mujeres Votantes acerca de los desagües. Concurrir a un almuerzo de etiqueta en homenaje a la tía de Bobsie. Escardar el jardín. Planchar un uniforme para la criada por horas. Mecanografiar dos páginas y media de su trabajo acerca de las primeras novelas de Henry James. Vaciar los cubos de basura. Ayudar a Tabita a preparar la cena de los niños. Obligar a Ronnie a batear. Ponerse rulos en los cabellos. Conseguir una cocinera. Ir a esperar el tren. Bañarse. Vestirse. A las siete y media saludar en francés a sus invitados. Decir bon soir a las once. Descansar en mis brazos hasta las doce. ¡Eureka! Podría decirse que es altanera, pero creo que no es más que una mujer que lo pasa bien en un país próspero y joven. De todos modos, esa noche cuando descendí del tren y la vi tuve cierta dificultad para elevarme a la altura de tanta vitalidad.
Tuve mala suerte, y me encomendaron la colecta en la comunión temprana del domingo, y eso a pesar de que no me sentía bien. Respondí con una sonrisa muy torcida a las miradas piadosas de mis amigos, y después me arrodillé junto a una ventana de vidrio de color en forma de arco puntiagudo que parecía armada con cabezas de botellas de vermut y borgoña. Me arrodillé en una banqueta de imitación cuero donada por una asociación para sustituir a una de las viejas banquetas color rapé, que había comenzado a romperse en las costuras y mostraba pedazos de paja, y gracias a la cual todo el recinto olía como un pesebre viejo. El olor de la paja y las flores, la luz de la vigilia, las velas que parpadeaban a causa del aliento del rector y la humedad del frío edificio de piedra me eran tan conocidos y pertenecían a mi vida temprana tanto como los sonidos y los olores de una cocina en una guardería, y esa mañana me parecieron tan intensos que me aturdí. De pronto oí, en el zócalo de la derecha, los dientes de una rata que trabajaban como un barreno sobre el roble duro.
-Santo, Santo –dije en voz muy alta, porque tenía la esperanza de atemorizar a la rata-. Señor Dios de los ejércitos, el Cielo y la Tierra CANTAN Tu Gloria.
La pequeña congregación murmuró su amén con un sonido que parecía un golpe de pie, y la rata continuó royendo el zócalo. Y después -quizá porque estaba absorto en el ruido de los dientes de la rata, o porque el olor de la humedad y la paja era soporífero -cuando aparté los ojos del refugio que había construido con mis manos, vi que el rector bebía del cáliz y comprendí que había perdido la comunión.

En casa, busqué otros robos en el periódico dominical, y había muchos. Habían saqueado bancos, vaciado de sus joyas las cajas de seguridad de los hoteles, las criadas y los mayordomos habían sido amarrados a las sillas de la cocina, habían robado lotes enteros de pieles y diamantes industriales, y los delincuentes habían entrado en almacenes de alimentos, estancos y casas de empeño; y alguien se había apoderado de un cuadro del Instituto de Arte de Cleveland. Hacia el final de la tarde recogí las hojas secas. ¿Hay acaso más profundo acto de contrición que limpiar el prado de los desechos otoñales bajo el cielo pálido y listado de la primavera?
Mientras recogía las hojas, se acercaron mis hijos.
-Los Tobler han organizado un juego de softball -dijo Ronnie-. Están todos.
-Y vosotros, ¿por qué no jugáis? -pregunté.
-No podemos jugar si no nos invitan -dijo Ronnie por encima del hombro, y se alejaron. Entonces advertí que podía oír los vivas del encuentro de softball al que no nos habían invitado. Los Tobler viven en la misma calle. Las alegres voces parecían resonar cada vez más claras a medida que entraba la noche. Incluso podía oír el ruido del hielo en los vasos y las voces de las señoras que vitoreaban débilmente.
Me pregunté por qué no nos habían invitado a jugar a softball, en casa de los Tobler. ¿Por qué nos han excluido de esos sencillos placeres, de la alegre reunión, de donde provenían las risas y las voces apagadas y las puertas que golpeaban, todo lo cual parecía resplandecer en las sombras precisamente porque no estaba a mí alcance. ¿Por qué no me habían invitado a jugar a softball en casa de los Tobler? ¿Por qué el ascenso social -en realidad la trepada- excluye de un encuentro de softball a un tipo simpático como yo? ¿Qué clase de mundo era ése? ¿Por qué tenían que dejarme solo con mis hojas secas en la penumbra del atardecer -como era el caso-, de modo que me sintiera tan olvidado, tan abandonado que me recorría un escalofrío?
