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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO HEY FRANKY! (por Agustín Cortés)
¡Hey Franky!

"A Boris Karlof quien no morirá
Mientras haya quien se estremezca,
En una noche de lluvia, con un
Lejano aullido y el aletear de un búho."


La noche era fría y oscura. Una densa neblina cubría la campiña, la sombra de los árboles se dibujaba siniestramente en el paisaje y el ulular de los búhos se helaba en el aire quebrándose y cayendo convertido en finísimo polvo helado.

El sendero serpenteaba rítmicamente por entre el bosque y la neblina hasta detenerse en las puertas de una antiquísima mansión.

Un camión subía trabajosamente por el sendero ...

- ¡Vaya nochecita y vaya lugar!

Comentaba el chofer inclinándose sobre los empañados cristales para ver mejor el camino. A su lado otro hombre se cimbraba a cada salto del camión en los baches del camino. No hablaba, sólo miraba fijamente el camino con sus ojillos negros que parecían continuar aquella cavidad oscura que se iniciaba en los pómulos y continuaba a través de las marcadas ojeras.

- Si no fuera por los mil pesos jamás me hubiera aventurado a traerlo. Mi vieja había preparado unas chalupitas como para chuparse los dedos.

El hombre enjuto, que además vestía todo de negro, ni siquiera volteó a mirar al chofer, siguió observando casi obsesivamente el camino y meciéndose con los saltos del vehículo.

El sendero terminó y el camión se detuvo frente al pórtico de la mansión.
- ¡Toque el claxon! - ordenó el hombre de negro.

El chofer obedeció y el ronco claxon del camión rompió en un instante el silencio nocturno.

Durante un buen rato nada ocurrió, el chofer golpeaba nerviosamente el volante con los dedos pulgares. En el sombrío rostro de su acompañante se dibujó un gesto de impaciencia. Por fin se escucho un tétrico rechinido y el portón fue abriéndose lentamente, el camión entró a un gran patio de tierra suelta, completamente desnudo, veinte o treinta metros más adelante dos sauces llorones custodiaban la entrada a la casa.
- ¿Y ahora? - preguntó el chofer.
- ¡Bájelo! - ordenó al bajar del vehículo el hombre de negro.

El chofer descendió, fue hasta la parte de atrás del camión y con grandes trabajos bajo una caja de madera de unos tres metros de largo.
- Yo la llevo - exclamó una voz gutural que hizo dar un salto al chofer. Un hombre de horrible apariencia, jorobado y arrastrando una pierna, se acercó a la caja y ante el asombro del chofer la levantó en vilo y la llevó al interior de la casa.

El hombre de negro apareció de nuevo, su elevada estatura y su extrema delgadez acentuaban lo tétrico de su aspecto.
- Tenga y váyase pronto - dijo al chofer, entregándole un fajillo de billetes. El chofer no necesitó que le repitieran la orden, tomó el dinero, trepó al camión y salió velozmente. El jorobado volvió y fue a cerrar la puerta; luego, siguiendo al hombre de negro, entró a la casa.

Caminaron por corredores alumbrados con antiquísimos candelabros y pasaron frente a severas armaduras medievales hasta llegar a una puerta, en el fondo de uno de los lóbregos corredores, la cual el jorobado abrió con suma dificultad y en medio de grandes ruidos.
- Tráelo - dijo el hombre de negro.

El jorobado fue nuevamente por la caja y el hombre descendió ceremoniosamente por una escalerilla de piedra a un sótano en tinieblas. Fue a una pared y oprimió un interruptor encendiéndose un azuloso alumbrado neón.

El sótano tendría veinte metros de diámetro. A lo largo de sus paredes se alineaban complicadas máquinas conectadas entre sí por tubitos espirales de colores. En el centro, conectada a las máquinas por alambres en cantidades industriales y más tubitos espirales, una enorme plancha de acero.
El jorobado entró con la caja y la depositó en el suelo.
- Profesor Mentecatus, aquí está.

El hombre de negro se acercó a la caja y ayudado por el jorobado la abrió. Luego con gran trabajo, sacaron de ella un cuerpo humano, un enorme y descomunal cuerpo humano que llevaron hasta la plancha de acero y lo sujetaron con fuertes correas conectadas a la plancha y por ende a las máquinas. Le pusieron en la cabeza una especie de casco metálico que, para variar, se encontraba también conectado a las dichosas máquinas.
El hombre de negro, el profesor Mentecatus, y el jorobado se alejaron prudentemente un tramo para mirar con todo detenimiento la mole sobre la plancha.
- ¡Lo logramos Lencho, aquí está! - exclamó alborozado el profesor.

