Añadir esta página a favoritos
CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO LA MARISCADORA (por Baldomero Lillo)
Sentada en la mullida arena y mientras el pequeño acallaba el hambre chupando ávido el robusto seno, Cipriana con los ojos húmedos y brillantes por la excitación de la marcha abarcó de una ojeada la lí­quida llanura del mar.

Cipriana, tras un breve descanso, se puso de pie. Aún tenía que recorrer un largo trecho para llegar al sitio adon­de se dirigía. A su derecha, un elevado promontorio que se internaba en el mar mostraba sus escarpadas laderas des­nudas de vegetación, y a su izquierda, una dilatada playa de fina y blanca arena se extendía hasta un oscuro cordón de cerros que se alzaba hacia el oriente. La joven, pendien­te de la diestra el cesto de mimbre y cobijando al niño que dormía bajo los pliegues de su rebozo de lana, cuyos chillo­nes matices escarlata y verde resaltaban intensamente en el gris monótono de las dunas, bajó con lentitud por la are­nosa falda de un terreno firme, ligeramente humedecido, en el que los pies de la mariscadora dejaban apenas una leve huella.

Después de media hora de marcha, la mariscadora se encontró delante de gruesos bloques de piedra que le ce­rraban el paso. En ese sitio la playa se estrechaba y con­cluía por desaparecer bajo grandes planchones de rocas basálticas, cortadas por profundas grietas. Cipriana salvó ágilmente el obstáculo, torció hacia la izquierda y se halló, e improviso, en una diminuta caleta abierta entre los al­tos paredones de una profunda quebrada.

La playa reaparecía allí otra vez, pero muy corta y an­gosta. La arena de oro pálido se extendía como un tapiz fi­nísimo en derredor del sombrío semicírculo que limitaba la ensenada.

Elegido el punto que le pareció más seco y distante de la orilla del agua, desprendió de los hombros el amplio re­bozo y arregló con él un blando lecho al dormido pequeñue­lo, acostándolo en aquel nido improvisado con amorosa so­licitud para no despertarle.

Muy desarrollado para sus diez meses, el niño era blanco y rollizo, con grandes ojos velados en ese instante por sus párpados de rosa finos y transparentes.

La madre permaneció algunos minutos como en éxtasis devorando con la mirada aquel bello y gracioso semblante. Morena, de regular estatura, de negra y abundante cabelle­ra, la joven no tenía nada de hermosa. Sus facciones tos­cas, de líneas vulgares, carecían de atractivo. La boca grande, de labios gruesos, poseía una dentadura de campe­sina: blanca y recia; y los ojos pardos, un tanto humildes, eran pequeños, sin expresión. Pero cuando aquel rostro se volvía hacia la criatura, las líneas se suavizaban, las pupi­las adquirían un brillo de intensidad apasionada y el con­junto resultaba agradable, dulce y simpático.

Vuelta hacia la ribera, examinaba la pequeña playa de­lante de la cual se extendía una vasta plataforma de pie­dra que se internaba una cincuentena de metros dentro del mar. La superficie de la roca era lisa y bruñida, cortada por innumerables grietas tapizadas de musgos y diversas especies de plantas marinas.

Cipriana se descalzó los gruesos zapatos, suspendió en torno de la cintura la falda de percal descolorido, y cogien­do la cesta, atravesó la enjuta playa y avanzó por encima de las peñas húmedas y resbaladizas, inclinándose a cada instante para examinar las hendiduras que encontraba al paso. Toda clase de mariscos llenaban esos agujeros. La jo­ven, con ayuda de un pequeño gancho de hierro, des­prendía de la piedra los moluscos y los arrojaba en su ca­nasto. De cuando en cuando, interrumpía la tarea y echaba una rápida mirada a la criatura que continuaba durmien­do sosegadamente.

El océano asemejábase a una vasta laguna de turquesa líquida. Aunque hacía ya tiempo que la hora de la bajamar había pasado, la marea subía con tanta lentitud que solo un ojo ejercitado podía percibir cómo la parte visible de la roca disminuía insensiblemente. Las aguas se escurrían cada vez con más fuerza y en mayor volumen a lo largo de las cortaduras.

