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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO ÁNGELES IGNORANTES (por Zenna Henderson)
Todavía la tengo, esa extraña pieza de metal en forma de flor, mostrando las marcas de la marea en su parte superior y en su fondo el poso de arena y gravilla. Se adapta fácilmente a la palma de mi mano y puedo rodearla con los dedos; y tantas veces ha ocurrido así que los bordes están suaves y pulidos ahora..., suaves contra la línea blanquecina de la cicatriz de la herida producida donde un agudo borde brillante y aún caliente me tocó, cuando la recogí, increíblemente, de donde había caído, fundida, desde la inclinada pared al suelo arenoso del cañón, más allá de Margin. Es un recuerdo, y cuando ahora la tomo en mi mano, mirando sin ver los múltiples tejados del Margin de hoy, me recuerda vívidamente al Margin de ayer..., e incluso acuden a mi mente recuerdos anteriores a Margin.

Solamente hacía una hora que nos hallábamos en la carretera cuando nos tropezamos con aquella escena. Durante unos quince minutos, sin embargo, se había percibido un extraño olor en el aire, un olor que me hacía arrugar la nariz, y relinchar y agitar la cabeza al viejo «Nig», sacudiendo los arreos y molestando a «Prince», que alzaba pacientemente la cabeza, miraba a su alrededor y volvía a su tarea.
Nosotros éramos la tarea; Nils, yo y nuestro carromato cargado con pertenencias personales, arrastrando tras de nosotros a «Molly», nuestra aún joven vaca Jersey, íbamos de camino hacia Margin para establecer un hogar. Nils comenzaría su brillante y nueva carrera como ingeniero de minas, como superintendente de la mina que había hecho nacer a Margin.
Por supuesto, aquél sería un primer paso que conduciría a otros empleos más sólidos y mejor pagados, culminando en el más maravilloso de los futuros que podían florecer de aquella semilla poco atractiva que estábamos a punto de plantar. Aún nos quedaban tres días para llegar a Margin, cuando al tomar una cerrada curva en el camino, haciendo rechinar fuertemente nuestras ruedas de hierro sobre la tierra de aluvión, descubrimos el desastre.
Nils detuvo inmediatamente los caballos. Un poco más abajo de nosotros y cerca de la masa protectora formada por la falda de granito gris de la colina se veían las ruinas de una casa y los derruidos restos de unos cobertizos levantados en un extremo de un viejo corral. Una delgada columna de humo se alzaba en línea recta, en el aire de la temprana mañana. No se advertían señales de vida por ninguna parte.
Nils agitó las riendas y animó a los caballos con un cloqueo gutural. Cruzamos sobre el suelo de arena poco firme y el vehículo se tambaleó peligrosamente cuando las dos ruedas de la izquierda casi se hundieron hasta los ejes en una falla del terreno.
—Debió haberse incendiado esta misma noche —comentó Nils, asegurando las riendas y saltando a tierra.
A continuación alzó ambos brazos para ayudarme a bajar del alto asiento y sostenerme unos segundos en apretado abrazo, como solía hacer siempre. Luego me soltó y caminamos juntos hasta lo que había sido el corral de la casa.
—Han desaparecido los establos —dijo Nils—; y, al parecer, todos los animales también.
Hizo una mueca ante el olor que se desprendía de la masa aún candente.
—Seguramente habrán salvado a las bestias —dije, frunciendo el ceño—. No creo que las hayan dejado encerradas en un cobertizo incendiado.
—Eso, si estaban aquí cuando se declaró el incendio —dijo Nils.
Miré hacia la construcción principal.
—No se le puede llamar casa. Y no parece que viva nadie ahí. Quizá esto sea un hogar abandonado. Y, en tal caso, ¿qué habrá sido de los animales?
Nils no dijo nada. Había recogido una larga astilla y hurgaba entre las cenizas.
—Voy a mirar qué hay en la casa —dije, contenta de tener una excusa para apartarme del insoportable olor a carne quemada.
La casa se desmoronaba. La puerta no se abría y las desvencijadas ventanas habían dejado caer sus cristales rotos sobre el semiderruido porche delantero. Me acerqué lentamente a su parte posterior. La habían construido tan cerca de las rocas, que solamente quedaba un estrecho paso entre éstas y la casa. La puerta posterior colgaba de un solo gozne, y más allá vi el destrozado pavimento. En otros tiempos, debió haber sido un lugar muy agradable: vidrios en las ventanas..., pavimento entarimado..., cuando la mayor parte de nosotros, en el territorio, nos conformábamos con un suelo de tierra apisonada y muselina en las ventanas.
Atravesé el umbral de la puerta, arrimándome bien a uno de sus lados y vigilé mis pasos sobre el suelo, que crujía de modo alarmante. Miré hacia arriba para ver si había desván, ¡y entonces sentí que todo mi cuerpo temblaba repentinamente de terror y de sorpresa!
Arriba, recortándose contra la clara luz del día que penetraba por el derruido tejado vi una cara..., ¡un rostro que me miraba! Era un rostro sucio, casi salvaje, enmarcado por un enmarañado cabello negro que caía sobre las sucias mejillas. Estaba mirándome desde el hueco de lo que, en otros tiempos, había sido un techo. Luego, la boca se abrió sin articular ningún sonido, los ojos giraron en sus órbitas y se cerraron. Me lancé hacia delante, casi instintivamente, y tomé entre mis brazos aquel cuerpo que caía y que me arrastró al suelo en su caída. Sentí que el semipodrido pavimento cedía y nos hundíamos en la poco profunda cámara de aire que había debajo de las deterioradas tablas.
Grité:
—¡Nils!
Inmediatamente oí la respuesta:
—¡Gail!
Y, acto seguido, el ruido de los pies de Nils, que corría.
Sacamos a la criatura de la derruida casa y la colocamos sobre la hierba, casi rala, de unas seis semanas, que crecía entre la arena como un pequeño río verde que siguiera los repliegues de la tierra allí donde ésta conservaba más humedad. Flexionamos los brazos y piernas de aquel ser, dándonos cuenta muy pronto del hecho que no era una mujer, sino una niña todavía. Traté de estirarle la falda para cubrir mejor sus piernas, pero el borde cedió sin rasgarse, quedándome entre los dedos un conjunto de lo que parecía ser tela quemada y hollín. Le alcé la cabeza para allanar la arena bajo ella, y me detuvo cuando algo me llamó la atención.
—Mira, Nils: el cabello. La mitad está quemado. Esta pobre niña debió haber estado metida en pleno incendio. Quizá trataría de libertar a los animales...
—No se trata de animales —respondió Nils con voz tensa y tono de cólera—. Son..., eran personas.
—¡Personas! —exclamé—. ¡Oh, no!
—Por lo menos cuatro —añadió Nils, asintiendo con un movimiento de cabeza.
—¡Oh, pero..., eso es terrible! —dije, al mismo tiempo que apartaba un mechón de cabellos de aquel pacífico rostro—. Seguramente el fuego prendió durante la noche.
—Esas personas estaban atadas —aclaró Nils—; atadas de pies y manos.
—¿Atadas? Pero, Nils...
—Atadas. Deliberadamente quemadas.
—¡Indios! —exclamé, poniéndome en pie y casi tropezando con el borde de mis largas faldas—. ¡Oh, Nils!
—Desde hace casi cinco años no hay ataques indios en el territorio. Y el último tuvo lugar más allá de sus límites. Me dijeron en que por aquí nunca se habían mostrado agresivos. En esta zona no hay indios.
—Entonces, ¿quién...?
Nuevamente me dejé caer de rodillas junto a la inmóvil figura, y murmuré en voz baja:
—¡Oh, Nils!, ¿a qué clase de país hemos venido?
—No importa la clase que sea —dijo Nils—. Tenemos aquí un problema. ¿Está muerta esa niña?
—No.
Apoyé una mano sobre el pecho de la pequeña y sentí cómo ascendía y descendía, al compás de la respiración. Rápidamente le flexioné brazos y piernas, y luego examiné sus miembros cuidadosamente.
—No le encuentro ninguna herida. ¡Pero está tan sucia y harapienta!
Encontramos un manantial, bajo un saliente de granito, a medio camino entre la casa y el corral. Nils hurgó entre nuestras cosas en el carromato y encontró una pequeña palangana, algunos trapos limpios y jabón. Encendimos un pequeño fuego y calentamos agua en un balde abollado. Mientras se calentaba el agua quité a la pequeña los harapos chamuscados que la cubrían. Llevaba puesta una prenda interior de una sola pieza, ajustada a su cuerpo tan ceñidamente como su propia piel, y tan flexible como esta última. Le cubría desde los hombros hasta la parte alta de los muslos. El desarrollo de su cuerpo me hizo calcularle entonces una edad un poco mayor de la que le había supuesto en un principio. La prenda estaba intacta, pero no pude hallar la forma de desabrocharla para quitársela; así es que se la dejé puesta y envolví a la muchacha, aún inconsciente, en una colcha. Luego, cuidadosamente, fui bañándola poco a poco, excepto la cabeza, secando luego aquella extraña prenda interior, que quedó limpia y brillante sin ningún esfuerzo. Luego le puse uno de mis camisones, que casi le estaba bien, ya que yo tampoco soy muy alta.
