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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO LOS EXPLORADORES (por Domingo Santos)
—Y si existen seres extraterrestres, y estos seres nos visitan con regularidad; ¿por qué no hemos llegado nunca a tener conocimiento de su existencia?

—¡Oh, amigo; hay tantas respuestas a esta pregunta! ¡Pueden haber tantas respuestas...!

La nave era como un breve destello de plata en el sol de media tarde. Trazó un airoso zigzag en el aire, y fue a posarse suavemente en el suelo, junto a los setos.

—El planeta tiene una vegetación lujuriante —dijo el comandante de la nave, examinando su superficie a través del visor—. Seguramente debe encontrarse en un período de evolución muy primitivo aún.

—¿Vamos a explorarlo?

—Por supuesto. El tiempo justo de preparar nuestros equipos.

La nave —una inmensa nave portadora— llevaba una dotación de treinta experimentados tripulantes. El comandante designó a cuatro de ellos para que le acompañaran en la primera salida, y comenzaron a preparar los equipos de exploración.

—El aire es muy denso, pero respirable —dijo el analista—. No será necesario el uso de trajes herméticos.

—Mejor —dijo el comandante—; los trajes herméticos son siempre un engorro. ¿Están preparados?

Los otros cuatro hombres asintieron. El comandarle pulsó el botón de apertura de la escotilla hermética número tres. Los cinco exploradores prendieron sus reactores portátiles y, con un elegante vuelo, salieron al exterior.

Julio volvía cantando de la escuela. Estaba contento. Se había sabido todas las lecciones, y el maestro lo había felicitado. Soy un chico listo, cantaba. Entró en el jardín de su casa, pero apenas traspuesta la verja se detuvo. Había creído ver algo así como un destello en el aire, causado por algo metálico que había caído entre los setos. Picada su curiosidad infantil, se dirigió hacia allá para ver de qué se trataba.

—¡Julio! —llamó una voz desde la puerta—. ¿Qué estás haciendo? ¡Ven acá en seguida!

Como siempre, las madres aparecían en el momento menos oportuno. Julio obedeció de mala gana. Su madre le aguardaba con aire severo en la puerta de la casa.

—Es que he visto una cosa metálica descender en el jardín, mamá —intentó disculparse—. Quizá se trate de una nave marciana, o... o...

—No digas tonterías —le reprochó severamente su madre—. Anda, ve a lavarte las manos y ponte a hacer tu tarea. ¡Pero en seguida, vamos!

Julio obedeció a regañadientes. Cuando salía del cuarto de baño y se dirigía a su habitación, oyó a su madre decirle a la cocinera que salía a hacer unas compras a la ciudad. Aquello hizo variar sus planes: allí estaba su ocasión. Se ocultó en el pasillo, y cuando vio que su madre subía al coche y lo ponía en marcha, se deslizó de nuevo silenciosamente hacia el jardín.

No tuvo que buscar mucho: allí estaba, entre los setos. Era un objeto plano, de forma triangular, de no más de treinta centímetros de largo. Su color era plateado, llevaba unos extraños signos sobre lo que podrían ser las alas, y estaba muy bien hecho. Silbó por lo bajo; «¡caray, hoy día hacen unos juguetes que parecen de verdad! ¿Quién lo habrá perdido?», pensó Julio.

Lo tomó entre sus manos, mirando recelosamente a ambos lados con el temor de ver aparecer a su dueño, y lo observó escrupulosamente desde todos los ángulos. Parecía hueco. Seguramente en su interior habría algún contrapeso, o tal vez el pequeño motor que lo hiciera funcionar. Lo agitó junto a su oído, esperando oír algún ruido característico, pero no oyó nada. Parecía estar completamente hueco.

—¡Comandante, nos atacan! ¡Un ser gigantesco ha cogido la nave entre sus manos y está intentando destruirla!

