Añadir esta página a favoritos
CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EL MUNDO QUE ABANDONE (por Anatoli Dneprov)
Woodropp había comprado mi cadáver a la morgue. No hay nada de sorprendente en ello, como tampoco lo hay en que yo me encontrara en la morgue en aquel momento. Simplemente, acababa de abrirme las venas en el cuarto de baño del hotel El Nuevo Mundo. Si me hubiera hallado al corriente del pago de mi habitación no me hubieran hallado tan pronto o, mejor dicho, me hubieran hallado demasiado tarde. Pero les debía dinero, y es en parte por ello por lo que realicé aquella infructuosa tentativa de enviarme a un mundo mejor. Sentía unos furiosos deseos de encontrar allí a mis imprevisores padres y decirles cuál era mi modo de pensar acerca de ellos y, en general, acerca de todos aquellos que procrean niños para nuestro Estado civilizado.
Supe más tarde que Woodropp me había comprado por dieciocho dólares y nueve centavos, de los cuales tres dólares y nueve centavos correspondían a la sábana que me envolvía. De modo que mi precio neto fue exactamente de quince dólares. Esta es la tarifa usual para un muerto sin domicilio conocido susceptible de ser empleado en experiencias médicas. Yo estaba lo suficientemente desprovisto de domicilio como para entrar en esta categoría, con quizá una reserva que no está prevista por la ley: no me parece razonable vender para experiencias médicas a cadáveres que no han permanecido el suficiente tiempo en el frigorífico.
Imagino la prisa con la que Woodropp me hizo recorrer el camino desde la morgue hasta su cottage de Green Valley. El menor retraso amenazaba con hacerle perder su dinero y dejarle entre sus manos tan solo una sábana usada y los gastos de mi entierro.
Fui reanimado según todas las reglas: se me hizo una transfusión de tres litros de sangre, se me inyectó adrenalina, se me introdujo por los lugares que correspondía suero y aceite de hígado de bacalao, se me recubrió con mantas calientes y se me envolvió con hilos eléctricos. Después, Woodropp cortó la corriente y yo empecé a respirar sin ayuda exterior, mientras los latidos de mi corazón recuperaban su ritmo como si nada hubiera ocurrido.
Abrí los ojos y vi a mi comprador, al lado del cual estaba sentada una joven.
—¿Cómo se siente? —preguntó Woodropp. Llevaba una bata blanca, y tenía el aspecto de alguien que se dedica por diversión a la matanza de bovinos.
—Gracias, sir, estoy bien, sir, ¿quién es usted, sir?
—No soy sir, soy Woodropp, Harry Woodropp, doctor en medicina y en sociología, miembro de honor del Instituto de Radioelectrónica —gruñó Harry—. ¿Tiene hambre?
Asentí con la cabeza.
—Tráigale un plato de sopa.
La joven saltó de su silla y desapareció. Harry Woodropp apartó a un lado mi camisa sin ceremonias e introdujo en mi cuerpo, con ayuda de una jeringuilla, algún producto químico.
—Y ahora, aquí lo tenemos, completamente vivo —dijo.
—Si, sir.
—Harry Woodropp.
—Sí, Sir Harry Woodropp.
—Espero que sus facultades intelectuales no sean muy desarrolladas.
—Espero que no.
—¿Dónde cursó sus estudios?
—Casi en ninguna parte. Soy diplomado de algo en algo así como una universidad. Pero fue de pasada.
Había decidido para mí mismo que de lo que Harry tenía menos necesidad era de gente que tuviera una instrucción superior.
—Hum, ¿y qué es lo que aprendió usted allí?
Pensé en mi interés por no aprender nada.
—El golf, el baile, la pesca con caña y el flirt.
—Bien. Pero no intente poner en práctica sus conocimientos con Suzanne.
—¿Quién es Suzanne?
—La joven que ha ido a buscar su cena.
—¿Es ya de noche?
