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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EL CREADOR DE FANTASMAS (por Frederik Pohl)
Mr. Guinn era un hombre amable, pero astuto. Sin embargo, no me costó demasiado obtener de él lo que andaba buscando. Nunca me había considerado como un sagaz hombre de negocios, capaz de emplear trucos y obtener todo lo que desease, pero seguramente el injusto trato que me habían dado en el Museo había agudizado mi ingenio, capacitándome para ganar cualquier batalla. Mis credenciales del Museo para él efectivamente válidas - me ayudaron mucho y supongo que lo que finalmente le decidió fue mi promesa de proporcionarle la lista de correspondencia del Museo a cambio de la suya. Naturalmente no tuve ningún inconveniente en hacerle esa promesa. Le hubiera prometido también darle Walter, la ballena disecada de noventa pies de largo, o los catorce meteoritos del hall de entrada, si me lo hubiera pedido. Después de todo, no me costaba nada.
Por fin tenía la lista de suscripciones de «Más Allá».
Revistas como «Más Allá» no tienen las enormes listas de suscriptores de los periódicos gigantes del mundo de la prensa; la lista que Guinn me dio era lo suficientemente pequeña para poder trabajar con ella. Y cuando terminé de eliminar - taché todos los nombres de santos, las direcciones con Iglesia de Cristo o plaza de la Trinidad, etc..., todos los nombres como Gottesman, Dorothy y sus sagrados equivalentes etimológicos -, me quedé con una sola página. Guardé mi cepillo de dientes, el agua bendita y otras cosas de esas que me eran absolutamente necesarias y empecé el trabajo.
Los tres o cuatro primeros nombres de la lista no tenían ningún interés. Perdí toda una tarde en la parte baja del East Side y la mayor parte de un día en Bensonhunt, sin que apareciera nadie de más de catorce años. Estaba ya dudando de la validez de mi teoría cuando empecé a acercarme a la meta: el número cinco resultó ser una bruja de agua en Chelsea; el número ocho un viejo nigromante de barba roja que vivía en una monstruosa casa vieja a orillas del Jersey; el número diez, un profanador de cadáveres en sus ratos libres, que daba clases de bioquímica en la universidad de New England... Era el ídolo de las mujeres de limpieza porque nunca dejaba desperdicios de cadáveres en su laboratorio. Parecía, le decían bromeando, como si se comiese los Cadáveres. Tan cuidadoso era.
Creo que para éstos ni siquiera necesité la cruz o el agua bendita; el susto de la confrontación y el darse cuenta de que habían sido descubiertos allí donde ellos pensaban estar seguros, fueron suficientes. Cada uno me dio una cosa, como mandan sus leyes: la bruja, un amuleto, el profanador de cadáveres, una receta repugnante, el nigromante una curiosa variación de la bola de cristal, una esfera opaca que contestaba preguntas... opacamente. Ninguna de estas cosas tenía valor alguno, pero mi teoría se había confirmado y además había aprendido mucho al ver sus reacciones. Estaba seguro de que cuando apareciese el que yo andaba buscando, podría cogerle.
El viernes por la tarde me fui a doscientas millas de la ciudad, más allá de la línea de Pennsylvania, sintiéndome completamente seguro de que iba a tener éxito. El siguiente nombre de mi lista era el número trece. ¡Feliz pronóstico! Había estado esperando con ilusión este número y cuando vi la casa me sentí doblemente animado. Pagué al conductor y dando patadas a latas oxidadas y a trozos de ejemplares de «The Nation», llegué a la puerta principal cuando anochecía.
Nadie contestó a mi llamada. Insistí, sin dar importancia al hecho de que la puerta estaba a punto de caerse a pedazos, y la aporreé con todas mis fuerzas. Ninguna respuesta. Esto no me decepcionó en absoluto; había descubierto anteriormente, en mi reciente ocupación, que es mejor saber todo lo posible de estos personajes antes de encontrarse con ellos cara a cara.
Saqué la bola de mi bolsillo y le pregunté si la persona que vivía en la casa iba a volver antes de diez minutos. La respuesta de la bola fue: «Según mi información, no.» Lo cual me satisfizo enormemente, pues era evidente que la profecía de la bola estaba impedida por poderosas fuerzas de oposición.
