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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO LA RISA DEL CARNICERO (por Fredric Brown)
Ayer debió de ser un día escaso en noticias, ya que el Chicago Sun dedicó cuatro líneas al entierro de un enano celebrado en Corbyville.
- Escucha esto, Bill - dijo Kathy, y tanto Wally (que es el único cuñado que tengo por parte de Kathy) como yo levantamos la vista de nuestra partida de cribbage.
- ¿Qué? - pregunté, y Kathy nos leyó la noticia.
- Bill, ¿no será aquél...? - comentó después mi mujer, dejando la frase en suspenso.
La miré con aire de amonestación, ya que su hermano estaba presente, y dije:
- ¿Aquel enano que te ganó la partida de ajedrez hace cinco años? Sí, es el mismo.
- Treinta y uno a dos - dijo Wally, tirando su última carta y anotando el resultado.
Conté los puntos de mi mano mientras él contaba los suyos y los de la mesa, y dimos por terminada la partida con su triunfo.
- Hace cinco años - repitió Wally -. Y ayer fue el aniversario de vuestra boda. Lo cual quiere decir que sucedió en vuestra luna de miel, si es que realmente fue hace cinco años. ¿Y en plena luna de miel, Kathy jugaba al ajedrez con enanos?
- Con un enano - puntualicé -. Una partida en Corbyville. Y ella perdió.
- Lo merecía - dijo Wally -. Oye, Bill, ¿no fue por esas fechas, hace cinco años, cuando lincharon a un hombre en Corbyville? El caso que llamaron el «Horror de Corbyville»...
- Unas semanas más tarde - contesté.
- Era un carnicero que practicaba la magia negra. Mató a alguien por medio de la magia o... Sea como fuere, ¿qué fue lo que ocurrió?
Yo estaba mirando por la ventana y ésta era un cuadrado de noche hueco y negro, y quise estremecerme, pero no lo conseguí, pues Wally me estaba mirando. Opté por levantarme, caminé hacia la ventana y pude contemplar las luces y el tránsito de la calle Division en vez de la negra noche que lo cubría todo.
- Fue al carnicero a quien lincharon - dije, apartándome de la ventana -. También lo conocimos allí.
Wally cogió su vaso de cerveza y tomó un sorbo.
- Ya lo voy recordando - dijo -. Corbyville es esa ciudad circo, ¿no es cierto? Una ciudad donde viven muchos artistas de circo retirados.
Asentí.
- Y en este asunto del Horror de Corbyville, ¿no encontraron a un hombre muerto en medio de un campo cubierto de nieve, con dos hileras de pisadas dirigiéndose hacia el cadáver y sin ninguna que se apartara de él?
- Así es - dije.
- Y una de las dos series de pisadas correspondía al hombre muerto, pero la otra conducía hasta el cuerpo y allí se desvanecía como si su autor pudiese volar. ¿No es cierto?
- Sí - le contesté.
- Ahora lo recuerdo. La ciudad linchó a ese carnicero mago porque sabían que tenía algunas cuentas pendientes con el hombre que había sido asesinado y...
- Algo parecido.
- ¿No se supo nunca más lo que realmente había sucedido? - preguntó Wally.
- No.
Tomó otro sorbo de cerveza y asintió con la cabeza.
- Recuerdo ahora que este caso me intrigó. ¿Cómo se explica que hubiera unas pisadas hasta el centro del campo lleno de nieve, que allí se detuvieran, y que no hubiera ninguna más regresando o continuando?
- Una de las trazas es fácil de explicar - le dije -. Me refiero a las del hombre muerto en mitad del campo.
- Naturalmente; las del muerto. Pero ¿y las de su asesino? Éste lo perseguía, ¿no es verdad? Si no recuerdo mal, sus pisadas llegaban algo más allá de las del muerto.
- Es verdad - dije -. Yo mismo vi estas huellas. Desde luego, cuando yo las vi había ya muchas más alrededor y se habían llevado el cuerpo, pero pude hablar con las personas que habían encontrado el cadáver, y me aseguraron que era exacta su descripción de las huellas, así como el que no hubiese ninguna más alrededor, dentro de un círculo de cien metros.
- ¿No hubo nadie que sugiriese el uso de cuerdas?
- No había ni árboles ni postes de teléfono en los alrededores. Imposible.
Kathy nos trajo un poco más de cerveza. Le pregunté a Wally si le apetecía jugar otra partida de cribbage.
- No - dijo él -. La historia.
Llené su vaso y luego el mío.
- ¿Qué es lo que te interesa, Wally? - le pregunté.
- ¿Qué lo mató?
- Un fallo del corazón - dije.
- Pero, ¿qué era lo que lo perseguía?
- No había nada que lo persiguiese - le dije lentamente -. Nada en absoluto. Él no huía de nada ni de nadie. Fue mucho más horrible que eso.
Me senté en el sillón. Kathy vino y se acurrucó en mis rodillas como un gatito mimado. Por encima de su hombro pude ver el negro cuadrado de noche de la ventana abierta.
- Fue mucho más horrible que eso, Wally - repetí lentamente -. El no huía de algo. Él huía hacia algo. Algo que flotaba en el centro de aquel campo.