—No, es ya pasado mañana. Por otro lado, ¿en razón de qué hace usted preguntas?
Decidí que no era conveniente para un recién muerto hacerle preguntas al doctor Harry Woodropp, miembro de honor del Instituto de Radioelectrónica etc. etc.

—Va usted a participar en la ejecución del proyecto «Eldorado» —declaró Suzanne—. A propósito, ¿cómo se llama usted?
—Harry.
—Malo. Al patrón no le gusta que haya otros Harry aparte él. ¿Está usted seguro de no equivocarse? A veces ocurre, después de muerto.
—¿Qué es eso de «Eldorado»? —pregunté.
—Es un mundo de felicidad y de prosperidad, de libertad y de equilibrio social, un mundo sin comunistas y sin parados.
—Sabe usted recitar bien la propaganda. Uno diría que es la locutora del «National Video».
—Usted va a tener un papel importante en el «Eldorado».
—¿Realmente? ¿Cuál?
—Será usted la clase obrera.
—¿Quién?
—No «quién»: qué. El proletariado.
Reflexioné. Luego pregunté:
—¿Está usted segura de que he resucitado?
—Absolutamente.
—¿Y cuál es el papel de usted en el «Eldorado»?
—Yo seré la sociedad de los jefes de empresa.
Suzanne salió, y Harry Woodropp entró.
—A partir de hoy vamos a dejar de darle comida.
—¡Formidable! ¿Está usted estudiando tal vez la muerte por inanición? —pregunté.
—Eso ya ha sido estudiado.
—Entonces, ¿cómo voy a arreglármelas para comer?
—Lo único que tiene que hacer es encontrar trabajo.
—Supongo que no habrá tirado usted la sábana con la cual puede volver a llevarme al lugar de donde me trajo.
—En mi sociedad altamente organizada, encontrar trabajo no representa ningún problema.
—Necesitaré andar y buscar durante mucho tiempo. No podré aguantarlo.
—No tendrá que ir a ninguna parte.
—¿Cómo?
—No tendrá más que apretar un botón. Cuando haya sido contratado, recibirá usted un salario y con su salario, tendrá para comer.
—¡Lléveme inmediatamente a ese botón!
—Su factor psicológico no está aún a punto. Todavía no se halla en condiciones de apretar el botón con el necesario entusiasmo.
—¡Puedo apretar con no importa qué entusiasmo!
—Para la pureza de la experiencia, es preciso que ayune usted algunas horas más.
—Me quejaré.
—Usted no puede quejarse, sencillamente porque usted no existe.
—¿Qué quiere decir con esto?
—Hace tiempo que está usted muerto.

«Eldorado» era un conjunto de tres enormes máquinas dispuestas en los extremos de una vasta habitación y conectadas entre ellas por hilos y cables. Una de aquellas máquinas estaba separada del resto de la habitación con un panel de cristal. Harry Woodropp se sentó ante una consola situada en mitad de la estancia y dijo:
—Algunos esquizofrénicos, algunos profesores y senadores intentan perfeccionar nuestra sociedad por medio de comisiones y subcomisiones, informes, comités, fundaciones, conferencias económicas y ministerios de Asuntos Sociales. Todo eso son historias. Bastan cuatrocientos dos triodos, mil quinientas setenta y seis resistencias y dos mil cuatrocientos noventa y un condensadores, y el problema está resuelto. He aquí el esquema de nuestra sociedad en el día de hoy.
Harry Woodropp desplegó ante Suzanne y yo la azul superficie de un esquema electrónico.
—A la derecha está el bloque «producción», a la izquierda el bloque «consumo». Entre ambos, un enlace a retroacción positiva y negativa. Modificando algunas válvulas y otras piezas de nuestra sociedad, se puede conseguir que el sistema no caiga ni en un régimen de hipergeneración ni en un régimen de vibraciones amortiguadas. Cuando lo haya conseguido, el problema quedará resuelto de una vez por todas.