Para mayor seguridad, me di cinco minutos para inspeccionar la casa. Era de construcción antigua, tenía una estufa panzuda en cada habitación, la luz del atardecer se filtraba a través de las grietas de las paredes. La bodega estaba cubierta de hongos y parecía que el ocupante de la casa había estado sistemáticamente abriendo socavones en los cimientos. Las indicaciones eran de lo más prometedoras.
Creo, aún hoy, que es mejor si no revelo el nombre de este hombre. Estaba tan claro que él era el que yo buscaba que me puse a pasear nerviosamente por la habitación esperando su llegada. Me parecieron horas, pero todavía quedaba un rayo de sol en el cielo cuando le oí abrir la puerta.
Se quedó estupefacto al verme sentado en su sala, pero inmediatamente comprendió lo que quería. El maletín con su frasco de agua bendita y otros objetos útiles estaban a mi lado; pretendió ignorarlo, pero observé que se paró en seco en la puerta.
- ¡Caramba! - dijo amargamente -. ¡Hasta en mi casa!
Me reí entre dientes:
- Sí, hasta aquí - dije -. Podemos empezar a hablar de negocios, ¿o va usted a pretender que no sabe a qué he venido?
Sonrió débilmente. Era curioso observar sus dientes agudos en la cara redonda y suave.
- Tanto me da confesar de plano - dijo -. Me ha cogido usted. Sólo puede haber dos razones para que esté usted aquí con todas esas cosas en su maletín. Una de ellas está claramente descartada: si tuviera usted intención de reformarme, no estaría perdiendo el tiempo en charlas. Por tanto, usted quiere algo. Muy bien. Sin embargo, me gustaría hacerle una pregunta. ¿Cómo me ha localizado usted?
Me permití el lujo de no darme importancia.
- Muy sencillo - le dije -, por una deducción elemental. Los granjeros leen «Country Gentlemen», los banqueros el «Wall Street Journal». No hay muchas revistas que traten de magias y brujerías. Hubiera sido difícil creer que los magos y los hijos del demonio no estuvieran suscritos a «Más Allá». Todo lo que tuve que hacer es eliminar a los lectores casuales. Me quedé con usted y sus amigos.
- No me llame hijo del demonio - dijo ásperamente -. Tiene usted suerte de que no lo sea. Si se cruza con uno, joven, le comerá. Le rociará con su romero y ajo sacado de su maletín y le lavará con el jugo del agua bendita. Lo único que yo hago es sencillamente magia.
¿Sí? Posiblemente decía la verdad, pero no podía estar seguro. Me invadió un pensamiento inquietante: quizá estaba al borde de un peligro, pero después de todo no había nada que temer. El mismo había asegurado que no era peligroso. Me encogí de hombros.
- No importa - le dije -, le tengo cogido. No voy a amenazarle, pero por las leyes y los poderes tengo derecho a pedirle una cosa.
Me sorprendió que se riera un poco y los músculos de su cuero cabelludo se contrajeron sacudiendo su pelo negro y lanudo de una forma alarmante.
- Claro que tiene usted derecho. Puede obtener uno de mis hechizos. Bien, ¿por qué no? ¿Cuál le gusta más? ¿Echar las cartas? ¿Brebajes amorosos? ¿El regalo de las lenguas? ¿El poder de transformarse en un animal? Sólo puede obtener uno. Nómbrelo. ¿Cuál quiere?
Dije claramente:
- Venganza.
Me miró alarmado.
- ¿Venganza seria? Usted quiere decir matar. No, no puedo hacerlo. Me traería problemas.
Hice ademán de coger el maletín, pero aunque tragaba saliva y tenía la frente perlada de sudor, movió la cabeza:
- No hay nada que hacer - dijo -. No me importa lo que usted tenga en ese maletín, no puede usted obligarme por ningún medio a usar mis poderes para hacer daño a nadie. No.
- ¡Pero me han humillado! - grité -. Soy un científico, uno de los mejores antropólogos de la época, un miembro del Museo, el autor de tres libros de texto fundamentales. Y, porque tuve la agudeza de ver las cosas claras, porque dije públicamente que la magia no es superstición ni tonterías, me han privado de todo lo que me había ganado en treinta años. Tengo que vengarme.
Chasqueó los dedos:
- ¡Claro! - dijo, reconociendo -. Ya sé quién es usted. Se llama Erlicle o algo así, ¿verdad? Leí el caso en los periódicos. Bien, no puedo decir que siento que haya tenido disgustos. Tengo bastantes quebraderos de cabeza ya, y no necesito en absoluto que la gente empiece a sospechar que realmente existimos.