El jorobado asintió imbécilmente y su único ojo, porque además era tuerto, brilló intensamente.
- Sabía que existía, lo sabía - siguió diciendo Mentecatus - diez años buscando y ahora ... ¡Aquí está: el legendario monstruo de Frankestein!

Sobre la plancha, el cuerpo pareció estremecerse al escuchar aquel nombre.
- ¿Dónde lo encontró profesor?
- En una feria. Parece que un barco lo rescató de un iceberg y el capitán del barco lo vendió al dueño de la feria, quien lo exhibía como una rareza.
- Y ... ¿Está vivo?
- Desgraciadamente no, pero si Victor Frankestein llego a hacerlo vivir yo podré reanimarlo nuevamente.
- ¿Cuándo lo intentará?
- Esta misma noche Lencho. Anda, ve y conecta los generadores.

El jorobado, arrastrando su pierna, fue a ejecutar las órdenes del profesor. Este por su parte se dirigió hacia el monstruo, lo examinó detenidamente con gran cuidado, hasta percatarse que el cuerpo se encontraba en perfecto estado de conservación. Luego, frotándose las manos y sonriendo diabólicamente se dirigió a un estante en un rincón, se despojó de su negro levitón y se puso una inmaculada bata blanca.

El ronroneo de los generadores se dejó escuchar. Lencho reapareció en escena y se acercó a ayudar al profesor entre las enormes máquinas y los brillantes tubitos espirales. Durante un par de horas estuvieron entregados frenéticamente a la tarea, al cabo de las cuales Mentecatus alzó los brazos y exclamó:
- ¡Listo!

Luego, junto con Lencho se retiró hasta cerca de la escalera de piedra, donde se encontraban los controles y con una expresión de iluminado en el rostro, conectó bruscamente un switch ...

Primero sólo se escuchó un ligero silbido que luego fue aumentando de intensidad, las máquinas comenzaron a rugir y los tubitos espirales a crepitar hasta que aquello convirtióse en una verdadera tormenta de fabricación casera. Chispas y relámpagos brotaban de todas las conexiones. El enorme cuerpo del monstruo se cimbraba ante cada descarga. Las vibraciones hicieron que uno de los vidrios de las ventanillas del sótano estallara en mil pedazos y un aire helado confundido con la neblina se coló hasta el laboratorio.

El profesor Mentecatus, con los ojos exageradamente abiertos y los labios sacudidos por un temblor nervioso, observaba su obra. A su lado, el jorobado Lencho miraba aquello aterrorizado.

Después se hizo el silencio.
- ¿Qué pasó? - gritó Mentecatus enfurecido.
- Se debe haber fastidiado un generador - respondió Lencho.

El sótano había quedado en tinieblas. El profesor sacó una caja de fósforos, tomó uno y lo encendió.
- Trae velas - dijo.

El jorobado salió del sótano a cumplir el encargo, dejando a Mentecatus con su fósforo en la mano. La helada corriente de aire que penetraba por el cristal roto hacía castañear los dientes al profesor.
Un ruido se escuchó en el laboratorio. El fósforo se apagó.
Un chasquido. Un gruñido.
- ¡Lencho!
Un jadeo. Un cuerpo pesado cayendo.
- ¡Lencho!
El profesor corre hasta la escalera de piedra. Lencho aparece en la puerta con un candelabro en la mano.
- ¡Profesor! - exclama.
Mentecatus ya trepaba gateando, volteó y ...
En medio del laboratorio, gruñendo y mirando extrañado el lugar, el monstruo se erguía imponente.
- ¡Mira Lencho, mira! - gritaba Mentecatus entusiasmado.
El monstruo al oír los gritos, se volvió hacia ellos. Los observó con curiosidad y fue a su encuentro.
- ¡Hemos triunfado, lo sabía, sabía que era posible!
- ¡Viene hacia acá! - gritó con pánico Lencho.
El monstruo se fue hasta la escalera, el profesor se colocó delante de él.
- Escúchame, eres mi creación y tienes que obedecerme - le dijo.
- ¿F R A N K E S T E I N? - preguntó el monstruo trabajosamente, con una voz gutural e inexpresiva, separando cada letra.
- No - dijo el profesor - ¡Mentecatus, Mentecatus el grande! - y alzó una mano en un grotesco gesto dictatorial.