Mientras exponía su genial idea, Harry Woodropp agitaba los brazos y giraba la cabeza en todos sentidos; eso parecía algo habitual en él.
—Pero he previsto incluso algo mejor —continuó—. He introducido el elemento humano en el esquema, que sería irracional y demasiado caro reemplazar por un robot electrónico, cuya memoria es limitada. Esta función será realizada por usted —me señaló con el dedo— y por usted —se volvió a Suzanne.
Después, colocó sus manos a su espalda y dio cuatro veces la vuelta a la consola.
—Aquí está —golpeó con el puño la carcasa de la consola— el cerebro de nuestra sociedad, su gobierno. Arriba, una lámpara de neón hace las funciones de presidente, es decir asegura la estabilidad de la tensión. ¡Aquí está!
Miramos con emoción al «presidente», que emitía una luz rosada.
—¡Y ahora, al trabajo! Adelante: usted, a la producción; usted, al consumo.
«Un caso curioso de manía de la modelación electrónica —pensé—. Nuestros profesores de universidad nos decían que la radioelectrónica permite construir el modelo de no importa qué: tortugas, máquinas-herramienta, naves interplanetarias, o incluso seres humanos. Harry Woodropp ha construido el modelo electrónico de nuestro Estado. Una vez construido, ha decidido perfeccionarlo para hallar una estructura «armoniosa» para nuestra sociedad. Va a ser interesante ver lo que saldrá de todo esto».
Me acerqué a la máquina de la derecha. Suzanne había pasado tras el panel de cristal de la «esfera de consumo».
—¿Qué es lo que tengo que hacer? —pregunté.
—Lo mismo que en la vida: trabajar.
—¡Bravo! ¡Tengo un hambre de hiena!
—En la esfera de la producción, primero hay que obtener trabajo.
—¿Cómo?
—Pulse el botón blanco de su derecha.
—¿Y qué es lo que va a hacer ella? —pregunté, señalando a Suzanne con la cabeza.
—Lo que hacen los jefes de empresa.
Permanecí inmóvil ante un enorme armario metálico. En su parte inferior brillaban unos cuadrantes. Botones, interruptores y multicolores manecillas se destacaban aquí y allá. Harry había introducido en el montaje electrónico de aquella máquina los principios de la estructura económica y política del mundo en que vivimos. Los modelos de los valores materiales tomaban la forma de energía eléctrica que circulaba entre la esfera de la producción y la esfera del consumo.
Pulsé el botón blanco.
—¿Su especialidad? —eructó la máquina.
—¡Hey, exactamente como en la vida! ¡La máquina se interesa en mi especialidad! —dije. Y respondí—: Artista.
—No hay trabajo.
Miré a Woodropp, perplejo.
—¿Yo también debo pulsar el botón blanco? —preguntó Suzanne.
—Naturalmente.
—¿Y qué va a ocurrir?
—Recibirá la plusvalía prevista por el esquema.
El relé de Suzanne dejó oír su chasquido.
Pulsé de nuevo el botón blanco.
—¿Su especialidad?
—Dentista.
—No hay trabajo.
Suzanne pulsó su botón y recibió un paquete.
—¿Especialidad? —preguntó la máquina con su voz neutra.
—Mecánico.
—Vuelva dentro de un mes.
El modelo electrónico de la producción funcionaba perfectamente. ¿Cuántas veces, antes de caer entre las garras de Woodropp, había buscado yo trabajo, oído las mismas preguntas y recibido las mismas respuestas?
—Así, la cosa no marcha, patrón —declaré a Woodropp.
—¡Vuélvanse, voy a ponerme mi ropa nueva! —gritó Suzanne.
—¡Patrón, no pienso esperar un mes!
—Inténtelo de nuevo, he reducido el potencial negativo del circuito generador de la válvula «demandas de mano de obra».
Suzanne pulsó el botón, pero el autómata no le entregó nada.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Cuando él —Harry señaló hacia mí— haya creado más plusvalía, su distribuidor se pondrá de nuevo en marcha. Ahora estamos en la fase de «acumulación del capital».
