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CUENTOS MIEDO Y TERROR
CUENTO LA HERENCIA (por José María Climent Martínez)
Despacho número trece. «Menos mal que no soy supersticioso», pensó. Ésta era la primera visita que hacía el psiquiatra García al Hospital María Luisa de Málaga en busca de un sujeto muy particular, Alfredo Montes, un hombre acomodado que de la noche a la mañana había perdido el juicio. Como especialista, quería saber cuales fueron las causas de este suceso y si mantenía relación con otros. Pero a pesar de sus muchos años de experiencia, todavía no estaba preparado para escuchar una historia tan turbadora.

Al abrir la puerta de la habitación se encontró con un hombre sentado a espaldas suya encerrado en una camisa de fuerza. No hizo ningún intento por volverse, y eso le extrañó al doctor. Sin pronunciar palabra, se sentó frente a él y apoyó los codos en la mesa de manera informal.
- Buenos días. - dijo fijando su mirada en los ojos desvaídos del enfermo - Soy el doctor García y puede considerarme un amigo de confianza. Si lo desea, todo lo que me diga quedará entre usted y yo. Pero aún no me ha dicho cómo se llama. ¿Cuál es su nombre?...Si quiere no me hable, respóndame sólo con la cabeza. ¿Le gusta el golf? Creo entendido que antes a usted le gustaba mucho practicarlo.
El doctor siguió hablándole de diversos temas cotidianos, pero el demente no hacía intento alguno por responder. Es más, ni siquiera le miraba a la cara. Entonces el médico dejó de hablar y de improviso dio un fuerte golpe en la mesa. Sin embargo, su paciente siguió impávido ante lo que hacía.
- No hay nada que hacer - se dijo. Estoy ante el típico caso de embolismo esquizoide.
En ese momento, al enfermo se le estaba cayendo la saliva por la boca, denotando que su mente ya no estaba allí.
- Es una lástima, ¿sabe? Veo que es un hombre atractivo, con un antiguo trabajo que le reportaba mucho dinero, un coche deportivo, una mujer bellísima. Además tengo entendido que pretendía presentarse a alcalde de la ciudad. ¿Qué más se puede decir? Ojalá tuviese su suerte... En fin. Ya veo que estoy perdiendo el tiempo. Será mejor que me vaya.
Se levantó de la silla con elegancia y sin despedirse siquiera fue hacia la puerta con paso tranquilo. De improviso, el señor Montes pareció sufrir un repentino ataque de lucidez y comenzó a hablar.
- ¡Alto! ¿De verdad quiere que le cuente mi historia? En cierto modo ya nada importa para mí. Tome asiento porque mi relato puede sobrecogerle. - agachó la cabeza e intentó reprimir unas lágrimas - Creo que no podré morir tranquilo hasta que alguien más sepa de mi horrenda trampa.
El doctor no pudo evitar abrir la boca de asombro ya que no daba crédito a lo que oía. Qué más quisieran muchos cuerdos expresarse tan bien como lo estaba haciendo aquel hombre, vestido con una camisa de fuerza. Volvió a sentarse frente a él, y en una postura mucho más respetuosa, escuchó con suma atención las historia más siniestra que jamás haya presenciado en sus diez años de profesión. Ante él ya no estaba amordazado un demente, sino una persona culta y educada que un buen día perdió todo lo que tenía, hasta su integridad, por una enigmática herencia.

