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CUENTOS ORIENTALES
CUENTO LEYENDA DEL GOBERNADOR Y EL ESCRIBANO (por Irving Washington)
En tiempos que pasaron fue gobernador de la Alhambra un anciano y valeroso caballero, el cual, por haber perdido un brazo en la guerra, era comúnmente conocido con el nombre del gobernador manco. Mostrábase por todo extremo orgulloso de ser un veterano; con sus largos bigotes que le llegaban a los ojos, sus botas de montar y una espada toledana tan larga como una pica, llevando siempre el pañuelo dentro de la cazoleta de su empuñadura.
Sucedía, pues, que era excesivamente celoso y rígidamente severo y escrupuloso en conservar todos sus fueros y privilegios. Bajo su gobierno se habían de cumplir al pie de la letra todas las inmunidades de la Alhambra como sitio real; no se le permitía a nadie entrar en la fortaleza con armas de fuego, ni aun con espada o bastón, a menos de ser personaje de cierta categoría; y se obligaba a los jinetes a desmontarse en la puerta y a llevar el caballo por la brida. Como la colina de la Alhambra se eleva en forma de protuberancia en medio del suelo de Granada, era por demás enojoso para el capitán general que mandaba en la provincia tener un imperium in imperio, un pequeño Estado independiente en el centro de sus dominios, situación que se hacía entonces más intolerable, así por la rigidez del viejo gobernador que llevaba a sangre y a fuego la más mínima cuestión de autoridad o de jurisdicción, como por la traza maleante y levantisca de la gente que poco a poco se iba subiendo a vivir en la fortaleza, tomándola como lugar de asilo, y desde donde ejercitaban el robo y el pillaje a expensas de los honrados habitantes de la ciudad.
En tal estado de cosas era consiguiente que vivieran en una perpetua enemistad y querella continua el capitán general y el gobernador, mucho más extremadas por parte de este último, por aquello de que la más humilde y pequeña de dos potestades vecinas es siempre la más celosa de su dignidad. El majestuoso palacio del capitán general hallábase situado en la plaza Nueva, al pie de la colina de la Alhambra; en él pululaba a todas horas una gran multitud de gente: los destacamentos que hacían la guardia, la servidumbre y los funcionarios de la ciudad. Un baluarte saliente de la fortaleza de la Alhambra dominaba el palacio y la antedicha plaza pública, frente por frente de ella; y allí era donde el manco gobernador acostumbraba pasearse con su espada toledana colgada al cinto y mirando abajo a su rival, como el halcón que espía a su presa desde la alta copa del árbol secular.
Cuando bajaba nuestro gobernador a la ciudad bajaba siempre de gran parada a caballo, rodeado de sus guardias, o en su coche de ceremonia, antiguo y pesado armatoste español de madera tallada y cuero dorado, tirado por ocho mulas y escoltado por caballerizos y lacayos; entonces el buen viejo se lisonjeaba de la impresión de temor y admiración que causaba en los espectadores por su calidad de vicerregente del rey, aunque los zumbones de Granada, y en particular los que frecuentaban el palacio del capitán general, se burlaban de su ridículo boato en miniatura y llamaban al pobre gobernador "el rey de los mendigos , aludiendo a la traza harapienta y mísera de sus vasallos.
Motivo perenne de discordia entre ambas autoridades era el derecho que creía tener el gobernador a que le dejasen pasar libres de portazgo las provisiones para su guarnición; como que poco a poco dio lugar este privilegio a que se ejercitase un contrabando escandaloso y a que una partida de contrabandistas asentara sus reales en las viviendas de la fortaleza y en las numerosas cuevas de sus alrededores, haciendo negocios en alta escala, en confabulación y connivencia con los soldados de la guarnición.
Despertóse al fin la vigilancia del capitán general, el cual consultó con su factótum, que era un astuto y enredador escribano que gozaba en aprovechar cuantas ocasiones se le ofrecían para molestar al viejo gobernador de la Alhambra y envolverlo en enredosos litigios judiciales. Aconsejó, pues, al capitán general que insistiese en su derecho de registrar los convoyes que pasaran por las puertas de la ciudad, y le redactó un largo documento vindicando su derecho. El gobernador manco era uno de esos veteranos que no entienden de razones ni de leyes, y que aborrecía a los escribanos más que al mismo diablo, y al tal escribano de marras más que a todos los escribanos del mundo juntos.
