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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EL CAVADOR (por Samantha Schweblin)
Necesitaba descansar, así que alquilé una casona en un pueblo de la costa, lejos de la ciudad. Cuando iba llegando, los pastizales me impidieron seguir en auto; me bajé, tomé lo imprescindible y continué a pie. Oscurecía y, aunque no se veía el mar, podía escuchar las olas alcanzar la orilla. Ya estaba cerca de la casa cuando tropecé con algo.
–¿Es usted?
Retrocedí asustado.
–¿Es usted, don? –un hombre se incorporó con dificultad–. No desperdicié ni un solo día, eh... Se lo juro por mi mismísima madre...
Hablaba apurado; estiró las arrugas de la ropa y se acomodó el pelo.
–Pasa que justo anoche... Imagínese, don, que estando tan cerca no iba a dejar las cosas para el otro día. Venga, venga –dijo, y se metió en un pozo que había entre los yuyales, a sólo un paso de donde nos encontrábamos.
Me agaché y asomé la cabeza. El agujero medía más de un metro de diámetro y adentro no se alcanzaba a ver nada. ¿Para quién trabajaría un obrero que no reconocía ni a su propio capataz? ¿Qué andaría buscando para cavar tan profundo?
–Don, ¿baja?
–Creo que se equivoca –dije.
–¿Qué?
Le dije que no bajaría y, como no contestó, me fui para la casa. Recién cuando llegué a las escaleras de entrada escuché un lejano muy bien, don, como usted diga.
A la mañana siguiente salí a buscar el equipaje que había dejado en el auto. Sentado en la galería de la casa, el hombre cabeceaba vencido por el sueño y sujetaba entre las rodillas una pala oxidada. Al verme la dejó y se apresuró a alcanzarme. Cargó lo más pesado y, señalando unos paquetes, preguntó si eran parte del plan.
–Primero necesito organizarme –dije y, al llegar a la puerta, le quité lo que cargaba para evitar que entrara a la casa.
–Sí, sí, don. Como usted diga.
Entré. Desde las ventanas de la cocina vi la playa. Apenas había algunas olas, el mar estaba ideal para nadar. Crucé la cocina y espié por la ventana del frente: el hombre seguía ahí. De a ratos miraba hacia el pozo y de a ratos estudiaba el cielo. Cuando salí, corrigió la postura y me saludó respetuoso.
–¿Qué hacemos, don?
Me di cuenta de que un gesto mío hubiera bastado para que el hombre se echara a correr hacia el pozo y se pusiera a cavar. Miré hacia los pastizales, en dirección al pozo.
–¿Cuánto cree usted que falte?
–Poco, don, muy poco...
–¿Cuánto es poco para usted?
–Poco... no sabría decirle.
–¿Cree que pueda terminar esta noche?
–No puedo asegurarle nada... usted sabe: esto no depende sólo de mí.
–Bueno, si tanto quiere hacerlo, hágalo.
–Délo por hecho, don.
Vi al hombre tomar la pala, bajar los escalones de la casa hasta el pastizal y perderse en el pozo.
Más tarde fui al pueblo. Era una mañana de sol y quería comprar un short de baño para aprovechar el mar; a fin de cuentas, no tenía por qué preocuparme por un hombre que cavaba un pozo en una casa que no me pertenecía. Entré a la única tienda que encontré abierta. Cuando el empleado estaba envolviendo mi compra, preguntó:
–¿Y cómo va su cavador?
Me quedé unos segundos en silencio, esperando quizá que algún otro contestase.
–¿Mi cavador?
Me alcanzó la bolsa.
–Sí, su cavador...
Le extendí el dinero y miré al hombre, extrañado; antes de irme no pude evitar preguntarle:
–¿Cómo sabe del cavador?
–¿Que cómo sé del cavador? –dijo, como si no me comprendiese.
Volví a la casa y el cavador, que esperaba dormido en la galería, se despertó en cuanto abrí la puerta.
–Don –dijo poniéndose de pie–, hubo grandes avances, puede que estemos cada vez más cerca...
–Pienso bajar a la playa antes de que oscurezca.
No recuerdo por qué me había parecido una buena idea decírselo. Pero ahí estaba él, feliz por el comentario y dispuesto a acompañarme. Esperó afuera a que me cambiara y un poco más tarde caminábamos hacia el mar.
