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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO LA CAUTIVA (por José Luis Altayrac)
Cuentan que, por estos pagos, vagaba el fantasma de Iósef Ben Shalom; uno de los primeros inmigrantes hebreos que llegaron a nuestro país.
Por las noches claras de invierno, cuando el campo estaba en completo silencio, solía escucharse como un galope de cabalgadura que recorría la llanura. Dicen que, quienes se animaron a salir de sus ranchos a mirar, llegaron a ver una silueta fantasmagórica de un hombre a caballo; una silueta casi transparente, con un amplio poncho flotando al viento, que cabalgaba a un galope constante y sostenido, atravesando los campos, sin importarle tranqueras ni alambrados.
Los paisanos más viejos aseguran que era el alma de Iósef, que cabalgaba por las pampas buscando las tolderías del cacique Catriel, para rescatar a su amada Sarah, que fuera llevada cautiva por un malón de este cacique y vengar la muerte de sus dos pequeños hijos.
La historia - o quizás leyenda - de Iósef Ben Shalom, estuvo siempre presente en cada rueda de fogón, cuando el paisanaje se reunía a matear, al calor de las brasas, en esas interminables noches de invierno.

Se cuenta que Iósef, se había instalado, junto con su esposa Sarah y sus dos pequeños hijos, en un rancho en medio de la llanura. Trabajó la tierra con todo el corazón y, aunque él sabía que esa no era «la Tierra Prometida», le ofreció todo el amor de sus manos y de su alma, como una forma de retribución a todo ese amor que esta tierra le había brindado al aceptarlo como inmigrante.

Eran épocas duras para los colonos. Los indios solían maloquear frecuentemente, robaban ganado, quemaban rancheríos y se apoderaban de cuanto podían, matando a quien se cruzara en sus correrías.
Así fue como, un cierto día, la indiada llegó en malón hasta el ranchito de Iósef. Hicieron un gran destrozo. Se apoderaron de los dos o tres animales que había en el rancho. Pasaron a degüello, sin piedad, a sus dos pequeños hijos, se llevaron cautiva a Sarah y quemaron el rancho, ante los ojos atónitos del buen Iósef.