Le miré sorprendido. La sensibilidad de los profanos hacia la acumulación de pruebas y su propagación me ha horrorizado siempre..., aunque supongo que en este tema en particular él era un iniciado. Pero esto era significativo. Le dije:
- Lo que usted quiera me trae sin cuidado. Quiero vengarme. Le conjuro a que me provea de medios para ello.
Movió la cabeza.
Le dije enfadado:
- ¿Está usted tratando de decirme que no conoce ningún hechizo dañino?
- Claro que conozco, algunos muy peligrosos; pero no puedo utilizarlos. Eso es magia negra. Tampoco puedo enseñárselos. Por la ley de la equivalencia. Si se los enseño a usted sería lo mismo que si los hiciera yo mismo.
Pensé rápidamente, preguntándome si me estaría mintiendo. Me costaba trabajo admitir que después de haber llegado tan lejos, éste fuera el final de mis planes.
Dije:
- Puedo seguir hasta encontrar a un hijo del demonio.
Se rió.
- Bien - dije, desesperado -. ¿Qué puedo hacer si no? No soy el tipo de hombre que se toma estas cosas con calma. He sufrido. Brandon debe sufrir también. Se han reído de mí; me han despojado de mi puesto en el Museo; he visto el trabajo de toda mi vida tirado por la borda. Brandon lo hizo. No puedo dejar que disfrute de la vida.
- ¡Oh! - dijo tranquilamente -. No tiene por qué dejarle que disfrute de la vida. Nada mortal, desde luego. Pero, ¿qué me dice usted de las urticarias, por ejemplo? Tres frases y una pasada de mano y se producen urticarias. O hacer que se levante una plaga de insectos por dondequiera que vaya. O puede asustarle mortalmente, si quiere. Tengo un hechizo muy bueno para evocar fantasmas. Una palabra y un amuleto. Hasta tengo el amuleto aquí mismo. O puede hacer que se enamore de la primera persona que pase. Escoja.
No era eso lo que yo había planeado, desde luego. De todas formas...
- Dígame más - le pedí.
Asintió con la cabeza y enlazó las manos.
- Me alegro que sea razonable - lijo -. ¿Qué tal si se separa de todas esas cosas?
Saqué el maletín fuera del cuarto. Cuando volví me di cuenta de que se había recostado despreocupadamente en el sofá y estaba descorchando una botella de vino de California.
- La magia es un trabajo que produce sed - me explicó -. Creo que nos vendría bien tomar un vasito.
Desde mi punto de vista esto era un buen programa. Y además, yo podía mejorarlo. Le mandé a buscar un cubo de agua de manantial y le mostré el truco que me había enseñado la bruja para transformar el agua en licor. Desde ese momento las cosas marcharon bien aunque aún tengo escrúpulos de conciencia al pensar en los pequeños fantasmas azules de insectos muertos hace mucho tiempo y de ratones, que conjuramos para practicar y que luego soltamos en el campo. Pero me aseguró que no harían daño alguno.
Tuvo que volver al manantial a buscar otro cubo antes de terminar; después de todo el agua es barata.
Quizá se emborrachó más de lo que había planeado, porque se le escapó una información que creo que tenía la intención de mantener secreta: el hechizo de evocar fantasmas era infalible. Con él se podía tocar un hueso polvoriento y crear al instante el espectro del ser al cual había pertenecido. También se podía tocar una criatura viva y evocar su fantasma. Pero una vez evocado el fantasma, esa criatura moría automáticamente. Desde luego el asesinato no era exactamente lo que yo planeaba para Brandon. La ofensa había sido muy grande, pero en mi largo viaje de vuelta a la ciudad tuve tiempo de meditar en el miedo que mi amigo tenía a las consecuencias de la magia negra y decidí que no necesitaba llegar tan lejos. Brandon era un timador pomposo, pero yo podía conseguir por medio de la persecución que su propia vida fuera su castigo. No necesitaba arriesgarme a sufrir consecuencias desconocidas.
Además, ahora que tenía en mi mano medios de venganza, empecé a experimentar un vago cariño por Brandon. Me sentía muy alegre y tranquilizado; lo que iba a hacer era más una broma práctica que un despiadado castigo.