—¿Qué voy a hacer con sus cabellos? —pregunté a Nils, mirando los chamuscados mechones de la chica—. La mitad están quemados casi hasta las orejas.
—Corta el resto para igualarlos —dijo Nils—. ¿Tiene quemaduras en alguna parte?
—No —repliqué, un tanto asombrada—. Ni la menor señal de quemaduras y, sin embargo, sus ropas se han quemado casi por completo, lo mismo que el pelo...
Sentí que un estremecimiento recorría todo mi cuerpo y miré a mi alrededor aprensivamente, aunque nada podía ser más terriblemente vulgar que aquella escena de desolación. Excepto..., quizá aquella tenue columna de humo que ascendía hacia el cielo desde las ruinas del cobertizo.
—Aquí están las tijeras —dijo Nils, llegando con ellas desde el carromato.
De mala gana, fijándome en aquellas trenzas que me rozaban la cintura, corté a la muchacha sus largos cabellos hasta que ambos lados de su cabeza quedaron más o menos igualados. Luego, haciendo un hueco en la arena para colocarle la pequeña palangana bajo la cabeza, le lavé el pelo hasta que el agua salió limpia. La sequé cuidadosamente. Los cabellos, una vez desembarazados de la suciedad, cayeron en suaves y espesos rizos sobre su cuello.
—¡Qué pena haber tenido que cortárselos! —dije a Nils, sosteniendo la húmeda cabeza sobre mi doblado brazo—. ¡Debieron ser unos cabellos muy hermosos!
Casi dejé caer mi carga cuando la muchacha abrió los ojos y me miró con expresión vacía. Forcé una sonrisa y exclamé:
—¡Hola...! Nils, dame una taza de agua.
Al principio la muchacha miró hacia la taza de agua como si se tratara de un veneno; luego, suspirando hondo, se la bebió a grandes y apurados tragos.
—Ahora ya estás mejor, ¿verdad? —dije, al mismo tiempo que apretaba su cabeza afectuosamente sobre mi regazo.
No hubo respuesta ni sonrisa, sino solamente una lenta tensión de los músculos, que sentí bajo mis manos, hasta que, todavía en mis brazos, la muchacha fue apartándose de mí poco a poco. Le pasé la mano suavemente por los rizos y añadí:
—Siento mucho haber tenido que cortarlos, pero estaban...
Me interrumpí; sentí otra tensión muscular de la chica, y la ayudé a sentarse. Miró a su alrededor, como aturdida, y en aquel momento sus ojos parecieron fijarse en la tenue columna de humo del corral. Al ver lo que estaba mirando, avancé un hombro para tapar aquel horrendo espectáculo. La boca de la muchacha se abrió, pero no pronunció ni una sola palabra. Sus dedos se hundieron crispadamente en uno de mis brazos cuando se puso en pie y comenzó a caminar hacia el corral.
—Déjala mirar —dijo Nils—. Ella sabe lo que ha sucedido. Déjala. De lo contrario estaría haciéndose preguntas toda su vida.
Nils la tomó por un brazo cuando la muchacha llegó a su altura y la condujo hasta el corral. Yo no pude ir. Me ocupé en vaciar la palangana y en enterrar las quemadas ropas. Luego extendí la colcha para recibir a la pequeña cuando regresara.
Finalmente, Nils la trajo y la dejó sobre la colcha. La muchacha permaneció tendida con los ojos cerrados, inmóvil, como sin respirar siquiera. Entonces vi que dos lágrimas se deslizaban por entre sus párpados cerrados y se perdían entre los rizos que cubrían sus orejas. Nils tomó una pala y, frunciendo el ceño, inició la tarea de enterrar lo que quedaba de aquellos carbonizados cuerpos.
Encendí el fuego nuevamente y comencé a preparar la comida. El día estaba muriendo rápidamente; pero, fuese tarde o temprano, cuando Nils terminara, partiríamos. Si comíamos algo en aquellos momentos y nos poníamos en viaje podríamos hacerlo durante las horas de oscuridad, hasta que aquel maldito lugar quedase bien atrás.
Finalmente llegó Nils, deteniéndose junto al manantial, resoplando repetidamente, al tiempo que se echaba agua por el cuello y la cabeza. Salí a su encuentro con una toalla.
—La comida está preparada —dije—. Podremos irnos tan pronto como acabemos.
—Mira lo que encontré —dijo, entregándome un trozo de papel—. Estaba clavado en la puerta del cobertizo. La puerta no ardió.
—¿Qué es? —interrogué—. Aquí no dice nada.
—Se trata de una cita, una cita de la Biblia.
—¡Oh! —exclamé—. Sí. Déjame ver.
Sostuve el papel cuidadosamente y lo examiné, al principio un poco desorientada. Decía, con letra casi ilegible: «Ex., 22, 18».
—¡Ah, sí! —exclamé—. Éxodo, capítulo 22, versículo 18. ¿Lo conoces?
—No estoy seguro, pero tengo una vaga idea. ¿Tienes la Biblia a mano? Lo comprobaré.
—Está guardada en una de mis cajas, en el fondo de todo nuestro equipaje. ¿Quieres que vaya a buscarla?
—No, ahora no —dijo Nils—. Esta noche, cuando acampemos.
—¿De qué crees que se trata? —le pregunté.
—Prefiero esperar hasta más tarde. Espero estar equivocado.
Comimos. Intenté animar a la muchacha, pero se volvió hacia otro lado. Puse en su mano media rebanada de pan y cerré sus dedos sobre ella, obligándola a que se la llevase a la boca. En la mitad de nuestra silenciosa comida hubo un movimiento que me llamó la atención. La muchacha se había vuelto para inclinarse y apoderarse con ambas manos del pan, temblorosamente. Comenzó a masticar con grandes precauciones. Tragaba con gran esfuerzo y se atiborraba la boca de pan una y otra vez, al mismo tiempo que las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Comía como una persona que estuviese muerta de hambre, y cuando acabó el pan le di una taza de leche. La tomé por los hombros para que se incorporase un poco y la sostuve mientras bebía. Me hice cargo de la vacía taza y luego dejé que la muchacha se tendiera nuevamente sobre la colcha. Durante un momento mi mano quedó atrapada bajo su cabeza, y sentí una deliberada presión de su mejilla contra mi muñeca. Luego la muchacha se volvió hacia otro lado.
Antes de abandonar aquel lugar rezamos un poco sobre la fosa común que había cavado Nils. La muchacha estaba a nuestro lado y permanecía inmóvil, contemplándonos. Cuando terminamos nuestras oraciones, la chica tenía una mano extendida en la que sostenía una flor blanca, tan blanca que casi parecía proyectar una luz intensa sobre su rostro. Tomé la flor y la deposité cuidadosamente sobre la sepultura. Luego Nils tomó a la muchacha en brazos y la condujo hasta el carromato. Yo me quedé atrás durante un momento, no deseando abandonar tan pronto aquella solitaria tumba. Volví a tomar la flor y la examiné. Bajo la luz del sol, sus pétalos parecían brillar con luz interior y su dorado centro era casi etéreo. Me pregunté qué clase de flor podría ser. La alcé para mirarla al trasluz, y vi que era una flor bastante parecida a una margarita que estuviera marchitándose con el calor del día. La dejé nuevamente sobre la tierra, que acaricié con una mano; recé una última oración; y regresé al carromato.
Cuando acampamos aquella noche, estábamos demasiado agotados por las millas recorridas forzadamente, por el calor y por los acontecimientos como para hacer algo más, a no ser cuidar de los animales y dejarnos caer a continuación sobre nuestros jergones extendidos en tierra, cerca del carromato. No habíamos hecho nada por detenernos en el anterior pozo que habíamos encontrado, a causa de la demora en nuestro viaje, pero de momento disponíamos de agua suficiente. Yo me sentía demasiado cansada para comer, pero aún hallé fuerzas para dar a Nils lo que había quedado de la comida del mediodía y para ordeñar a «Molly». Di a la muchacha una taza de leche fresca y cremosa y un poco más de pan. Inmediatamente lo despachó todo ansiosamente, como si aún tuviese hambre. Contemplando sus delgadas muñecas y sus oscuras ojeras me pregunté cuánto tiempo habría estado sin alimentarse.