2

Como bien sabrá, yo trabajaba en una importante empresa de calzado deportivo. Era jefe de RRPP y mi sueldo me permitía algunos caprichos como tener un buen coche y vivir en una casa grande alejado del ruido de la ciudad. La verdad que no me podía quejar, y muchos no hubiesen dudado en vender su brazo por gozar de mi calidad de vida. Por supuesto estaba casado, con una modelo que conocí cuando trabajaba en una agencia de publicidad. No tenía hijos, pero mi mujer ya me insinuaba esta posibilidad de vez en cuando. Todo aquello aparece ahora ante mí como los recuerdos más bellos que un hombre podría desear.
Un mal día, que no prefiero recordar, llamó a mi puerta un personaje de extraña silueta. Parecía el típico inglés de las películas clásicas, vestido de negro y muy trajeado, con una expresión firme llena de serenidad. En la mano transportaba un maletín oscuro y nada más abrir, me dio sus condolencias. «Le acompaño en el sentimiento», me dijo antes de que pudiese pronunciar cualquier palabra. A continuación le hice pasar para que me informase del porqué había dicho eso.
Nos sentamos en la sala de estar, junto a la chimenea, cuyo fuego había calentado el aire acompañado de un agradable olor a pino. Encima de la mesa, el hombre de etiqueta abrió el maletín y empezó a sacar unos papeles.
- Señor Montes - dijo con acento anglosajón - Es mi deber informarle del fallecimiento de su tío Alejandro. Quizá no le recuerde, y es totalmente comprensible. Desde hace unos treinta años no ha salido de EEUU, más concretamente de California. Sin embargo, y a pesar que dejó descendencia, en su testamento le ha hecho cargo de un millón de dólares.
¿Un millón de dólares? Bien es cierto que no tenía grandes necesidades económicas, pero esto supondría una oportunidad de oro para mi gran sueño, montar mi propia empresa y ser por fin autónomo. El corazón me latía con una intensidad ya olvidada, y la euforia inicial hizo que no pudiese evitar sonreír ante la inesperada muerte de mi familiar. No obstante, todo tiene un precio, y el de esta herencia iba a costarme caro.
- Pero antes tiene que pasar una prueba - pronunció con un tono casi jocoso, a pesar de que sus rasgos faciales no variaban lo más mínimo - En sí es bastante simple, pasar catorce horas con los ojos vendados en una mansión desconocida por usted. Por supuesto, en ella habrán instaladas unas cámaras de vigilancia en la que nos informaran si cumple el trato. Ya sé que suena a broma, pero como ve en este documento, el señor Alejandro lo ha dejado bien claro.
En ese momento mi mujer entró en la sala y le hice una señal para que esperase fuera. El señor del maletín no me entretuvo mucho más, y me dio un número de teléfono para que confirmase mi decisión. Cuando se marchó, se lo conté todo a mi esposa, y ella, al igual que yo, no pudo evitar estremecerse con la noticia y se llevó las manos a la boca, pero su actitud cambió cuando le conté la condición de la herencia. Lo estuvimos discutiendo varios días, hasta que al fin llegamos a un acuerdo, por lo que llamé al número que me dieron y la prueba quedó fijada al sábado siguiente. Ahora maldigo el día en que abrí la puerta a aquel desaprensivo y decidí realizar el acto más estúpido y codicioso de mi vida, si es verdad que ésta existió y no se trató de otra broma de mal gusto.