Llegué a la ciudad el domingo por la noche, pero no fui al Museo hasta el lunes por la tarde. Conocía muy bien las costumbres de Brandon y sabía que el primer día de la semana permanecería sin duda en su despacho después de la hora de cierre.
Entré por la entrada subterránea donde había más gente. El guarda no me vio y así evité el tener que contarle una mentira. Me dirigí directamente a la sala de los mamíferos africanos y esperé en la sombra hasta que el guardián del piso se hubo alejado. Había una sala de exposiciones que yo siempre había conocido como «temporalmente cerrada» y todavía conservaba la llave que abría la puerta.
A las cinco y media el Museo estaba desierto. Sólo quedábamos el guardián, algún que otro miembro cansado como Brandon, bostezando sobre su Periódico y yo. Cuando abrí la puerta de mi escondite, estaba todo oscuro. Sólo se veían las luces de las escaleras.
El despacho de Brandon está en el ala de Paleontología, en el tercer piso. Me deslicé fuera de la sala de exposiciones hacia la escalera, pero antes de llegar se me ocurrió una idea que me apresuré a poner en práctica.
Quien haya estado en el Museo se acordará de Leo. No es el león africano más grande que se conozca, pero mide nueve pies desde la nariz a la enorme cola y nadie pasa cerca de su pedestal en la sala de los mamíferos africanos sin sentir un estremecimiento en la espina dorsal.
Tan silenciosamente como pude arrastré la silla del guardián de noche hacia el pedestal de Leo. Me subí a ella y me dispuse a utilizar el hechizo. Mi amigo me había dado el amuleto necesario: una araña de mimbre trenzado del tamaño de una manzana. Toqué el flanco relleno de Leo y pronuncié la palabra que había aprendido.
Se produjo una llamita y repentinamente, como una crisálida que abandona su capullo, la forma azul pálida de un león salió y se deslizó sin ruido por el suelo. El fantasma de Leo se inmovilizó durante un largo segundo, olfateando con sus enormes fosas nasales. Dios sabe qué impalpable esencia. Sus fauces se abrieron y con un sentido que no tenía nada que ver con mi oído, oí o creí oír su majestuoso rugido.
Debo confesar que durante un momento se me cortó la respiración. Mi amigo me había asegurado que los espectros no podían tocar o hacer daño a nadie..., pero cuando el fantasma del león me vio y se dirigió a mí con las garras dispuestas y las fauces llenas de espuma incorpórea, me costó un enorme esfuerzo no echarme a correr. Leo me atravesó sin causarme más efecto que un estremecimiento probablemente imaginario. Dio una vuelta, intentó arañarme con una de sus garras insustanciales, emitió otro de sus rugidos sin sonido, luego parpadeó y agachó las orejas como un gato doméstico a quien han pillado escondido debajo de una cama.
Respiré y me dirigí a la escalera ignorándole. El grupo de elefantes Akely me tentó por un momento, pero pasé de largo.
Pero la tercera tentación fue más fuerte. Al terminar la escalera entré en las salas que yo había ayudado a preparar recias cajas de cristal con tablas y piedras que evocaban los tiempos que el mundo había olvidado. Dirigí un saludo al fragmento de Jonás, porque fue su clara historia de brujerías Nilóticas, que yo había traducido y de la que Brandon se había burlado, lo que produjo el choque. Era una pena, me dije, que la piedra no hubiera nunca tenido vida para poder evocar una refutación indiscutible a todo lo que había dicho.
Me di cuenta de que aunque la piedra no ofrecía esperanzas, la sala estaba llena de objetos que sí la ofrecían. Detrás de la caja de la piedra, por ejemplo, se encontraba el sarcófago del Niño Faraón, destapado, con la momia delgada y rígida en el interior. Se le distinguía perfectamente en la penumbra, aunque el cristal de la caja estaba cerrado.
Yo tenía aún en mi llavero los medios para abrirlos.
Merecía la pena detenerse un momento, pensé. Miré alrededor cuidadosamente, pero aunque vi algo que se movió cerca de mí, resultó que no era más que el fantasma del león que huía rápidamente arrastrando su cola. Casi me reí fuerte al pensar en lo que dirían los periódicos y las explicaciones que las «autoridades» tendrían que dar a la Prensa.
Pero por el momento tenía otras cosas en que pensar. Saqué la momia, la despojé de un hombro postizo, del color de tiza y de los tejidos de lona, le toqué con el mimbre entrelazado y susurré la palabra.