Dormimos todos profundamente bajo el cielo cuajado de estrellas; pero a una hora ya avanzada de la noche me desperté; y, como hacía fresco, extendí una mano para ver si la muchacha estaba bien tapada. Se encontraba sentada sobre el jergón, con las piernas cruzadas y mirando al cielo. Vi cómo volvía lentamente la cabeza, para ver el firmamento de un extremo a otro. Luego volvió a tenderse lentamente sobre el jergón, suspirando audiblemente.
Yo también contemplé el cielo. Resultaba muy espectacular, todo lleno de estrellas en una noche sin luna y en aquella región de montañas y llanuras infinitas. Pero, ¿qué era lo que buscaba la muchacha? Quizá disfrutaba sólo con saber que continuaba viviendo y con ver las estrellas.
Nos pusimos en marcha nuevamente, muy temprano, y alcanzamos la siguiente aguada cuando todavía las sombras se alargaban con el amanecer.
—Los carromatos estuvieron aquí —dijo Nils—. Anteanoche, supongo.
—¿Qué carromatos? —pregunté, deteniéndome en mi labor de sacar agua del pozo.
—Desde que abandonamos aquel lugar, no hemos hecho más que seguir sus huellas —me explicó Nils—. Dos carromatos ligeros y varios jinetes.
—Probablemente se trate de antiguas rodaduras... —insinué—. Pero acabas de decir que estuvieron aquí anteanoche; ¿crees que habrán tenido algo que ver con aquel incendio?
—No había huellas de ninguna clase antes que llegásemos a aquel lugar. Parece ser que pasaron la noche aquí y luego se dirigieron expresamente a aquel lugar, para regresar por este mismo camino a la noche siguiente.
—Se dirigieron allí expresamente... —repetí, sintiendo un escalofrío—. No irás a creer que en pleno siglo xix la gente pueda ser tan violenta... La gente civilizada, quiero decir... Además...
Mis palabras murieron antes de poder expresar la horrorosa imagen que tenía en el pensamiento.
—¿No atar a otras personas para quemarlas? —concluyó Nils, arrastrando el pellejo del agua hacia el carromato—. Gail, nuestro próximo campamento será en Grafton’s Vow. Creo que sería mejor tomarnos un poco de tiempo para ver esa Biblia antes de continuar.
Así lo hicimos. Y nos miramos mutuamente por encima del dedo de Nils, que señalaba sobre el libro y el papel que había encontrado en la puerta del cobertizo.
—¡Oh, no! —exclamé horrorizada—. ¡No puede ser! ¡No en estos días y en esta época!
—Puede ser —replicó Nils—. Puede ser en cualquier época de la vida, cuando las gentes pervierten la bondad, el amor, y la obediencia y adoran a un pequeño dios que conviene a sus almas degeneradas.
El dedo de Nils señalaba unas breves líneas: «No permitirás que viva una bruja».
—¿Por qué has querido consultar esta cita antes de llegar a Grafton’s Vow? —pregunté.
—Porque es esa clase de lugar —dijo Nils—. Me lo advirtieron en County Seat. En realidad, algunos opinaban que sería más prudente tomar el otro sendero: un día más de viaje, una llanura reseca; pero se evita Grafton’s Vow. Se relatan historias de lapidaciones, y...
—¿Pero qué clase de lugar es ése? —pregunté.
—No estoy seguro. Aunque he oído historias muy extrañas. Lo fundó hace unos veinte años un tal Arnold Grafton. Llevó hasta allí a su pequeño rebaño de seguidores para establecer la nueva Jerusalén. Son gente muy rígida y de estrecha mentalidad. No se puede discutir con ellos, y nada de veleidades ni lascivia. Nada de violar las leyes de Dios, que, según dicen, observan todos. Cuando se apartan de las bíblicas, entonces parece ser que Grafton aplica las suyas allí donde Dios omitió algo.
—Pero... —dije yo, preocupada—. ¿No son cristianos?
—Eso dicen...
Ayudé a Nils a alzar el pellejo del agua; y él añadió:
—Excepto que creen que sólo deben ceñirse a las leyes del Antiguo Testamento, suplementadas por las que dicta Grafton. Luego, si obedecen buena cantidad de ellas, tras una vida de lucha para conseguirlo. Cristo les recibe en un cielo donde no hay leyes. Cada ley que obedezcan en la tierra será una ley que en la eternidad no existirá ya para ellos. De manera que ya puedes imaginarlo: cuanto más rígidos sean aquí más libertad tendrán en el otro mundo. Imagina también lo que debe ser su cielo: abstemios, castos, honrados aquí... ¡Un ahorro, un seguro para la prometida Libertad Total!
—¿Y el señor Grafton encontró suficientes partidarios de esa doctrina para fundar una ciudad? —pregunté un poco aturdida.
—Toda una ciudad —replicó Nils—. En la que no seremos admitidos. Hay un lugar para acampar en las afueras, donde se nos permitirá pasar la noche si es que deciden que no contaminaremos la zona.
A mediodía nos detuvimos, tras haber rebasado el Millman’s Pass. Los caballos sudaban y respiraban agitadamente, y la pobre «Molly», que era arrastrada pesadamente, se sintió muy agradecida cuando pudo pastar a la sombra de los pinos y álamos.
Estaba ocupada con la artesa donde conservábamos carne cuando, sorprendida, vi a la muchacha, que se deslizaba en aquel momento fuera del carromato, donde la habíamos acostado durante el viaje. Se asió a un lado del carruaje e hizo una mueca al tocar sus pies la gravilla que cubría el terreno. Parecía muy joven y delgada, perdida en la amplitud de mi camisón de dormir, pero sus ojos ya no estaban tan hundidos y sus labios ya tenían color.
Le sonreí.
—Ese camisón es un poco largo para trepar por las montañas. Esta noche trataré de encontrar mis otros vestidos y veré si puedo conseguirte algo. Creo que mi vieja falda azul...
Me detuve, pues evidentemente la muchacha no entendía una sola palabra de lo que yo estaba diciendo. Agarré el borde del camisón que llevaba puesto y añadí:
—Camisón.
La muchacha miró la arrugada muselina blanca, y luego a mí; pero no dijo nada.
Coloqué entre sus manos un trozo de pan y dije:
—Pan.
La muchacha lo dejó cuidadosamente sobre el plato donde yo tenía las demás rebanadas para comer y tampoco dijo nada. Luego lanzó una ojeada a su alrededor, me miró y, volviéndose de repente, caminó con rapidez hacia los espesos matorrales con los codos altos, como si estuviese haciendo un esfuerzo para sostener su peso sobre los pies descalzos.
—¡Nils! —exclamé, arrebatada por un súbito pánico—. ¡Se va!
Nils se echó a reír desde el otro lado de la lona que estaba extendiendo. Luego dijo:
—Incluso el mejor de nosotros tiene que meterse entre los arbustos de vez en cuando.
—¡Oh, Nils! —protesté, enrojeciendo, al mismo tiempo que llevaba el plato de pan hacia la lona—. De todas maneras, no debe correr por ahí con un camisón como ése. ¡Qué diría el señor Grafton! Y..., ¿te has dado cuenta? No ha dicho una sola palabra desde que la encontramos.
A continuación llevé el resto de la comida hasta el lienzo extendido sobre el terreno y añadí:
—Ni una sola palabra. Ni un solo sonido.
—Sí, tienes razón —dijo Nils—; puede que la muchacha sea sordomuda.
—Estoy segura que oye —dije.
—Pero quizá no hable inglés —sugirió Nils—. Tiene el pelo negro. Es probable que sea mexicana, o incluso italiana. Aquí, en la frontera, hay gente de todas las razas. Es difícil adivinar de dónde puede ser.
—Pero, ¿no crees que diría algo en cualquier idioma o que de su garganta saldría algún sonido? —insistí.
—Quizá se deba a la fuerte impresión que acaba de sufrir —replicó Nils, muy serio—. Evidentemente, la experiencia habrá sido muy dura para ella.
—Sí, quizá sea eso, pobre chiquilla...
Miré hacia el lugar por donde había desaparecido la muchacha y repetí:
—Sí...; pobre chiquilla. La llamaremos Marnie, Nils. Necesitamos algún nombre para dirigirnos a ella.
Nils se echó a reír.
—Me parece a mí que ese nombre te consuela un poco de estar separada de tu hermanita, ¿no?
Le devolví la sonrisa y repliqué:
—Me suena bien: Marnie, Marnie.
Como si acabase de llamarla, la muchacha, Marnie, salió de entre los matorrales. El camisón le cubría completamente los desnudos pies. Sus manos estaban ocupadas con un ramo de amapolas, que examinaba atentamente. «¡Qué graciosa es! —pensé—. ¡Y es bonita!»
En aquel instante contuve la respiración y mis manos se crisparon sobre el plato que sostenían. ¡Aquel camisón resultaba demasiado largo para Marnie! ¡No podía caminar con él sin que lo arrastrara por el suelo o sin tener que sostener su borde con una mano! ¿Y aquella pausa que hacía entre pasos? Siseé a Nils.
