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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO CURSILLO DE SUPERVIVENCIA (por Philip E. High)
Crichton era un brillante químico, que tenía una obsesión: la creencia de que podía verse abandonado a sus propios recursos.
Había estudiado, me dijo, las técnicas de la supervivencia en las condiciones más primitivas.
- No estoy dispuesto a morir sin luchar - añadió, en tono firme -. Si naufragamos, sabré cómo arreglármelas.
Ninguno de nosotros esperaba naufragar, y, en el peor de los casos, una nave de rescate no tardaría más de dos años en recogernos, pero Crichton no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.
Se compró un arco y un montón de flechas («La munición puede escasear, ¿sabes?») y había aprendido a encender fuego frotando dos trozos de madera.
- Todo el mundo debería de seguir un cursillo de supervivencia antes de enfrentarse con un trabajo como éste - dijo -. No trato de establecer un precedente, sino de apuntar un dedo acusador contra la autoridad: los cursillos de supervivencia deberían ser obligatorios. Si la base fuera destruida y necesitáramos comida y fuego...
Cuando llegamos a Venus, me hubiera gustado ver a Crichton tratando de encender fuego.
La anterior expedición nos había advertido de las condiciones que íbamos a encontrar, y planteó la discusión de si el planeta era una bola de polvo, o todo lo contrario: era todo lo contrario. Crichton hubiera necesitado una tienda impermeable para encender su fuego. Y en cuanto a materiales secos...
A pesar de los informes y de las fotografías de primera mano. Venus fue una sorpresa para nosotros. Nos habían preparado para la humedad, los insectos, los gérmenes, las tormentas casi diarias, pero no para el escenario real.
Maynes miró a través de la mirilla azotada por la lluvia y exclamó: «¡Hermano!» con una voz sorprendida. Como comentario resultaba muy significativo, pero en el momento de aterrizar estábamos demasiado atareados y sólo más tarde pudimos contemplar el espectáculo con nuestros propios ojos y añadir algunos detalles profanos a aquel comentario.
Afortunadamente, la anterior expedición había comprobado las condiciones de la llanura en la cual habíamos aterrizado, de modo que pudimos empezar a establecer la base Nos colocamos las mascarillas nasales y nos aventuramos bajo el implacable diluvio.

Me parecía increíble que una base operacional que incluía un campamento de chozas, laboratorios en miniatura, tres dormitorios con sus correspondientes camastros y pasillos de comunicación, pudiera ser almacenada en un compartimiento poco mayor que una caja de sombreros, pero los magos de la ciencia lo habían conseguido. Lo único que había que hacer era hinchar todos los elementos, los cuales, al alcanzar el tamaño adecuado, se endurecían en dieciocho minutos. Transportar aquellos elementos resultó bastante fácil, pero anclarlos ya fue harina de otro costal.
Sobre la llanura había una capa de cinco pies de enredaderas que tenían que ser arrancadas, y debajo de las enredaderas había seis pulgadas de agua. Después del agua aparecieron dieciocho pulgadas de detritus vegetales, y antes de llegar al suelo de roca tuvimos que extraer otra capa de cuatro pies de tierra.
La base tenía que ser anclada, y las tiendas, a pesar de que eran sorprendentemente fuertes, parecían ligeras como plumas ante la fuerza del temporal y teníamos la impresión que iban a echar a volar de un momento a otro.
Chapoteamos a través del diluvio, con el equipo atado a nuestros pechos, tropezando con las malditas enredaderas como un grupo de cómicos en una antigua película muda. El trabajo nos llevó casi diez horas y nos dejó físicamente agotados. Hacía un calor insoportable, el sudor mezclado con la lluvia corría a raudales por nuestros rostros, y, bajo la opresión de las mascarillas nasales, experimentábamos la sensación de que nos hervían vivos lentamente.
Fue un verdadero alivio entrar en las tiendas cuando por fin quedaron ancladas y librarse del insoportable calor. Alguien había puesto en marcha los acondicionadores de aire y resultaba delicioso poder respirar.
Sin embargo, las tiendas carecían de una cosa: de eliminadores de ruidos. No había modo de librarse del continuo repiqueteo de la lluvia, un repiqueteo cada vez más obsesionante.
Cuando nos recobramos un poco dirigimos una primera ojeada al planeta y, como ya he dicho, no estábamos preparados para lo que vimos. Sabíamos que en Venus no había árboles, y sí unos arbustos en forma de hongos que a veces alcanzaban una altura de sesenta pies. Sabíamos que había enredaderas, pero aquello... La vegetación no era verde, ni siquiera de un verde pálido: era blanquecina, con grandes zonas negras como si se hubiera prendido fuego recientemente; cosa imposible dadas las condiciones climatológicas.
Venus parecía un gigantesco lecho de setas que crecían en medio de una maraña de interminables gusanos blancos.
El cielo también era bastante especial. En la Tierra, cuando llueve, suele ser oscuro, pero allí era blancuzco, brillante, como si el sol estuviera inmediatamente detrás de las nubes y quemara a través de ellas.
Más tarde descubrimos que la penetración ultravioleta era prodigiosa, y la mayoría de nosotros padecimos graves quemaduras a pesar de que la lluvia caía constantemente sobre nuestros rostros.
Holz explicó lo blanquecino de la vegetación en un largo discurso acerca de los eslabones celulares y de la clorofila, discurso que no llegué a comprender del todo.