Wally rió forzadamente.
- Bill - dijo -, tú no hablas como un polizonte de Chicago. Tú hablas como un escocés auténtico. ¿Qué era lo que flotaba en ese campo?
- La muerte - dije.
Esto le tuvo callado y pensativo por un minuto. Luego preguntó:
- ¿Y qué pasaba con las huellas que iban en una sola dirección, las que conducían hasta el muerto pero sin continuar?

Hacía un calor agradable en la cumbre de aquella colina, puedo recordarlo. Paré el coche a un lado de la enfangada carretera, rodeé a Kathy con el brazo y la besé, con la sonoridad que se reserva a los besos del segundo día de la luna de miel. Nos habíamos casado el día anterior por la mañana, en Chicago, y nos dirigíamos hacia el sur. Yo había podido conseguir un mes de vacaciones y pensábamos llegar hasta Nueva Orleáns y regresar, conduciendo perezosamente, y deteniéndonos donde nos diera la gana. Habíamos pasado la primera noche de nuestra luna de miel en Decatur, una ciudad que yo no olvidaré nunca.
Tampoco olvidaré a Corbyville aunque no por la misma razón. Pero por supuesto entonces yo no sabía nada de todo esto. Señalé con el dedo el panorama, bajando por la ladera hacia el valle de un verde brillante y castaño a causa del fango de las recientes lluvias. Y con un pequeño poblado al fondo; tres pares de casas, mas o menos, apiladas una al lado de otra como corderos asustados.
- Es maravilloso - dije.
- Precioso - contestó Kathy -. Me refiero al valle. ¿Es aquello Corbyville? ¿Dónde están los elefantes? ¿No leí yo que en Corbyville empleaban elefantes para labrar la tierra?
Me reí de ella.
- Un elefante, y hace años que murió. Imagino, sin embargo, que aún vivirán aquí muchos artistas de circo. Quizás veamos alguno cuando crucemos el pueblo.
- Ya se me ha olvidado, Bill - dijo Kathy -. ¿Por qué viven aquí tantos artistas de circo? Algún propietario de circos...
- El viejo John Corby - dije -. Era el dueño del tercer circo del país y reunió una fortuna con él. Esa era la ciudad de donde él procedía, entonces se llamaba de otra forma, e invirtió todas sus ganancias en esas tierras, consiguiendo adueñarse de toda la ciudad y el valle. Y cuando murió, dejó casas, tiendas y granjas a las gentes de su circo, con la condición de que vivieran aquí. Muchos de ellos no quisieron, por supuesto; no estaban dispuestos a establecerse y se fueron con algún otro circo. Pero muchos aceptaron lo que se les había dejado en la herencia y viven aquí. De los mil habitantes aproximadamente más de cien son gente del circo... ¿Te he dicho alguna vez que te quiero, Kathy?
- Me parece recordar... ¡Bill, aquí no! Tú...
Al cabo de un minuto puse el coche en marcha y comenzamos a descender por la resbaladiza y sinuosa carretera hacia el valle. Habíamos salido de la carretera principal, entrando en una de segundo orden que no se empleaba demasiado y estaba en muy mal estado. El barro tenía varias pulgadas de espesor en los surcos. No estuvo francamente mal hasta que llegamos a media milla de la ciudad, pero de pronto las ruedas empezaron a deslizarse y la parte trasera del coche, a pesar de mis esfuerzos con el volante, patinó y se salió de la carretera. Intenté arrancar, pero las ruedas posteriores resbalaban en el barro como sobre hielo. Dije algunas palabras apropiadas al caso y rápidamente las modifiqué para que se ajustasen a la presencia de Kathy, y salí del coche. Luego miré a mi alrededor. Había una pequeña granja a unas docenas de pasos y un hombre rechoncho y rubio que aparentaba unos treinta años se acercaba ya desde la casa hacia el automóvil.
Me sonrió burlonamente
- Tenemos buenas carreteras por aquí, ¿eh? ¿Se ha hundido mucho?
- No mucho - le contesté -. Si usted me echara una mano, quizá siendo dos...
- Ojalá pudiera - dijo -. Pero cualquier labor pesada es contraria a las reglas. Tengo un corazón muy delicado. El médico no me deja levantar nada que pese más que una patata, y aun eso tengo que hacerlo despacio. - Miró arriba y abajo de la carretera -. Podríamos sacarle a usted de aquí con algunos sacos o con unas tablas, pero casi no merece la pena. Pete Hobbs está a punto de llegar. Es el cartero.
- ¿Conduce un camión?
El hombre rubio se rió.
- Desde luego, pero no lo necesitará. Pete solía hacer de hombre fuerte con Corby. Se está volviendo viejo, pero aún puede levantar la parte posterior de un coche con una sola mano. ¿Quieren entrar en la casa, usted y la señora, hasta que llegue Pete?
Kathy había estado escuchándonos, y supongo que le hizo buena impresión el hombre porque respondió que estaríamos encantados.
Así que entramos y el cartero aún tardó media hora en llegar, tiempo que nos permitió conocer a los Wilson bastante bien. Len Wilson, éste era el nombre del hombre rubio. Dorothy, su mujer, era una maravilla. Casi tan bonita como Kathy.