–¿No hay problema en que deje el pozo? –pregunté.
El cavador se detuvo.
–¿Prefiere que vuelva?
–No, no, le pregunto.
–Pero cualquier cosa que pase... –amagó con volver– sería terrible, don.
–¿Terrible? ¿Qué puede pasar?
–Hay que seguir cavando.
–¿Por qué?
Miró el cielo y no contestó.
–Bueno, no se preocupe –continué caminando y el cavador me siguió, indeciso–. Venga conmigo.
Ya en la playa, a pocos metros del mar, me senté para sacarme los zapatos y las medias. El hombre se sentó junto a mí, dejó a un lado la pala y se quitó las botas.
–¿Sabe nadar? –pregunté.
–No, don. Yo lo miro, si le parece. Y traje la pala, por si se le ocurre un nuevo plan.
Me incorporé y caminé hacia el mar. El agua estaba fría, pero sabía que el hombre me miraba y no quería echarme atrás.
Cuando regresé, el cavador ya no estaba.
Con un sentimiento de fatalidad busqué posibles huellas hacia el agua, por si acaso había seguido mi sugerencia, pero no encontré nada y entonces decidí volver. Revisé el pozo y los alrededores. En la casa, recorrí las habitaciones con desconfianza. Me detuve en los descansos de la escalera, lo llamé en voz alta desde los pasillos, algo avergonzado. Más tarde salí. Caminé hasta el pozo, me asomé y lo llamé otra vez. No se veía nada. Me acosté boca abajo en el suelo, metí la mano y tanteé las paredes: se trataba de un trabajo prolijo, de aproximadamente un metro de diámetro, que se hundía hacia el centro de la tierra. Pensé en la posibilidad de meterme, pero enseguida la deseché. Cuando apoyé una mano para levantarme, los bordes se quebraron. Me aferré a los pastizales y, paralizado, oí el ruido de la la tierra cayendo en la oscuridad. Mis rodillas resbalaron en el borde y vi cómo la boca del pozo se desmoronaba y se perdía en su interior. Me puse de pie y observé el desastre. Miré con miedo a mi alrededor, pero el cavador no se veía por ningún lado. Entonces se me ocurrió que podría arreglar los bordes con un poco de tierra húmeda, aunque necesitaría una pala y algo de agua.
Volví a la casa. Abrí los placares, revisé dos cuartos traseros a los que entraba por primera vez, busqué en el lavadero. Al fin, en una caja junto a otras herramientas viejas, encontré una pala de jardinería. Era pequeña, pero servía para empezar. Cuando salí de la casa, me encontré frente a frente con el cavador. Escondí la pala detrás de mi cuerpo.
–Lo estaba buscando, don. Tenemos un problema.
Por primera vez, el cavador me miraba con desconfianza.
–Diga –dije.
–Alguien más ha estado cavando.
–¿Alguien más? ¿Está seguro?
–Conozco el trabajo. Alguien ha estado cavando.
–¿Y usted dónde estaba?
–Afilaba la pala.
–Bueno –dije, tratando de ser terminante–, usted cave cuanto pueda y no vuelva a dispersarse. Yo vigilo los alrededores.
Vaciló. Se alejó algunos pasos pero al fin se detuvo y se volvió hacia mí. Distraído, yo había dejado caer mi brazo y la pala colgaba junto a mis piernas.
–¿Va a cavar, don? –me miró.
Instintivamente oculté la pala. Él parecía no reconocer en mí al hombre que yo había sido para él hasta un momento antes.
–¿Va a cavar? –insistió.
–Lo ayudo. Usted cava un rato y yo sigo cuando se cansa.
El cavador levantó la pala y volvió a clavarla en la tierra.
–El pozo es suyo –dijo–, usted no puede cavar.
Algo me despierta en la noche. Es el ruido inconfundible de la pala contra la tierra. Ahora, a diferencia de otras veces, se escucha con toda claridad. Me incorporo y camino hasta la ventana. El cavador trabaja entre los pastizales. Se detiene, me mira, levanta la pala y vuelve a clavarla. El pozo es cada vez más grande; el borde, cada vez más cercano a la casa.


Samantha Schweblin (1978) es una escritora argentina, egresada de la carrera de Imagen y Sonido de la UBA.


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