Mendoza le superó más tarde cuando habló del extraño aspecto del cielo. La única palabra que comprendí fue «refracción».
Personalmente experimenté una sola reacción, y fue de tipo emotivo: el lugar me ponía la carne de gallina.
Paulatinamente fuimos adaptándonos a la situación. A mí me correspondió el pesado trabajo de descargar los suministros.

Unos meses antes de nuestra salida de la Tierra habían sido colocados en órbita alrededor de Venus seis Sputlites. Hacerlos descender por radio-control y acercarlos a la base lo suficiente para que fueran accesibles no es un trabajo que pueda recomendarse para los nervios.
Una vez estaban en la atmósfera, la cosa no resultaba demasiado difícil, ya que los estabilizadores entraban en funciones, pero de todos modos me veía obligado a vigilar los mandos con un ojo y los indicadores del nivel de combustible con el otro. Después de un viaje de veintiséis millones de millas la provisión de combustible era muy limitada. En resumidas cuentas, perdí casi veinte libras en sudor nervioso antes de que la tarea estuviera terminada.
Inmediatamente después empezó el trabajo de delinear mapas. Podíamos explorar todo el planeta por medio del radar y, cuando era necesario, fotografiar cualquier zona por medio de cámaras teledirigidas.
Era un trabajo que al principio resultó interesante, pero no tardó en hacerse aburrido, ya que el paisaje de Venus era bastante monótono. Había dos grandes continentes, innumerables islas de todos los tamaños y amplias zonas de océano de aspecto fangoso, cubiertas siempre por una espesa niebla.
Sin embargo, Holz, nuestro biólogo, se hallaba en su elemento y hacía continuamente nuevos descubrimientos que era incapaz de reservarse.
- Sucede algo muy curioso. Todo lo que he examinado hasta ahora en este planeta es ciego, lo mismo los insectos que la vida orgánica.
- Entonces ¿cómo se mueven? - preguntó alguien.
- ¡Ah! Ese es otro factor interesante. Todo lo viviente emite un zumbido ultrasónico, inaudible para el oído humano, cuyos ecos utilizan las formas vivientes para determinar su posición, tal como hacen los murciélagos, por ejemplo.
Medité en el problema. La Naturaleza podía haber tropezado con dificultades para desarrollar un órgano de la vista en el planeta. Todos nosotros nos habíamos visto obligados a utilizar gafas polarizadas al cabo de unas horas de nuestra llegada a Venus, e incluso así nuestra visión se había visto desagradablemente afectada durante unas horas más.
Fue también Holz el que sembró las primeras confusiones en nuestras mentes.
- Sucede algo muy raro aquí - dijo -. Las apariencias exteriores sugieren una Tierra en decadencia. Y la Tierra es más antigua que Venus, aunque no mucho más antigua.
Ratcliffe, el geólogo, asintió rápidamente.
- Parece como si tuviera un centenar de millones de años, pero yo diría que tiene diez, millón más, millón menos.
Holz se golpeó la palma de la mano con un enorme puño.
- Y, sin embargo, sólo existen dos formas de vida orgánica. Esto no tiene sentido. Biológicamente, algo tendría que haber evolucionado, algo con un principio de inteligencia.
- Me gustaría - intervino Pearson - hacer una pregunta acerca de la edad del planeta.
- Estamos hablando en términos de desarrollo, en términos de vida, si lo prefiere - Ratcliffe estaba decidido a no dejarse arrastrar a una discusión -. Astronómicamente, desde luego.
- Dejemos esto - dijo Holz -. Antes de llegar a una conclusión tenemos que estudiar a fondo los elementos que poseemos.
Y, por el momento, quedó zanjada la cuestión.

La vida continuó. Todo el mundo estaba muy ocupado, pero a mí me quedaba tiempo para observar y para pensar.
Tal como Holz había observado, en Venus había solamente dos formas de vida orgánica. La primera era el Piesplanos. Se coge un cerdo, se le pinta de un color blanco sucio, se le extirpan los ojos y se le añaden unos enormes pies en forma de aletas.... y ya está. Olía espantosamente mal y se pasaba la mayor parte del tiempo con el hocico enterrado debajo de las enredaderas. Holz dijo que se alimentaba de materia vegetal en descomposición.
El Saltarín era menos complicado aún y, como su nombre indica, se desplazaba dando pequeños saltos. Casi tan grande como un balón de fútbol y de color blanquecino, parecía idealmente adecuado al medio. Flotaba, y mediante una rápida contracción y expansión de su superficie podía saltar sobre el agua o sobre los cuerpos sólidos con la misma facilidad.
Desde luego no tenía ojos. Tampoco tenía boca ni otros apéndices visibles.
Holz capturó y disecó centenares de aquellos bichos y, cosa rara en él, su aspecto se hizo taciturno.
Un día casi nos arrastró a Mendoza y a mí hasta su diminuto laboratorio.
- No puedo seguir soportando esto solo. Mis amigos más íntimos deben compartir la carga y luego podremos enloquecer todos juntos. Será mejor que dibuje unos croquis...
Holz me agradaba porque era un hombre recto, sin complicaciones, y se tomaba la molestia de explicar las cosas en términos sencillos, sin adoptar aires de suficiencia ni dar a entender que estaba hablando con un «inferior». Holz, Mendoza y yo nos habíamos hecho muy amigos durante el largo viaje.