—¡Mira! —musité casi roncamente—. ¡Está..., está flotando! ¡Ni siquiera toca el suelo con los pies!
Justamente en aquel momento, Marnie nos miró. Su rostro se retorció con una mueca de terror y se dejó caer en tierra. No solamente sobre sus pies, sino al suelo, encogida y aplastando el ramo de flores con su cuerpo.
Corrí hacia ella y traté de levantarla, pero de pronto se agitó convulsivamente, intentando huir de mí. Nils acudió en mi ayuda. Entre los dos luchamos por retener a la chiquilla, que se mostraba tan violenta que incluso pensé en si se haría daño.
—¡Teme..., tiene miedo de algo! —dije agitadamente—. ¡Puede que... piense... que queremos matarla!
—¡Ven aquí! —exclamó Nils, tomándola por un brazo y sujetándola con firmeza—. ¡Háblale! ¡Dile tú algo! ¡Haz algo! ¡No podré sostenerla durante mucho tiempo!
—¡Marnie! ¡Marnie! —grité, intentando acariciarle la cabeza y el tenso rostro, procurando llamar su atención—. Marnie, ¡no temas nada!
Traté de sonreír y añadí:
—Descansa, pequeña, no tengas miedo...
Le enjugué el sudor y el rostro bañado en lágrimas, con una esquina de mi delantal.
—Vaya, vaya... —murmuré en tono tranquilizador, preguntándome si la muchacha me entendería.
Pero finalmente la tensión muscular de su cuerpo comenzó a ceder y por fin quedó inmóvil, totalmente agotada, entre los brazos de Nils. La tomé en brazos y apoyó su rostro contra uno de mis hombros.
—Tráele una taza de leche —dije a Nils—. Y a mí otra, también.
Hice una breve pausa, sonreí y añadí alegremente:
—¡Esta es una dura labor!
En la lucha había olvidado casi qué era lo que la había iniciado, pero lo recordé en cuanto llevé a Marnie hasta el manantial y la obligué a que se lavara la cara y las manos. Así lo hizo, siguiendo el ejemplo que yo le daba. Luego se secó con una toalla que le entregué, de tela de saco de harina; y cuando yo comenzaba a volverme para alejarme, la muchacha alzó el borde del camisón y hundió los pies en el arroyo. Cuando los sacó para secárselos vi las enrojecidas plantas y dije:
—No me extraña que no quisieras caminar. Espera un minuto.
Volví al carromato, recogí mis viejas zapatillas y, al pensarlo dos veces, tomé también unos cuantos alfileres. Marnie todavía estaba sentada junto al arroyo, inclinada sobre el agua y sumergiendo en ella los dedos de una mano. Se puso las zapatillas, un poco grandes para ella, y luego observó con interés mi operación de achicarle el borde del camisón, empleando para ello los alfileres.
—Ahora —dije—, al menos podrás caminar con más comodidad. Pero estropearás totalmente este camisón si no te encontramos otras ropas.
Nos pusimos a comer, y Marnie despachó todo cuanto preparamos, después de probar poco a poco los alimentos y de observar cómo comíamos nosotros. Más tarde me ayudó a recoger las cosas, a guardar lo que había sobrado de la comida y a plegar la lona. Incluso me echó una mano para fregar los platos..., haciéndolo todo con absorbente interés, como si estuviese aprendiendo cosas realmente nuevas para ella.
Cuando nuestro carromato rodó de nuevo por la carretera, Nils y yo charlamos casi en voz baja para no molestar a Marnie, que dormía en el interior del carromato.
—Es una chiquilla extraña —dije—. Nils, ¿crees realmente que flotaba en el aire? ¿Cómo pudo haberlo hecho? Es imposible.
—Bien, pareció como si, efectivamente, flotase —dijo Nils—. Y se comportó como si en realidad hubiese hecho algo malo, algo...
Nils se detuvo, frunciendo el ceño, al mismo tiempo que con el largo látigo azotaba una rama del árbol que colgaba sobre la carretera. Luego continuó:
—...Como si nosotros tratásemos de hacerle algún daño. Gail, puede que ésa sea la razón por la que...; bueno, me refiero a lo de haber encontrado ese papel con la cita bíblica. Es posible que esas otras personas fuesen como Marnie; y que alguien haya pensado que eran brujos, y los quemaron...
—¡Pero los brujos son malignos! —exclamé—. ¿Qué hay de malo con flotar...?
—Cualquier cosa puede ser mala, Gail, si está al otro lado de la línea que tú trazas, marcando lo único que puede ser bueno. Te aseguro que los límites que trazan algunas personas son excesivamente estrechos.
—¡Pero lo que han hecho aquí es un asesinato! —casi grité—. Matar...
—Asesinar, o ejecutar...; es sólo cuestión de interpretación —dijo Nils—. «Nosotros» le llamamos asesinato, pero nunca podrá demostrarse...
—Marnie —sugerí—; ¡ella vio...!
—Pero no puede hablar; o no quiere —dijo Nils.

Al primer golpe de vista sentí odio hacia el valle de Grafton’s Vow. Para mí era un lugar sombrío de un extremo a otro, a pesar del fuerte sol que brillaba y que nos hacía sentir agradecimiento hacia las ramas de los árboles que nos proporcionaban sombra. La carretera se extendía en aquel momento entre vallados, a medida que nos íbamos aproximando a la ciudad. Incluso los caballos se sentían nerviosos e incómodos cuanto más se acercaban a ella.
—Mira —dije—: ahí hay un aviso, o lo que sea; en ese poste.
Nils detuvo el carromato junto al poste, y me incliné para leer:
—«Ex., 20, 16.» —Luego añadí, tras una breve pausa—: Eso es todo cuanto dice.
—Otra cita de la Biblia —dijo Nils—. «No prestarás falso testimonio.» Esto debe ser una costumbre de esta gente, colocar citas bíblicas donde se haya quebrantado una ley.
—Me pregunto qué es lo que habrá sucedido aquí —dije, comenzando a temblar, cuando nos pusimos de nuevo en marcha.
Fuimos recibidos ante una puerta por un hombre que tenía un rifle en las manos y que dijo:
—¡Que Dios se muestre misericordioso!
Luego nos condujo hasta un lugar para acampar con toda seguridad, separado de la ciudad por una empalizada de troncos de madera. Allí nos interrogó gravemente un hombre de rostro ansioso, que también empuñaba un rifle y que miraba a intervalos hacia el cielo, como si esperase que en cualquier momento descendiese de las alturas la ira celestial.
—¿Solamente un carromato? —preguntó.
—Sí —dijo Nils—. Mi esposa, yo y...
—¿Tiene usted su partida de nacimiento? —preguntó aquel hombre, con severo acento.
—Sí —replicó Nils pacientemente—. La tengo guardada en el baúl.
—¡Y probablemente su Biblia también está guardada en el baúl! —acusó el hombre de repente.
—No —dijo Nils—. Aquí la tengo...
La sacó de debajo del asiento, y el hombre miró a su alrededor, olisqueando como un perro sabueso.
—¿Quién es esa persona? —preguntó a continuación, señalando a Marnie con un movimiento de cabeza. La muchacha se hallaba tendida; durmiendo quizá.
—Mi sobrina —contestó Nils, antes que yo dijese nada—. Está enferma.
—¡Enferma! —exclamó el hombre, apartándose de la parte trasera del carromato—. ¿Qué pecado ha cometido?
—No se trata de nada contagioso —aclaró Nils.
—¿Por dónde han venido?
—Por el Millman’s Pass —respondió Nils sin parpadear, ante la aguda mirada del extraño individuo.
El hombre palideció, y su mano se crispó sobre el cañón del rifle; se tensó la piel de su rostro, y luego comenzó a sudar.
—¿Cómo...? —exclamó.
Se pasó la lengua por los labios y habló nuevamente, tartamudeando:
—¿Vinieron por...? ¿Había allí...?
—¿Cómo dice? No le comprendo —dijo Nils.
—Nada...; nada —replicó el hombre, retrocediendo.
Durante unos instantes guardó silencio; luego dijo:
—Tengo que verla... A su sobrina. Es muy fácil prestar falsos testimonios...
Tomó un extremo de la colcha y tiró de ella, haciendo que Marnie volviese hacia él la cabeza. Creí que aquel hombre iba a sufrir un colapso.
—¡Esa es...! —casi gimió, roncamente—. ¿Cómo consiguió...? ¿Dónde la encontró usted?
Repentinamente, cerró la boca. Después, ante nuestro silencio, añadió:
—Si usted dice que es su sobrina..., es su sobrina.
Hubo otro violento silencio.