Len Wilson nos dijo que no había trabajado nunca en ningún circo; había nacido precisamente en aquella granja y Dorothy en Corbyville. Se habían casado cuatro años antes y se notaba que aún estaban enamorados. Me di cuenta de las atenciones que se tenían cuando él se levantó para traerme un cenicero y Dorothy le reprendió severamente para obligarle a sentarse otra vez. La misma severidad que se emplea con un niño.
Ya que Len no podía valerse por sí mismo, me pregunté cómo se las arreglaba para llevar la granja, aunque ésta fuese pequeña. Como si se diese cuenta de lo que pasaba por mi imaginación, él mismo me dio la respuesta.
- Puedo trabajar perfectamente - me dijo - mientras no sea una faena pesada y mantenga un ritmo constante y seguido. Puedo levantar un centenar de libras, mientras lo haga de diez en diez, o caminar un centenar de millas siempre que lo haga despacio y descanse de cuando en cuando. Y así es como puedo ocuparme de una granja como ésta. Pero no crean que de este modo vaya a amasar una fortuna.
Sonrió ligeramente; una bocina nos hizo saltar sobre nuestros pies, y Dorothy Wilson dijo:
- Ése es Pete. Voy a adelantarme para estar segura de alcanzarlo.
Los demás la seguimos más despacio, Kathy y yo acomodando nuestro paso al de Len. El ex hombre fuerte se apeó de su camioneta y entre los dos levantamos la parte posterior del automóvil hasta que las ruedas descansaron sobre tierra firme.
Cuando ya me había sentado ante el volante, Len me hizo señas.
- Podemos vernos en la ciudad, si piensan detenerse en ella - me dijo -. Yo también me dirijo allí, con Pete.
Así fue como conocimos a Len Wilson. Volvimos a verlo sólo una vez más, en Corbyville, un poco más tarde.
Recuerdo que yo iba a pasar de largo, pero Kathy quiso parar para comer. Aparqué el automóvil cerca de una cafetería que parecía limpia y entramos en ella. Allí conocimos al enano.
Recuerdo que cuando entramos por primera vez para sentamos a la barra, se notaba algo extraño y desproporcionado en el hombrecillo de cinco pulgadas de altura que asentía mientras tomaba nota de lo que pedíamos. Pero no me di cuenta de qué era lo que me chocaba hasta que caminó hacia la plancha para preparar las hamburguesas que habíamos pedido. No tenía cinco pies de altura, ni mucho menos; tenía tres pies aproximadamente. El suelo, detrás del mostrador, había sido elevado dos pies por encima del nivel del resto de la habitación.
Me vio como me apoyaba en el mostrador para poder mirar hacia el otro lado, y me sonrió.
- La barbilla no me hubiese llegado apenas a la altura del mostrador sin este arreglo - dijo.
- Tendría que patentarlo - le dijo Kathy -. Diga, ¿no es un tablero de ajedrez lo que hay allí, al fondo del mostrador?
Él asintió.
- Estaba resolviendo un problema. ¿Juega usted?
Esto fue para Kathy más tentador que el aroma de las hamburguesas. A pocas mujeres les gusta el ajedrez, pero ella es una de las pocas, aunque realmente no lo parezca. Mirando a Kathy puede creerse que su máximo entretenimiento intelectual es una copa de ginebra, pero es un error. Es mucho más inteligente y ha tenido más educación que yo. Tiene un título universitario y probablemente ahora estaría dando clases de no haber decidido casarse conmigo. Lo que, debo admitirlo, fue un gran dispendio de cerebro.
Kathy le dijo que jugaba y a ver qué le parecería si jugasen una partidita rápida. Y en realidad ella no jugó despacio al principio; en efecto, mueve las piezas con bastante rapidez y el enano - me di cuenta de ello con satisfacción - guardó el ritmo que ella marcaba. Entiendo lo suficiente de ajedrez, debido a Kathy, para poder seguir los movimientos, y cuando una partida se lleva a cabo rápidamente incluso consigo interesarme en ella.
Kathy tenía las piezas colocadas cuando él trajo las hamburguesas y el café, y estuve mirando el juego durante un rato mientras iba comiendo. Luego me dirigí hacia la puerta y me apoyé contra el montante, mirando en dirección a la calle.
Justo ante la puerta de la carnicería, el carnicero con su delantal blanco estaba haciendo exactamente lo mismo que yo. Mi vista pasó por encima de él distraídamente la primera vez, luego volvió hacia él y allí se quedó fija. Al principio, no supe siquiera el porqué.
Entonces, una niña de unos seis o siete años que pasaba brincando por la calle, lo vio cuando estaba a una docena de pasos de él y dejó de saltar. Describió un amplio círculo, casi hasta el bordillo de la acera, para conseguir pasar lo más alejada posible del carnicero. Él no pareció darse cuenta de su presencia, y una vez ya a salvo y detrás de él, la niña empezó de nuevo a brincar.
Desde luego, pude darme cuenta de que temía al carnicero.