El monstruo, por su parte, levantó el brazo derecho y lo dejó caer sobre el ensoberbecido profesor que fue a dar casi en el centro del laboratorio. Luego subió, abrió la puerta del sótano y salió.
- ¡Deténlo imbécil! - gritó el profesor a Lencho, que temblando de miedo había dejado el paso al monstruo. Luego se incorporó trabajosamente y subió las escaleras corriendo.

El monstruo buscaba una salida. El profesor llegó corriendo y tontamente se colocó de espaldas al portón de salida, señalándoselo así al monstruo que, evidentemente molesto, fue hacia allá.
- ¡Detente! - gritó el profesor.

El monstruo lo tomó entre sus fuertes brazos y, levantándolo en vilo, lo arrojó sobre una vieja armadura que se desmoronó en medio de un estrépito. Mentecatus quedó sin sentido. El monstruo abrió la puerta y salió perdiéndose en la niebla.

II

La neblina se levantaba lentamente, el sol iniciaba cadenciosamente su ascenso en el horizonte, la ciudad se desperezaba tímidamente. El monstruo la miraba con curiosidad desde lo alto de una colina. En su embotada y poco desarrollada mente no cabía aquel extraño paisaje de grandes edificios y serpenteantes avenidas. Decidió descender cuando el sol ya calentaba la fría mañana.

Entro a la ciudad con pasos titubeantes, moviéndose torpemente. Dos mujeres con canastas se cruzaron con él, que ni siquiera volteó a mirarlas.
- ¡Qué tipo tan raro! - dijo una.
- Uno de esos vagos existencialistas - comentó la otra.
Las mujeres siguieron su camino hacia el mercado.
- ¡Qué juventud, qué juventud! - exclamó un hombre al verlo pasar.
- Ya no hayan qué hacer para exhibirse, en mis tiempos ... - comentó una beata que salía de misa.
- No, si desde que el Belmondo ese se hizo famoso, todos los feos se dan unas ínfulas que ... - vociferó una cacariza con cara de fuchi que, en el colmo del optimismo, entraba a un salón de belleza cuando el monstruo cruzaba la acera.

La ciudad adquiría su movimiento cotidiano, su informe perfil. Los autos rugían, las gentes se atropellaban en su rápido caminar ...
Rápido ... rápido ... rápido ...
Completamente descontrolado, el monstruo avanzaba sin que nadie pareciese advertir su presencia, salvo por lo curioso de su atuendo: una camiseta a rayas verdes y rojas, un saco azul desteñido, unos amplísimos pantalones grises, zapatones negros que retumbaban a cada paso.

Trató de atravesar una avenida, un auto se le arrojó encima, intentó esquivarlo pero recibió un golpe en una pierna, yendo a caer sobre la acera y golpeándose la frente de la que escurrió un hilillo de sangre.
- ¡Provinciano, vuelve al cerro! - gritaron desde el auto.

Las personas que pasaban apenas se dignaron mirarlo de reojo, todas tenían prisa ... prisa ... prisa ..., mucha prisa. El monstruo echó a correr, desesperado, la sangre le cubría la vista y el dolor de la pierna se hacía insoportable. Corrió, corrió y corrió. La ciudad rugía, jadeaba a su alrededor y él corría, corría, corría.

Encontró por fin una callejuela solitaria y se refugió en ella. Ya no podía más, se desplomó gimiendo, llorando en medio de unos cajones que, al volcarse, lo cubrieron de inmundicias y desperdicios.

Durante horas quedó en aquel lugar. Temblando y hecho un ovillo, como gato hambriento. Alguien abrió una puerta en la ahora oscura callejuela. Las estrellas ya cintilaban en el firmamento. Cerró fuertemente los ojos y trató de contener el temblor que lo invadía. Alguien se acercó, se detuvo frente a él y una mano lo zarandeó suavemente.

Abrió los ojos y observó a una mujer que lo miraba con curiosidad. El pelo lacio y oscuro caía sobre sus hombros, vestía un suéter negro de cuello alto y pantalones del mismo color, de su cuello pendía un enorme medallón dorado. Era morena, de finas facciones, tendría unos veinte años, y sus ojos parecían brillar en la oscuridad.
- ¡Hola! - dijo la muchacha sonriendo.
El monstruo la seguía mirando con extrañeza.
- ¿F R A N K E S T E I N? - preguntó con voz gutural y pastosa.
La muchacha rió alegremente.
- ¿Así te llamas? Pues viéndolo bien te le pareces un poco - comentó.
Luego se percató de la sangre:
- ¿Estás herido? Ven, vamos a curarte - le ayudó a incorporarse y lo llevó hasta la puerta por donde ella había salido, introduciéndolo en un pequeño departamento. Era un lugar curiosamente amueblada: una cama desvencijada, unos taburetes esparcidos por la habitación, un estante con botellas y en las paredes fotografías de los Beatles, los Rolling Stones, Joan Baez, Raimon, etc. Todo alumbrado por un candil hecho con una vieja rueda de auto.
- Ahí la cocina, ahí el baño ... - explicó la chica mientras limpiaba, desinfectaba y curaba la herida que el monstruo había sufrido en la frente.
- Bueno, te quedas en tu casa - dijo luego que terminó de vendar - tengo que ir a trabajar ... canto, sabes, en un café cercano ... Bien, luego nos vemos.