El caos se había apoderado del interior de la nave portadora. Los hombres que no pudieron sujetarse a tiempo desde un primer momento brincaban violentamente de un lado para otro, al compás de la fuertes sacudidas, rebotando contra las paredes y dejando manchas sanguinolentas en ellas. Los instrumentos se soltaban de sus sujeciones, produciendo aún un caos más terrible. El operador, con una amplia brecha en la cabeza, intentaba por todos los medios comunicarse con los exploradores que habían salido de la nave, mientras se agarraba desesperadamente para no sufrir las consecuencias del terrible vaivén.

El comandante oyó la llamada de auxilio, y él y sus compañeros acudieron volando a toda la potencia de sus reactores hacia el lugar donde habían dejado la nave. Así pudieron ver al gigantesco ser que la había aprisionado entre sus manos, y la agitaba frenéticamente junto a su enorme cabeza.

—¡Pronto! —gritó el comandante—, ¡debemos exterminarlo antes de que llegue a destruir la nave!

Se lanzaron en picado y, todos al unísono, dispararon contra él sus potentes armas cuando estuvieron lo suficientemente cerca.

Julio sintió de pronto varios pinchazos en el cuerpo. Se revolvió, buscando a sus agresores. A su alrededor, zumbando frenéticamente, había varios bichos pequeños. Sin soltar el juguete que había encontrado, los alejó haciendo varios aspavientos. ¡Demonio con los mosquitos! Pero los bichos siguieron revoloteando junto a él, y sintió de nuevo el escozor de varios pinchazos más.

Aquello le irritó. En el colegio había ganado justa fama como cazador de moscas al vuelo. Esperó un momento, y cuando uno de los bichos estuvo a tiro movió velozmente su mano, y lo atrapó. Lo tuvo un momento dentro de su puño, sintiendo cómo se debatía furiosamente. Y luego, con esa delectación que sólo pueden sentir los niños, lo estrujó parsimoniosamente y lo tiró al suelo, donde, para rematar su tarea, lo pisoteó. Así aprenderán esos condenados.

Los otros bichos debieron comprender que se jugaban la vida molestándolo, porque se retiraron prudentemente. Satisfecho, Julio se dirigió hacia la cama, sin abandonar en ningún momento su estupendo trofeo.

Al pasar por el comedor se tropezó con la cocinera. Su primer intento fue esconder su hallazgo, pero no fue lo suficientemente rápido. Ella le preguntó qué era lo que llevaba.

—Nada —dijo, creyendo ya inútil intentar esconder la nave—. Una nave del espacio. Me la he encontrado en el jardín. Es estupenda ¿sabes?

—¡Jesús! —exclamó la cocinera santiguándose, al ver la nave que Julio le mostraba—. ¡Si parece de verdad y todo! ¡Lo que no inventarán hoy día para meter ideas raras en el cerebro de los niños!

Julio no hizo caso de aquella indelicada observación; siempre había considerado a la cocinera como una mujer de ideas retrógradas. Entró corriendo en su sala de juegos, y depositó su tesoro sobre la mesa. Se sentía orgulloso: ¡lo que se iba a divertir con él! Se sentó ante la mesa, y se puso a contemplarla atentamente, con la cabeza llena de locos sueños.

Las bajas habían sido cuantiosas en el interior de la nave: nueve muertos, y dieciséis heridos de más o menos consideración. El operador tuvo que ser sustituido por otro tripulante, que comunicó el desastre a los del exterior.

El comandante y sus compañeros habían sufrido también una baja, que ahora yacía convertida en una pulpa sanguinolenta en el suelo de aquel planeta extraño. El comandante hubiera deseado enterrarlo debidamente, pero era imposible en aquellas circunstancias. Era preciso rescatar lo antes posible la nave y sus tripulantes, si querían poder irse del planeta alguna vez. El enorme ser se había metido en lo que parecía un inmenso edificio: allí lo deberían buscar.

Penetraron en el interior de la casa, e intentaron orientarse. El ser gigantesco había ido hacia la izquierda: seguramente debía estar en aquel lugar desde el que emanaba una fuente de luz. Se dirigieron hacia allá. Pero no sabían que, antes, deberían enfrentarse aún con otro terrible peligro.

