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CUENTOS ROMáNTICOS
CUENTO EL DEPóSITO (por Jorge Amado )
Bajo la luna, en un viejo depósito abandonado, los niños duermen.
Aquí estaba el mar antes. En las grandes y oscuras piedras de los cimientos del depósito las olas reventaban estruendosas o lamían mansas. El agua pasaba por debajo del puente, donde ahora los niños duermen iluminados por un resto amarillento de luna. De este puente salieron numerosos veleros cargados, algunos enormes, pintados de extraños colores, rumbo a la aventura de las travesías marítimas. Aquí venían a llenar sus bodegas y atracaban en el puente de tablas hoy carcomidas. Delante del depósito antes se extendía el misterio del océano, las noches que lo enfrentaban eran verde oscuro, casi negro, de ese color misterioso que es el color del mar por las noches.
Ahora, frente al depósito, la noche es clara. Porque delante se extiende el arenal de los muelles. Debajo del puente ya no hay rumor de olas. La arena lo invadió todo, hizo retroceder al mar muchos metros. Poco a poco, lentamente, la arena fue conquistando el depósito. Ya no atracan en su puente los veleros que iban a marcharse cargados. Ya no trabajan allí los negros forzudos que venían de la esclavitud. Ya no canta su canción en el viejo puente ningún marinero nostálgico. La arena se extiende, clara, frente al depósito. Y nunca más se llenó el inmenso caserón con fardos, con bolsas, con cajones. Quedó abandonado en medio del arenal, una mancha negra en la claridad de los diques.
Durante años sólo lo habitaron los ratones que lo recorrían en sus carreras, que roían la madera de las monumentales puertas, que lo usaban como señores exclusivos. En cierta ocasión, un perro vagabundo lo utilizó como refugio contra el viento y la lluvia. La primera noche no durmió, ocupado en despedazar a los ratones que le pasaban por encima. Durmió después algunas noches, ladrando a la luna por las madrugadas, pues gran parte de los techos estaba destruida y los rayos de la luna penetraban libremente, iluminando los pisos de gruesas maderas. Pero aquel perro era nómada y pronto se alejó en busca de otra posada, de la oscuridad de otra puerta, el vaho de otro puente, el cuerpo caliente de una perra. Y los ratones volvieron a dominar hasta que los Capitanes de la arena arreciaron sus visitas al caserón abandonado.

En esa época se había caído una puerta y uno de la banda, cierto día que paseaba por la extensión de sus dominios (porque toda la zona del arenal del dique, como toda la ciudad de Bahía, pertenece a los Capitanes de la arena), entró en el depósito.
Resultó mejor hospedaje que la pura arena, que los puentes de los otros depósitos, donde a veces el agua subía amenazante. Y desde esa noche gran número de los Capitanes de la arena durmió en, el viejo depósito abandonado, en compañía de los ratones, bajo la luna amarilla. Al frente la vastedad de la arena, la claridad sin fin. A lo lejos, el mar que golpeaba contra el muelle. Por la puerta veían las luces de los barcos que entraban y salían. Por el techo veían el cielo estrellado, la luna que los iluminaba.
Más tarde llevaron al depósito los objetos que el trabajo del día les proporcionaba. Entonces el depósito cobijó extrañas cosas. Pero no más extrañas que aquellos chicos, de todos los colores y de las edades más variadas, desde los nueve a los dieciséis años, que a la noche se extendían por el piso y por debajo del puente, indiferentes al viento que rodeaba al caserón ululando, indiferentes a la lluvia que muchas veces los mojaba, pero con los ojos prendidos a las luces de los barcos, con los oídos presos de las canciones que venían desde las embarcaciones...

Aquí también vive el jefe de los Capitanes de la arena: Pedro Bala. Desde el comienzo lo llamaron así, desde que tenía cinco años. Ahora tiene quince. Hace diez años que vagabundea por las calles de Bahía. Nunca supo de su madre; su padre había muerto de un balazo. Quedó solo y gastó años en conocer la ciudad. Hoy conoce todas sus calles y todos sus rincones. No hay tienda, negocio ni botica que no conozca. Cuando se incorporó a los Capitanes de la arena (los diques recién construidos atraían a sus arenas a todos los chicos vagabundos de la ciudad) el jefe era Raimundo, el Caboclo1, mulato colorado y fuerte.
No duró mucho la jefatura del caboclo Raimundo. Pedro Bala era mucho más activo, sabía planear los trabajos, sabia tratar con los otros, en sus ojos y en su voz había autoridad de jefe. Un día pelearon. La desgracia de Raimundo fue sacar una navaja y cortar la cara de Pedro, un tajo que le quedó para el resto de su vida. Los demás se metieron y como Pedro estaba desarmado le dieron la razón y esperaron la revancha que no demoró en llegar. Una noche, cuando Raimundo quiso zurrar a Barandao, Pedro se puso de parte del negrito y se trenzaron en la lucha más sensacional que las arenas del dique vieron. Raimundo era más alto y de más edad. Mas, Pedro Bala, el cabello rubio al viento, la cicatriz colorada en la mejilla, tenía una agilidad formidable, y desde ese día Raimundo dejó no sólo la jefatura de los Capitanes de la arena, sino también el arenal. Al tiempo se enganchó en un barco.
Todos reconocieron los derechos de Pedro Bala al liderazgo, y desde ese momento la ciudad comenzó a hablar de los Capitanes de la arena, chicos vagabundos que vivían del robo. Nadie sabía el número exacto de los que así vivían. Serían unos cien y de ésos, más de cuarenta dormían en las ruinas del viejo depósito.
Vestidos de harapos, sucios, agresivos, mal hablados, fumadores de puchos, eran los dueños de la ciudad, a la que conocían totalmente, a la que amaban totalmente, eran sus poetas.


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