Pulsé el botón blanco.
—¿Especialidad?
—Descargador.
—¡Aceptado!
Una palanca surgió de la máquina, a la altura de mi vientre.
—¡Trabaje! —gritó Harry desde detrás de su consola.
—¿Cómo?
—Maniobre la palanca de arriba a abajo y de abajo a arriba.
Me puse a maniobrar la palanca. Era cansado.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto?
—Hasta que reciba su salario.
—¿Y cómo?
—Caerán unas fichas en la cajita que está bajo su nariz. Con esas fichas podrá usted comer, beber y divertirse.
Trabajé con la palanca hasta que mi brazo se negó a continuar, y me detuve.
—¿Qué es lo que está haciendo? —gritó Harry.
—Descanso.
—¡Va a ser despedido!
Agarré la palanca y recuperé febrilmente el tiempo perdido.
Me representé mentalmente el bloque electrónico que podía «despedirme». A buen seguro, al maniobrar mi palanca creaba cargas eléctricas que, por intermedio de relés, lo mantenían sujeto. Si detenía mi trabajo, el mecanismo que hacía entrar de nuevo la palanca en el armario se dispararía.
—¡Hey! ¡Mi distribuidor funciona! —dijo Suzanne.
El sudor resbalaba por mi frente.
—¡Patrón!, ¿cuándo viene la paga?
Woodropp se afanaba con el «presidente». Gruñó algo, sin mirarme.
—Estoy supervisando los aparatos. El beneficio debe ser máximo.
—¿Cuándo voy a recibir mis monedas? —repetí.
—Cuando la tensión anódica que está usted creando en el condensador haga funcionar el tiratrón.
—Tengo hambre.
—Está usted trabajando mal. Cada movimiento no produce más que un voltio y medio. Vaya más rápido.
Suzanne accionó una vez más su distribuidor. Recibió más ropas.
—No quiero más ropas —dijo.
—¿Qué, entonces?
—Lo que usted me prometió. Una capa de nylon.
—Reforzaré el potencial negativo de la red y haré pasar una parte de la tensión de su condensador al distribuidor.
Era exactamente lo que yo había pensado. En el montaje de Woodropp, la energía eléctrica juega el papel de capital. Pasa de mi «esfera de producción» a la «esfera de consumo», es decir en el bolsillo de la «sociedad de jefes de empresa». Los condensadores y los acumuladores eran modelos de bolsillos...
—¡No! ¡Esto es un abuso! ¿Por qué todo tiene que ser para ella?
El distribuidor chasqueó. Algunas fichas sonaron en la caja que se hallaba bajo mi nariz goteante de sudor.
—Tome su salario.
Tomé las cinco fichas de bronce.
—¿Qué tengo que hacer con ellas?
—Vaya a la esfera de consumo y sírvase del distribuidor.
Corrí al otro lado de la separación de cristal.
—¡Hey, el difunto! —dijo bromeando Suzanne—. Su distribuidor está aquí, a este lado.
Recibí un cuenco de sopa, una bola de carne fría y una jarra de cerveza.
¡Y podía decir que había tenido suerte! Mi primera jornada de trabajo había terminado. Con un frufrú de sedas, Suzanne fue a acostarse.
Veremos qué pasará mañana.

Cuando a la mañana siguiente llegué a la esfera de producción, mi palanca había desaparecido. Suzanne estaba en un sillón al lado del «presidente», y estaba bebiendo cerveza.
—¿Qué es lo que ocurre? —pregunté, sorprendido.
—Ha sido usted despedido —dijo ella sonriendo, y me mostró el reloj con un gesto de su cabeza.
Eran las nueve y cinco minutos.
—¿Por qué he sido despedido?
—Por llegar tarde. Intente encontrar otro trabajo.
—¿Dónde ha obtenido usted la cerveza?
—Son sus monedas. Ahora, son mías.
