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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO LA CAMPANA (por Hugo Correa)
Los ormios se mantuvieron firmes en su decisión para que los hombres se sometiesen a la prueba de la campana.
—Como sucesores de la raza humana en el dominio de este planeta, y reconociendo el papel desempeñado por ella durante su largo imperio, les debemos a ustedes, sus últimos exponentes, nuestro agradecimiento por el légamo cultural dejado a los ormios, lo cual nos ha permitido comenzar nuestra historia desde un peldaño superior.

¿Había un oculto sarcasmo en estas palabras? Imposible saberlo, porque un interlocutor a medias insecto, a medias metal, que apenas consigue erguir un raro apéndice desde el ceniciento suelo, con el cual se confunde casi, hasta el extremo de constituir un misterio su verdadero tamaño, dando incluso la sensación de ser uno solo y no un conglomerado de seres, puede estar precisamente diciendo lo contrario de lo que piensa. Si a ello se agregaban sus hábitos nocturnos (de día jamás se dejaron ver, ni tampoco quedaban rastros de su presencia), se comprenderá la completa ignorancia de los humanos sobre los ormios. Su lenguaje parecía llegar a la mente de los hombres por un proceso telepático camuflado de voces aparentemente audibles.
—Nosotros habríamos vuelto al espacio —explicó el comandante Asenjo—; pero se nos ha agotado el combustible.

Cinco mil años había durado la expedición de Asenjo, enviado a buscar, dentro de los cientos de soles de la Vía Láctea, un planeta cuyas condiciones permitieran al hombre abandonar el suyo, gastado y contaminado por incesantes guerras. ¿Hubo tal vez un último conflicto que precipitó la desaparición de los seres humanos? Los ormios nada decían, fingiendo o pareciendo ignorar la verdad. Se limitaban a mostrar los efectos de la torturada civilización humana: un planeta árido, sin agua ni rastros de vida orgánica, con una atmósfera enrarecida, aunque todavía utilizable mediante filtros. En una palabra, en algo menos que un cementerio; ni siquiera las tumbas de los antiguos moradores del planeta eran visibles en parte alguna.

El comandante quiso, en cuanto entró en contacto con los nuevos pobladores (notando que estos no se veían dispuestos a dejarlos vivir en paz), de llegar a un acuerdo de convivencia pacífica. Los hombres pedían un trozo de territorio, perfectamente limitado, dentro de cuyo perímetro se comprometían a vivir hasta que el correr de los años cumpliera con su tarea de dejar a los ormios como poseedores absolutos de la Tierra. En principio los ormios aceptaron tan humilde requerimiento, pero los humanos debían pasar, primero, por la prueba de la campana. Era una condición ineludible.
—Fue construida por los últimos hombres, y dejada aquí como mensaje para los futuros pobladores del planeta, es decir, los ormios. Nosotros, como respetuosos herederos del hombre, hacemos cumplir su voluntad final: los humanos que por cualquier motivo vuelvan a la Tierra cuando el ormio impere, están obligados a someterse al juicio de la campana. Tal fue el mensaje.

Los ormios ignoraban los motivos. Sabían, sí, que para sobrellevar con éxito la prueba se necesitaba cumplir con ciertos requisitos, acarreando su contravención fatales consecuencias. El primero de ellos era que los hombres debían mantener los ojos cerrados durante toda la experiencia. El otro revestía un carácter puramente formal: era obligatorio que cada hombre acudiese solo a la campana y, por cierto, existía la prohibición de visitar previamente su lugar de emplazamiento con el pretexto de estudiarla. Los ormios se encargaban de hacer cumplir la observación de estas reglas. Para empezar, solamente ellos conocían el sitio donde se hallaba aquel extraño monumento. ¿Y si los hombres se negaban?

Bueno, no los dejarían vivir en paz.
Inútilmente Asenjo les hizo ver lo inhumano del procedimiento.
—¿Inhumano? ¿Puede ser inhumano un sistema inventado por los propios hombres?
—¿Y hay alguna manera de enterarse anticipadamente del buen éxito de la prueba?
—Evidente: si la campana redobla, significa que el hombre ha muerto. El resultado feliz se traduce, entonces, en el silencio de la campana, lo cual aún no ha ocurrido.

Una tenue niebla gris envolvía el paisaje, la cual, desde el arribo de los hombres, nunca se disipó, de día ni de noche; la faz de la Tierra permanecía oculta tras ese velo hasta donde la memoria del ormio recordaba. El espectáculo de un cielo estrellado, o de un radiante sol estival, era desconocido para los nuevos señores del planeta. El comandante avanzaba cabizbajo hacia su desconocido destino. Los ormios, simulados en el oscuro suelo, le iban señalando la ruta. No les guardaba rencor. La desaparición sucesiva de sus compañeros en el curso de una semana, terminó por despertarle una morbosa curiosidad.

Nada supo sobre los cadáveres de sus hombres. Los ormios se limitaron a informar que no volverían. ¿Qué les ocurría a los que iban a la campana? Sería el último en enfrentarla y, por cierto, tampoco deseaba sobrevivir. Cuando en las neblinosas noches resoplaron con sobrenaturales ecos los sones del bronce, señalando el fin de la experiencia, no pudo menos que agachar la cabeza como una aceptación del fatal destino impuesto a los representantes de la raza humana.