Mendoza, nuestro físico, era un personaje completamente distinto, alto, moreno, estricto, pero no excitable. Estaba muy orgulloso de su ascendencia española y llevaba una pequeña barba proyectada hacia adelante como un gesto de desafío.
Holz terminó sus croquis y dijo:
- No quiero fastidiarles con tecnicismos; estos croquis son una simple reproducción de algunos ejemplares - Señaló algunas partes disecadas de lo que imaginé que era un Saltador -. Corazón, pulmones, vejigas de aire para flotar... Observen la evolucionada y compleja estructura muscular exterior.
Hizo una pausa y se quedó mirándonos.
Finalmente, Mendoza dijo:
- ¿Bien?
Holz suspiró.
- Es maravilloso, ¿no es cierto? Ese animal carece solamente de un órgano vital: el cerebro.
Contemplamos a Holz, asombrado, y él asintió.
- Yo he experimentado la misma sensación que experimentan ustedes ahora. Me he dicho a mí mismo: «Tiene que haber algo», pero no hay nada - Movió nerviosamente las manos -. De acuerdo, de acuerdo, no tiene sexo, lo sé. Las abejas y las hormigas son gigantes intelectuales comparadas con ese bicho. Biológicamente hablando, este animal no puede saltar, no puede moverse, carece incluso de instinto, no posee ningún receptáculo para el instinto. Si quieren definir ustedes una paradoja, aquí tienen una.
- Supongo - dijo Mendoza prudentemente - que es un mamífero.
Holz suspiró de nuevo.
- Tiene un sistema circulatorio, tiene una temperatura corporal de ochenta y nueve con tres, y respira. Sí, debo reconocer que posee las características de un mamífero.
Mendoza cogió uno de los croquis, lo examinó atentamente, frunció el ceño y luego pareció encontrar lo que buscaba.
- ¿Y esto? - dijo -. ¿No lo ha tenido usted en cuenta?
Holz le miró con expresión enfurruñada.
- Lo he tenido en cuenta; y estoy tratando de olvidarlo - Se frotó la barbilla furiosamente -. Es un ganglio nervioso, uno de los más complejos y sensibles que he visto. Si estuviera conectado a un cerebro tendría una explicación, pero faltando ese cerebro es completamente superfluo.
Mendoza había cogido otro croquis.
- El animal come, por lo que veo.
- ¡Oh, sí, come! Posee una boca en forma de ventosa que puede extender hacia adelante en caso necesario. En realidad, tengo aquí un ejemplar dotado de unos pequeños apéndices retráctiles que pueden ser utilizados como brazos. Queda por ver si se trata de una especie distinta de Saltador.
- ¿Y qué es lo que come exactamente?
- Eso, amigo mío, no puedo decírselo. Quizá cuando nuestro amigo químico se canse de jugar a los exploradores se dignará hacer un análisis del contenido del estómago.

Cuando me separé de Holz, unos minutos después, no pude evitar el pensar que nadie simpatizaba con Crichton. Como ya he dicho, era un individuo pomposo y algo cargante, pero esto solo no justifica su impopularidad. Es cierto que tenía un modo muy desagradable de mirar con sus fríos ojos verdosos cuando hacía una afirmación. Crichton no «expresaba una opinión»: hacía afirmaciones autoritarias, y si alguien se atrevía a contradecirle, se apresuraba a demostrar que estaba equivocado. Nadie simpatiza con un hombre que pretende ser infalible, pero cuando las afirmaciones de un hombre de esa clase resultan ciertas, la antipatía se convierte en aborrecimiento.
Crichton, sin recurrir a las palabras desagradables ni al sarcasmo, había dado con una fórmula única para crearse enemigos: siempre tenía razón.
Por ejemplo, a pesar de las observaciones, no siempre humorísticas, acerca de su cursillo de supervivencia, casi había conseguido refutar lo evidente.
Había descubierto que la corteza o envoltura exterior de las enredaderas más gruesas podía ser sacada y era impermeable. Una vez sacada, las fibras interiores no sólo servían como un fuerte y duradero cordel, sino que, una vez secas, ardían durante mucho tiempo con una brillante llama que no producía humo.
Crichton había conseguido no sólo encender fuego dentro de una tienda, sino también asar y comerse parte de un Piesplanos. En resumen, con sus propios esfuerzos casi había hecho posible la supervivencia en Venus.
Sus actividades con su arco tenían casi el mismo éxito. A pesar de las evidentes limitaciones impuestas por la continua lluvia, la práctica constante le había convertido en un arquero sumamente hábil. Utilizaba los Saltadores como blancos móviles, y rara vez fallaba el tiro.
- ¿Por qué diablos no deja a esos pobres bichos en paz? - le espetó Hogben en cierta ocasión -. Si los Piesplanos son comestibles, ¿por qué no deja tranquilos a los Saltadores?
Crichton se había encogido de hombros con su habitual aire de superioridad.
- Un hombre inteligente está siempre preparado para todas las eventualidades. Necesitaba un blanco móvil. Suponga que aparece súbitamente una bestia hostil, de movimientos rápidos...
Hogben le miró con expresión de enojo, pero no replicó. Crichton podía estar en lo cierto, como de costumbre, y no cabía dudar de que en tres meses terrestres sus progresos habían sido muy notables.