El gran animal era totalmente blanco, sinuoso de cuerpo, de pelo largo y sedoso, y dotado de una especie de antenas vibrátiles finas y largas a cada lado de lo que era su enorme boca. Se presentó ante ellos tan silenciosamente, que apenas tuvieron tiempo de escapar a su primer ataque. Una de sus enormes patas trazó un arco en el aire, y el coordinador recibió un golpe tan fuerte que lo tumbó en el suelo, seriamente herido o hasta quizá muerto.

El comandante y sus dos compañeros alzaron rápidamente el vuelo, poniéndose fuera del alcance de las garras del animal. Vieron cómo éste se ensañaba con su compañero caído, mientras producía espantosos y prolongados sonidos, pero no se atrevieron a acercarse a auxiliarlo. Habían llegado a un planeta grandemente hostil, ahora lo sabían, y su único pensamiento era huir de allí lo antes posible.

Se dirigieron hacia donde se había escondido el ser gigantesco, y se metieron por la amplia rendija que había en el suelo, que les dejaba holgadamente paso. Sí, allí estaba el ser. Pero en aquel momento se había levantado de su asiento, y se dirigía rectamente hacia donde estaban ellos. Tuvieron el tiempo justo de esconderse en un rincón, antes de que él, al llegar a su altura, pudiera descubrirlos. Y aguardaron, temerosos, el desarrollo de los acontecimientos.

Julio abrió la puerta.

—¡Cállate, «Nerón»! ¿Qué es lo que te pasa ahora?

«Nerón» alzó unos instantes la cabeza hacia su amo, y dejó de maullar. Se relamió un par de veces los bigotes. Estaba jugando con un bichito pequeño que había cazado, y al que hacía bailar de un lado para otro como una pelota. Julio se irritó.

—¡«Nerón»!, ¿no ves que me molestas? Anda, lárgate a jugar a otra parte: a la cocina, al patio, donde quieras, pero no aquí. ¿Es que no me has oído? ¡Hala, vete, vete, vete!

El lustroso y reluciente gato metió humildemente la cola entre las patas, dio media vuelta, y se fue hacia la cocina. Julio cerró de nuevo la puerta, y volvió a su nave y a sus sueños. Era emocionante aquello, imaginar que iba por los espacios siderales, y llegar a la Luna, a Marte, a Venus... Cogió la nave con una mano, y empezó a viajar con el pensamiento: los asteroides... ¡zummm! Saturno... ¡zummm! Plutón... ¡zummm!

Y de nuevo los mosquitos. Esta vez eran tres. Se irritó, pues volvían a picarle y sus picaduras le escocían. Empezó a sacudir las manos en amplios aspavientos para espantarlos. ¡Fuera de aquí, hala largo! ¿No veis que estoy jugando?

Los mosquitos se alejaron revoloteando rápidamente, y Julio volvió a su nave del espacio. De repente había creído ver, a través de las pequeñas lucernas laterales, que algo se movía dentro de ella. Se acercó a la mesa, y la examinó bajo la luz. ¡Bah, tonterías! Pero era interesante ver cómo estaba construida. Sacó una lupa de un cajón de la mesa, y empezó a examinarla por todos lados con atención. ¡Dios bendito, estaba fantásticamente bien construida! ¡Ni que fuera una nave de verdad!



Posados en el alféizar de la ventana, ante el fracaso de su segundo ataque, el comandante de la nave y sus dos compañeros celebraban un breve conciliábulo.

La última noticia de la nave les había consternado: las averías sufridas en el grupo propulsor eran tan grandes, que era imposible repararlas allí, con los elementos de que disponían. Ello significaba que estaban condenados a permanecer prisioneros en aquel planeta... hasta que alguna nave de rescate viniera a ayudarles, si es que venía alguna vez. Y aquel ser gigantesco seguía haciendo de las suyas...