—Pueden quedarse durante la noche —dijo el hombre, haciendo un esfuerzo—. Hay un manantial cerca del vallado. No se muevan de su sitio. Recuerden sus oraciones. Procuren temer a Dios.
Y tras pronunciar estas palabras, se alejó rápidamente.
—¡Sobrina! —exclamé yo—. ¡Oh, Nils! ¿Tendré que clavar para ti en el carromato un papelito donde se lea: «Ex., 20, 16»?
—La muchacha tiene que ser alguien —dijo Nils—. Cuando lleguemos a Margin tendremos que explicar su presencia entre nosotros de alguna manera. Se llama igual que tu hermana, por lo tanto, es nuestra sobrina. Sencillo, ¿no?
—Eso parece —dije—. Pero, Nils, ¿quién es ella? ¿Cómo sabía ese hombre...? Si aquellas personas que murieron allí eran sus familiares, ¿dónde están sus carromatos? ¿Y sus pertenencias? La gente no cae del cielo, así como así...
—Puede que los de Grafton ejecutasen a aquellas personas —sugirió Nils—. Y confiscaran todas sus propiedades.
—Sería más característico si las hubieran quemado en la plaza principal de la ciudad —dije, temblando—; y sus carromatos también.
Acampamos. Marnie me siguió hasta el arroyo. Miré a mi alrededor, sintiéndome violenta por si alguien la veía en camisón, pero por allí no había nadie y estaba oscureciendo. Atravesamos el vallado por un pequeño portillo y por vez primera pudimos ver las casas del pueblo. Eran muy corrientes, exceptuando quizá los innumerables papeles que aparecían clavados por todas partes. ¿Cómo era posible que aquellas gentes pudiesen llegar a pecar teniendo ante sí constantemente tantos recordatorios?
Cuando sacábamos agua del manantial, una muchachita ataviada con un vestido de percal gris, de cuello y muñecas muy delgados, se aproximó a nosotros, caminando por la orilla del manantial y mirándonos como si de un momento a otro fuésemos a saltar sobre ella como fieras.
—Hola —saludé finalmente, sonriendo.
—Que Dios tenga piedad —respondió la chica en voz baja—. ¿Están ustedes en paz con Dios?
—Espero que sí —respondí, sin saber si la pregunta requería una respuesta.
—Está vestida de blanco —dijo la pequeña, señalando a Marnie—. ¿Se está muriendo?
—No —dije—, pero está enferma. Ese es su camisón de dormir.
—¡Oh! —exclamó la pequeña, abriendo mucho los ojos y cubriéndose la boca con una mano—. ¡Qué horrible..., emplear esa palabra tan mala! Estar así..., así..., fuera de la casa, ¡y durante el día!
La pequeña hundió su pesado balde en el manantial y, casi arrastrándolo, se alejó de nosotros, vertiendo mucha agua al caminar tan apresuradamente. A medio camino fue recibida por una mujer de gesto avinagrado que le quitó el balde de las manos, asestó a la chica cruelmente un par de golpes con una fina vara que llevaba en la mano y, acto seguido, sacando un papel del bolsillo, lo clavó en el tronco de un árbol, tomó a la chica de la mano y el balde con la otra, y ambas se alejaron con dirección al pueblo.
Me acerqué a mirar el papel: «Ex., 20, 12».
—¡Vaya! —exclamé, lanzando luego un silbido de asombro—. ¡Y hasta lo tenía escrito ya!
Luego regresé al lado de Marnie. Una vez más, los ojos de la muchacha me parecieron muy grandes y vacíos de expresión. Tenía las mejillas hundidas.
—Marnie —dije, tocándola en un hombro.
No hubo respuesta, ni parecía darse cuenta de mi presencia cuando la llevé hasta el carromato.
Nils guardó el balde del agua, y luego dimos cuenta de una cena frugal y tristona bajo el resplandor de nuestro fuego de campaña. Marnie no comió nada y permaneció todo el tiempo terriblemente inmóvil, hasta que la metimos en la cama.
—Puede que la pequeña sufra ataques —dije.
—Quizá haya sido por haber visto cómo pegaban a esa otra niña —dijo Nils—. ¿Qué habrá hecho?
—Nada, a no ser hablar con nosotros y asustarse del hecho que Marnie vistiera un camisón en público.
—¿Qué decía ese papel que clavó su madre en el árbol? —preguntó Nils.
—«Éxodo, 20, 12» —respondí—. La niña debió desobedecer a su madre al conversar con nosotros.
Tras una noche inquieta, sin descanso, amaneció; y levantamos el campamento aun antes que las sombras se desvaneciesen. Nos pusimos en marcha muy pronto. Antes de partir, Nils escribió algo en un trozo de papel y sujetó éste al vallado, cerca de nuestro carromato. Cuando al fin nos alejamos, le pregunté:
—¿Qué escribiste ahí?
—«Éxodo, capítulo 22, versículos 21 al 24» —dijo—. ¡Si desean ira, que caiga sobre ellos!
Me sentía demasiado deprimida y cansada para seguir hablando del asunto. Solamente sabía que debía ser otra prohibición bíblica, y me sentí repentinamente agradecida por haber sido conducida por mis padres por los senderos del Amor y la Alegría, en vez de a través de la oscuridad.
Media hora más tarde, oímos ruido de cascos de caballos a nuestras espaldas, y al mirar hacia atrás, vimos a alguien que cabalgaba hacia nosotros levantando un brazo con ademán de apremio.
Nils detuvo el carromato y colocó el rifle cruzado sobre ambas rodillas. Esperamos.
Era el hombre de ávido rostro que nos había llevado hasta nuestro campamento provisional. Llevaba el papel de Nils, arrugado, en una mano. Al principio me pareció que no podía hablar. Finalmente, exclamó:
—¡Adelante! ¡No se detengan! ¡Puede que vengan detrás de mí!
Tragó saliva y se enjugó el sudor de la frente. Nils sacudió las riendas y avanzamos de nuevo por la carretera. El hombre dijo:
—Ustedes..., ¿dejaron esto?
Y al hacer la pregunta, extendió hacia nosotros el papel. Luego continuó, hablando atropelladamente:
—«No vejarás a un forastero ni le oprimirás; no abusarás de ninguna viuda ni de ningún huérfano. Si les ofendes de alguna manera, yo escucharé sus gritos y mi cólera descenderá como cera derretida...»
El hombre se agitó sobre la silla de su montura, luchando por respirar más cómodamente, y añadió:
—Esto es exactamente lo que yo les dije, les enseñé el papel, los versículos siguientes...; pero no pudieron ver más allá del 22, 18. Ellos..., se fueron luego. Ese Archibold les habló de aquella gente. Dijo que hacían cosas que solamente los brujos sabían hacer. Tuve que acompañarles. ¡Oh, que Dios tenga piedad! Y les ayudé a atarles y vi cómo luego ardía el cobertizo.
—¿Quiénes eran? —preguntó Nils.
—No lo sé —respondió el hombre, aspirando el aire ruidosamente—. Archibold dijo que les vio volar por entre los árboles y reír. Dijo que flotaban rocas a su alrededor y comenzaron a construir una casa con ellas. Dijo que..., que caminaban sobre el agua y no se hundían en ella. Dijo también que uno de ellos sostenía un trozo de madera en el aire, que de repente aparecía más madera, que ardía, y que luego hacían brotar una higuera de la tierra...
Se enjugó de nuevo el sudor del rostro y añadió:
—¡Tienen que haber sido brujos! De lo contrario, ¿cómo hubiesen podido hacer tales cosas? Les atrapamos. Estaban durmiendo. Volaban como pájaros. Yo tomé a esa pequeña que tienen ustedes ahí en el carromato, aunque sus cabellos entonces eran mucho más largos. Los atamos a todos. ¡Yo no deseaba hacerlo!
Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de aquel hombre. Hizo otra pausa y continuó su relato:
—Yo no hice nudos en mi soga, y cuando el techo se hundió, la muchacha voló desde el fuego y se escondió en la oscuridad. ¡No sabía que los de Grafton eran así! Yo llegué aquí el año pasado. Ellos..., ellos le dicen a uno lo que hay que hacer para salvarse. Uno no tiene que preocuparse, ni pensar, ni preguntarse nada.
El hombre, una vez más, se enjugó el sudor con una manga, añadiendo:
—Ahora, durante toda mi vida, veré aquel cobertizo en llamas. ¿Y los demás?
—Los enterramos —dije lacónicamente—. Enterramos sus restos carbonizados.
—¡Que Dios tenga piedad! —musitó el hombre.
—¿De dónde venía esa gente? —preguntó Nils—. ¿Dónde están sus carromatos?
—No había carromatos —respondió el hombre—. Archibold dice que llegaron cuando el cielo se iluminó con un gran rayo y luego sonó un trueno. El cielo estaba despejado entonces; ni una sola nube por ninguna parte. Dice que esperó y los observó durante tres días, antes de venir a decírnoslo. ¿No creen ustedes que serían brujos?