En una ocasión, Crichton perdió el arco y las flechas. Hogben los encontró cuatro días después entre las enredaderas, pero ése fue un asunto que Crichton no nos permitió olvidar.
- Miré allí. Sé que miré allí. Cuando descubra al adulto de inteligencia infantil aficionado a esta clase de bromas voy a retorcerle el cuello.
Nadie admitió nunca ser el responsable de aquella supuesta broma, pero Crichton no estaba satisfecho ni mucho menos. En su rostro había una perpetua expresión de sospecha, y andaba de un lado para otro haciendo preguntas y más preguntas, a veces realmente impertinentes.
- Ese hombre está loco - dijo Holz, cansado de aquel juego -. ¿Por qué no puede haber perdido el arco y las flechas?
- Como si no tuviéramos bastantes quebraderos de cabeza - dijo Baynes. - Hay cosas que me ponen la carne de gallina, y, encima, tener que soportar las estúpidas preguntas de Crichton... Es para volverse loco.
Holz frunció el ceño.
- ¿La carne de gallina? ¿Por qué?
- No me diga que no lo ha notado usted - Baynes dejó en el suelo el complicado mecanismo fotográfico que había estado revisando -. No me diga que no ha experimentado la sensación de que nos vigilan continuamente.
- No sea usted idiota - La voz de Holz era demasiado brusca para resultar convincente - Soy un científico que se apoya en hechos, y no puedo dejarme guiar por mis emociones.
Baynes sonrió débilmente.
- Entonces ha experimentado usted esa sensación... Holz le miró enfurruñado.
- Sí, desde luego, la he experimentado - Se frotó furiosamente la barbilla -. ¿No ha descubierto usted nada en el curso de sus trabajos?
- ¿Por ejemplo?
- ¡Oh! No lo sé; huellas que conduzcan a cavernas o algo por el estilo.
- No, no he descubierto riada de eso. Pero no puedo evitar la impresión de que son los Saltadores. Cuando aterrizamos sólo había unos cuantos alrededor de la base. Y ahora hay centenares. Y tengo la impresión de que nos están vigilando.
- Son ciegos - dijo Holz -. Los he disecado por docenas y son ciegos. Además no tienen cerebro.
- Estoy seguro de que tiene usted razón - dijo Baynes -. Completamente seguro. Y me gustaría que esta seguridad fuese suficiente para tranquilizarme, pero no es así.
Nos miramos unos a otros con expresión de inquietud, y la conversación hubiera continuado a no ser por una súbita interrupción.
Alguien había hecho sonar el timbre de alarma.
Maquinalmente nos colocamos las mascarillas nasales y echamos a correr hacia la puerta. Por qué llegamos a la conclusión de que el peligro procedía del exterior es cosa que nunca supimos, pero todos corrimos hacia la salida más próxima, casi empujándonos en nuestros esfuerzos para salir. Vi a Hogben, que estaba ya fuera y corría a través de la lluvia, y le seguí maquinalmente.
Llegamos junto a un grupo de inclinadas figuras apenas visibles en medio de la cortina de lluvia. En aquel momento, Wang, nuestro médico, se estaba incorporando.
- Resulta difícil precisar el tiempo que lleva muerto. Los insectos o algún bicho han mutilado su rostro, y con este calor la descomposición es muy rápida.
En efecto, unos diminutos gusanos blancos brotaban ya de entre los dedos de las manos, y el cadáver esta hinchado a causa de los gases internos.
Un sudor frío inundó mi rostro y experimenté una inexplicable sensación de temor.
El muerto era Crichton. Estaba boca abajo sobre las enredaderas, y de su espalda sobresalía la emplumada asta de una de sus propias flechas.
Hogben nos contempló con una expresión que hasta entonces no había visto en su rostro. El hombre cordial, que se dirigía siempre a nosotros en tono amable, se había convertido en un jefe adusto.
- Habrá una inmediata investigación - dijo -. Comuniquen a todo el mundo que se reúna en la nave.
Era evidente que estaba pensando lo que pensábamos todos: uno de nosotros era un asesino. La posibilidad de un suicidio quedaba absolutamente descartada, ya que un hombre no puede dispararse una flecha por la espalda. Cuando llegamos a la nave, Hogben estaba en su «camarote». Era muy reducido, pero había espacio para dos personas.
- Mister Holz, entre, por favor.
Holz me dirigió una mirada significativa, asintió y cruzó la estancia. Contemplé cómo se cerraba detrás de él la puerta del «camarote».
Lo que Hogben estaba haciendo era evidente: tomaba declaración a cada uno de los miembros de la tripulación para cotejar más tarde las diversas declaraciones. Me pregunté si antes de dedicarse a los vuelos espaciales habría sido policía; por lo menos estaba actuando como uno de ellos. La investigación quedaba reducida a diez hombres y, no sabiendo ninguno de ellos lo que había dicho el otro, las falsedades o contradicciones podrían ser fácilmente detectadas.
Nueve hombres en la sala de mandos dejaban poco espacio para moverse y menos aún para conversar. Nos dispusimos a esperar en medio de un desagradable silencio, evitando el mirarnos unos a otros.
A pesar de los esfuerzos que todos hacíamos por disimularlo, cada uno de nosotros dudaba, de todos los demás: alguien tenía que haberío hecho.
Personalmente, traté de pensar en otras cosas. Pero lo único que conseguí fue recordar el estribillo de una antigua canción que oí cuando era un niño.