—No debemos precipitarnos —dijo uno de los exploradores—. Es probable que se trate de un ser inteligente, pero que no comprenda que se trata de una nave real, y esté actuando inconscientemente. Tal vez si pudiéramos comunicarnos de alguna forma con él y llegar a un mutuo entendimiento pudiéramos solucionarlo todo.

El comandante admitió que era una idea acertada. Naturalmente, decidió, si alguien debía arriesgarse en aquella prueba era él mismo. El gigantesco ser estaba ahora sentado junto a su mesa, y examinaba la nave. Aquélla podía ser la mejor oportunidad de comunicarse con él.

—Esperad aquí —dijo a sus compañeros—. Y si me sucediera algo, recordad que vuestra misión principal es salvar la nave; cueste lo que cueste. ¿Entendido?

Los dos asintieron. El comandante remontó el vuelo, y fue a situarse frente al gran ser. Reprimiendo el instintivo terror que le producía la visión de aquel enorme cuerpo, se posó sobre la mesa, ante él. Levantó la cabeza, y le habló.

Su primer gesto fue de huida cuando vio que el ser gigantesco levantaba una mano para aplastarlo, pero esta acción no llegó a consumarse. El enorme rostro deforme del gigante se acercó a él, como examinándole curiosamente. Y el comandante pensó por unos momentos que había conseguido su propósito.



El primer gesto de Julio fue aplastar al bicho que se había posado tan inopinadamente sobre la mesa, pero se contuvo antes de terminar su movimiento. Se dio cuenta de pronto de que aquello no parecía exactamente un bicho vulgar, sino que era algo mucho más interesante. Acercó su rostro a él, para distinguir que pese a su tamaño el pequeñísimo ser tenía un cuerpo de forma parecida a la humana, con dos piernas, dos brazos y una cabeza semejantes a la suya, aunque su configuración no fuera exactamente igual. Se sintió excitado por aquel descubrimiento. Cogió la lupa con que había examinado la nave, y la usó ahora para examinar más de cerca al pequeño animal. ¡Era interesantísimo! Parecía además como si estuviera emitiendo algún sonido articulado, pero este sonido era tan débil que no llegaba a sus oídos. De todos modos, se dijo, no importaba. Si conseguía retenerlo, sería la envidia de todos sus compañeros de clase: nadie más podría enorgullecerse de tener una mascota como aquélla.

A un lado, sobre la mesa, tenía una cajita transparente donde guardaba algunos de sus tesoros más preciados. Los tiró con desprecio: ¿qué más tesoro que el extraño insecto que había sobre la mesa? Cogió la caja y, en un brusco ademán, antes de que el insecto pudiera huir, la dejó caer encima de él, atrapándolo.

El insecto se agitó dentro de la caja, gesticuló, intentó escapar, pero no consiguió nada. Excitado, Julio se levantó. La cocinera tenía que saber de su extraordinaria captura; aunque fuera una retrógrada en aquellas cuestiones, tenía que saberlo. Salió precipitadamente de la habitación, cerrando con fuerza la puerta tras de sí.

Los compañeros del comandante acudieron a salvarle, pero la caja era demasiado pesada para poder levantarla ellos dos solos, ni siquiera con la ayuda de los reactores.

—No debemos perder tiempo —les dijo el comandante por radio, desde su encierro—. La nave está inutilizada para volar, pero debemos ponernos a salvo al menos nosotros mismos, antes de que sea demasiado tarde. ¿Cuántos supervivientes hay en el aparato?

La respuesta fue desoladora: ocho, aunque dos de ellos estaban imposibilitados de moverse a causa de sus heridas. «Bien, dijo el comandante; de todos modos debía intentarse.» Ordenó que tomaran de la nave las armas más potentes que encontraran, y que abandonaran el aparato. Su plan era éste: atacar conjuntamente todos los hombres al ser gigantesco, buscando sus partes más débiles: los ojos, la boca, los oídos, hasta destruirlo si era posible. Luego, se dedicarían con atención a la nave. Pero de momento era preciso librarse antes de aquel peligro.