Miró hacia la carretera que quedaba a su espalda y añadió:
—Podrían seguirme. No les diga nada. No les diga que yo he hablado así.
Reunió las riendas en una sola mano, con rostro ansioso; espoleó a su caballo hasta lanzarlo al galope y se apartó de la carretera para cruzar el llano. Pero, antes que se desvaneciese en la distancia el ruido de los cascos de su caballo, dio media vuelta y se acercó de nuevo a nosotros.
—¡Esa muchacha debe ser una bruja! —exclamó, con jadeante respiración—. Debe morir. Están ustedes comprometiéndose con el diablo...
—¿Quiere que la saque de ahí dentro para que pueda usted quemarla aquí mismo? —preguntó Nils, con tono airado—. Para que pueda usted contemplar cómo arde, por sus muchos pecados...
—¡No, no lo haga! —exclamó el hombre, inclinándose sobre el pomo de su silla, en el colmo de la indecisión—. Ningún hombre que haya puesto la mano sobre el arado y mire hacia atrás alcanzará el reino de los cielos. ¿Y si tuviesen razón? ¿Y si el diablo me estuviese tentando en estos momentos? ¡Puede que aún no sea demasiado tarde! ¡Puede que me salve confesando!
Y tras pronunciar estas últimas palabras, el hombre espoleó a su caballo nuevamente, para lanzarse al galope carretera adelante, de nuevo hacia Grafton’s Vow.
—¡Bien! —exclamé yo, suspirando hondo—. ¿Qué versículo citarías para esto?
—Me estoy preguntando —dijo Nils— si ese llamado Archibold no estará loco de remate.
—Volaron como pájaros —le recordé—. Y Marnie flotaba.
—¡Pero eso respecto a que flotaban rocas a su alrededor y maderas ardiendo, y esos relámpagos en un cielo azul! —protestó Nils.
—Puede que fuese alguna especie de globo —sugerí—. Puede que el globo explotara. Tal vez Marnie no sepa hablar inglés. Si el globo navegó una gran distancia...
—No podría ir demasiado lejos —dijo Nils—. El gas se enfría y descendería. ¿Pero cómo diablos podrían haber llegado por el aire?
Sentí un movimiento detrás de mí, y me volví. Marnie estaba sentada sobre el jergón. ¡Pero qué Marnie tan diferente! Parecía como si escuchara mejor o que una ventana acabara de abrirse en su mente. En sus facciones se pintaba una expresión de ansiosa atención. Luz en sus ojos, y la posibilidad de sonrisas alrededor de su boca. Me miró.
—¡Por el aire! —gritó.
—¡Nils! —exclamé—. ¿Has oído eso? ¿Cómo llegaste por el aire, Marnie?
La muchacha sonrió con expresión de disculpa y se tocó el cuello de la prenda que la cubría, diciendo:
—Camisón.
—Sí, camisón —repetí, buscando una palabra, cuando en realidad lo que necesitaba era un objeto voluminoso.
Y entonces pensé: «¿Puedo alcanzar la caja del pan?» Los brillantes ojos de Marnie abandonaron mi rostro, revolvió entre las cajas y paquetes. Lanzó una exclamación de contento al encontrar un trozo de pan.
—¡Pan! —dijo—. ¡Pan!
Y éste voló por los aires hasta ir a caer en mis manos.
—¡Bien! —dijo Nils—. ¡Ya se ha iniciado la comunicación!
Se puso serio y añadió:
—Y al parecer tenemos una hija. Por lo que ha dicho ese hombre no hay nadie que se haga cargo de ella. En consecuencia, parece ser nuestra.
Cuando nos detuvimos al mediodía para comer estábamos muy cansados, más por las interminables especulaciones que hacíamos que por el viaje. No hubo señales de persecución, y Marnie se había dejado caer de nuevo sobre el jergón, con los ojos cerrados.
Acampamos junto a un pequeño arroyo e hice que Nils sacara del carromato mi baúl, antes de atender a los animales. Abrí el baúl con Marnie a mi lado, quien contemplaba con curiosidad cada uno de mis movimientos. Había guardado yo una vieja falda y una blusa, colocadas las dos prendas encima del resto de la ropa que llenaba el baúl, con objeto que cuando llegáramos a Margin me sirvieran para usarlas a diario en la limpieza de la casa. Acerqué la falda hasta la cintura de Marnie y comprobé que era demasiado larga y grande; pero muy pronto le quedaría bien, empleando unos cuantos alfileres. Inmediatamente, y ante mi sorpresa y embarazo, Marnie se quitó el camisón con rápido movimiento y quedó sin nada encima, a no ser aquella extraña prenda interior. Miré a mi alrededor, para ver dónde se hallaba Nils y, rápidamente, entregué la falda y la blusa a Marnie. La muchacha también miró a su alrededor, un tanto desorientada, y se puso ambas prendas, sosteniéndose la falda por ambos lados. Le enseñé los botones y ojales, y entre las dos conseguimos que le sentase mejor, con la ayuda de cuatro alfileres.
Cuando Nils llegó para comer, Marnie ya estaba vestida. Incluso tenía puestas mis zapatillas.
—¡Bien! —exclamó Nils—. ¡Aquí tenemos a una bella señorita! Lástima que le hayamos cortado el cabello.
—Podemos achacarlo a que está recuperándose de unas fiebres tifoideas —dije, sonriendo.
Pero la luz había desaparecido del rostro de Marnie repentinamente, como si entendiera lo que estábamos diciendo. Se pasó una mano por los cortos rizos y luego miró las trenzas, que yo había dejado sueltas al estilo indio, ya que viajábamos solos y sin que nadie nos observase.
—No te preocupes —dije a la pequeña, dándole un afectuoso apretón en un brazo—. Ya volverán a crecer.
Marnie alzó una de mis trenzas y me miró.
—Pelo —dijo.
Luego se llevó la misma mano a su cabeza y añadió:
—Rizos...

¡Qué maravillosa sensación la de sentirse sobre aquella llanura que se alzaba sobre Margin y saber que ya casi estábamos en casa! Al sujetar mis trenzas alrededor de la cabeza en forma más adecuada, miré hacia las cajas y paquetes amontonados atrás, en el carromato. Con todo aquello y muy poco más, teníamos que montar un hogar allí, en medio de cualquier parte. Bien, con Nils sería suficiente.
El ruido de nuestras ruedas sobre la grava al entrar en la ciudad despertó la curiosidad de la gente que habitaba en las esparcidas casas y otras construcciones que formaban Margin. Margin parecía asirse a la falda de una colina, es decir, ocupaba casi los tres lados de su base. Al otro lado había cientos y cientos de millas de un territorio que se perdía a lo lejos. Era un lugar donde se podía respirar libremente y aun así sentir la protección de aquellas eternas colinas. Afortunadamente fuimos escoltados hasta nuestra casa, situada en el otro extremo de la ciudad, por un número de personas que crecía constantemente. Marnie, una vez más, se había sumido en el silencio. Abría mucho los ojos, haciéndose quizá mil preguntas, y tenía una mano crispada sobre el asiento, como si tratara de escudarse en Nils y yo.
Los primeros días en un lugar nuevo siempre son incómodos y confusos. Todas las tareas de establecernos y la preocupación de que Marnie comenzara a flotar como un globo o que enviase algo por los aires, como había hecho con el pan, se combinaban para ponerme los nervios de punta. Afortunadamente, Marnie se sentía muy tímida en presencia de otras personas, exceptuándonos a nosotros, tan tímida en presencia de los demás, que en cuanto le lavé el camisón, y se aseó nuevamente, y pedimos prestado un camastro, allí acosté a Marnie, quien inmediatamente se sumió durante todos los días en una especie de letargo, como si hubiese ido a un lugar muy remoto, que nosotros no pudiéramos intuir siquiera.
Por supuesto tuvimos que explicar su presencia. No la habíamos mencionado para nada cuando habíamos dispuesto y anunciado anticipadamente nuestra llegada. La muchacha carecía de ropas, y yo no tenía prendas en abundancia para cubrirnos las dos decentemente. Así, me escuché a mí misma relatar las más fantásticas historias a la señora Wardlow. Su esposo era el maestro de la escuela y el pastor, desempeñando además cualquier otra posible función propia de un hombre culto que viviera en una nueva ciudad de la frontera. Su esposa era una especie de gaceta viviente de noticias de toda la ciudad y asimismo guardiana de la moral pública.
—Marnie es nuestra sobrina —dije—. Es la hija de mí hermana menor. Está convaleciente de unas fiebres tifoideas y..., y de meningitis.
—¡Dios mío! —exclamó la señora Wardlow—. ¿Y sufrió todas esas cosas de una sola vez?