No podía creer lo que estaba viendo. Estaba acostumbrado a luchar contra las inclemencias del tiempo, pero no contra la furia devastadora de aquellos hombres. Era diestro en empuñar un arado o un hacha para desmontar, pero nunca había empuñado un arma.
Blandiendo la horquilla, con la cual estaba emparvando forraje para los animales, arremetió contra el indio que había alzado en su caballo a Sarah, pero no logró siquiera acercarse a él; una lanza afilada atravesó su pecho dejándolo tumbado boca arriba y con los ojos muy abiertos, mirando el cielo como buscando una explicación de lo que estaba sucediendo. De su garganta escapó el grito de: «¡Sarah...!», y sus manos se crisparon por el dolor. Y allí quedó, regando la tierra con su sangre y su vista fija en el cielo.
Su cuerpo no recibió sepultura y su alma no descansó en paz. Es por eso que, en ciertas noches, se veía su figura fantasmal cabalgando por las pampas, en busca de su amada Sarah y de su paz eterna en el reino de los muertos.
Así concluían siempre los relatos de su historia entre el paisanaje: santiguándose y pidiendo al «Tata Dios» por el descanso de aquella alma en pena.
Una tarde de otoño, llegó hasta el Puesto de una vieja Estancia, una mujer andrajosa; pidiendo algo para comer y algún pequeño lugar donde poder pasar la noche.
Agustina, la esposa de Juan, el puestero, se apiadó de aquella pobre mujer y le ofreció un abundante plato de guiso, que recién acababa de cocinar, porque Juan estaba al caer, después de su recorrida diaria por la Estancia, y ella siempre lo esperaba con la comida caliente pues sabía que siempre llegaba cansado y con mucho apetito, después de trajinar todo el santo día con los animales y con los quehaceres del campo.
La mujer le agradeció de todo corazón ese plato de comida. Se sentó a la mesa y comió en silencio, con su vista fija en el plato, pero su mirada no estaba puesta en ese objeto, sino que estaba fijada en su propio interior, en sus pensamientos, o en sus recuerdos.
Agustina no se atrevía a hablarle, por no molestar sus pensamientos que, suponía, eran muy profundos.
Al cabo de unos minutos, llegó Juan. Después de desensillar el caballo y soltarlo en el corral, se dirigió a la cocina, diciendo a viva voz, como para que Agustina lo escuchara:
- ¡Ya llegué, vieja...! ¡Andá poniendo la mesa, nomás...! Traigo un hambre que ni te cuento...
Al abrir Juan la puerta de la cocina, la mujer se sobresaltó. Agustina se apuró en comentar, para tratar de calmarla:
- Él es Juan, mi marido... ¡Siempre llega muerto de hambre...!
- ¿Con quién hablás...? - preguntó Juan, que no se había percatado de la presencia de aquella mujer, porque pasó derecho a lavarse las manos en la palangana que estaba en un rincón de la cocina -. Creo que pasar todo el día sola, sin poder hablar con nadie, te está haciendo mal. ¿No me digas que ahora hablás sola...?
- No. Sólo se lo comentaba a... ella - dijo Agustina, algo confundida por no poder presentarla formalmente, pues no sabía (ni le había preguntado) el nombre de aquella mujer -. Tenemos una visita... Hoy no estuve tan sola como otras veces...
Juan giró su cabeza y detuvo su mirada en la mesa. Sin entenderlo, fijó su vista sobre la mujer que estaba sentada junto a ella, con la cuchara en la mano, pero tan inmóvil como una estatua.
- ¡Disculpe, señora...! - dijo confundido -. No pensé que habría gente extraña... Por aquí, nunca llega nadie... ¿Algún familiar tuyo, Agustina...? - interrogó a su esposa -. No me dijiste nada que pensaban venir a visitarte...
- No, Juan... - contestó Agustina, que se sentía algo incómoda por la situación -. Esta señora llegó hace unos momentos, y es... eh... Ella es... se llama...
- Me llamo Sarah - se adelantó la mujer -. Discúlpeme por incomodar su privacidad. Y discúlpeme usted, Agustina, por no haberle dicho siquiera mi nombre. Es que llegué tan cansada y hambrienta que sólo atiné a pedir un poco de comida y algún lugar donde descansar. Su esposa ha sido muy amable en brindarme este plato de guiso y ofrecerme un lugarcito en el galpón, sin consultarlo con usted. Ese gesto ha sido el mejor que he recibido en muchos años. Apenas aclare, mañana, seguiré mi camino y no los molestaré más...
Al escuchar aquel nombre, Juan se estremeció. Sólo conocía a una sola mujer que llevara ese nombre, y todo a través de aquellas viejas historias de fogón que escuchó desde muy joven.
Volvió a fijar su vista en aquella mujer. De esta manera, se percató de que aparentaba ser una mujer joven, aunque su vestimenta - algo andrajosa y sucia - y su aspecto desaliñado, daban la sensación de que se tratara de una persona más vieja.
Su piel era muy blanca. De un blanco casi increíble. Su larga cabellera, de color negro azabache, caía sobre sus hombros desnudos, pues sus ropas estaban deshechas. Sus ojos verdes, como dos esmeraldas, brillaban al resplandor de la lámpara que estaba sobre la mesa. Si se la observaba detenidamente, se trataba de una mujer hermosa, muy hermosa; algo muy raro de ver o encontrar por esas latitudes.
Un frío intenso le recorrió la espina dorsal, y toda su piel se estremeció al asociar ese nombre con las historias que había escuchado desde que tenía memoria.
- ¿Sarah...? - preguntó Juan -. Nunca conocí a una mujer con ese nombre... ¿Qué nombre es...? Quiero decir, ¿De dónde proviene...?