—¡Jamás había visto tanto descaro!
—¿Especialidad? —preguntó la máquina.
—Descargador.
—Malos informes —dijo la máquina, y se calló.
Vaya, aquella máquina tenía memoria. Había tomado nota de mi despido por llegar tarde. De nuevo como en la vida. Quizá hubiera algo de sentido común en aquellos modelos de estructuras económicas y sociales. Pese a todo, no podía admitir que un fenómeno tan complejo como la existencia de millones de hombres viviendo en sociedad pudiera ser representado con tanta exactitud por válvulas, transistores, resistencias y relés...
Reflexioné acerca de lo que podía hacer. Mi mirada cayó sobre el cerebro electrónico.
Si todos los mandos del modelo electrónico estaban concentrados en el cerebro, ¿por qué no intentar «perfeccionarlo» a mi modo?
—¿No me delatará usted? —pregunté a Suzanne.
—¿Por qué?
—Me gustaría intentar mejorar la «sociedad».
—¡Oh, adelante!
Fui a la consola de mandos y giré al azar la primera manija que me cayó a la mano, después una segunda, luego una tercera. Había un centenar de ellas. Las máquinas empezaron a gritar salvajemente. El «presidente», que hasta entonces apenas brillaba, empezó a llamear como una bujía de estearina. Con la esperanza de ver mi palanca surgiendo de nuevo, arranqué al «presidente» de su alojamiento y me lo metí en el bolsillo. Woodropp entró en aquel momento.
—¡Ajá, una revuelta! Muy bien. ¿Un atentado contra el gobierno? ¡Excelente! ¿Dónde está el estabilizador de tensión? ¿Liquidación del poder supremo? ¡Perfecto! Devuélvame al «presidente».
Le tendí la lámpara de neón.
—Vamos a prever también este elemento humano. Rodearemos al gobierno con una red eléctrica formando pantalla y la someteremos a alta tensión. Dos mil voltios serán suficientes. Luego meteremos al «presidente» en una jaula bajo cinco mil voltios. Ajá. El Estado quedará así garantizado contra los desórdenes interiores.
Me sentía anonadado. Harry Woodropp instaló la alta tensión en el cerebro electrónico.
—Deme trabajo, no me importa cuál —supliqué.
—Inténtelo ahora, antes de que haya vuelto todos los potenciómetros a su estado anterior.
Pulsé el botón «demanda de mano de obra». Un altoparlante empezó a cantar, con la voz de John Parker: Oh, qué felicidad para ti el morir en mis brazos. Tres palancas surgieron a la vez de la máquina y empezaron a oscilar por sí mismas de arriba a abajo. ¡Las fichas caían en la caja como de un cuerno de la abundancia!
—¡Patrón, esto es un éxito! Podría decirse que realmente es el «Eldorado» —grité, recogiendo los discos de bronce que caían por todos lados de la caja.
—Maldición de maldiciones —gimió Harry—. ¡Ya no queda nada en la esfera de consumo! Está totalmente vacía.
Me precipité hacia la separación de cristal y coloqué una ficha en el distribuidor. Ninguna reacción. Deposité una segunda. Nada.
—Ya veo. La producción se ha vuelto loca.
Aparentemente, la electrónica de Harry Woodropp no funcionaba más que a un régimen estrictamente determinado. Los modelos de la producción y el consumo estaban mutuamente equilibrados, pero era un equilibrio inestable. Si se apartaba a la máquina de su régimen, perdía la razón y se transformaba en un estúpido montón de esquemas que hacían no importaba qué cosa.
Harry volvió los potenciómetros a su posición original y todas las palancas, a excepción de una sola, entraron de nuevo en la máquina. John Parker se convirtió en un contralto, después en una soprano ligera, y se cortó en el «la» de la séptima octava. Tomé la palanca que quedaba y empecé a sacudirla concienzudamente, para volver a hacerme con una reputación.
—Devuelva las fichas —dijo Harry.