—No —repliqué, entusiasmándome con mis propios embustes—. Quedó muy débil de las tifoideas y a continuación padeció una meningitis. Casi llegó a perder el cabello con esta última enfermedad. También creímos que la perderíamos a ella...
No necesité fingir en absoluto para estremecerme al recordar repentinamente la visión de aquella débil columna de humo que ascendía hacia el cielo...
—Mi hermana la dejó con nosotros, esperando que el clima de aquí protegiera a Marnie contra una probable anemia. Mi hermana abriga también la esperanza a que nuevamente enseñemos a hablar a la muchacha.
—He oído hablar de personas que han tenido que aprender a caminar otra vez, después de padecer unas fiebres como las de esa enfermedad, pero nunca que tuviesen que aprender a hablar nuevamente.
—El término científico de ese padecimiento es afasia —dije calmosamente—. Fue cosa de la meningitis. Marnie ya había comenzado a hacer progresos al hablar, pero el viaje la ha perjudicado mucho en tal sentido...
—No estará..., bueno, perturbada, ¿verdad? —preguntó la señora Wardlow casi en voz baja.
—¡Claro que no! —dije con tono de indignación—. Y debo advertirle que oye perfectamente...
—¡Oh! —exclamó la señora Wardlow, enrojeciendo—. Ya, ya, naturalmente; no deseaba ofenderla con mis palabras. Cuando se recupere lo suficiente, el señor Wardlow se sentiría muy complacido con darle algunas lecciones, hasta que pueda acudir a la escuela.
—Gracias —dije—. Su esposo es muy amable.
Luego cambié de tema al servir el té.
Cuando la señora Wardlow se retiró, tomé asiento junto a Marnie, cuyos ojos brillaron ante mi sola presencia.
—Marnie —dije—. No sé hasta qué punto podrás entenderme, pero eres mi sobrina. Tienes que llamarme «tía Gail» y a Nils «tío Nils». Has estado enferma. Tienes que aprender a hablar nuevamente.
Sus ojos me contemplaban con atención sostenida, pero ni siquiera parpadearon indicándome que me había entendido. Suspiré hondo y me volví. Marnie extendió una mano y me tomó del brazo. Me tuvo así durante un rato, con los ojos cerrados. Finalmente hice un movimiento como para zafarme de su mano, y la muchacha abrió los ojos y sonrió.
—Tía Gail, estuve enferma. Perdí el cabello. ¡Quiero pan! —recitó calmosamente.
—¡Oh, Marnie! —exclamé, abrazándola encantada—. ¡Que Dios te bendiga! ¡Estás aprendiendo a hablar!
Acerqué mi mejilla a sus rizos y luego la solté.
—En cuanto al pan —añadí—, esta mañana he amasado y ahora mismo está en el horno. No hay nada como el aroma a pan cocido para que un lugar cualquiera parezca un hogar.
Tan pronto como Marnie estuvo bastante fuerte, comencé a enseñarle a realizar las labores más necesarias de la casa y me sentí muy desconcertada cuando la vi tomar una escoba torpemente, sin saber literalmente cuál de sus extremos emplear o qué hacer con ella. ¡Cualquiera sabe para qué sirven una aguja y un dedal! Pero Marnie los miró como si se tratase de maravillas de otro mundo. Vio cómo la aguja cosía, deslizando la hebra de hilo en la tela, una y otra vez, hasta que la aguja cayó al suelo porque no había anudado el hilo en un extremo.
Aprendía a hablar, aunque al principio lo hizo con mucha lentitud. Tenía que entablar una lucha consigo misma y buscar las palabras. Un día le hice una pregunta y ella me contestó:
—No conozco tu idioma. Tengo que cambiar las palabras al mío para ver cómo son, y luego cambiarlas otra vez a tu idioma...
Marnie suspiró y añadió tras una ligera pausa:
—¡Es tan lento! Pero pronto podré tomar las palabras de tu pensamiento para no tener que cambiarlas.
Parpadeé, no muy segura de desear que supiese lo que yo pensaba.
La gente de Margin adoptó muy pronto a Marnie, y todo el mundo se sentía muy complacido con sus progresos. Incluso los jóvenes escuchaban pacientemente sus calmosas palabras. La muchacha hallaba más cómodo jugar con niños menores que ella porque los pequeños no necesitaban hablar muy correctamente para entenderse y porque sus juegos se relacionaban con las cosas fundamentales de la casa y la comunidad en sus formas más simples y los repetían interminablemente.
Para incomodidad mía, descubrí que Marnie podía llevarse tan bien con los pequeños..., el día en que Marwin Wardlow llegó hasta mí gritando su indignación de siete años de edad.
—¡Marnie y mi hermana no me dejan jugar! —exclamó encolerizado.
—¡Oh!; estoy segura que ellas te dejarán si juegas tranquilamente —dije, dejando a un lado mi labor de ganchillo para una nueva enagua de Marnie.
—¡No quieren dejarme!
Y el chico se dispuso a chillar nuevamente. Sus chillidos rivalizaron con la sirena de la mina, que sonaba a las seis en punto. Suspiré, y tomando al niño por una mano, le conduje hasta donde jugaban, bajo los olmos.
Marnie estaba jugando con Tessie Wardlow, de cinco años de edad. En aquel momento se ocupaban en construir una casita. Ya habían esbozado varias estancias, sirviéndose de piedritas, y las estaban amueblando con astillas y otras piedras, viejos tarros de conserva y restos de platos rotos. Marnie estaba arreglando unas flores en un jarrón roto que había colocado entre dos piedras. Tessie se ocupaba en llevarle flores y algunas hojas de árbol. ¡Y no se cambiaba entre ellas ni una sola palabra! Tessie miraba a Marnie y luego salía corriendo para recoger otra flor. Antes de recoger la que le parecía, detenía su mano, que ya la tocaba, miraba hacia la espalda de la atareada Marnie, dejaba aquella flor y tomaba otra, hasta que regresaba con ella, correteando alegremente.
—¡Marnie! —llamé.
Y a continuación parpadeé al sentir en mi mente algo que respondía: «¿Qué?».
—¡Marnie! —llamé nuevamente.
Marnie se sobresaltó y me miró.
—Sí, tía Gail —dijo cuidadosamente.
—Merwin dice que no le dejan jugar.
—¡Oh, eso es un cuento! —exclamó Tessie, con indignación—. No hace nada de lo que dice Marnie, y ella es hoy el ama.
—¡No me dice que haga nada! —chilló Merwin.
—¡Sí que te lo dice! —gritó a su vez Tessie, golpeando la tierra con un pie—. Te lo dice igual que a mí, pero tú no quieres hacerlo.
Me ahorré de tener que servir de árbitro en la disputa cuando la señora Wardlow llamó a sus chicos para cenar. Aliviada, tomé asiento en el «vestíbulo», una roca cubierta de musgo. Marnie se sentó en el suelo, a mi lado.
—Marnie —dije—, ¿cómo sabía Tessie qué clase de flores tenía que traerte?
—Se lo dije —respondió Marnie, con sorpresa—. Dijeron que hoy yo sería el ama. Merwin no quería jugar.
—¿No le dijiste las cosas que tenía que hacer?
—¡Oh, sí! —exclamó Marnie—. Pero no hizo nada.
—¿Y esa última flor que te trajo Tessie? —continué—. ¿Acaso le pediste esa flor especial?
—Sí. Porque iba a recoger una que tenía mal los pétalos en un lado.
—Marnie —dije pacientemente—, yo estaba aquí y no escuché ni una sola palabra. ¿Hablaste a Tessie?
—¡Oh, sí!
—¿Con palabras? ¿En voz alta? —insistí.
—Creo que...
Marnie se detuvo, suspiró hondo y se apoyó sobre mis rodillas para trazar una curva sobre la tierra con uno de sus dedos. Luego, añadió:
—Creo que no. Es mucho más fácil adivinar sus pensamientos antes que se conviertan en palabras. Yo puedo hablar con Tessie sin palabras. Pero Merwin, creo que necesita palabras.
—Marnie —dije, dando de mala gana unos pasos en el desierto de mi ignorancia, deseosa de saber qué hacer con una muchacha que suponía «más difíciles las palabras»—, tienes que emplear siempre palabras. Puede parecerte más sencillo..., de la otra manera, pero tienes que hablar, ¿sabes? La mayor parte de las personas no entienden si no se usan palabras. Cuando las personas no entienden se atemorizan. Cuando se atemorizan se enfadan. Y cuando se enfadan..., tienen que hacer daño.
Permanecí inmóvil en mi asiento, contemplando cómo Marnie asimilaba mis palabras, pensaba en una respuesta y luego la convertía en palabras que salieran de sus infelices labios.
—Entonces fue... Nos mataron porque no nos entendieron —dijo—. Por eso prendieron fuego.
—Sí —repliqué—. Exactamente.