Podía ser debido a cualquier tontería, claro está; una niña a la que habían regañado por hurtar un filete de la carnicería, pero no daba la sensación de tratarse de eso.
No parecía ser ésa la causa, pues lo ocurrido me hizo mirar la cara del carnicero. Estaba quieta, impasible. Si hubiera visto a la niña, habría fruncido el ceño o sonreído a la vista del rodeo que había dado. Y la cara en sí era hermosa, pero..., temblé ligeramente.
Un policía de Chicago está acostumbrado a ver caras no demasiado agradables. A diario ve caras que podrían ser máscaras griegas representando el odio, la lujuria o la avaricia. Se acostumbra a ver ladrones de automóviles y asesinos furiosos. Encuentra rostros como esos en su camino; éste es su trabajo.
Pero no era esta clase de cara. Era la de un diablo, pero sutilmente diabólica. Las facciones de aquel hombre eran rectas y regulares y sus ojos eran claros. Pero el diablo estaba detrás del rostro, detrás de los ojos. No sabría explicar cómo me di cuenta de ello. Era algo palpable; algo que yo sentía.
La parte de mi cerebro que está entrenada para observar y recordar estaba ya catalogando el resto. No sabría decir por qué. Altura, cinco pies once pulgadas; cabello negro, ojos castaños, piel bronceada; rasgos peculiares: una aureola diabólica.
Me pregunto qué hubiera dicho el encargado de los ficheros de mi distrito de haberle dado una descripción como ésta.
Volví de nuevo hacia el interior del restaurante para ver cómo seguía la partida de ajedrez, casi deseando que Kathy hubiera ya acabado para salir con ella mientras el carnicero estuviera aún allí. Me preguntaba qué reacción habría tenido al verlo.
Aún quedaban muchas piezas sobre el tablero, sin embargo. Kathy me miró.
- Estoy algo apurada - admitió -. Este caballero sabe realmente cómo debe jugarse al ajedrez. ¿Por qué no sabrás jugar tanto como él, Bill?
El enano sonrió sin levantar la vista del tablero, y movió un peón.
- Tampoco es la primera vez que ella juega - dijo -. El final aún está bastante lejano.
- Pero no será ahora - dijo Kathy.
Dirigí la vista a las piezas y comprendí a lo que ella se refería. El enano había dejado indefenso uno de sus caballos. La mano de Kathy se movió un momento sobre el tablero, y en seguida su alfil se lanzó al ataque.
- Felicidades - le dije a Kathy mientras palmeaba su hombro -. Tómatelo con calma. Sólo estás en plena luna de miel.
Volví hacia la salida. El carnicero, con su delantal blanco, aun continuaba allí.
De la tienda contigua a la carnicería salía en aquel momento Len Wilson. Andaba, como antes, despacio. Andaba hacia la carnicería. Estaba a punto de llamarlo, para pedirle que viniera a tomar una taza de café conmigo mientras Kathy y el enano terminaban su partida. Tenía ya la boca abierta para darle un grito, pero no llegué a hacerlo.
Len Wilson se fijó en los ojos del carnicero y se detuvo. Hubo algo tan extraño en su forma de detenerse, como si hubiese tropezado con un muro, que me impidió llamarle. Por el contrario, lo que hice fue observar.
El carnicero estaba sonriendo, pero no era una sonrisa agradable. Dijo algo que no pude oír por estar al otro lado de la calle, y tampoco entendí lo que Len le contestó. Era como estar viendo una película cuya banda sonora hubiese dejado de funcionar súbitamente.
Vi como el carnicero introducía su mano en el bolsillo, extrayendo de él un objeto y sosteniéndolo en la mano como por casualidad. Parecía algo así como un pequeño muñeco, de unas dos pulgadas de longitud. Podía haber sido hecho con cera. Hizo algo, no pude ver qué, con el muñeco entre sus manos. Y luego volvió a decir algo, algunas frases, y de nuevo se rió. Pude escuchar su risa a través de la calle, a pesar de que me había sido imposible escuchar sus palabras. No era chillona, pero tenía fuerza. Y Len Wilson apretó sus puños y comenzó a caminar hacia el carnicero, esta vez ya no tan despacio.
Yo comencé a hacerlo también, al mismo tiempo. No cabía equivocación en la expresión de Len. Sus intenciones no eran las que un hombre delicado del corazón debiera tener. Iba a darle un puñetazo al carnicero, un hombre mucho más alto que él y además con apariencia de bruto, por lo que no parecía que tuviera que irle muy bien a un hombre de las características de Len, a menos que con un solo puñetazo tuviera suficiente.
Pero Len solamente estaba a unos pasos y yo tenía que cruzar aún la calle. Le vi abalanzarse con fiereza y errar el golpe, y luego un bocinazo y unos frenos chirriantes me hicieron detener justo a tiempo de librarme de ser atropellado en medio de la calle. Cuando miré de nuevo, el cuadro había cambiado. El corpulento carnicero se había colocado a espaldas de Len, agarrando su brazo en una llave. Las facciones de Len estaban rojas de dolor o de ira, o por causa de ambas cosas a la vez.