—¡Hola! —decía el hombre retorciéndose fieramente el mostacho—. Conque, ¿el señor capitán general se vale del escribanito para ponerme a mí en aprietos? ¡Pues yo le haré ver que un soldado viejo no se deja arrollar por un curial!
Cogió, pues, la pluma, y emborronó una breve carta, en la cual, sin dignarse entrar en razones, insistía en su derecho de libre tránsito; conminando con que no quedaría impune cualquier aduanero que pusiese su insolente mano en un convoy protegido por el pabellón de la Alhambra.
Mientras se agitaban estas cuestiones entre las dos testarudas autoridades sucedió que llegó cierto día una mula cargada de víveres para la fortaleza al puente de Genil, por el cual tenía que pasar y atravesar luego en su camino un barrio de la ciudad en dirección hacia la Alhambra. Iba guiando el convoy un malhumorado cabo, ya viejo, que había servido mucho tiempo a las órdenes del gobernador, y era su alter ego en la manera de pensar, y duro también y fuerte como una hoja toledana. Al llegar junto a las puertas de la ciudad puso al cabo el pabellón de la Alhambra sobre la carga de la mula, y, tomando un aire marcial, avanzó adelante con la cabeza erguida, pero con el ojo avizor y atento, como perro que pasa por un campo enemigo, alerta y dispuesto a ladrar o a dar un mordisco.
—¿Quién vive? —dijo el centinela portazguero.
—Soldados de la Alhambra —contestó el cabo sin volver la cabeza.
—¿Qué lleváis ahí?
—Provisiones para la guarnición.
—Adelante.
Pasó el cabo ufano seguido de su convoy; pero no bien habían andado algunos pasos cuando varios aduaneros se arrojaron sobre él desde el puente.
—¡Alto ahí! —gritó el jefe—. Para, mulatero, y abre esos fardos.
—¡Respetad el pabellón de la Alhambra! Estos objetos son para el gobernador.
—¡Un cuerno para el gobernador y otro para su pabellón! ¡Mulatero, te hemos dicho que pares!
—¡Detened el convoy si os atrevéis! —gritó el cabo preparando la carabina. ¡Adelante, mulatero!
Éste dio un fuerte varazo a la acémila, pero el jefe se adelantó y la cogió por el ronzal. Entonces le apuntó el cabo con la carabina, disparándola de muerte.
Al instante se alborotó la calle. Hicieron prisionero al viejo cabo, y, después de sufrir una trilla de puntapiés, bofetadas y palos —introducción que propina impromptu el populacho español como primicias anticipadas a los rigores de la ley—, fue cargado de cadenas y encarcelado en la ciudad, en tanto que se les permitió a sus camaradas el proseguir con el convoy hasta la Alhambra, después de haber sido registrado a su sabor.
El viejo gobernador se puso dado a los diablos cuando supo el insulto inferido a su pabellón y la prisión de su cabo. Por algún tiempo desfogó meramente su mal humor paseándose por los moriscos salones o arrojando sangrientas miradas de fuego desde su baluarte al palacio del capitán general. Mas luego se calmó del primer arrebato de cólera, envió un mensajero pidiendo la entrega del cabo, alegando que sólo a él le pertenecía de derecho el juzgar y entender de los delitos cometidos por sus súbditos. El capitán general, auxiliado del socarrón del escribano, le arguyó, después de mucho tiempo, que, como delito cometido dentro del recinto de la ciudad y en la persona de uno de sus empleados civiles, no ofrecía duda que competía a su jurisdicción. Replicó el gobernador repitiendo su demanda, y volvióle a contestar el capitán general con un alegato mucho más extenso, y razonando siempre con fundamentos legales. Enfurecíase el gobernador más y más, mostrándose más rígido y obstinado en su petición; en tanto que el capitán general se manifestaba cada vez más prolijo y sereno en sus respuestas; con lo que el veterano, que tenía el corazón de un león, bramaba de furia al verse enredado en las mallas de una controversia curialesca.
En tanto que el sutil escribano se divertía de este modo a expensas del gobernador seguía con actividad el sumario del cabo, el cual se hallaba encerrado en un estrecho calabozo de la cárcel, sin tener más que una ventanilla enverjada por donde asomaba su curtido rostro y por donde recibía los consuelos de sus amigos.
El infatigable escribano extendió sin levantar mano —siguiendo el procedimiento español— un mamotreto de declaraciones y diligencias, con las que consiguió completamente confundir al cabo y que se declarase convicto y confeso de asesinato; en vista de lo cual fue sentenciado a morir en la horca.