- ¿Quién mató a Cock Robin?
- Yo - dijo el Gorrión - con mi arco y mis flechas.

- Doctor Wang, por favor.
Uno por uno, todos fuimos entrando y saliendo. Transcurrieron dos largas horas antes de que Hogben dejara abierta la puerta.
Hogben tenía una expresión preocupada y no parecía estar satisfecho por el curso de los acontecimientos.
- Esto no es un tribunal - dijo. Se aclaró la garganta indeciso -. Sólo estoy autorizado para arrestar a un sospechoso hasta que pueda comparecer ante un tribunal de la Tierra.
Hizo una pausa, carraspeo de nuevo y sacó unas papeles de su bolsillo.
- Los hechos son éstos. Crichton, como ustedes saben, ha muerto a consecuencia de una flecha que le fue disparada por la espalda. Las declaraciones de los testigos demuestran que fue visto con vida por última vez en el momento en que salía de la base, seis horas antes del descubrimiento de su cadáver.
Hizo otra pausa y examinó con el ceño fruncido los papeles que tenía en la mano.
- Durante ese período solamente uno de los miembros de la expedición estuvo «fuera», y únicamente a ese hombre podemos aplicarle el término «sospechoso». Como ya he dicho, esto no es un tribunal, aunque debo puntualizar dos cosas. Primera: el testigo fue absolutamente sincero y no trató en ningún momento de ocultar el lugar en que se encontraba a la hora aproximada en que se produjo la muerte de Crichton. Segunda: las pruebas son puramente circunstanciales, pero estoy obligado a tomar medidas de seguridad. El sospechoso era el único de nosotros que se encontraba en condiciones de cometer el crimen, y tengo que atenerme a este hecho.
Hogben se volvió hacia Baynes y su expresión volvió a hacerse implacable.
- Mister Baynes, en vista de las pruebas que me han sido presentadas, me veo en la penosa obligación de arrestarle a usted como sospechoso de asesinato. Permanecerá encerrado en la nave hasta que regresemos a la Tierra. Ahora abriremos una encuesta y oiremos a los testigos. Si lo desea, puede usted interrogar a esos testigos, y ellos, a su vez, podrán interrogarle a usted. ¿Tiene algo que alegar?
Baynes abrió la boca y luego sacudió la cabeza lentamente. Parecía anonadado.
La encuesta resultó muy penosa. Se celebró en la sala de mandos y todos evitábamos cuidadosamente encontrarnos con la mirada de Baynes. Todo el mundo le apreciaba y a nadie le agradaba ayudar a condenarle. A pesar de todas las pruebas, ninguno de nosotros creía realmente que Baynes hubiera asesinado a Crichton. Su declaración personal, que Hogben leyó en voz alta, sonó como la declaración de un hombre inocente. Creo que todos nos vimos obligados a recordarnos a nosotros mismos que Baynes era el único hombre que podía haberío hecho.
- ¿Alguna pregunta?
Hogben parecía dispuesto a cerrar la encuesta.
- Sí - dijo Mendoza, dando un paso hacia adelante -. Con su permiso, me gustaría examinar la prueba material. ¿Puedo ver la flecha que mató a Crichton?
Hogben se la entregó en silencio, y Mendoza la hizo girar lentamente entre sus manos.
- Tiene las iniciales J. C. grabadas en el asta, por lo que veo - dijo Mendoza.
- Todas las flechas de Crichton llevaban sus iniciales - dijo Hogben -. ¿Tiene algo de particular?
Era evidente que Hogben deseaba terminar de una vez con aquel desagradable asunto.
- Creo que sí. Como usted sabe, ayudé a supervisar las operaciones de carga. No ignoran ustedes que todas nuestras pertenencias fueron pesadas, incluso los objetos que llevábamos en los bolsillos. Crichton deseaba embarcar, entre otras cosas, un analizador eléctrico y su arco con sus correspondientes flechas. Le dijeron que no podía llevarse las dos cosas y renunció el analizador. Resumiendo, Crichton embarcó el arco y doce flechas exactamente.
- ¿De veras? - Hogben tamborileaba nerviosamente con la punta de los dedos sobre la mesa.
- ¿Tiene usted inconveniente en contar las flechas? - preguntó Mendoza.
- ¿Contarlas? - Hogben miró a Mendoza con expresión de extrañeza y luego se encogió de hombros -. Como quiera. Una... dos...
Antes de llegar a diez su rostro palideció y nadie le oyó pronunciar el número final.
Había exactamente trece flechas.

Siguió un largo e incómodo silencio. Todos nosotros nos dábamos cuenta de que nadie podía haber metido en la nave aquella flecha en el último minuto, ya que la sobrecarga hubiese sido detectada inmediatamente. Por otra parte, en Venus no había elementos para fabricar una flecha como aquélla.
Holz avanzó unos pasos.
- Me gustaría examinar esa flecha en mi laboratorio, sí me lo permiten.
- Desde luego - Hogben le entregó la flecha y se removió nerviosamente en su silla -. Esto cambia el aspecto del caso. Le ruego que me disculpe, mister Baynes, pero con las pruebas que tenía no podía obrar de otro modo.
- Supongo que se da usted cuenta de lo que esto significa - dijo Mendoza, que había palidecido -. A pesar de las pruebas en contra, en este planeta hay vida inteligente.