Eché un vistazo rápido al tránsito en ambas direcciones, antes de cruzar hacia ellos. No me importa confesar que estaba asustado. No me asustaba la fuerza física del carnicero, pero había algo en él que me había hecho desear golpearle, aún antes de que Len hubiera llegado, aunque también me hacía estremecer el pensarlo.
De pronto me di cuenta de que tanto Kathy como el enano estaban corriendo a mi izquierda, con sus piernas cortas moviéndose como las bielas de un motor.
- ¡Suéltalo, Kramer, maldito! - chillaba.
El carnicero soltó a Len y Len casi se desplomó, con la espalda apoyada contra el edificio. El enano fue el primero en llegar al lado del granjero e introdujo su mano en el bolsillo de Len. La sacó con una pequeña caja de píldoras. Me las alargó.
- Dele una, rápido - dijo -. Yo no llego.
Abrí la caja; eran píldoras para el corazón como pude ver, e hice tomar una a Len.
- Llévelo a mi bar - estaba diciendo el enano -. Hágalo sentar y que descanse.
Kathy estaba al otro lado de Len y entre ambos le ayudamos a cruzar la calle.
El enano no vino con nosotros. Vi que Len parecía ya respirar normalmente y que reaccionaba y luego eché un vistazo sobre mi hombro.
De nuevo una conversación que no pude oír, pero que pude ver. La cara del enano, al nivel del cinturón del carnicero, estaba oscurecida por una cólera sorda. En la cara del carnicero bailaba una sonrisa cínica, y de nuevo volví a sentir el impacto del diablo.
El carnicero dijo algo. El enano adelantó un pie y golpeó con él la espinilla del carnicero, acertándole
Casi me inmovilicé, pensando que tendría que dejar que Kathy cuidase de Len mientras yo corría a rescatar al temerario enano.
Pero el carnicero ni siquiera se movió. Por el contrario, se apoyó contra la puerta de su tienda y se echó a reír.
Grandes risotadas que debieron oírse en toda la manzana.
Ni siquiera se agachó para friccionarse la pierna herida.
Se reía a mandíbula batiente.
Aún continuaba riendo cuando Kathy y yo sacamos a Len por la puerta abierta de la cafetería. Me volví y vi que el enano, con el rostro casi purpúreo a causa de su ira mal contenida, estaba cruzando la calle detrás de nosotros, mientras el carnicero seguía riéndose todavía. No era una risa agradable de oír. Me dieron deseos de matarlo y tenía buena predisposición a hacerlo.
Sentamos a Len en una de las sillas de un puesto callejero y el enano acudió a nuestro lado, suavizando la expresión de su cara. Eché un vistazo fuera y vi que el carnicero ya se había retirado, probablemente al interior de su tienda. Y el silencio, después de aquella risa, resultaba agradable.
- ¿Llamo al médico? - preguntó el enano a Len.
Len Wilson agitó la cabeza.
- Estoy perfectamente Esas píldoras me han dejado como nuevo. Dejadme descansar sentado un par de minutos.
- ¿Una taza de café mientras descansas?
- Gracias - dijo Len -, Y prepárame también una hamburguesa, ¿quieres, Joe? Apenas he comido.
Kathy se sentó enfrente de Len y yo acompañé al enano llamado Joe. Éste subió la rampa que conducía a la parte posterior del mostrador y de nuevo dejó de ser un enano. Tenía cinco pies de estatura y sus ojos estaban a más altura que los míos por estar yo sentado en uno de los banquillos de la barra que había justo enfrente de la plancha para asar las hamburguesas. Sacó una hamburguesa de la nevera y la colocó sobre la plancha; yo le miré a los ojos.
- ¿Quién era ése? - le pregunté, señalando con el dedo la carnicería.
- Ése - dijo - era Gerhard Kramer. - Y lo dijo como si fuera una blasfemia.
- ¿Y quién es Gerhard Kramer?
- Un muchacho simpático - dijo -, si escucha a algunas personas que piensan así. La mayoría, sin embargo, no pensamos igual. Algunos casi creemos que es el diablo personificado.
- Aparte del carnicero - pregunté -, ¿quién es él? ¿Qué había sido anteriormente?
- Acostumbraba a trabajar en el circo de Corby. Mago y adivinador de segundo orden. Le cae mejor el oficio de carnicero. Sin embargo, aún continúa ejerciendo la magia, aunque sólo la negra, la realmente seria.
- ¿De verdad cree en ella? ¿En muñecos de cera y todas esas martingalas?
- Entonces, ¿vio usted el muñeco? Bueno, en realidad le gusta hacer pensar a la gente que cree en ella. Tiene a media ciudad de punta contra él.
- ¿Y sin embargo van a comprar a su tienda?
Dio un certero golpe a la hamburguesa que estaba friéndose en la plancha.
- En realidad, creo que no le temen, a decir verdad. Y algunas mujeres no le temen en absoluto. Él atrae a las mujeres. Sabe hacerlo. Es el dueño de buena parte de la ciudad. Seguramente debe disfrutar abriendo en canal las bestias muertas, o de lo contrario no trabajaría de carnicero. Sí, sabe hacerlo bien.