—¿Por qué?
—Las ha obtenido por nada. Esto no debe ocurrir.
—¿Y por qué a ella se le da todo por nada? —pregunté señalando a Suzanne, que se había adormilado en su sillón.
—No haga preguntas idiotas y devuelva las fichas.
Pese a todo, conseguí esconder y quedarme con dos.
Suzanne durmió durante toda la jornada laboral, y por la tarde había conseguido hacerme con siete monedas. Durante este tiempo, Woodropp afianzó la seguridad del «gobierno» y disminuyó varias veces la tensión en mi condensador. Se afanaba con mucha aplicación cerca de su máquina. Más tarde, Suzanne me contó que había recibido un buen fajo por su proyecto «Eldorado».
Yo había adquirido sabiduría y buen juicio y no gasté más que dos fichas para mi comida. Esto era casi ayunar, pero había comprendido que tenía que pensar también en los días malos.

A la mañana siguiente, vi que Suzanne tenía los ojos enrojecidos.
—¿Por qué está llorando la sociedad de los jefes de empresa? —pregunté. Había venido temprano al trabajo. El tintineo de las fichas en mi bolsillo me hacia sentir de buen humor.
—¡Es irritante! —dijo Suzanne.
—¿Qué?
—Me lo ha quitado todo. La ropa, la lencería y la capa.
—¿Quién?
—Woodropp.
—¿Por qué?
—Para volver a empezar desde el principio. Lo ha vuelto a poner todo en el distribuidor.
Dejé caer la palanca y me acerqué a Suzanne. Sentí piedad por ella.
—Este juego no me gusta nada —dije.
—Ahora, tampoco me gusta a mi.
—Eso no tiene importancia, Harry conseguirá hacer reinar la armonía.
—No sé lo que es eso. Pero sí sé que es irritante que a una le quiten lo que le han dado.
Woodropp entró.
—¿Qué significa este idilio? ¡A sus puestos! Sin duda he aumentado demasiado el potencial del tiratrón. ¿No está haciendo nada y aún no ha sido despedido?
—¡Un segundo, patrón! —tendí la mana hacia la palanca, pero era demasiado tarde. Había desaparecido. Woodropp se río satisfecho—. No importa —dije—. Tengo fichas para hoy.
Suzanne estaba enfurruñada y no se servía más de su distribuidor. Yo pulsé varias veces el botón blanco, sin convicción, enumerando diversas profesiones. Todo estaba completo. ¿Acaso nuestra «sociedad» estaba saturada de médicos, de maestros, de técnicos y de cocineros? Pulsé una vez más.
—¿Especialidad?
—Periodista.
—Aceptado.
Me inmovilicé. Una mesa y una máquina de escribir surgieron de la máquina. ¡Condenado Harry! ¡Incluso había pensado en eso!
—En nuestra sociedad, la prensa tiene mucha importancia —dijo Woodropp—. Cuanto más le gusten sus obras a Suzanne, más recibirá usted. Así que adelante.
Woodropp salió.
Me senté ante la máquina y reflexioné. Después empecé a escribir:
Comunicado especial: ¡Sensacional! ¡Mutaciones radioactivas traen como consecuencia la aparición de nuevas especies animales! ¡Asnos que hablan! ¡Perros matemáticos! ¡Monos homeópatas! ¡Cerdos cantantes! ¡Gallos jugadores de póker!
—¡Qué tonterías! —dijo Suzanne, sacando de su distribuidor la hoja de papel—. Si continúa usted así, no voy a leer nada más y se morirá usted de hambre.
—¿No le gusta?
—No.
—Bueno, intentaré otra cosa.
¡Sensación sin precedentes! Dieciocho billonarios y cuarenta y dos millonarios han renunciado a sus billones y a sus millones en favor de los obreros...
—Escuche, Sam, o como se llame usted. No voy a seguir leyendo sus idioteces.
—Una tentativa más.
—No.
—Por favor, Suzanne.