3

Aquella mañana al sol le costaba salir, y habiendo desayunado sólo un café con leche, esperaba ansioso a que este día acabase cuanto antes. Eran las once de la mañana cuando sonó el timbre, y al abrir de nuevo me topé con esa cara impasible que sin embargo parecía disfrutar de mi agonía. Nos montamos en una limusina y nada más entrar me vendaron los ojos. No recuerdo exactamente cuanto tiempo pasó hasta que llegué a mi destino, pero seguro que transcurrió más de una hora.
De repente el coche se paró, y todo sonido cesó salvó el débil goteo de la llovizna en el cristal. Cuando salí, una mano fría me condujo hasta la entrada. Hice varias preguntas, pero nadie me respondía. Entonces me pregunté por qué estaba haciendo aquello, y si no iban a matarme dentro para conseguir mi fortuna. Puede que en el fondo eso hubiese sido lo mejor. Al menos habría un motivo lógico para mi sufrimiento.
Subimos unas escaleras, cruzamos varios pasillos, hasta que al final me dejaron solo en un cuarto pequeño, cosa que deduje por la ausencia de eco. Únicamente recuerdo una voz que me dijo: «No te muevas hasta que salga. Dentro de catorce horas volveré por ti. Y una cosa... no te quites la venda porque te vigilamos con las cámaras. Que tengas suerte».
Al minuto oí a la lejanía un portazo, seguido de un cierre de seguridad, por lo que supuse que aquel señor de voz desconocida se había marchado. Era momento de poner en marcha mi plan, que consistía en moverme lo menos posible y a ser posible no desplazarme de donde estuviese. Esto es algo fácil de decir, pero difícil de hacer. Sólo transcurrieron cinco minutos cuando perdí la paciencia y me vi obligado a investigar aquel cuarto en busca de alguna cosa en la que sentarme. No veía nada, por lo que mis únicos sentidos útiles eran el tacto y el oído.
Tanteando el terreno, encontré una cómoda cama, así que me tumbé en ella y dejé pasar el tiempo pensando en qué haría con el millón de dólares. Lo primero meterlo en el banco, después pagar todas las letras, y por último compraría un solar para mi empresa, equipándolo con toda la maquinaria necesaria. Al rato, una necesidad imperiosa me despertó de mi alegre trance y la próstata me avisó que la vejiga estaba muy llena. Me reincorporé y busqué lo mejor que pude un cuarto de baño. Afortunadamente había uno en ese mismo sitio, por lo que no tuve que moverme mucho, y levantando la tapa del bater, me dispuse a orinar, pero un hecho inesperado hizo que mi uretra se parase en seco. La puerta del cuarto se cerró, y el corazón azotaba mis sienes como un martillo. Un golpe de viento, pensé.
Al salir, me percaté de un leve martilleo que retumbaba en algún lugar de la casa. Puesto que no tenía nada mejor que hacer, salí a investigar cual era la fuente de semejante sonido. Los pasillos los recuerdo largos y estrechos, con muchas puertas, pero guiándome con el oído no tuve problemas en encontrar el reloj de pared que hacía una agradable tic-tac. La superficie era fría, y pude apreciar con el tacto unos pequeños ángeles que sostenían distintos instrumentos musicales.
Empezaba a tener hambre, y una leve brisa me trajo lo que yo creí ser un olor a comida. Al igual que hice con el reloj, me dirigí sin la vista a la sala en cuestión, pero entonces fue cuando tomé conciencia de que algo iba a salir mal. Nada más llegar colisioné con una mesa, haciendo sonar algunos platos y cubiertos que había encima de ella. ¿Acaso me habrían dejado comida para hacer más agradable mi breve estancia? Quizá, pero al averiguar qué había en los platos, cogí con mis manos algo fuera de lo normal.
Era un trozo de carne que pasaba varios kilos, y lo levanté con las manos. Resbalaba un poco, pero lo peor es que aún estaba caliente y goteaba. No tuve más remedio que dejarlo caer y salir corriendo lleno de horror. Podría ser un pollo, pero... tenía algo pelo por encima y sus medidas se ajustaban a la de una cabeza humana. En mi mente se formó una imagen en la que yo, con la venda puesta, sostenía sin saberlo un rostro diseccionado con los ojos en blancos, mientras la poca sangre que seguía conservando chorreaba por la yugular. Esa reminiscencia me provocó arcadas, aunque fui capaz de controlarme.
Tambaleándome por los pasillos, me precipité sin un rumbo fijo, hasta que colisioné con un objeto de mi tamaño, pero que al caer sonó como amortiguado por algo. Me agaché para comprobar que era, pero horrorizado comprobé que llevaba ropa. ¿Qué locura era aquella? ¿Realmente estaba ocurriendo o todo era producto de mi imaginación? Tal vez si me hubiese quitado la venda sólo vería un mueble cuyo tacto se parecía a una prenda de vestir, pero cómo podría averiguarlo sin riesgo a perder la herencia. De todas formas, y pese al terror por el que había pasado, pude controlarme de nuevo y seguí el juego confiando en que el esfuerzo merecería la pena.
A continuación busqué un refugio en donde resguardarme de mí mismo y de mi imaginación. Como ya dijera Goya, el sueño de la razón produce monstruos, así que evité cualquier tipo de contacto e intenté evadirme de aquel lugar pensando en mi niñez. Sin embargo, estos esfuerzos fueron en balde, pues sin quererlo caí al vacío por unas escaleras perdiendo el sentido.