Algo en su tono me hizo preguntar:
- ¿Excepto qué?
Cortó por la mitad una panecillo e introdujo en él la hamburguesa, llenó una taza de café y salió de detrás de la barra con la bandeja. Permanecí callado. Sabía que contestaría a mi pregunta en cuanto diese la vuelta.
Se volvió y dijo:
- La esposa de Len, señor. Ésta es la única cosa que él desea y que no consigue.
- ¿Dorothy? - pregunté, sorprendido, y sin saber por qué lo hacia.
Quedó tan confundido que pude darme cuenta de que no sabía que habíamos parado en casa de los Wilson durante nuestra travesía hacia Corbyville. Había creído que nuestro primer encuentro con Len había sido entonces al otro lado de la calle. Se lo expliqué.
- Sí, Dorothy - dijo -. Era la belleza del pueblo antes de casarse con Len. Kramer la deseaba y Len se la quitó delante de sus narices. Desde entonces Kramer odia a Len. Y, maldito sea, la conseguirá si Len no anda con cuidado. Entonces le dejaría el campo libre.
- Pero ¿querría Dorothy casarse con un hombre como éste? - pregunté -. ¿Querría casarse con un sujeto del tipo de Kramer?
La tristeza se reflejaba en su rostro.
- Ya le he dicho que a las mujeres les gusta este hombre. A ella le gusta y no le encuentra ningún defecto. Oh, no quiero decir que fuera a engañar a Len, o nada parecido. Pero si Len muriese, después de un año o así...
- ¿Y ese muñeco? - dije -. Ese muñeco de cera. ¿Significa acaso que Kramer no quiere esperar a que Len muera de muerte natural, si es que muere? ¿Realmente cree Kramer en esas cosas?
El enano me miró cínicamente.
- A veces esa clase de magia actúa, señor - dijo -. Acaba usted de verlo precisamente hace un momento, cuando él se lo ha mostrado a Len.
Entendí lo que quería decir. Me levanté y me dirigí hacia la parte delantera del establecimiento. Len parecía mejorado, y Kathy hablaba con él animadamente.
- Acabo de enterarme de que Len juega al ajedrez, Bill - dijo ella -. Es amigo de Joe Laska, que es el nombre del dueño de esta cafetería, y dice que acostumbran a jugar a menudo. Habríamos podido jugar una partida mientras estábamos en casa de ellos.
- Desde luego - dije -, solamente que no lo hicisteis. ¿Cómo te fue la partida con Joe? Recuerdo que le llevabas un caballo de ventaja y que él se llevó el tablero, por lo que supongo que habréis terminado la partida.
- Sí, terminamos. Íbamos a reunirnos contigo cuando... cuando empezaron los problemas al otro lado de la calle.
Con Len sentado ante nosotros no quise continuar esta conversación; ya le contaría más tarde a Kathy todo el asunto.
- ¿Quién ganó? - pregunté rápidamente.
- Ese condenado Joe. Toda esa candidez dejándome comer un caballo resultó ser un gambito. Me dio jaque mate al cabo de cuatro jugadas.
Len sonrió débilmente.
- Joe es un especialista en esa clase de gambitos, señora. Si vuelve a jugar con él, vaya con tiento cuando le ofrezca una pieza sin aparente motivo para hacerlo.
El enano volvió en este momento y dijo que iba en busca de un coche para llevar a Len a su casa. Pero yo no pude aceptarlo, por supuesto. Hice subir a Len en mi coche, que entonces ya podía andar perfectamente, y Kathy y yo lo acompañamos a su casa.
Dorothy Wilson observó a Len mientras éste cruzaba el umbral de la puerta y se lo llevó al piso superior para acomodarlo en la cama por el resto del día. Desde arriba, nos llamó pidiéndonos que esperásemos.
Pero cuando regresó fue para decirnos que lo había hecho con la intención de invitarnos a comer algo en su compañía. Al decirle que ya lo habíamos hecho en la ciudad, no insistió más. Por lo tanto, Dorothy salió hacia el automóvil con nosotros.
- Joe Laska me ha telefoneado - dijo -. Me ha contado, bueno, he comprendido que Len ha intentado de nuevo sostener una disputa con Gerry Kramer. Desearía que Len no fuera tan bobo. Oyendo a Len, y también a Joe, cualquiera creería que Gerry es un diablo o algo parecido.
Alguna fuerza interior me obligó a preguntar:
- ¿No lo es?
Ella se rió ligeramente.
- Es uno de los hombres más agradables de la ciudad. Los hombres de por aquí le tienen inquina, pues saben que es guapo y educado y... bien, ya saben ustedes cómo son la gente en las pequeñas ciudades.
- Ah - dije.
- Pero es de veras agradable. Por ejemplo, sostiene una hipoteca que pesa sobre esta casa y que ya ha vencido. Podría echarnos a Len y a mí siempre que quisiera y no lo hace, y a pesar de ello Len se comporta de esta forma con él.
No quise escuchar más. Deseaba decirle:
- Desde luego, él deja que Len continúe aquí ya que de esta forma sabe que trabajará la granja hasta que muera, en lugar de irse a una ciudad, conseguir un trabajo menos rudo, y así vivir muchos más años.