Si hay una persona a la cual detesto es el sentimental de poco seso, todas esas personas melancólicas que, por exceso de simpatía hacia otros, pierden el sentimiento intenso de su propia esencia y merodean por la vida sin identidad, como una bruma humana, compadeciendo a todos. El mendigo sin piernas de Times Square, con su lamentable muestra de lápices, la anciana pintarrajeada del metro que habla sola, el exhibicionista del cuarto de baño público, el borracho que se cae en la escalera del metro, no sólo excitan la piedad de los sentimentales; de una sola ojeada se transforman en esos infortunados. La humanidad desvalida parece hollar las almas irrealizadas de esta gente, y en la penumbra del atardecer las deja en una condición que se parece mucho a la escena de una rebelión en la cárcel. Ellos mismos, desilusionados, siempre están dispuestos a desilusionarse por el resto, y son capaces de levantar ciudades enteras, de concebir creaciones enteras, firmamentos y dominios de desilusión empapada en lágrimas. De noche, acostados en la cama, piensan tiernamente en el gran triunfador que perdió su billete premiado, en el gran novelista cuya obra magna fue quemada erróneamente porque se la confundió con una pila de papeles viejos, y en Samuel Tilden, que perdió la presidencia de Estados Unidos a causa de las bajas maniobras del colegio electoral. Así como detestaba esta compañía, me parecía doblemente doloroso soportarla. Y al ver un desnudo árbol de cornejo a la luz de las estrellas pensé: ¡qué triste es todo!

El miércoles fue mi cumpleaños. Lo recordé a mitad de la tarde, cuando estaba en la oficina, y el pensamiento de que quizá Cristian planeaba una fiesta sorpresa hizo que por un instante abandonase el asiento y me pusiese de pie, sin aliento. Después, llegué a la conclusión de que no haría tal cosa. Pero aun los preparativos que harían los niños representaban para mí un problema sentimental; no sabía cómo afrontar la situación. Abandoné temprano la oficina y bebí dos tragos antes de abordar el tren. Christina parecía satisfecha y complacida cuando me recibió en la estación, y yo puse buena cara disimular mi ansiedad. Los niños se habían puesto ropa limpia y me desearon feliz cumpleaños con tanto fervor que tuve una sensación horrible; sobre la mesa apareció una pila de regalitos, la mayoría cosas confeccionadas por los niños: gemelos de botones, un cuaderno y cosas así. Y encendí los cohetes, me puse ese tonto sombrero, apagué las velas de la tarta y agradecí los detalles a todos; pero después pareció que había otro regalo -mi gran regalo- y después de la cena me obligaron a permanecer en casa mientras Christina y los niños salían, y después vino Juney y me llevó afuera, rodeando la casa, hasta el fondo, donde estaban todos. Apoyada contra la casa vi una escalera plegable de aluminio, con una tarjeta atada con una cinta, y yo dije, como si hubiese recibido un mazazo:
-¿Qué mierda significa esto?
-Papá, pensamos que puede servirte -dijo Juney.
-¿Para qué necesito una escalera? ¿qué se creen que soy…, un limpiador de ventanas?
-Para alcanzar las claraboyas -dijo Juney-. Las persianas.
Me volví hacia Christina.
-¿Estuve hablando dormido?
-No -dijo Christina-. No estuviste hablando dormido.
Juney se echó a llorar.
-Así podrás limpiar las hojas de los desagües -dijo Ronnie. Los dos varones me miraban con cara larga.
-Bien, tendrás que reconocer que es un regalo muy extraño –dije a Christina.
-¡Dios mío! –exclamó Christina-. Vamos, niños. Vamos.- Los llevó hacia la puerta de la terraza.
Estuve en el jardín hasta que oscureció. Se encendieron las luces del primer piso. Juney continuaba llorando, y Christina le cantaba. Después, la niña se tranquilizó. Esperé hasta que se encendieron las luces de nuestro dormitorio, y después de un rato subí la escalera. Christina tenía puesta una bata, estaba sentada frente a la mesa del tocador y tenía los ojos llenos de lágrimas.
-Tienes que comprender -dije.
-Creo que no puedo. Los niños estuvieron ahorrando meses enteros para comprar ese maldito cacharro.
-No sabes todo lo que he soportado -dije.
-Aunque hubieras estado en el infierno, no te lo perdonaría -dijo-. No has soportado nada que justifique tu conducta. Hace una semana que la tienen escondida en el garaje. Son tan cariñosos.
-Últimamente no me siento bien -dije.
-No me digas que no te sientes bien -replicó-. Ahora he llegado a desear que te vayas por la mañana, y temo la hora de tu regreso por la noche.
-No puedo ser tanto como dices -afirmé.
-Ha sido un infierno -insistió Christina-. Brusco con los niños, antipático conmigo, grosero con tus amigos y perverso cuando hablas de ellos. Horrible.
-¿Quieres que me vaya?