Con movimientos nerviosos salió de la habitación y cerró la puerta. El monstruo intentó incorporarse pero el agudo dolor de la pierna se lo impidió.
- No hay fractura, es sólo una contusión - había dicho ella y vendó fuertemente la pierna - sanaras en un par de días.

Con extrañeza observó detenidamente la habitación, era todo tan distinto a lo que había vivido. Cerró fuertemente los ojos y fue adormeciéndose, soñando con multitudes vociferantes, cadáveres y hielo ... frío ... hielos ... frío .... hielo ... frío ...

III

- ¡Hola, buenos días!
La cantarina voz le hizo abrir los ojos sobresaltado. La luz del sol entraba de lleno por una ventana que daba a la callecita, y que ahora tenía las cortinas corridas.
- ¿D í a? - preguntó con dificultad.
- Sí, día. Ya son las diez y cuarto, ¿sabes?

La muchacha, sentada en uno de los taburetes, lo miraba fijamente. El volvió a repasar minuciosamente la habitación.
- Eres un tipo muy curioso, ni siquiera me has dicho cómo te llamas.
- F R A N K E S T E I N.
- Bueno, ya que insistes te llamaré Franky, ¿okey?
La chica sonrió graciosamente, le hizo una mueca de resignación. Luego se levantó y preguntó:
- ¿No quieres algo de desayunar?

Pasaron varios días, el monstruo y la muchacha se acoplaron a las mil maravillas. El fue poco a poco aprendiendo nuevamente a hablar y ella a conocer su origen.

La vieja y raída historia de Víctor Frankestein fue revivida en todos sus detalles en cada una de sus conversaciones crepusculares ...
- ¡Sufrir! - respondía él con su voz gruesa y rasposa - Yo no tenía consciencia de lo que era sufrir; todas mis sensaciones eran primarias. Poco a poco fui madurando, demasiado rápido tal vez ...

Ella lo miraba admirándose que aquella grotesca figura no le provocara ningún pavor. Un día le dijo:
- Quiero que me acompañes al café.
- ¿Yo?
- Sí, tú, ¿quién más?
- Pero ... ¡Me has visto bien!
- Perfectamente, por eso te lo pido.
- Bueno, si lo deseas.

IV

El ruido de las guitarras eléctricas lastimó en un principio sus oídos pero el ritmo fue inundando su cuerpo y, a poco, aquellos sonidos acabaron por resultarle agradables.
- Bó, Trucurú, Juanito, Tiny, Rosa y Gaby. Este es Franky.

Saludó tímidamente a aquel grupo de jóvenes barbones y melenudos y chicas de largos cabellos y ajustados pantalones.
- ¡Hola! - respondieron todos a un tiempo.

La plática enfiló por el rumbo de la literatura, la música y la pintura. El no sabía qué decir, aunque algo había leído en los libros que la muchacha le había prestado. Se sentía grotesco; pero ese sentimiento fue desvaneciéndose a medida que se daba cuenta que ninguno de los presentes reparaba en su aspecto, quizá por lo parecido al de ellos. Entonces fue entrando en la conversación y terminó discutiendo sobre literatura existencialista, música moderna y pintura op.

Luego las luces se apagaron y una voz anunció:
- ¡Ahora, la sensacional actuación de Lulú, la voz del subconsciente!

Una combinación centelleante de luces cayó sobre el centro de la pista del café, iluminando a Lulú vestida de amarillo y con una guitarra en la mano. Empezó a pulsar la guitarra y de su garganta se ofreció un agradable ronroneo:

Anda, corre ve y diles.
Diles, que no estás muerto
Diles, que estás gritando
Todo lo que llevas en tu alma.
Anda, corre ve y diles
Diles, diles que hay hambre
Diles, que hay miserables
Que no tienen ni un pedazo de pan ...


El monstruo la miraba fijamente. Dentro, un cosquilleo lo estremecía mientras más fijamente observaba aquella figura diminuta ...