Se oyó un débil y suave crujido y sentí que no me encontraba solo. La figura azulada del niño tardó unos segundos en aparecer..., pero allí estaba, con ojos de gato, nariz aguileña. Los ojos estaban abiertos y me miraban. Había un vacío en ellos, una vacuidad donde debiera haber habido expresión. Lo encontré espeluznante; no creo que ese vacío se debiera a que el fantasma fuera un fantasma, sino a la cantidad de siglos que habían pasado desde el momento en que su carne se fue Dios sabe dónde, hasta el instante en que yo lo evoqué con el hechizo.
El niño abrió sus labios delgados y habló imperiosamente; en mi mente oí sus palabras, que, desde luego, no significaron nada para mí. Conozco bastante bien el egipcio moderno pero no reconocí ni un solo sonido en todo lo que dijo el Faraón; y claro es que no había fonemas en el alfabeto antiguo que yo había aprendido a traducir.
Me volvió a decir algo, luego gruñó, me escupió, dio media vuelta y se fue. Le dejé irse. Cuando este niño gobernaba Egipto tenía once años. La suerte mayor que los egipcios tuvieron nunca fue que no llegara a los doce.
Contemplé cómo la figurilla rígida se alejaba imperiosamente. Luego abrí la puerta del despacho de Brandon.
Me miró de la misma manera que Joan habría mirado a la Dama Blanca.
- ¡Ehrlich! - balbució.
Encima de su mesa estaba un anillo de conjura de la Costa Dorada. Lo quité de allí, aparté las hierbas y las rocas y cogí unos huesos usados para profecías.
- La magia - dije a Brandon haciendo eco de sus propias palabras - es un noventa por ciento de mentiras y un diez por ciento de ciencia mal entendida. No hay ninguna verdad en las supersticiones. No existen fantasmas. Sin embargo, mira.
Debo decir a su favor que no estaba asustado. Ahora, recordando la escena creo que debí parecer una figurilla peligrosa que se presentó a él amenazadoramente a una hora sospechosa; pero se limitó a quedarse sentado observando con la calma de un estudiante de primer año que contempla una demostración de la precisión del péndulo. Toqué los huesos resecos con el amuleto y murmuré, casi susurré, la palabra mágica.
Hubo un movimiento fuerte y ante nosotros, en el cuarto, se presentó la figurilla seca de un negro de aspecto irritable que me llegaba por debajo del hombro. Era el espectro más feo que he visto. Me volví hacia Brandon.
- ¿Qué tienes que decir a esto? - pregunté seriamente.
A Brandon le temblaban las manos, pero frunció los labios y entrelazó los dedos antes de empezar a hablar:
Estas no son condiciones controladas - dijo -; pero, de todos modos..., sí, Ehrlich, confieso que me he apresurado. Te debo una explicación y lo la daré. Me gustaría oír cualquier cosa que quieras decirme.
Se sirvió un vaso de agua de la jarra que estaba en su mesa y lo único que delató su temor fue que el vaso se desbordó y el agua corrió por la mesa y le mojó los pantalones antes de que fuera capaz de apartar la mirada del espectro del furioso bantú.
- Lo siento - dijo distraídamente -. ¿Qué vas a hacer con él?
- Olvídalo - dije -, ahora se va. Escucha. ¿Le oyes hablar?
En mi mente resonaba una especie de charla, un canto de furia que seguía el ritmo de gesticulaciones del pequeño espectro. Saltaba alrededor de nosotros, danzando con los brazos extendidos.
- Interesante espectáculo - comenté -. Supongo que está tratando de exorcizarnos, lo cual es muy curioso si se tienen en cuenta las circunstancias.
- ¿No puedes librarte de él? Este ruido me está volviendo loco - se quejó Brandon -. ¿No? Entonces salgamos fuera y dejémosle aquí. Quiero enterarme de todo esto.
Me encogí de hombros y le seguí fuera. El pequeño bantú nos gritó sin sonidos, pero no nos siguió. Recorrimos algunos metros por el pasillo hasta llegar a la puerta de la sala de los reptiles antes de que nuestros oídos interiores dejaran de escuchar los gritos guturales. Por entonces Brandon había recobrado completamente la calma y yo estaba empezando a perder la mía. El sabor de la venganza no era tan dulce en la realidad como había sido en la imaginación. Contesté a sus preguntas con poco entusiasmo, le conté lo que había hecho después de que él, con su obstinación, me obligara a tirarle a la cara mi dimisión escrita. Le hablé de mi certeza de que existían brujos por todo el mundo, y de cómo había deducido que leerían revistas de brujerías y de ciencias ocultas, y finalmente cómo había encontrado después de mil trabajos a un adepto, cuyos hechizos no podían ser divulgados.