- ¿Dónde? - inquirió Ratcliffe con voz ligeramente ronca -. Hemos explorado colinas y valles con el radar y con las cámaras controladas por radio. Si hubiera un poblado lo habríamos descubierto. Y no hemos encontrado absolutamente nada, ninguna huella, ningún objeto...
- Ahora lo tenemos - Holz había regresado y su rostro aparecía sumamente grave -. Aquí está - Mostró la flecha, que había reducido a fragmentos -. El problema es ahora más complicado que nunca - Tendió los fragmentos de la flecha a Hogben -. Como puede ver, esta flecha no es de plástico, como las otras. Es de hueso, pero no se trata del hueso de un animal muerto aprovechado para labrar con él una flecha - Hizo una pausa, como si no se decidiera a continuar. Finalmente, concluyó -: Es un hueso nuevo.
Hogben frunció el ceño.
- ¿Nuevo? ¿Qué quiere usted decir con eso?
- Hace menos de seis días el hueso formaba parte de un animal vivo. Tal vez alguno de ustedes puede decirnos qué clase de inteligencia puede coger un hueso de esas características, darle la forma correcta y convertirlo en una flecha perfectamente equilibrada.
Nadie respondió. No parecía haber ninguna respuesta.

Hogben rompió el prolongado silencio.
- Creo que es evidente la existencia en Venus de una forma de vida inteligente y por añadidura hostil - Suspiró -. No veo ningún motivo para que abandonemos nuestro trabajo, pero debemos adoptar las necesarias medidas de precaución. Tendremos que limpiar de enredaderas los alrededores de la base, a fin de que los indígenas no puedan acercarse sin ser vistos. Además, mantendremos una vigilancia continua. Dos hombres armados montarán guardia mientras los otros trabajan - Se puso en pie -. Afortunadamente, nos enfrentamos con una inteligencia primitiva.
- ¿Qué es lo que le hace creer eso? - preguntó Holz en tono ácido -. Hace nueve semanas perdió Crichton su arco y sus flechas. Tardaron cuatro días en aparecer. En mi opinión, las tomaron «prestadas» a fin de copiarlas. Y no sólo consiguieron una copia perfecta, sino que aprendieron a utilizarla adecuadamente.
- Lo que yo me pregunto - dijo Pearson - es por qué pusieron las iniciales de Crichton en el asta.
- Ya he dicho que se trata de una copia - dijo Holz -. Pusieron las iniciales porque las otras flechas las llevaban. Tal vez pensaron que eran un elemento necesario para su correcta utilización...
Pearson no pareció muy convencido.
- De todos modos, no parece que tengamos mucho que temer de unos copistas, aunque sean inteligentes, ¿verdad?
Holz se encogió furiosamente de hombros.
- Piense lo que guste. Viva en un mundo de espléndida ilusión. Personalmente, voy a empaquetar todas mis cosas, a fin de estar preparado para huir a la menor señal de peligro.
Al día siguiente empezamos a limpiar de enredaderas los alrededores del campamento. Era un trabajo muy penoso y progresaba muy lentamente. Antes de darle fin hicimos un sorprendente descubrimiento: ocultos entre las enredaderas encontramos dos arcos. Estaban provistos de flechas y apuntaban directamente al centro de la base, aunque allí no había ningún rastro de vida indígena.
Todos nos pusimos muy nerviosos, y los centinelas hicieron unos disparos porque creían haber visto algo que se movía.
Las conclusiones de Holz no mejoraron nuestro estado de ánimo.
- Son de hueso, como las flechas - dijo -. Hueso de una densidad y fortaleza anormales. Dios sabe a qué clase de ser pertenecen...
El trabajo continuó, y por espacio de casi tres semanas no se produjo ningún incidente. Todos habíamos empezado a tranquilizamos, cuando...
No me atrevo a afirmar que Ratcliffe estuviera aterrorizado, aunque sí puedo asegurar que acababa de recibir una fuerte impresión. Era evidente que estaba realizando un enorme esfuerzo para dominarse.
- He pensado que lo mejor sería decírselo primero a usted, Holz. - Se quitó la mascarilla nasal con manos temblorosas -. Si mal no recuerdo, usted aseguró que los Saltadores eran ciegos.
- Y lo son. He disecado docenas de ellos y...
- Acabo de ver a uno con un ojo. Estaba fuera, montando guardia, y lo vi claramente. Estaba a menos de seis pies de distancia, me miraba fijamente y lo vi parpadear.
Ratcliffe se estremeció ligeramente.
- Tranquilícese - dijo Holz -. Lo que vio usted era una nueva especie. No hay motivo para alarmarse.
- No comprende usted... - Ratcliffe hizo una pausa y tragó saliva nerviosamente -. Mire, no creerá usted que estoy loco, ¿verdad? No ha sido imaginación mía; estaba lo bastante cerca para verlo. Y el ojo era el de Crichton.
Vi que Holz se ponía rígido, pero su voz sonó tan tranquila como antes.
- Vamos a ver si nos entendemos... ¿Dice usted que el ojo de ese animal era el de Crichton?
- Bueno, tal vez no sea eso exactamente. Ya sabe usted el aspecto que tenían los ojos de Crichton: eran fríos y verdosos. Pues bien, el ojo de ese animal era exactamente igual y, cuando parpadeó, quedó cubierto por una delgada membrana blanca.
Ratcliffe se estremeció de nuevo.