Hubo un silencio y añadí:
—Marnie, nunca has llorado por las personas que murieron en el incendio. Estabas triste, pero..., ¿no era tu propia familia?
—Sí —dijo Marnie, tras un largo silencio—. Mi padre, mi madre y mi hermano...
La muchacha tragó saliva y añadió:
—Y un vecino nuestro. Un hermano fue llamado a los cielos cuando nuestra nave se rompió y el salvavidas de mi hermana pequeña no venía con el nuestro.
¡Y entonces los vi! Vívidamente, los vi, a medida que la muchacha iba nombrándolos. Al padre le vi con vida antes que su sonriente imagen se desvaneciese de nuevo en mi mente; tenía los cabellos negros, como Marnie. La siguiente era una mujer bajita y regordeta.
—Pero —dije, parpadeando—, ¿no sientes pena por ellos? ¿No estás triste porque hayan muerto?
—Estoy triste porque ya no están conmigo —dijo Marnie, lentamente—. Pero no siento que el Poder les llamará a su Presencia. Sus cuerpos estaban rotos y muy heridos.
Marnie tragó saliva nuevamente y, tras otro silencio, añadió:
—Mis días aún no han terminado, pero no importa el tiempo que pase hasta que yo sea llamada, porque mi familia vendrá a buscarme. Reirán y correrán hacia mí y yo...
Marnie ocultó su rostro durante unos instantes entre los pliegues de mi falda. Finalmente, alzó la barbilla y dijo:
—Estoy triste por estar aquí sin ellos, pero mi mayor tristeza es no saber dónde está mi hermanita o adónde ha sido llamado Timmy. Timmy y yo éramos gemelos.
La mano de Marnie se cerró sobre el borde de mi falda; y la muchacha continuó:
—Pero, ¡la Presencia sea alabada!, te tengo a ti y al tío Nils, que no se enfadan porque no entienden.
—Pero al llegar aquí, a la Tierra... —comencé a decir.
—¿Se llama a esto Tierra? —preguntó Marnie, mirando a su alrededor—. ¿Es la Tierra el lugar adonde vinimos?
—El mundo entero se llama Tierra —dije—. Todo, todo cuanto puedas ver..., y allá, muy lejos, hasta donde puedas llegar. Vinieron a este territorio...
—Tierra —musitó Marnie—. ¡Así que este refugio en los cielos se llama Tierra!
Marnie se puso en pie de un salto, y dijo:
—Siento mucho haberte molestado, tía Gail. Mira esto, es para prometerte no ser interrestre...
Tomó la última flor que había colocado en el jarrón de la casa de muñecas y la puso en mis manos.
—Pondré la mesa para cenar —exclamó, cuando corría ya hacia la casa—. Esta vez, tenedores para cada uno..., y bien colocados en su sitio.
Suspiré hondo y di vueltas a la flor entre mis dedos. Luego me eché a reír sin saber por qué. Aquella flor, que había crecido tan prosaicamente para luego ser arrancada en la falda de nuestra colina, refulgía maravillosamente, con un brillo intenso, y su dorada corola parecía arder, tornándose casi transparentes los pétalos que acariciaban mis dedos. ¡No parecía terrenal! Pero cuando aquella noche enseñé la flor a Nils, y le conté lo sucedido durante el día, la flor era otra vez sencillamente una flor, desmadejada y marchita.
—Una de las dos, o tú o Marnie, tiene una imaginación portentosa —comentó Nils.
—Entonces será Marnie —repliqué—. En un millón de años no sería yo capaz de inventar las cosas que ella me dijo. Pero, Nils, ¿cómo podemos estar seguros del hecho que no es verdad?
—¿Qué verdad? ¿Qué crees que te ha dicho?
—Pues..., verás —murmuré—. Ella dijo que podía leer el pensamiento de los demás, por lo menos el de Tessie. Y que éste es un mundo extraño para ella. Y..., y...
—Si ésa es la manera en que la muchacha desea hacer más llevadera la pérdida de su familia, déjala. Es mejor que la histeria o la melancolía. Además, es mucho más emocionante, ¿verdad?
Y tras pronunciar estas palabras, Nils se echó a reír.
¡Aquella reacción no me servía de mucha ayuda para calmar mi imaginación! Pero lo cierto era que él no tenía que luchar mano a mano con Marnie y sus hábitos. No tenía que insistir en que Marnie aprendiese a hacer las camas a mano en lugar de lanzar las ropas por el aire, flotando, hasta que caían perfectamente en su sitio, o en que las jóvenes usaban zapatos en lugar de preferir ir descalzas, «caminando» a unas cuantas pulgadas de altura sobre la dura gravilla y cantos rodados del patio posterior de la casa. Por otra parte, tampoco tenía que persuadirla para que, por muy oscura y sin luna que fuese la noche, entendiese que la gente no recortaba por las buenas flores de papel y las hacía florecer y lucir como pequeñas velas encendidas por los rincones de las habitaciones. Nils había estado aquel fin de semana en la capital del condado. Yo no sabía de dónde era aquella muchacha, pero sí que éste «era» un nuevo mundo para ella y que, fuera cual fuese aquel otro mundo de donde procedía, yo no tenía el menor recuerdo de haber leído en los libros nada sobre él.
Cuando Marnie comenzó a recibir lecciones en la única aula que servía de escuela al señor Wardlow, finalmente hizo amistad con los pocos chicos y chicas de su edad que había en Margin. Calculando su edad, cualquiera pensaría que tendría algo menos de los veinte años y más de trece. Entre sus amigos estaban Kenny, el hijo del capataz de la mina, y Loolie, la hija de la cocinera de la posada. Los tres corrían juntos por las colinas, y Marnie aprendió de ellos un extenso vocabulario y se hizo un poco más prudente en su forma de comportarse. La sorprendió un par de veces haciendo cosas que parecían imposibles, pero reaccionaron airadamente y se retiraron, por lo que Marnie tuvo que esperar más o menos pacientemente, antes que volviesen a aceptar su compañía. Uno no olvida tan fácilmente las cosas en tales circunstancias.
Durante aquel tiempo, sus cabellos crecieron y también ella; hasta el punto que tuvo que abandonar aquella extraña prenda interior que ya llevaba puesta cuando la encontramos. Marnie dio un profundo suspiro al dejarla a un lado, guardándola a continuación en el fondo de uno de los cajones de la cómoda.
—En casa —dijo— se celebraría una ceremonia y se haría una promesa. Todas nosotras, las muchachas, sabríamos a partir de entonces que acababan de empezar nuestras responsabilidades como adultos...
Sin saber a qué achacarlo, desde aquel día Marnie nos pareció otra; menos extraña, menos distinta a los demás, quizá.
No transcurrió mucho tiempo antes que Marnie comenzara a detenerse súbitamente en medio de una frase para ponerse a escuchar atentamente o dejar de pronto los platos que estaba colocando en la mesa para correr hacia la ventana. Yo la contemplaba ansiosamente, preguntándome a mí misma si se sentiría preocupada por algo. Luego, una noche, después de apagar la lámpara, creí oír algo que se movía en la habitación de al lado. Me acerqué descalza, caminando cautelosamente. Marnie se hallaba en la ventana.
—¡Marnie!
Su borrosa figura se volvió hacia mí.
—¿Qué es lo que te preocupa? —pregunté, acercándome a ella y mirando luego hacia la soledad de las colinas iluminadas por la luz de la luna.
—Ahí fuera hay algo —dijo—. Algo malo y que me da miedo. Algo «terrible y maligno».
Las dos últimas palabras las tomó de mi mente. Yo me sentía complacida porque Marnie, al hacer aquello, ya no me indignara ni atemorizara, como había sucedido las primeras veces.
Marnie añadió:
—Es algo que anda alrededor de la casa una y otra vez y teme llegar hasta aquí.
—Quizá se trate de algún animal —sugerí.
—Quizá —admitió la muchacha, apartándose de la ventana—. No conozco vuestro mundo. Este es un animal que camina erguido y solloza: «¡Que Dios tenga piedad!»
Aquel incidente resultaba algo chocante, pero ya no lo pareció tanto cuando Nils, al día siguiente, dijo con indiferencia al servirse un poco de puré de patatas en la mesa:
—Adivina a quién he visto hoy. Dicen que lleva por aquí una semana o algo así.
Llenó su plato de salsa y añadió:
—Nuestro amigo, el de la duda torturada.
—¿El de la duda? —pregunté, parpadeando, sin acabar de entenderle.
—Sí —replicó Nils, tomando una rebanada de pan—. Incendiar o no incendiar; he aquí el dilema.
—¡Ah! —exclamé, sintiendo un escalofrío—. ¿Te refieres al hombre de Grafton’s Vow? ¿Cómo se llamaba?
—Nunca lo dijo, ¿no?
Nils detuvo el tenedor camino d


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