Pero me contuve. No quise inmiscuirme sólo porque no me hubiera gustado la cara de un hombre, ni su risa.
Nos despedimos de mistress Wilson y nos marchamos.
- ¡Mujeres! - exclamé al cabo de un rato en tono disgustado, y luego le pregunté a Kathy qué había pensado al ver al carnicero.
- Realmente, no lo sé - dijo -. Es bien parecido y quizás mistress Wilson tenga razón, pero... bueno, yo no me fiaría de él. En él hay algo que no marcha. Algo... digamos, malvado, diabólico.
Y por haber demostrado ser lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de ello, le conté, mientras nos dirigíamos carretera adelante, todo lo que había visto yo así como lo que Joe, el enano, me había contado.
Continuamos hablando sobre el tema durante unos minutos. Había algo en la escena que se había desarrollado frente a la carnicería, así como en todo lo ocurrido posteriormente, que no sería fácil de olvidar. Estoy seguro de que no lo habríamos olvidado aunque todo hubiera acabado ahí.
Pero al cabo de un rato mis pensamientos se deslizaron por otros derroteros. Estábamos, ante todo, en plena luna de miel.
Nos dirigimos hacia Nueva Orleáns y pasamos un par de semanas maravillosas en medio de un clima estupendo, y recuerdo lo agradable que era disfrutar de aquel tiempo mientras leíamos en los diarios de Illinois e Indiana estaban pasando heladas junto con nieves tempranizas.
Comenzamos el viaje de regreso perezosamente. No planeábamos la ruta que seguiríamos de un día para otro y no sabíamos si volveríamos a pasar por Corbyville, cuando sucedió que compramos un diario del centro estando en Metrópolis, precisamente antes de que cruzásemos el río Ohio desde Paducah.
Se leía en grandes titulares:
«Carnicero linchado en Corbyville»
En esa primera relación no se dejaba entrever aún ninguno de los aspectos del «Horror de Corbyville» que el suplemento dominical extendería más tarde por todo el país. El linchamiento, el primero desde hacía mucho tiempo en el estado de Illinois, era lo que recalcaba aquel diario.
Aparentemente, los periodistas aún no habían llegado a la escena del crimen, ya que no se daban muchos detalles. Se lo leí en voz alta a Kathy, y luego ella me arrebató el diario y volvió a leerlo, mientras yo permanecía sentado pensando y acabando de tomar mi café.
Según el artículo, parecía ser que un tal Len Wilson, un granjero que vivía en las afueras de Corbyville, había muerto en condiciones bastante misteriosas y que los habitantes de la ciudad acusaban al carnicero local, Gerhard Kramer, de la muerte de Wilson. El sheriff llegado desde Centralia había rehusado, por falta de pruebas, arrestar a Kramer.
Y mientras el sheriff se hallaba en la granja un grupo de ciudadanos, que ya habían estado allí, arrancaron a Gerhard Kramer de su tienda y lo ahorcaron en un poste del alumbrado enfrente de la tienda. Los agentes del sheriff no consiguieron descubrir quiénes, aparte del propio Kramer, imagino, habían estado envueltos en el linchamiento.
Pagué la cuenta del restaurante, salimos y nos metimos en el coche.
- ¿Vamos a pasar por Corbyville? - preguntó Kathy.
- Sí - dije -. Deseo enterarme de lo que ha ocurrido allí. ¿Tú no?
- Creo que sí, Bill - dijo ella.
Llegamos a Corbyville cerca de las dos. Era una ciudad silenciosa, mientras conducíamos a lo largo de la calle principal. Era artificialmente silenciosa.
Conduje despacio. Pude ver que la carnicería estaba cerrada, pero no había ningún letrero en la puerta. El establecimiento de hamburguesas de enfrente, propiedad del enano, también estaba cerrado. Podía leerse un cartel que decía «Cerrado hasta mañana».
Nos dirigimos a la granja de Wilson.
Aún había una pulgada de nieve en el suelo y hacía frío, un frío tempranizo para octubre. Había algunos coches aparcados enfrente. Exactamente cuatro.
Salimos del coche y caminamos hacia un grupo de personas que había al otro lado de una valla; más allá de ella se veía el campo abierto. Pude ver las huellas, los dos pares de huellas de los que tanto habían hablado los suplementos dominicales y el resto de los periódicos. A lo largo de estas huellas podían verse otras que, desde luego, no debían estar ahí cuando se imprimieron las primeras.
Pude observar perfectamente aquellas pisadas, sin necesidad de saltar la valla. Ya has leído sobre ellas, y puedo decirte que la descripción de los diarios es exacta. Un par de trazas impresas a través de ese campo cubierto de nieve; ninguna volviendo. Un ligero hormigueo recorría la espalda viéndolas, al imaginar lo que éstas habrían parecido a los primeros hombres, aquellos que habían descubierto el cadáver, cuando el resto del campo aún estaba virginalmente blanco.
Las huellas de Len Wilson, algo menores que las otras, eran fáciles de interpretar. Él había corrido con rapidez. Las otras habían sido trazadas posteriormente. En algunos sitios, las huellas de mayor tamaño se superponían a las de Len.