- He vuelto - terminé de mal humor - para hacerte tragar tus palabras, Brandon. Pero ahora ya no sé cómo seguir. Supongo que escribiré un artículo para el «Journal».
- Y este hechizo - insistió Brandon -, ¿actúa en todo? ¿En cualquier cadáver o fragmento de esqueleto o en cualquier cosa que tuvo alguna vez vida? ¿No falla nunca?
- Nunca. Ven, te lo voy a demostrar.
Le hice seguirme a la sala de los reptiles, a nuestro alrededor estaban los recuerdos de la época sauriana, antes de la aparición del hombre. Huesos de lagartos gigantes, espesas mandíbulas de criaturas que poblaban los antiguos océanos de agua fría, los monstruosos carniceros que cazaban en los pantanos cubiertos de helechos hace cien millones de años.
- Vamos a ver - dije pensativo -, intentemos con algo pequeño -. Este, por ejemplo.
Cuidadosamente levanté la tapa de un pequeño esqueleto de lagarto del tamaño de un conejo y lo toqué con el amuleto. Susurré la palabra mágica de manera que Brandon no pudiese oírme; bajo mis manos apareció una nube azulada que tomó la forma de un desmañado cachorro de reptil. Destellos de miedo brillaban en sus ojos de ágata. Esta cosilla sin mente se estremeció y retrocedió al vemos, luego se escurrió entre las sombras.
Brandon estaba asustado de nuevo:
- ¡Buen Dios! - lijo -. ¿Ehrlich, lo das cuenta de lo que tienes ahí? ¡Qué arma para los paleontólogos! Han estado adivinando, deduciendo e imaginando cuál sería la forma de estos bichos... y probablemente se habrán equivocado. ¡Ahora puedes mostrársela!
Tenía razón, desde luego. Ya no había necesidad de adivinar cómo habría sido la envoltura desaparecida de los esqueletos que tanto trabajo les había costado desenterrar. Ahora, con un toque y una palabra podían tenerlos delante de los ojos. Pero...
- Claro - dije fríamente -, quizá lo haga, desde luego. Pero realmente, Brandon, ¿crees que me quedan ganas de ayudar a los paleontólogos en sus problemas?
Balbuceó
- ¡Ehrlich! ¿Qué dices? ¡Acuérdate de la búsqueda de la verdad científica!
Me reí en su cara, aunque debo confesar que aún no estaba saboreando mi triunfo. Sonreí sarcásticamente.
- La búsqueda de la verdad científica lo tomó un día, la primera vez que vine a discutir este proyecto contigo. No estoy tan seguro de que me apetezca cooperar ahora que estoy en posición de dictar condiciones.
- Quieres volver a lo puesto. Volverás.
- No, Brandon - le contesté -, el soborno no lo servirá de nada. Este trabajo no significa nada para mí. ¿Sabes? Después de todo estoy seguro de poder ganarme la vida de otro modo si me lo propongo. Quizá en la televisión o en un teatro de variedades, si es que aún existen los teatros de variedades... ¡El profesor Ehrlich y sus encantadores fantasmas! Cleopatra, Helena y Astarté resucitadas ante sus ojos! Puedo hacer algo así. Si me dan un pequeño fragmento de cuerpo puedo evocar su fantasma tan fácilmente como evoco el de éste.
Creo que en este momento no estaba en mi sano juicio, estaba en un estado muy cercano a la histeria, me parece. Apoyé el amuleto en la caja torácica del mejor brontusauro del Museo y contemplé cómo el espíritu azulado de la bestia se arrastraba perezosamente hacia el pasillo.
Brandon me dijo agudamente:
- Ehrlich, ¡piénsalo bien!
Pero era mi momento y me reí de él.
Brandon y yo oímos los pasos del guardián de noche al mismo tiempo; Brandon le llamó y por un segundo me asusté instintivamente. Pero casi en seguida me di cuenta de que no tenía nada que temer. Quizá era culpable de algún acto ¡legal menor, vagabundo o infracción, o una de esas acusaciones que sirven para todos y que tiene la jurisprudencia policial: conducta revoltosa; pero nada más. Y una reprimenda de un magistrado era un precio poco elevado.