-¡Oh, Dios mío, vaya si lo quiero! Así podría respirar.
-¿Y los niños?
-Pregúntaselo a mi abogado.
-En ese caso, me iré.
Atravesé el vestíbulo y me acerqué al armario donde guardaba las maletas. Cuando retiré la mía, descubrí que el cachorro de los niños había desprendido el refuerzo de cuero de un costado, Intenté hallar otra maleta, y toda la pila se vino abajo y me rozó las orejas. Volví a nuestro dormitorio llevando la maleta con una larga faja de cuero que se arrastraba por el suelo.
-Mira -dije-. Mira esto, Christina. El perro entró el refuerzo de mi maleta. -Ni siquiera levantó la cabeza-. Durante diez años invertí veinte mil dólares anuales en esta casa -grité-, y cuando tengo que marcharme, ¡ni siquiera poseo una maleta decente! Todos tienen su maleta. Incluso el gato tiene equipaje decente. -Abrí bruscamente el cajón de las camisas, y había sólo cuatro camisas limpias- ¡No tengo camisas limpias ni siquiera para esta semana! -grité. Después, reuní unas pocas cosas, me encasqueté el sombrero y salí. Durante un instante incluso pensé llevarme el automóvil, y entré en el garaje y miré todo. Después, vi el anuncio que decía: EN VENTA, el mismo que colgaba de la fachada de la casa cuando la compramos hacía muchos años. Desempolvé el anuncio, tomé un clavo y una piedra, y me acerqué a la fachada de la casa y clavé el anuncio sobre un arce. Después, caminé hasta la estación. Es aproximadamente un kilómetro y medio. La larga tira de cuero se arrastraba tras de mí, y me detuve y traté de arrancarla, pero no pude. Cuando llegué a la estación, descubrí que no había tren hasta las cuatro de la mañana. Decidí esperar. Me senté sobre la maleta y esperé cinco minutos. Después volví caminando a casa. Cuando había recorrido la mitad de la distancia ví venir a Christina vestida con un suéter y una falda, y calzada con zapatillas -lo primero que encontró a mano, pero en todo caso prendas estivales- y volvimos juntos y nos acostamos.
El sábado jugué al golf, y aunque terminé tarde, quise nadar en la piscina del club antes de volver a casa. Tom Maitland era el único que estaba en la piscina. Es un hombre apuesto, de piel oscura, muy rico pero silencioso. Parece tener un carácter retraído. Su esposa es la mujer más gruesa de Shady Hill, y nadie simpatiza mucho con sus hijos, y creo que es la clase de hombre cuyas reuniones, amistades, asuntos amorosos y comerciales descansan todos como una complicada superestructura -una torre armada con fósforos- sobre la melancolía de su primera juventud. Un soplo podría derribar toda la armazón. Casi había oscurecido cuando dejé de nadar, el edificio del club estaba iluminado y alcanzaban a oírse los ruidos de la cena en el porche. Maitland estaba sentado en el borde de la piscina, moviendo los pies en el agua de color azul intenso, con su olor clorado de mar Muerto. Yo estaba secándome, y cuando pasé frente a Maitland le pregunté si pensaba zambullirse.
-No sé nadar -dijo. Sonrió y apartó los ojos de mí para mirar el agua quieta y brillante de la piscina, en el paisaje oscuro-. En casa teníamos una -explicó-, pero nunca pude usarla. Siempre estaba estudiando violín. -Tenía cuarenta y cinco años, prácticamente era millonario y ni siquiera podía flotar, y no creo que tuviese muchas ocasiones de hablar con tanta sinceridad como acababa de hacerlo. Mientras yo me vestía, se afirmó en mi mente -sin que yo hiciera nada- la idea de que los Maitland serían mis próximas víctimas.
Pocas noches después me desperté a las tres. Pensé en los cabos sueltos de mi vida -mi madre en Cleveland, y la parablend- y después pasé al cuarto de baño para encender un cigarrillo antes de recordar que estaba muriéndome de cáncer bronquial, y dejando en la miseria a mi viuda y mis huérfanos. Me puse las zapatillas y el resto del equipo, me asomé por las puertas abiertas de los cuartos de los niños y después salí. Estaba nublado. Por los jardines del fondo llegué a la esquina. Crucé la calle y entré por el sendero de los Maitland, pisando el pasto que crecía al borde de la granja. La puerta estaba abierta y entré, tan excitado y miedoso como la noche que había ido a la casa de los Warburton, sintiéndome un ser inmaterial en la penumbra -un fantasma-. Atendiendo a mi intuición, subí la escalera para llegar al dormitorio, y cuando oí una respiración profunda y vi una chaqueta y unos pantalones sobre una silla, busqué el bolsillo de la chaqueta. Pero no tenía. No era una chaqueta común; era una de esas prendas de satén brillante que usan los jovencitos. No tenía sentido buscar la billetera en los pantalones del hijo. Seguramente no ganaba mucho cortando el pasto de los Maitland. Salí deprisa.