Anda, corre ve y diles
A esas madres que llorando están,
Que sus hijos, los más queridos,
Ahora están muertos allá en Viet Nam.
Anda, corre ve y diles
Que la guerra resulta eficaz
Para aquellos que hacen las armas
Para aquellos que no están allá.
Anda, corre ve y diles
Que los comunistas nos darán la paz
Y que sólo esperan tranquilos
Cobrarnos a cambio
Nuestra libertad ...


Lulú hizo que el banco en que estaba sentada diera una vuelta completa sobre sí mismo y luego, fijando su mirada en Franky, continuó:

Anda, corre ve y diles
Que si andas greñudo
A ellos qué les da.
Anda, corre ve y diles
Que ese su mundo no te importa más
Que todo por lo que ellos luchan
A ti te da asco y ansias de morir.
Anda, corre ve y diles
Que no eres banquero
Ni lo vas a ser
Diles que no beberás la sangre de los demás.
Anda, corre ve y diles
Que aquí me tienes,
Que aquí estoy yo
Que no estás sólo, que yo te quiero
Que juntos vamos a luchar.
Anda, corre ve y diles
Diles que no estás muerto
Diles que estás gritando
Todo lo que llevas en el alma.


Al terminar la canción se escuchó una cerrada ovación y varios de los asistentes se pusieron de pie, lo que impidió que el monstruo se percatara de dos figuras archiconocidas que en ese momento entraban al café ...
- ¿Cree que aquí lo vamos a encontrar profesor?
- Es muy probable Lencho. El ruido lo atraerá y debe andar por aquí, recuerda que el del puesto de periódicos nos contó que un auto lo había golpeado a dos cuadras de este sitio.

Mentecatus recorrió detenidamente con la vista el lugar. Los ojos se abrieron desmesuradamente cuando descubrió a Franky aplaudiendo desaforadamente a Lulú.
- ¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Te lo decía Lencho!

El profesor se puso de pie y fue corriendo hasta Franky.
- ¡Soy tu amo! ¿Entiendes? - dijo al llegar frente a él.

Franky lo miró extrañado.
- ¿Se le botó el clavo? - exclamó Trucutú, haciendo ademán de golpearlo.
- Espera - intervino Franky - venga profesor quiero hablar con usted.

Fueron hasta una apartada mesa.
El monstruo comenzó:
- ¿Qué es lo que usted desea?
- Ingrato - reventó Mentecatus - yo te di la vida y me preguntas eso.
- No, usted no me dio nada, me la dio Víctor Frankestein que ya ha pagado por ello. Ahora he vuelto a nacer, luego de pasar harto tiempo en las tinieblas y necesito morir como cualquier humano para poder descansar. Este mundo es distinto, pero no es peor que aquél, estos jóvenes tienen ideales, aunque la mediocridad intente ahogarlos, y yo estoy con ellos, con sus inquietudes y sus anhelos. Así que deje de molestarme o me veré obligado a utilizar la violencia.

Mentecatus, cual vil semáforo, iba cambiando de color conforme hablaba Franky, hasta que al final quedó sin ninguno. El monstruo se levantó y volvió a su mesa. Durante un par de horas estuvo discutiendo y oyendo cantar a Lulú; luego, cuando ella terminó su actuación, bailaron juntos, todo lo grotesco que se quiera, pero contentos, vivos.

Mentecatus miraba todo aquello con una profunda decepción.
- ¿Qué hacemos profesor? - preguntó Lencho.
- Irnos idiota, he sabido que por ahí andan exhibiendo lo que puede ser el esqueleto del conde Drácula. ¡Vamos, tarado!

El profesor descargaba su furia en Lencho. Se embutieron en sus respectivas capas negras y salieron sigilosamente del café.

A las dos de la mañana Franky y Lulú se despidieron de Bó, Trucutú, Tiny, Rosa y Gaby. La calle estaba silenciosa. Lulú atrajo hacia sí el rostro de Franky y lo besó.
- Me gustas mucho - dijo luego.

El le acarició el pelo. Ambos se abrazaron y volvieron a besarse.
- ¡Juventud descarriada, en mis tiempos esto no pasaba! ¿Es ese el respeto que le deben a sus mayores? - reconvino con voz cortada un anciano completamente borracho, que en esos momentos pasaba.

Franky sonrió, tomó por el talle a Lulú y juntos se perdieron en la oscuridad de la calle silenciosa.

Relato incluido en el libro "¿De dónde?" de Agustín Cortés Gaviño (1969)


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