En vano el gobernador protestó y lanzó fulminantes amenazas desde la Alhambra. Llegó al fin el día fatal y el cabo fue puesto en capilla, según se acostumbra hacer siempre con los criminales el día antes de la ejecución, a fin de que mediten en su próximo fin y se arrepientan de sus pecados. Viendo las cosas en tal extremo, determinó el viejo gobernador resolver el asunto en persona, para lo cual ordenó preparar su coche de ceremonia, y rodeado de sus guardias bajó por los paseos de la Alhambra a la ciudad. Paró a la casa del escribano, e hizo que lo llamasen al portal.
—¿Qué es lo que me han dicho? ¿Habéis condenado a muerte a uno de mis soldados? —dijo gritando el gobernador.
—Todo se ha hecho con arreglo a la ley y con estricta sujeción al procedimiento judicial —contestó con cierta fruición el escribano, sonriéndose y frotándose las manos; puedo enseñar a Su Excelencia las declaraciones que constan en el proceso.
—Traedlas acá —dijo el gobernador.
El escribano se metió en su despacho, contentísimo de tener nueva ocasión en que mostrar su destreza a costa del testarudo veterano.
Volvió con un voluminoso legajo de papeles, y empezó a leer con la alta entonación y con las especiales maneras propias de los de su oficio. A la vez que leía, íbase aglomerando un corro de gente, que permanecía escuchando con la boca abierta.
—Hacedme el favor de subir al coche —le dijo el gobernador— y nos libraremos de este gentío de impertinentes curiosos que no me dejan oíros.
Entró el escribano en el carruaje, e inmediatamente, en un abrir y cerrar de ojos, cerraron la portezuela, crujió el cochero el látigo, y mulas, carruaje, guardias, todo, partió en vertiginosa carrera, dejando atónita a la muchedumbre, y no paró el gobernador hasta que aseguró su presa en uno de los calabozos mejor fortificados de la Alhambra.
Envió acto seguido un parlamentario con bandera blanca, a estilo militar, proponiendo un canje de prisioneros: el cabo por el escribano. Sintióse herido en su orgullo el capitán general; rehusó el cambio, dando una negativa insultante, y mandó levantar una horca sólida y elevada en el centro de la plaza Nueva para llevar a vías de hecho la ejecución del cabo.
—¡Hola! Conque, ¿va a ahorcarle? —dijo el gobernador.
Entonces ordenó que levantasen un patíbulo junto a la muralla principal que daba a la plaza Nueva.
—Ahora —dijo en un mensaje que dirigió al capitán general ahorque usted cuando quiera a mi soldado; pero al mismo tiempo levante usted la vista por encima de la plaza y verá usted a su escribano bailando en el aire.
El capitán general se mostró inflexible; formáronse las tropas en la plaza, redoblaron los tambores, tocaron a muerto las campanas y se reunió allí gran número de espectadores para presenciar la ejecución; en tanto que allá arriba en la Alhambra formó el gobernador toda la guarnición de El Cubo, mientras doblaba la campana de la torre de la vela anunciando la muerte del escribano.
La esposa de éste atravesó la muchedumbre seguida de su numerosa prole de "escribanillos en embrión", y, arrojándose a los pies del capitán general, le suplicó que no sacrificase la existencia de su marido, su bienestar y el de sus numerosos hijos por una cuestión de amor propio, "pues Su Excelencia conoce bastante bien —le dijo— al viejo gobernador para dudar de que no ejecute su amenaza si Su Excelencia ahorca al soldado".
Movióse a conmiseración el capitán general ante sus lágrimas y lamentos y los clamores de su tierna familia. Envió al cabo a la Alhambra escoltada por un piquete y vestido con la ropa de ajusticiado, encaperuzado como un fraile, pero con la frente levantada y su rostro inmutable, y pidió en canje al escribano, según se había solicitado. Sacaron del calabozo, más muerto que vivo, al antes sonriente y satisfecho curial; todo su arrogancia había desaparecido completamente y —según decían— habían encanecido sus cabellos de terror, presentándose con aire abatido y con la mirada extraviada, como si hubiese sentido el contacto de la cuerda fatal en su cuello.
El viejo gobernador cruzó su único brazo encorvado y miró al escribano por breves instantes con fiera sonrisa diciéndole:
—De aquí en adelante, amigo mío, modere usted su celo por enviar gente a la horca y no confíe usted en su salvación, aunque tenga de su parte la ley; pero, sobre todo, tenga usted mucho cuidado de no andarse con bromitas otra vez con este viejo veterano.(Cuentos de la Alhambra)



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