Esa noche no dormí más, y estuve sentado en la oscuridad, pensando en Tom Maitland, Grace Maitland, los Warburton, Christina, y en mi sórdido destino, y en que Shady Hill era muy diferente de noche que visto a la luz del día.
Pero salí la noche siguiente…, esta vez fui a casa de los Pewters, que no sólo eran ricos sino alcohólicos, y que bebían tanto que yo no creía que oyesen ni los truenos después de apagar las luces. Como de costumbre, salí poco después de las tres.
Pensé con tristeza en mis comienzos; cómo me había concebido una pareja libidinosa en un hotel del suburbio, después de una cena de seis platos con vino; mi madre me había contado muchas veces que si ella no se hubiese emborrachado con todos esos cócteles antes de la famosa cena yo aún no habría nacido y continuaría encaramado en una estrella. Y pensé en mi padre y aquella noche en el Plaza, y en los muslos amoratados de las campesinas de Picardía, y en todos los ángeles pardodorados que apuntalaban el teatro, y en mi terrible destino. Mientras caminaba hacia la casa de los Pewters, en los árboles y los jardines se inició un vivo remolino, como una corriente que soplase sobre un lecho de brasas. Me pregunté qué eran, hasta que sentí la lluvia en las manos y la cara, y entonces me eché a reír.
Ojalá pudiera decir que una bestia mansa corrigió mi desvío, o que fue obra de un niño inocente, o los dones de la música lejana de una iglesia, pero fue sólo la lluvia sobre mi cabeza -y su olor que mi nariz aspiró- lo que me demostró hasta dónde podía vivir libre de la osamenta de Fontainebleau y de las actividades de un ladrón. Había modos de resolver mi problema si quería utilizarlos. No estaba atrapado. Estaba aquí, en la tierra, porque así lo quería. Y poco importaba cómo se me habían otorgado los dones de la vida mientras los poseyera, y en efecto los poseía -el vínculo entre las raíces del pasto húmedo y el vello que crecía sobre mi cuerpo, la emoción de mi mortalidad que había sentido las noches estivales, el amor a mis hijos y la visión de la pechera del vestido de Christina-. Ahora estaba frente a la casa de los Pewters, contemplé la construcción oscura y después me volví y me alejé. Regresé a la cama y tuve gratos sueños. Soñé que navegaba por el Mediterráneo. Vi unos gastados peldaños de mármol que entraban en el agua, y el agua misma -azul, salina y sucia-. Enderecé el mástil, izé la vela y apoyé la mano en la barra del timón. ¿Pero por qué, me pregunté mientras me alejaba en la embarcación, parecía tener sólo diecisiete años? En fin, uno no puede tenerlo todo.
Al contrario de lo que alguien escribió cierta vez, no es el olor del pan de maíz lo que nos aparta de la muerte; son las luces y los signos del amor y la amistad. Al día siguiente Gil Bucknam me llamó y dijo que el anciano se moría, ¿yo estaba dispuesto a volver a la empresa? Fui a verlo, y me explicó que el anciano era quien me había mandado buscar; y naturalmente, me alegré de retornar a la parablend.
Lo que yo no entendía, mientras caminaba esa tarde por la Quinta Avenida, era cómo un mundo que había parecido tan sombrío, pocos minutos después podía llegar a ser tan amable. Las veredas parecían relucir, y cuando volví a casa en tren contemplé sonriente a las estúpidas jóvenes que anuncian fajas en los carteles de publicidad del Bronx. A la mañana siguiente conseguí un adelanto de mi sueldo, y después de tomar algunas precauciones a causa de las huellas digitales, deposité en un sobre cuatrocientos dólares y fui a casa de los Warburton cuando se apagaron las últimas luces del vecindario. Había estado lloviendo, pero ahora había escampado. Comenzaban a brillar las estrellas. No tenía objeto exagerar la prudencia, y entré por el fondo de la casa, hallé abierta la puerta de la cocina y deposité el sobre al borde de una mesa de la habitación oscura. Cuando salía de la casa un coche de policía se acercó, y un patrullero a quien yo conocía asomó la cabeza por la ventanilla y preguntó:
-Señor Hake, ¿qué hace en la calle a esta hora de la noche?
-Paseo al perro -dije alegremente. No había ningún perro a la vista, pero ellos no miraron-. ¡Vamos, Toby! ¡Aquí, Toby? ¡Aquí, Toby! ¡Sé bueno! -y me alejé silbando alegremente en la oscuridad.
The New Yorker, 14 de abril de 1956.



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