Kathy permaneció mirándolas, estudiándolas.
Habló unos minutos con los hombres que había allí. Uno de ellos era un agente del sheriff de guardia. Me preguntó quién era, y le mostré mis credenciales, explicándole que había conocido a Len superficialmente y que por ello estaba interesado. Los otros tres hombres eran periodistas. Uno de ellos, a todas luces, de Chicago.
- ¿Dónde está mistress Wilson? - pregunté.
No estaba particularmente interesado en hablar con Dorothy Wilson, pero creía que era nuestra obligación, si ella estaba en la casa, que Kathy y yo entráramos a verla, aunque sólo fuera por unos minutos.
- Con la gente de Corbyville - me contestó el periodista de Chicago -. Dígame, aquellas huellas ¿no son la cosa más condenada del mundo? - Se volvió y me miró. Luego dijo -: Creo comprender por qué lincharon a ese carnicero. Si él odiaba a Len Wilson y si practicaba la magia negra... bueno, si no es eso, ¿qué infiernos será?
El agente del sheriff saltó la valla. Comenzó a decir algo, según pudo ver Kathy, y cambió de parecer. Se aclaró la garganta y exclamó -: ¡Magia negra! ¡Bah! De todas formas, me gustaría saber cómo lo hizo. Era un mago de segundo orden en el circo, pero aun así...
- ¿Son de él estas otras huellas? - le pregunté.
- Su medida. Aún no hemos encontrado el par de zapatos que las ha hecho. Probablemente los enterraría.
- Creo que estoy un poco asustada - dijo Kathy.
- Yo estoy muy asustado - le contesté.
Subimos al coche y viajamos hacia Chicago y hacia casa.
- Es horrible, Bill - dijo Kathy al cabo de un rato.
- ¿De qué estaría huyendo?
- De nada en especial, Kathy - le dije -. Él no huía, sino que iba en busca de algo.
Le expliqué la solución que yo le daba y el porqué. Mientras lo hacía, sus ojos se iban dilatando y mostrando cada vez más espanto. Cuando terminé, me sujetó por el brazo.
- Bill - dijo -, tú eres policía. ¿Significa eso que tendrás que... que contarlo?
Asentí con la cabeza.
- Si consigo cerciorarme de ello, desde luego. Pero ésta es sólo mi opinión, aunque nosotros sepamos que es la verdadera.
Kathy respiró aliviada, pero no volvimos a hablar ya mucho más durante el resto del viaje hasta Chicago.

- Muy bien, mi querido cuñado - dijo Wally -, tú eres un importante e inteligente policía y yo estoy ciego por completo. No consigo comprenderlo. - Acabó de beberse el resto de la cerveza y dejó el vaso sobre la mesa con cuidado -. ¿Hacia qué corría?
- Hacia la muerte - dije -. Ya te lo dije antes. La muerte le estaba esperando allí, en el centro de aquel campo. Él estaba muy enfermo, Wally. Imagino que él sabía que no le quedaba ya mucho tiempo de vida, de todas formas. De otro modo, no habría tenido sentido el hacerlo. Pero él quería a Dorothy, y odiaba a ese carnicero Kramer. Sabía que iba a morir, de cualquier forma, y si moría de manera que el pueblo creyese que el culpable había sido Kramer, tanto por medio de la magia negra como por cualquier otro juego de manos...
- Juego de pies - dijo Wally.
- De acuerdo, juego de pies - rectifiqué -. Él habría tomado su desquite sobre Kramer. Y el pueblo, conociendo a Kramer, sabiendo cómo odiaba a Len y cómo deseaba su muerte, acusaría al carnicero si encontraba algún aspecto sobrenatural en la muerte de Len, algo inexplicable. Aunque no lo hubieran linchado o no lo hubieran arrestado, el pueblo habría creído que estaba implicado en esa muerte. Y habría tenido que marcharse. Así, muriendo de esta forma, un poco antes, Len se desquitó de un hombre al que debió odiar casi tanto como amó a Dorothy... y así salvó a Dorothy de su ceguera. Si Len hubiese esperado a morir de muerte natural, probablemente ella se hubiera casado con Kramer al cabo de algún tiempo, ya que por una u otra causa ella no quería ver el demonio que había en él. ¿Comprendes?
Kathy se movió sobre mis rodillas.
- Como en el ajedrez, Wally - dijo -. Un gambito..., en el que haces un sacrificio para poder ganar. Como Joe, el enano, cuando me entregó un caballo y luego me dio jaque mate. Así es como Joe y Len, jugando al ajedrez en el mismo extremo del tablero por una vez en su vida, dieron jaque mate al carnicero.
- ¿Cómo? - dijo Wally -. ¿El enano estaba metido también en eso?
- Tenía que estarlo - dije -. ¿Quién, si no, podía haber dejado las huellas que conducían únicamente desde la valla hasta el cadáver? ¿Quién, además del enano, podría haberse subido a hombros de Len mientras él corría como un loco por el campo hasta que su corazón falló, y quién podría haberse calzado un par de zapatos con las punteras mirando hacia atrás?

FIN


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