El suelo, cubierto por una espesa capa de polvo residual, mostraba la hilera de huellas dejada por sus compañeros. Eran pisadas estampadas en un solo sentido. De pronto apareció ante sus ojos un curioso objeto. Tenía el aspecto de un columpio: una base de metal, sostenida por una horquilla de acero que, a su vez, colgaba de una doble cadena, uno de cuyos extremos pendía por encima del banquillo. El comandante se estremeció. El aspecto general del aparato (no le cupo dudas que se trataba de la campana; era el único objeto manufacturado visto por sus ojos en el planeta desde su arribo), recordaba el de un patíbulo, más aún al considerar el árido paisaje circundante, apenas visible tras la neblina.
—Ése es el badajo de la campana. —La voz del ormio surgió desde un lugar remoto, como si los misteriosos seres no se atreviesen a aproximarse demasiado—. Tome asiento y tire el extremo de la cadena. Subirá así hasta encontrarse en el interior de la campana.

Mantenga los ojos cerrados. Adiós.

El hombre alzó la vista. Muy alto, flotando en el espacio, difuso en medio de la niebla, pero visible gracias a una vaga fosforescencia, divisó un objeto circular de gran tamaño, cuyo color rojo le daba un aspecto de una mancha sangrienta. Se sentó en el columpio. Por encima de una cabeza surgían unas pértigas que, tanto atrás como adelante, sostenían sendas bolas de un metal oscuro. Comprendió el proceso: las víctimas se balanceaban en lo alto obligadas por alguna secreta trampa y, aquellas voluminosas esferas, al chocar contra el interior de la campana, originaban el redoble final. Asió el extremo de la cadena y la tiró; con un chirrido de hierros oxidados el columpio ascendió un trecho.
—Cierra los ojos, hombre. —La advertencia llegó como un susurro.

El comandante obedeció. Un ligero vértigo se apoderó de él a medida que se elevaba, acentuado aquél por el leve balanceo del columpio al cobrar altura. A través de los párpados le pareció columbrar una luminosidad que, por momentos, tendía a acrecentarse. De pronto la cadena se atascó; había llegado al final de su viaje. Debía encontrarse dentro de la cúpula.

Permaneció inmóvil, aguardando. El balanceo decreció y, al cabo de pocos segundos, el columpio se detuvo por completo. A pesar que dentro de su cerebro sentía un punto escarlata que paulatinamente parecía irradiar calor, siguió con los ojos cerrados. Le dolía la cabeza, pero aún era una sensación tolerable. Entonces vino a su mente una pregunta que no hiciera a los ormios. ¿Hasta cuándo debería permanecer allí, y cómo se las arreglaría para bajar?

Mantuvo la calma. La cadena del tecle estaba al alcance de su mano. La tiró. Nada.

Algún mecanismo la había atascado cuando terminó de enrollarse. Y para volverla a poner en marcha era indispensable abrir los ojos. Eso lo comprobó al efectuar la primera maniobra para ponerse de pie sobre el columpio: la base comenzó a balancearse con una frecuencia peligrosa.

Una fría transpiración empapó su rostro. Decididamente los ormios le jugaron una mala pasada. Esbozó una débil sonrisa y, dándose por vencido, como debieron hacerlo sus predecesores, abrió los párpados. Una ola escarlata ingresó en su cerebro. Se hallaba en el interior de una cúpula grana, enorme, cuyas paredes despedían una leve luminosidad. Miró para abajo y vio entre sus pies un espacio circular lleno de niebla, que imposibilitaba divisar tierra firme.

Al levantar la vista descubrió la placa. Se extendía sobre su cabeza, abarcando un espacio de por lo menos dos metros de ancho por uno de alto. Una leyenda estampada con grandes caracteres se destacaba sobre la dorada superficie: MENSAJE A LOS ÚLTIMOS REPRESENTANTES DE LA ESPECIE HUMANA.

«Esta campana, la obra maestra de la técnica e ingeniería humanas, salvará a los últimos descendientes de nuestra raza cuando, al fin de los tiempos, aquellos que regresen a la Tierra la encuentren destruida por guerras o cualquier catástrofe similar. Basta columpiarse y que el badajo golpee el metal; las ondas sonoras transportarán al hombre a las primeras épocas de la Tierra, para comenzar de nuevo nuestra historia.»
Seguían detalles técnicos del monumento, de su construcción y una explicación con cifras y fórmulas, de las leyes que permitían obrar tal prodigio. ¡Qué método tan simple e ingenioso habían inventado los humanos para salvarse! ¿Quiénes eran en suma los amos de la creación? ¿Sospecharían algo los ormios? Con razón los hombres se preocuparon de mantenerlos fuera del secreto, no dejándoles medios para que se enterasen de su verdadera función.

Asenjo, embargado por un eufórico orgullo, tomó impulso tratando, en lo posible, de atenerse a las instrucciones estampadas en la placa. El primer campanazo le produjo el efecto de una explosión. Le pareció, antes de perder el conocimiento, que la sangre empezaba a manar por sus oídos.
—Llevémoslo donde están sus compatriotas.

Los apéndices, con raros movimientos, arrastraron el cuerpo ensangrentado del comandante, que descansaba sobre la ceniza, exactamente debajo de la campana.
—¿Qué será lo que obliga a los hombres a columpiarse y morir? Fueron sin duda muy hábiles, especialmente para matarse.

En lo alto, apenas visible en la niebla, la campana había recuperado su silenciosa quietud.

F I N


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