Me alejé despreocupadamente de Brandon y del guardián que corrió chillando. El estegosauro estaba delante de mí. Le toqué un hueso pequeño y llamé a Brandon por encima del hombro.
- Cuéntaselo a los paleontólogos, Brandon. ¿Quieres ver más?
El monstruoso fantasma apareció retorciéndose y contorsionándose; esta bestia debía haber tenido una muerte difícil porque estaba chorreando una sangre espectral de una profunda herida en su flanco. Se escapaba torpemente de algún atacante pesado, se abalanzó a través de la pared y desapareció.
Estaba temblando, pero delante de mí tenía la enorme masa del tiranosauro, el rey de los lagartos, el gigantesco carnicero de poderosa mandíbula, de la primera época, que era el producto más muerto de la evolución; fue una tentación que no pude resistir. Apoyé el amuleto en un segmento de la cola de la bestia, medio vuelto hacia Brandon y hacia el guardián mientras pronunciaba la palabra mágica. Empecé a gritarles una expresión de mofa. Pero las palabras murieron en mis labios porque de repente me di cuenta de que algo marchaba muy mal.
Miré otra vez al tiranosauro. No había ninguna luz azulada ni ningún movimiento en los viejos huesos. Me quedé estupefacto durante una fracción de segundo, y luego oí un golpe a mis pies. Miré y me quedé helado.
Allí, en el suelo, a mis pies, visible a través de la parte baja de mis azuladas y transparentes piernas, estaba mi propio cuerpo sin vida.
No deduje inmediatamente lo que me había pasado y tardé mucho en calmarme lo bastante para darme cuenta de cuál era mi situación actual, pero debí haberlo hecho inmediatamente pues era obvio. Todo el mundo sabe que ningún esqueleto muy antiguo está completo. Los pequeños huesos periféricos casi siempre se han perdido, disuelto o han sido devorados por el tiempo cuando los excavadores encuentran la parte principal. Los museos entonces contratan escultores para fabricar las piezas que faltan con escayola, escayola vulgar cuyo sílice químico no ha tenido nunca vida y por tanto es incapaz de evocar un fantasma... Pero tal como me había asegurado mi amigo, con ese brillo malicioso en los ojos que ahora puedo comprender, el mimbre entrelazado no fallaba nunca y ya que no podía conjurar ningún fantasma en el trozo de escayola moldeada, hizo lo único que podía hacer y conjuró mi propio fantasma.
Después de todo no tengo más remedio que admitir que mi nuevo modo de vida (quizá debiera decir de muerte) tiene sus compensaciones. No necesito comer o dormir y tengo al pequeño antiguo bantú, N'Ginga, para hacerme compañía durante las largas horas nocturnas en que Brandon no está. No desea que nuestra existencia se haga pública todavía, aunque la mayoría de los altos jefes del museo ya la conocen. Me prometió buscar a mi amigo del norte del Estado de Nueva York para ver si puede deshacer la parte del hechizo que nos obliga a permanecer en el lugar en el cual hemos sido conjurados. Espero esto con impaciencia: una vez librados de esta imposición, N'Ginga y yo podremos conocer a otros de nuestra especie.
Mientras tanto, tengo mucho trabajo. Cuento a Brandon y a sus ayudantes todo lo que puedo recordar de la magia que aprendí. Tanto N'Ginga como yo estamos deseando complacer a Brandon, para eso N'Ginga está aprendiendo inglés. Esto es en parte porque queremos ayudar a la causa científica y en parte también porque estamos deseando que nos liberen; ya que esto es un poco triste y solitario. No lo era tanto cuando éramos tres, aunque el Niño Faraón era un acompañante poco ameno. Pero cuando dejó de estar con nosotros (no encuentro las palabras exactas para describir el proceso) fue cuando por primera vez nos dimos cuenta de que también los fantasmas somos en cierta parte vulnerables.
Fue completamente culpa mía y de mi inconsciencia; me gustaría no haber sido tan pródigo al conjurar los fantasmas de leones y saurios. Lo he deseado cada vez más desde el día en que N'Ginga vino corriendo hacia mí con el rostro casi pálido, para enseñarme lo que los dientes de un saurio habían hecho

FIN


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