4

Al recobrar el sentido, recuerdo el leve tintineo de unas cadenas. Cuando me levanté, éstas chocaron con mi cabeza y enseguida pensé en que sostendrían algo nada deseable. Por desgracia, este pensamiento fruto de las películas de terror no era erróneo, y enfadado empujé todo lo que me rodeaba y subí las escaleras para salir de aquel frío sótano. Tenía la convicción de que todo era un camelo, simples trucos para que fallase la prueba y perdiese el dinero. «¡Tendréis que esforzaros un poco más!», grité.
Sin saber muy bien cómo, conseguí regresar al cuarto del que nunca debí salir, y pensé en descansar un poco, por lo que me tumbé en la cama y dormí. Al despertar, estaba empapado en sudor y me faltaba el aliento. Algo horrendo había visto en mis sueños, y ojalá fuera capaz de poder olvidar para siempre aquellas visiones. En ellas, varios recuerdos se sucedían a la vez, y poco a poco se fueron tornando cada vez más desagradables. En uno estaba con mi mujer, a la que deseaba tener a mi lado, pero al abrazarla su carne se desprendía en mis manos. Al echarme para atrás, vi que se había transformado en un monstruo fétido que no me soltaba. La tiraba del pelo, pero éste caía en grandes mechones llevándose la piel al mismo tiempo. Entonces de su boca salió un vómito repugnante y me dijo: ¿Crees que por ser un sueño no forma parte de la realidad?
¿Realidad? Pero qué es la realidad sino un conjunto de percepciones que nuestra mente crea sobre algo que llamamos real. ¡La realidad y lo real! Términos que consideramos sinónimos, y sin embargo son tan diferentes. Lo real es algo intangible, no cognoscible ni codificable, que necesita de nosotros para existir. La realidad se crea en nuestro cerebro, se transforma, se pasa a un código como el lenguaje. Por tanto existen infinitas realidades, tantas como personas pueblan la Tierra. Y mi realidad había perdido su estabilidad, por lo que cualquier pensamiento podía tomar forma y ser tan «real» como la contemplación de un nuevo día.
Ya no podía más, tenía que abandonar aquel juego o de lo contrario acabaría loco. Aún quedaba una esperanza. Sólo tendría que quitarme la venda para volver a mi mundo y regresar a la normalidad. ¿Y el dinero? Qué importancia tiene el dinero frente a la felicidad que me produciría el abandonar aquella mansión para siempre. Pero eso sí, acto seguido llevaría a juicio a los responsables de aquello.
Ahora me río de lo que pasó después de quitarme la venda, pero en ese momento no hubiese dudado en cortarme las venas para acabar con mi vida. Lo que sucedió es que no conseguí ver nada. ¡Nada! Tan sólo una oscuridad infinita. Aquella casa tenía las ventanas completamente tapadas, porque no entraba nada de luz. Me encontraba en la misma situación de antes, con la salvedad de que ya había perdido el dinero. No pude hacer otra cosa que caer de rodillas al suelo y gritar de agonía, maldiciendo la herencia.
Siempre le he tenido miedo a la oscuridad, y sólo pensar que había andado por aquellos pasillos en contacto con Dios sabe qué cosas, me erizaba el pelo. Nunca hubiese aceptado la herencia de saber que tendría que estar a oscuras, incluso sin venda en los ojos. Pero ya era tarde, y tenía que salir de allí, porque... ¿Realmente iba a venir alguien a sacarme?
Intenté ir a la entrada principal y abrir la puerta, pero el suelo no paraba de moverse. Las paredes perdían su verticalidad y adquirían una superficie casi orgánica. ¡Dios mío, ayúdame! Y entonces sonó un teléfono cerca de mí, haciendo que el pasillo recuperase su rectitud. Al cogerlo, una voz de mujer me dijo: Alfredo... pobre Alfredo... ¿eres tú? Era el tono de mi madre, sin duda, pero lo más extraño es que hacía diez años que estaba muerta.