—No quiero.
—¡Mi pequeña Suzy!
—¡Le prohíbo que me llame así!
Escribí: Suzy, es usted una chica estupenda. La quiero.
Ella no dijo nada.
—La quiero. ¿Está usted leyendo?
—Sí —respondió suavemente—. Siga.
—La amé desde el mismo instante en que resucité. Durante todo el tiempo que hemos pasado con este grotesco proyecto no he pensado más que en huir con usted. Los dos solos. ¿Quiere?
—Si —respondió ella suavemente, arrancando la hoja de papel de la máquina.
—Esto es lo que he pensado. En realidad, pese a todo tengo una profesión. Vamos a dejar a Woodropp e intentar encontrar un verdadero trabajo, en lugar de esa porquería electrónica. Entre dos será más fácil. Palabra de honor: desde que la vi, considero que es estúpido abrirse las venas.
—Esa es también mi opinión —susurró Suzy.
Woodropp entró en la estancia. Miró sus aparatos y chasqueó los dedos.
—¡Ajá! Parece que las cosas van bien. La tensión se ha estabilizado. Ya no hay diferencia de fases. Nos acercamos a la armonía entre la producción y el consumo.
—Naturalmente, patrón —dije—. Nuestra sociedad debe tomar forma también algún día.
—Continúen en la misma línea, y lo introduciré todo en mi esquema —dijo, abandonando la estancia.
—Reunámonos de nuevo aquí esta noche. Saltaremos por la ventana.
—De acuerdo...
Hasta el fin de la jornada, compuse una docena de informaciones grotescas y gané un montón de fichas. Suzanne arrancaba concienzudamente las hojas de papel, mostrando así a la divinidad electrónica hasta qué punto le interesaba mi producción. la armonía era perfecta, y Harry Woodropp reprodujo febrilmente el esquema del «Eldorado» para venderlo por un millón de dólares. ¡Lo que daba valor a aquel esquema era que tenía en cuenta el elemento humano!
Transformé todas mis ganancias en bocadillos, que metí en mis bolsillos.
Aquella noche, yendo hacia la ventana, Suzanne y yo nos detuvimos ante la «sociedad de los jefes de empresa».
—Ayer no te serviste ni una sola vez de tu distribuidor —dije.
—Si lo hubiera hecho, tu hubieras ganado menos.
—¿Nos llevamos la ropa y la capa?
—Tanto da.
—Pienso dejar a Woodropp un papel diciendo que soy yo quien lo ha tomado todo. De todos modos, yo no existo.
—No vale la pena. Iremos mejor sin nada.
Escalamos la ventana, saltamos el muro y nos encontramos en una carretera asfaltada que conducía hacia la ciudad. Por encima de ella, el cielo tenía un color violentamente anaranjado. Suzanne se apretó contra mí.
—No tengas miedo. Ah, ya somos dos.
Pasé mi brazo alrededor de su talle y nos pusimos en camino. No me detuve más que una sola vez, junto a un farol, y mirando fijamente a los confiados ojos de Suzanne le pregunté:
—Suzy, ¿cómo caíste entre las garras de Woodropp?
Ella sonrió ligeramente, levantó su brazo izquierdo y me mostró su muñeca. Una larga cicatriz púrpura se destacaba claramente sobre la blancura de su piel.
—¿También tú?
Ella asintió con la cabeza.
Y así partimos de nuevo, juntos, hacia el mundo que habíamos abandonado.

FIN


OTROS CUENTOS DE Anatoli Dneprov
Cuentos Infantiles, audiocuentos, nanas, y otros en CuentoCuentos.net © 2009 Contacta con nostrosAviso Legal

eXTReMe Tracker

La mayoría del material de CuentoCuentos.net es proporcionado por nuestros usuarios, proveniente del grandísimo almacén que es la red. Si considera que alguno del material expuesto vulnera sus derechos y/o prerrogativas, le rogamos que nos lo comunique contactando con nosotros