Holz procuró tranquilizarle y se marchó a comunicarle la noticia a Hogben.

- Tendré que capturar uno - Holz hizo un gesto de impaciencia -. Este condenado planeta me está sacando de quicio. ¿Cómo diablos puede uno conservar la ecuanimidad científica en un planeta como éste? - Encendió un cigarrillo y fumó furiosamente unos instantes -. Desde luego, equivoqué el camino. Tenía que haberme dedicado a algún tipo de Investigación mecánica como la suya. De este modo hubiese tenido ocupadas las manos y el cerebro al mismo tiempo... ¿Qué diablos es eso?
- Es un circuito receptor para una cámara controlada por radio. Los impulsos emitidos por la caja de control son captados por la rejilla y eventualmente controlan los movimientos y la altura de la cámara. Al mismo tiempo los circuitos complementarlos controlan el mecanismo, el objetivo y el obturador. Es una técnica un poco complicada, pero puedo darle unas cuantas lecciones a un precio razonable.
Normalmente, Holz hubiera seguido la broma, pero esta vez no pareció oír mis palabras.
- ¡Dios mío! - exclamó, mirando como hipnotizado la rejilla de la cámara -. ¡Dios mío! Tengo que capturar uno... Discúlpeme.
Se marchó corriendo y tuve la desagradable impresión de que acababa de encontrar la respuesta a algo muy importante.
Diez minutos más tarde vi que Holz y Mendoza salían del campamento con unas jaulas de alambre. Holz no había perdido el tiempo.

Cuatro días después, una flecha de ocho pies de longitud llegó zumbando a través de la lluvia y traspasó de parte a parte nuestro dormitorio número cuatro.
La cosa se estaba poniendo muy fea. La flecha paso a unos centímetros de la cabeza de Pearson, que estaba dé pie junto a su camastro.
Algunos corrieron hacia la nave, otros cogieron lo que encontraron más a mano como posible arma y salieron al exterior. Los dos centinelas estaban disparando ya ciegamente, con la vana esperanza de disuadir a los posibles atacantes.
De pronto otra flecha silbó sobre nuestras cabezas y fue a enterrarse en el suelo, a menos de dos pies de distancia del lugar donde se encontraba Ratcliffe.
- ¡Todo el mundo a la nave! - A través del altavoz, Hogben habló en tono autoritario y tranquilizador -. No se precipiten, y cuidado con las flechas...
Diez minutos después la puerta de la nave se cerraba detrás del último de los miembros de la expedición.

Hogben esperó hasta que hubimos recobrado el aliento.
- Bien, caballeros, parece ser que debemos prepararnos para continuar nuestro trabajo sometidos a un verdadero asedio o levar anclas y marcharnos de aquí. Es evidente que dentro de un par de semanas los indígenas estarán en condiciones de iniciar un ataque masivo, si es que no lo están haciendo ya. ¿Alguna sugerencia?
Hubo un largo silencio. Luego dijo Pearson:
- Me estaba preguntando si hay posibilidades de llegar a un acuerdo amistoso con ellos.
Holz resopló despectivamente.
- En nombre del cielo, Pearson, colóquese usted en la situación de los indígenas. Hemos llegado aquí por las buenas, hemos limpiado una amplia zona de lo que podía ser un campo de cultivo, y hemos matado y disecado todo lo que se nos ha puesto a tiro. ¿Aceptaría usted un acuerdo amistoso? - Hizo un gesto de impaciencia -. De todos modos no tenemos más alternativa que la de marcharnos de aquí antes de que sea demasiado tarde.
- Una medida un poco drástica, ¿no le parece? - intervino Ratcliffe -. No podemos echar a correr a la menor...
Hogben le interrumpió.
- No dudo de que mister Holz tiene sus motivos para hablar de ese modo. Creo que debemos oírle antes de tomar una decisión. Continúe, mister Holz.
- Gracias - dijo Holz -. Lo que voy a decirles no es fácil de aceptar, pero estoy dispuesto a presentar pruebas biológicas de mis afirmaciones - Hizo una pausa y suspiró - Caballeros, en Venus no hay vida indígena, tal como nosotros la concebimos; no hay humanoides ni semi-humanoides ocultos entre las enredaderas, armados con arcos y dispuestos a atacarnos - Hizo otra pausa, frunciendo el ceño. De hecho, no hay indígenas, pero en alguna parte de este planeta hay un... una... «cosa». Puede estar en el fondo del mar, oculta en una caverna o en alguna otra parte. Lo que puedo asegurarles es que existe. Y sugiero la inmediata evacuación no sólo porque la «cosa» tiene fuerza para derrotarnos, sino porque en términos de inteligencia la «cosa» está a un nivel infinitamente superior al nuestro: a su lado nos encontramos muy por debajo del nivel de la infancia.
- ¿Con arcos y flechas? - preguntó burlonamente Ratcliffe.