5

¿Fue un sueño? ¿Era real? Qué más da. Aunque lo supiese sólo cambiaría la forma, pero no el contenido. ¿Alguna vez, doctor, ha deseado poder volver hacía atrás y cambiar algo? Pues yo vendería mi alma al diablo por poder cambiar todo aquello. Si al menos aquel crimen hubiese sido por dinero, habría algún motivo. Pero no lo hubo. Y además... ella... ¿Cómo pudo aceptar?
Tras la llamada de teléfono, la situación empeoró. A mi oído llegaban lejanas voces que rezaban desgracias y penalidades. Niños gritando, hombres que lloraban, bestias ciclópeas rugiendo. No se trataba de un montaje, pues decían cosas de mí que sólo yo conocía. Comencé a gritar y a gritar, intentando detener el avance de aquella cosa. Sentía que algo, escondido en la oscuridad, quería atraparme, por lo que corrí los más lejos que pude.
Pronto, empezaron a formarse en mi visión pequeñas luces que se desplazaban en todas direcciones. Aquellas manchas brillantes comenzaron a tomar forma y convertirse en pequeños duendes fluorescentes que intentaban cogerme. No andaban muy deprisa, pero sus pasos eran seguros y parecían intuir mis movimientos. Sus largos brazos, en comparación con las piernas, les daban un aspecto repulsivo y anormal, propio de un cuadro surrealista. Mientras, yo huía, tocando a mi paso superficies verrugosas y resbaladizas.

Una música empezó a sonar en mi mente, como si fuese un sueño, pero ésta era de gran belleza armónica, quizá una epístola antes de mi muerte, una señal que indicaba el final del camino. Y entonces fue cuando me vi, a mí mismo, enfrente de mí, con un rostro inexpresivo que me miraba fríamente. Dijo: Yo soy Alfredo... Tú eres producto de mi imaginación. No eres real.
Aunque me tapaba los ojos con las manos, seguía viéndole, con esa mirada vacía de vida, de pupilas cerradas, una burda copia de mi persona. Pero no contento con atormentarme hasta la sin razón, sonrió, quizá burlándose de mi estúpida actuación. Yo no podía dejar de llorar y gemir, pidiendo clemencia para que al menos pudiese tener una muerte digna. Al final, caí desmayado. Lo último que recuerdo fue que la melodía fue desapareciendo poco a poco.
Al despertar, mis ojos vieron la casa ahora iluminada por las ventanas. Los tablones que las tapaban estaban tumbados en el suelo. Yo estaba echado en un sofá, mientras un doctor me examinaba las pupilas con una pequeña linterna. Sin embargo, ya no era dueño de mi cuerpo. Aunque quería moverme, mis extremidades ya no respondían. Ni siquiera podía pensar o recordar porqué estaba allí. De fondo pude distinguir el llanto de mi mujer, tal vez lamentándose de mi mal estado. Pero aún no estaba todo perdido. Con una buena terapia podría recuperarme y volver a tener una vida normal. Qué pena que no fuese capaz de soportar el siguiente shock que me tenían reservado.

- Dios santo. Es la historia más increíble que he escuchado en toda mi vida - dijo el doctor García, sin poder evitar cierto tono de asombro en su voz.

El enfermo volvía a tener la mirada perdida, y el psiquiatra temió que hubiese regresado a su estado anterior de introversia. Por fortuna o desgracia para él, no fue así, y tragando un poco de saliva habló de nuevo.
- Seguro que una pregunta le da vueltas en la cabeza. ¿Por qué no pude recobrar la cordura si antes le he dicho que todavía quedaban esperanzas? Pues bien. Aquella condenada mansión no resultó ser otra que la mía propia. Todo este tiempo lo había pasado en mi casa, mi «adorable y dulce» hogar. En realidad, todo fue producto de mi imaginación, mi propio subconsciente era quien quería matarme al verse libre de ataduras en plena oscuridad. Por supuesto, en el interior de la morada no había ninguna cámara de vigilancia, y mucho menos una cabeza degollada. Pero quién podía intuir lo que iba a pasar. Sin embargo, hay un hecho que sigue sin respuesta, motivo por el cual estoy aquí siendo sometido a toda clase de experimentos. Si es cierto que todo fue obra de mi imaginación, cómo es que tenía las manos llenas de sangre y mi cuerpo lleno de mordeduras. ¿Acaso fueron los duendes?

Fin


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