La mariscadora continuaba su faena sin apresurarse. El sitio le era familiar, y, dada la hora, tenía tiempo de so­bra para abandonar la plataforma antes que desapareciera bajo las olas.

El tiempo pasaba, la marea subía lentamente invadien­do poco a poco las partes bajas de la plataforma, cuando de pronto Cipriana, que iba de un lado para otro afanosa en su tarea, se detuvo y miró con atención dentro de una hen­didura. Luego se enderezó y dio un paso hacia adelante; pero casi inmediatamente giró sobre sí misma y volvió a detenerse en el mismo sitio. Lo que cautivaba su atención, obligándola a volver atrás, era la concha de un caracol que yacía en el fondo de una pequeña abertura. Aunque dimi­nuto, de forma extraña, parecía más grande visto a través del agua cristalina.

Cipriana se puso de rodillas e introdujo la diestra en el hueco, pero sin éxito, pues la rendija era demasiado estre­cha y apenas tocó con la punta de los dedos el nacarado objeto. Aquel contacto no hizo sino avivar su deseo. Retiró la mano y tuvo otro segundo de vacilación, mas el recuerdo de su hijo le sugirió el pensamiento de que sería aquello un lindo juguete para el chico y no le costaría nada. Y el tinte rosa pálido del caracol con sus tonos irisados tan hermosos destacábase tan suavemente en aquel estu­che de verde y aterciopelado musgo que, haciendo una nue­va tentativa, salvó el obstáculo y cogió la preciosa concha.

Trató de retirar la mano y no pudo conseguirlo. En balde hizo vigorosos esfuerzos para zafarse. Todos resultaban inúti­les; estaba cogida en una trampa. La conformación de la grieta y lo viscoso de sus bordes habían permitido con difi­cultad el deslizamiento del puño a través de la estrecha garganta que, ciñéndole ahora la muñeca como un brazale­te, impedía salir a la mano endurecida por el trabajo.

En un principio Cipriana solo experimentó una leve con­trariedad que se fue transformando en una cólera sorda, a medida que transcurría el tiempo en infructuosos esfuerzos, Luego una angustia vaga, una inquietud creciente fue apo­derándose de su ánimo. El corazón precipitó sus latidos y un sudor helado le humedeció las sienes. De pronto la san­gre se paralizó en sus venas, las pupilas se agrandaron y un temblor nervioso sacudió sus miembros. Con ojos y ros­tro desencajados por el espanto, había visto delante de ella una línea blanca, movible, que avanzó un corto trecho sobre la playa y retrocedió luego con rapidez: era la espuma de una ola. Y la aterradora imagen de su hijo, arrastrado y en­vuelto en el flujo de la marea, se presentó clara y nítida a su imaginación. Lanzó un penetrante alarido, que devolvie­ron los ecos de la quebrada, resbaló sobre las aguas y se desvaneció mar adentro en la líquida inmensidad

El aspecto de la mujer era terrible: las ropas empapa­das en sudor se habían pegado a la piel; la destrenzada ca­bellera le ocultaba en parte el rostro atrozmente desfigura­do; las mejillas se habían hundido y los ojos despedían un fulgor extraordinario. Había cesado de gritar y miraba con fijeza el pequeño envoltorio que yacía en la playa, tratando de calcular lo que las olas tardarían en llegar hasta él. Es­to no se hacía esperar mucho, pues la marea precipitaba ya su marcha ascendente y muy pronto la plataforma sobresa­lió algunos centímetros sobre las aguas.

La joven, quebrantada por los terribles esfuerzos he­chos para levantarse, giró en torno sus miradas implorado ras y no encontró ni en la tierra ni en las aguas un ser vi­viente que pudiera prestarle auxilio. En vano clamó a los suyos, a la autora de sus días, al padre de su hijo, que allá detrás de las dunas aguardaba su regreso en el rancho hu­milde y miserable. Ninguna voz contestó a la suya, y en­tonces dirigió su vista hacia lo alto y el amor maternal arrancó de su alma inculta y ruda, torturada por la angus­tia, frases y plegarias de elocuencia desgarradora.