- Sí, con arcos y flechas - respondió Holz. Cuando llegamos a Venus no eran necesarios el arco ni las flechas. La «cosa» tiene al planeta completamente sometido a su voluntad y le hace funcionar de acuerdo con su propio plan. Todo lo que en el curso normal de la evolución ha ido surgiendo, con posibilidades de convertirse en una amenaza para la «cosa», ha sido eliminado. Todo lo que queda es inofensivo para la «cosa» o ha sido conservado para su consumo personal - Hizo una pausa y se encogió de hombros. - Luego llegamos nosotros, yo con mi laboratorio y Crichton jugando a pieles rojas con su arco y sus flechas. En menos de cuatro meses la «cosa» captó las posibilidades del arma de Crichton, la consiguió, la copió y aprendió a utilizarla. Entonces mató a su principal atormentador y practicó una pequeña disección por su cuenta. La idea de la «vista» era un concepto absolutamente desconocido para la «cosa», pero no sólo extirpó los ojos de Crichton, sino que comprendió su finalidad y los copió con éxito.
- A continuación va usted a decirnos que esa «cosa» dispone de un laboratorio quirúrgico completamente equipado. La idea es absurda...
Era evidente que Ratcliffe estaba asustado y no quería creer. Los demás estábamos demasiado tensos o demasiado absortos para interrumpir a Holz.
- Si no cree usted lo que digo, la prueba está en mi laboratorio - replicó bruscamente Holz -. Si la «cosa» dispone de un laboratorio completamente equipado, pero me referiré a este punto más tarde - Su mirada se cruzó con la de Mendoza -. Mi colega me vio examinar los ojos y puede confirmar que están especialmente adaptados a las condiciones de este planeta.
- Entonces ha capturado a un indígena. Tiene que haberío capturado...
Pearson parecía perplejo y furioso.
- Repito que ya llegaremos a eso...
Pero Pearson insistió.
- ¿Dónde fabricó el arco y las flechas? Opino como Ratcliffe. ¿Es que la «cosa» dispone también de un taller?
Holz miró a Pearson con una expresión de cansancio.
- No las fabricó: las formó - Holz hizo una pausa, mientras Pearson palidecía intensamente -. Veo que empieza usted a comprender. El arco y las flechas eran de hueso nuevo, y la «cosa» las formó de o en su propio cuerpo.
Oí la ahogada exclamación que soltaba Pearson y me encontré a mí mismo sudando. No soy biólogo, pero podía imaginar lo que implicaban las palabras de Holz. Una masa informe en una cueva subterránea... exudando una especie de vaina dentro de la cual se formaba la estructura ósea del objeto deseado. ¡Dios mío! Con ese control mental sobre sus funciones corporales, la cosa debía de ser inmortal y, a todos los efectos, indestructible. La masa corporal de aquel ser podía presumiblemente ser medida por millas, y no por pies...
- ¿Dónde obtuvo usted esos ojos? - preguntó Ratcliffe, como si estuviera al borde de un ataque de nervios.
Holz suspiró.
- Esto es lo más difícil de aceptar. Los obtuve de los Saltadores. Los Saltadores son los ojos y los oídos de la «cosa», lo que utiliza para controlar y dominar su medio.
- ¿Una especie de simbiosis? - preguntó Hogben, como si diera por sentada la veracidad de las afirmaciones de Holz.
- Veo que siguen sin comprender, y no puedo reprochárselo - suspiró Holz -. Los Saltadores son unidades de la «cosa», partes de ella. Se forman de su propio cuerpo para realizar determinadas funciones específicas; unos recogen alimento, otros pastorean los Piesplanos, y últimamente ha aparecido un nuevo tipo con apéndices retráctiles. ¿Tengo que decirles quién arrastró aquellos arcos a través de las enredaderas?
Hubo un prolongado silencio antes de que Holz continuara.
- Los Saltadores no tienen cerebro; biológicamente son incapaces de moverse e incluso de realizar las funciones normales necesarias para vivir. Poseen, sin embargo, un ganglio nervioso sumamente sensible y, a través de ese ganglio, la «cosa» controla mentalmente a sus unidades del mismo modo que una cámara puede ser dirigida desde una caja de control. Es una comparación imperfecta, pero sirve para el caso. ¿Les extraña ahora que dijera que al lado de la «cosa» nuestro nivel mental es infantil?
Le miramos fijamente. La «cosa» controlaba literalmente a millares de Saltadores que realizaban centenares de tareas distintas. Por muchos que matáramos, serían reemplazados inmediatamente, y lo peor del caso sería que la «cosa» adquiriría una nueva experiencia. Los Saltadores que llegaran a continuación serían unidades especializadas adaptadas para atacarnos.
- Creo que debemos marcharnos inmediatamente - dijo Ratcliffe.
Me adherí con entusiasmo a la proposición. No resultaba difícil imaginar las desagradables posibilidades que se abrirían ante nosotros en caso de quedarnos.
Si éramos vencidos... Era indudable que la «cosa» había aprendido ya a conocer el valor de los cautivos vivos. Supongamos que aprendía a comunicarse con nosotros o, peor aún, que encontraba el medio de enlazar nuestros sistemas nerviosos con el suyo. ¡Podría absorber no sólo nuestras impresiones sensoriales, sino también todos nuestros conocimientos!
Cuando llegara una expedición de rescate para comprobar qué nos había sucedido, sus miembros serían capturados antes de que pudieran luchar. Todos nuestros conocimientos técnicos y científicos serían absorbidos por un ser que nos superaba muchísimo en inteligencia pura. Y podría adaptar sus unidades para explotar y entender aquellos conocimientos.
¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que desarrollara una tecnología?
¿Cuántos siglos pasarían antes de que una legión de Saltadores treparan a sus propias naves espaciales y emprendieran el vuelo hacia la Tierra?


FIN


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