Los seis supervivientes de la nave que estaban en condiciones de luchar salieron al exterior, y entre ellos y los otros dos expedicionarios lograron levantar un poco la caja para que el comandante pudiera salir reptando de su encierro. Una vez éste en libertad, trazaron su plan de ataque. Y se prepararon.

La puerta se abrió de nuevo, pero esta vez fueron dos los seres que aparecieron: el que ya conocían, y otro mucho más voluminoso aún que el anterior. Aquello sorprendió a los nueve hombres, y les atemorizó también. Pero no les quedaba otra solución: debían jugarse el todo por el todo, si querían sobrevivir.

—Adelante —ordenó el comandante. Y los nueve, al unísono, se lanzaron contra los dos gigantescos seres.

—Aquí está —dijo Julio con orgullo. Y se detuvo en seco al ver que la caja estaba vacía—. ¡Recorchos! —exclamó—. ¡Ha escapado!

La cocinera había adoptado un gesto severo. Puso los brazos en jarras.

—Julio —exclamó—, tu madre me dice siempre que tienes demasiada imaginación. ¿No crees que ya has hecho demasiadas tonterías, hoy?

—¡Pero si te juro que estaba aquí! ¡Te juro...!

En aquel momento, los insectos comenzaron a zumbar de nuevo en torno suyo. Y comenzaron también las picaduras. Julio agitó frenéticamente las manos. La cocinera lanzó un agudo grito.

—¡Jesús, cuántos bichos! ¡Seguramente has recogido esto en un estercolero! ¡Ya te voy a dar yo...! ¡Espera a que termine con ellos!

Salió corriendo de la habitación, mientras los insectos rondaban a Julio y éste agitaba desesperadamente las manos, sintiendo las picaduras por todo el cuerpo, principalmente en la cara y manos. Poco después regresaba la cocinera llevando en la mano un frasco rociador.

—¡Malditos bichos! —gritó—. ¡Vais a ver quién soy yo! ¡Os voy a dar...!

Empuñó el frasco como si fuera una escopeta de caza, y empezó a rociar la habitación. Las nubes de insecticida se esparcieron rápidamente por toda la habitación, y Julio sintió cómo empezaban a llorarle los ojos. La actividad de los insectos disminuyó algo. Aquello envalentonó a la cocinera. Cada rociada iba acompañada de un grito: ¡Toma, toma, toma, ya os daré yo, bichos! ¡Toma tú, y tú, y tú! Cuando uno caía al suelo, lo remataba con el pie. ¡No va a quedar ni uno, ni uno!

—¡Espera! —le gritó Julio—. ¡No lo hagas! ¡Son unos bichos muy interesantes! ¡Espera, no los mates a todos! ¡Quiero conservar alguno para enseñárselo a mis amigos! ¡Espera, por favor!

Pero la cocinera no le hacía el menor caso. Cada nueva rociada era un insecto menos. Los perseguía por toda la habitación, y les disparaba nubes de insecticida como si los estuviera cazando uno a uno. Al final, sólo uno quedó revoloteando desesperadamente. La mujer corría tras él, siguiendo sus evoluciones. Julio gritaba: ¡No lo mates; no, por favor! Pero todo era inútil. Al final, el bicho se puso a tiro. Una nueva rociada de insecticida salió del frasco. El insecto frenó su vuelo. Hizo unos cuantos aspavientos. Luego cayó.

La batalla había terminado.