- Sarah es un nombre hebreo, del pueblo de Israel. - contestó la mujer -. De allí es de donde he venido. No puedo precisar con exactitud cuánto hace que llegué a estas tierras. Sólo sé que llegué aquí con mi esposo, Iósef, y nos afincamos en algún lugar de esta comarca. Allí fue donde tuvimos dos hijos y comenzamos a trabajar la tierra. Como un milagro del cielo, esa tierra comenzó a dar su fruto y agradecimos a Dios por el nuevo hogar que nos había regalado.
Todo iba muy bien; el trigo crecía, los pocos animales que teníamos nos daban el suficiente sustento diario. En verdad, creíamos que habíamos encontrado «La Tierra Prometida, de la cual mana leche y miel».
Mas, un día tenebroso, llegaron unos hombres salvajes, y cual «ángeles exterminadores», destruyeron todo lo que habíamos construido; mataron a mis dos pequeños hijos y a mi marido. A mí, me llevaron como prisionera y viví en cautiverio por largo tiempo.
Cuando llegamos a sus tiendas, cortaron con sus cuchillos las plantas de mis pies, para que no escapara, y tuve que compartir la tienda y mi cuerpo con alguien que detestaba enormemente, porque él era quien había dado muerte a mis hijos y a mi amado Iósef...
En ese momento, la cabeza de Juan comenzó a dar vueltas hasta sentirse mareado. Tan mareado como cuando, con sus amigos, «se les iba la mano» con la ginebra.
Quería hablar, pero las palabras no salían de su boca. Sólo miraba a esa mujer y a su esposa, como pidiendo que alguien le dijera que todo lo que estaba oyendo era irreal, que era sólo un sueño, o una pesadilla atroz.
- No sé cuánto tiempo pasé allí. - continuó hablando la mujer -. Sólo recuerdo que, una noche, cuando todos los hombres festejaban la captura de un nuevo botín, pude escapar de ese lugar. Esa noche, después de que habían comido y repartido lo que habían obtenido en su correría, comenzaron a beber aguardiente hasta quedar completamente borrachos y dormidos, tirados por cualquier lado de sus tiendas.
Tomé coraje, y como las llagas en las plantas de mis pies ya habían cicatrizado, tomé algo de alimentos y agua, y escapé hacia la inmensidad de la llanura, con la esperanza de hallar alguna población o a alguien que me ayudara a encontrar mi destruida casa.
Vagué por el desierto sin saber por cuánto tiempo, pero el suficiente como para vivir y reflexionar sobre lo que pudieron haber sentido mis antepasados cuando vivieron en esclavitud en Egipto y cuando, después de su liberación, tuvieron que vagar por el desierto del Sinaí.
Juan no entendía nada. Solamente atinaba a mirar, de tanto en tanto, a su esposa - que también estaba absorta ante aquel relato -. Pensaba que sus amigos no le creerían ni una palabra si llegaba a contárselo.
Agustina, que había quedado callada, mientras escuchaba hablar a aquella mujer, en determinado momento acotó tímidamente:
- Pero..., esto sucedió hace... ¿Cuántos años...? No puede ser verdad...
- ¡No interrumpas, mujer...! - dijo Juan -. ¿Quién puede medir el tiempo en su exacta dimensión...? ¿Quién puede saber cuánto mide un instante, o cuánto mide una eternidad...? Lo que Sarah está relatando es su propia historia, la verdadera, ¿Qué interesa el tiempo...? Aquí interesa la verdad... Y esa verdad, sólo la puede conocer ella, porque fue ella la que vivió esos momentos. La historia que conocemos de esos hechos, es sólo el relato de terceros, que bien pudieron deformar por ignorancia de los hechos, o bien por la natural deformación de algo que se transmite de boca en boca.
En esos momentos, se hizo un silencio tan profundo que se podía escuchar el latido de los corazones.
Como un rumor lejano, de repente se escuchó el galopar de un caballo en la lejanía. Sarah se sobresaltó. Quedó inmóvil, escuchando el lejano sonido. Agustina y Juan, se concentraron en ese sonido, y quedaron expectantes de lo que acontecería.
- ¡Es él...! - dijo Sarah -. Es Iósef que me viene a buscar...
Se levantaron los tres, casi al mismo tiempo. Sarah salió al patio, a mirar el horizonte. Juan y Agustina, tomados de las manos, salieron tras ella e hicieron lo mismo.
En unos momentos, en el horizonte, confundido entre los matorrales que circundaban la casa, se divisó una silueta gris, casi transparente, de un hombre a caballo. Se detuvo en la entrada del patio, y permaneció allí, inmóvil, por algunos instantes.
Sarah, con una vitalidad y fuerza inusitada, corrió hacia el lugar donde se había detenido aquel espectro.
- ¡Iósef...! - gritaba -. ¡Al fin llegaste...! ¡Aquí estoy, como siempre lo estuve, esperándote...! ¡Jehová es grande...! ¡Baruj Atá, Adonai...! ¡Llévame contigo...!
Juan y Agustina se abrazaron, mientras miraban ese prodigio inexplicable.
Sarah llegó hasta la silueta, subió sobre el caballo fantasmal, y éste comenzó a galopar, alejándose de la casa y perdiéndose en el horizonte.
Los puesteros se abrazaron más fuerte, se besaron y dejaron escapar algunas lágrimas, que rodaron mejillas abajo hasta confundirse con la humedad reinante de aquella noche otoñal.
Después de ese acontecimiento, nunca más se escuchó el galope constante de aquel espectro por las llanuras de La Pampa. Iósef encontró a Sarah y encontró su paz eterna. Ya su alma no vagará más por estos campos. Quizás cabalgue, llevando a Sarah en ancas de su caballo, por los campos celestiales donde estarán todos los colonos que dieron su sangre a esta tierra para engrandecerla.


FIN


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