Arriba la celeste pupila continuaba inmóvil, sin una sombra, sin una contracción, diáfana e insondable como el espacio infinito. La primera ola que invadió la plataforma arrancó a la madre un último grito de loca desesperación. Después solo brotaron de su garganta sonidos roncos, apagados, como estertores de moribundo.

La frialdad del agua devolvió a Cipriana sus energías, la Lucha para zafarse de la grieta comenzó otra vez más furiosa y desesperada que antes. Sus violentas sacudidas y el roce de la carne contra la piedra habían hinchado los músculos, y la argolla de granito que la aprisionaba pare­ció estrecharse en torno de la muñeca.

La masa líquida, subiendo incesantemente, concluyó por cubrir la plataforma. Solo la parte superior del busto e la mujer arrodillada sobresalió por encima del agua. A partir de ese instante los progresos de la marea fueron tan rápidos que muy pronto el oleaje alcanzó muy cerca del sitio en que yacía la criatura. Transcurrieron aún algunos minutos y el momento inevitable al fin llegó. Una ola, alargando su elástica zarpa, rebalsó el punto de donde dormía pequeñuelo, quien, al sentir el frío contacto de aquel baño brusco, despertó, se retorció como un gusano y lanzó un penetrante chillido.

Para que nada faltase a su martirio, la joven no perdía detalle de la escena. Al sentir aquel grito que desgarró fibras más hondas de sus entrañas, una ráfaga de locura en sus extraviadas pupilas, y así como la alimaña ­cogida en el lazo corta con los dientes el miembro prisio­nero, con la hambrienta boca presta a morder se inclinó sobre la piedra; pero aun ese recurso le estaba vedado; el agua que le cubría hasta el pecho obligábala a mantener la cabeza en alto.

En la playa las olas iban y venían alegres, retozonas, envolviendo en sus pliegues juguetonamente al rapazuelo. Habíanle despojado de los burdos pañales, y el cuerpecillo regordete, sin más traje que la blanca camisilla, rodaba entre la espuma agitando desesperadamente las piernas y brazos diminutos. Su tersa y delicada piel, herida por los rayos del sol, relucía, abrillantada por el choque del agua y el roce áspero e interminable sobre la arena.

Cipriana con el cuello estirado, los ojos fuera de las ór­bitas, miraba aquello estremecida por una suprema con­vulsión, Y en el paroxismo del dolor, su razón estalló de pronto. Todo desapareció ante su vista. La luz de su espíri­tu azotada por una racha formidable se extinguió, y mientras la energía y el vigor aniquilados en un instante cesa­ban de sostener el cuerpo en aquella postura, la cabeza se hundió en el agua, un leve remolino agitó las ondas y algu­nas burbujas aparecieron en la superficie tranquila de la pleamar.

Juguete de las olas, el niño lanzaba en la ribera vagi­dos cada vez más tardos y más débiles, que el océano, como una nodriza cariñosa, se esforzaba en acallar, redoblando sus brazos, modulando sus más dulces canciones, ponién­dole ya boca abajo o boca arriba, y trasladándolo de un lado para otro, siempre solícito e infatigable. Por último los lloros cesaron: el pequeñuelo había vuel­to a dormirse y aunque su carita estaba amoratada, los ojos y la boca llenos de arena, su sueño era apacible; pero tan profundo que, cuando la marejada lo arrastró mar adentro y lo depositó en el fondo, no se despertó ya más.

Y mientras el cielo azul extendía su cóncavo dosel so­bre la tierra y sobre las aguas, tálamos donde la muerte y la vida se enlazan perpetuamente, el infinito dolor de la madre que, dividido entre las almas, hubiera puesto taci­turnos a todos los hombres, no empañó con la más leve sombra la divina armonía de aquel cuadro palpitante de vida, de dulzura, de paz y amor.


OTROS CUENTOS DE Baldomero Lillo
Cuentos Infantiles, audiocuentos, nanas, y otros en CuentoCuentos.net © 2009 Contacta con nostrosAviso Legal

eXTReMe Tracker

La mayoría del material de CuentoCuentos.net es proporcionado por nuestros usuarios, proveniente del grandísimo almacén que es la red. Si considera que alguno del material expuesto vulnera sus derechos y/o prerrogativas, le rogamos que nos lo comunique contactando con nosotros