Cuando las emanaciones tóxicas de la fabulosa arma de aquellos seres gigantescos empezaron a causar bajas entre sus hombres, el comandante comprendió que todo estaba perdido. Si hubieran tenido la nave aún en disposición de volar hubieran podido usar sus potentes cañones de combate, pero sin ella nada podían hacer. Impotente, vio cómo sus hombres iban cayendo uno a uno, y comprendió que no le quedaba más solución que intentar huir. Huir de allí como fuera, y hacer lo posible por sobrevivir en aquel mundo hostil y terrible. Intentó dirigirse hacia la puerta, pero el ser gigantesco lo perseguía con su arma, y una espesa nube tóxica lo envolvió antes de que consiguiera su propósito. Una bocanada ardiente atravesó sus pulmones, quemándoselos. Quiso reaccionar: debía seguir huyendo, pero era ya demasiado tarde. Su vuelo se hizo incontrolado. Se ahogaba, no podía respirar. Vio que el suelo se acercaba hacia él a gran velocidad: caía. El choque le rompió ambas piernas, pero apenas sintió el dolor. Comprendía que todo había terminado ya. Allá, en su planeta de origen, una simple inscripción sería su epitafio: nave ZS-322, desaparecida en misión oficial. Era el fin. Ya no le quedaba más que rezar.

Un pie gigantesco se abatió brutalmente sobre él, terminando con su terrible agonía. Gracias, murmuró; gracias.



Cuando el último insecto quedó exterminado, la cocinera abrió todas las ventanas para que se ventilara bien la habitación, y se encaró luego con Julio. Su rostro era severo.

—Bien, jovencito —dijo—. Creo que tu madre deberá saber todo lo que ha pasado aquí. ¿Crees que le va a gustar?

Julio permanecía cabizbajo. Se sentía triste, porque ahora no tendría mascota para enseñar a sus amigos. No respondió.

—Vamos a ver —dijo la cocinera—. ¿De dónde has sacado este juguete?

Julio tardó en responder.

—No... no sé. Me lo encontré.

—¡Aja! O sea, que no sabes quién fue antes su dueño. A lo mejor era de un niño enfermo, quizá salió de un hospital. Tal vez su enfermedad era contagiosa. ¡Y tú lo has cogido! Esto merece una buena paliza. Apenas llegue tu madre, se lo voy a decir. ¡Ya lo creo que se lo voy a decir!

Julio seguía cabizbajo. Empezó a hipar.

—No... por favor, no —suplicó—. No se lo digas a mi madre. Te prometo que no lo haré más.

La cocinera se ablandó un poco al ver que su autoridad era tenida en cuenta. Su rostro se dulcificó.

—Está bien —dijo, después de hacerse rogar un poco—. No se lo diré. Pero has de prometerme que no lo harás más. Y ahora, entrégame este juguete.

Julio protestó un poco: no quería entregar la nave, era lo único que le quedaba. Pero la cocinera era inflexible. Al final, ante la alternativa, tuvo que claudicar.

—Y ahora, jovencito —dijo la cocinera—, te voy a hacer una advertencia. Que no vuelva a pasar otra vez nada como esto, ¿has entendido? Si vuelve a ocurrir, no vacilaré en decírselo inmediatamente a tu madre. Y ya sabes lo que pasará. ¿Entendido?

Julio asintió con la cabeza, sintiendo que en su pecho se acrecentaba el odio que siempre había tenido hacia la gruesa mujer. La cocinera, en cambio, orgullosa del deber cumplido, salió de la habitación con la nave en la mano como un trofeo. De repente, en mitad del pasillo, se le ocurrió que quizá la cena se estaría quemando. Echó a correr desesperadamente hacia la cocina. «Dios mío —pensó—, ¡tenía que cuidarse una de tantas cosas!»

Más tarde, en su reino particular de la cocina, se dedicó a examinar la nave confiscada. Los juguetes que hacen hoy día, pensó. Con ellos no conseguían más que desarrollar malsanamente la imaginación morbosa de los niños, haciéndoles creer en cosas fantásticas y perturbando la paz de sus espíritus. Deberían prohibirlos, sentenció. Sí; prohibirlos todos.

Se dirigió hacia el cubo de la basura, consciente de cuál era su deber. Pero antes de echar la nave en él, por precaución, la aplastó, la martilleó, la rompió, la desmenuzó, hasta dejarla prácticamente irreconocible. Así, se dijo, ningún otro niño la cogería y podría jugar con ella. Porque, quién sabe de dónde habría venido...

FIN


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