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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO LA HORA SIN SOMBRA (por Oswaldo Soriano)
La Hora Sin Sombra
Fragmentos no incluidos
Mi padre consiguió una entrevista con Richter, el ingeniero austríaco que trataba de inventar la bomba atómica en una isla de Bariloche. En realidad Richter se había fugado de Berlín para evitar malentendidos con las tropas aliadas y llegó a la Argentina protegido por los simpatizantes de Hitier. Un joven taciturno que ignoraba por completo el castellano y no tenía la menor idea del lugar al que había ido a parar. Perón le dio la isla, le concedió un presupuesto colosal y lo alentó a hacer acá la bomba que no había podido hacer en Alemania. Por lo que se supo mucho después que lo echaran a patadas, estuvo bastante cerca de conseguir la primera reacción nuclear en cadena pero cay() víctima del apuro y las habladurías. Los enemigos de Perón decían que en la isla se organizaban toda clase de orgías y que Richter era incapaz, siquiera, de hacer explotar un cohete para Año Nuevo. Mi padre le escribió en inglés y fue a verlo de incógnito para hablarle del proyecto de la ciudad en la Antártida. Llegó a Bariloche en tren, cargado de películas que el otro no había visto por culpa de la guerra, y una lancha lo llevó de noche hasta el Centro Atómico. Ese era el lugar más custodiado del país, una fortaleza de turbinas y chimeneas con ejército propio. Perón pensaba que pronto la Argentina se convertiría en una potencia nuclear y entraría en la guerra fría desde un lugar que llamaba tercera posición. Mientras fue el artífice de esa ilusión, Richter gozaba de todos los privilegios. De tanto en tanto anunciaba que estaba muy cerca de conseguirlo y eso mantenía el interés y el suspenso. Claro que esa tensión entre la esperanza y la verdad no podía durar sin que el peronismo pagara altísimos costos políticos.
Al verlo de pie en el jardín del bunker, vestido con el uniforme nazi, mi padre pensó que Richter era un impostor. A sus ojos, el hecho de ser alemán le confería la autoridad del saber y la guerra, pero lo del uniforme era demasiado. Mientras la ilusión de Perón durara, el hombre estaba a salvo. Sólo tenía que hacer explotar algo para ganar tiempo, cualquier cosa que hiciera ruido. Por lo que supe, esa mañana hablaron poco y por medio de un traductor. Le dieron a mi padre una habitación que parecía una celda y ahí durmió hasta la tardecita, cuando fue a echar un vistazo al proyector. Le sirvieron té y mermeladas y lo rodearon de unos pocos compatriotas que hablaban con nostalgia de fútbol y mujeres. Aquél era un extraño mundo de varones solos, una nave de fugitivos en el ojo de la tormenta. Lo trataban con distancia, pero el solo hecho de estar allí, de que lo hubieran dejado entrar, lo hacía sentirse importante. Era una sensación que había sentido pocas veces en la vida: el día que por fin sedujo a Laura y ahora que Richter se acercaba y le tendía la mano.'Hablamos de los azares de la vida en un idioma trágico que inventamos sentados frente al fuego. Se desprendía de ese hombre pequeño, sinuoso, un aire de orgullo frustrado. Unos meses antes había estado a las órdenes del.más grande tirano de la tierra, rozando la total victoria del orden sobre el caos, y de pronto se encontraba en manos de un charlatán de feria que lo llamaba para contarle chistes en italiano y preguntarle para cuándo sería la explosión. No paró de hablarme ni siquiera mientras dieron la película que llevé, no me acuerdo si era una con judy Garland o la de Gary Cooper que tenía de recambio por si no llegaba la que estaba programada. Lo sorprendente era que no me ocultaba nada, que hablaba de la bomba como otros hablan de comprarse un par de zapatos o de hacer un asado con cuero. Por momentos pensé que me tomaba por extranjero; despotricaba contra el país, le auguraba las peores desgracias y tiraba pedos con la boca cada vez que terminaba una frase. Herr Blum, me llamaba. Si se burlaba de mí no sé, pero me dio la impresión de que se había construido un mundo propio completamente imaginario, en el que al nombrar las cosas y las personas a su manera las transformaba en lo que quería.
Así, cuando entramos al jardín de invierno, la película de Judy Garland se había convertido en Sublime obsesión, que seguramente había visto en Berlín cuando era un joven estudiante. Supuse que los silenciosos científicos que lo acompañaban habían aceptado formar parte de esa fantochada más por tedio que por miedo. Un ordenanza de cara aindiada nos sirvió algo de comer y tomamos whisky hasta pasada la medianoche. En un momento dado Richter me tomó de un brazo y me preguntó qué olor tenía un cuerpo de mujer. Imaginate, me dejó helado. No supe qué decirle, cómo explicarle. Me venía a la cabeza mi ciudad en la Antártida y él me suplicaba con la mirada que le describiera el olor a mujer. Tardé en reaccionar. Había retirado la mano y fumaba recostado en el sillón, de golpe humano y frágil. Creí que esperaba una respuesta académica, pero no, reclamaba descripciones precisas, sensaciones vividas. Nunca había estado con una mujer, tampoco con hombres, me aclaró enseguida. Todo había sido vertiginoso en su vida: la mística del partido, la guerra y la derrota. Había llegado en un barco portugués junto a otros oficiales del Tercer Reich con la misión secreta de preparar el terreno para la contraofensiva. Cómo pensar entonces en amores y egoísmos. Allí sentado, con la cara oculta! entre las sombras de las plantas, escuchó mi relato hasta que se quedó donnido. Quise despertarlo para hablarle de mi proyecto, pero el ordenanza me lo impidió.
Me puse el sobretodo y salí a caminar sobre la nieve. No se escuchaba ni un solo ruido, como si alguien con el poder de hacerlo hubiera ordenado a los vientos no soplar y a las aguas no agitarse. En medio de ese paraje ¡ncierto sentí que algo dentro de mí se rompía y me desgarraba las entrañas. Me di cuenta, de pronto, que había perdido la capacidad de comprender a los hombres. Que ya no era el mismo de antes sino Blum, la criatura de Richter; un hombre nuevo, neutro, sin deseos ni pesares. Estabas por nacer vos. Iba a tener un hijo y nada de lo que había vivido me servía para ofrecerle como ejemplo. Me detuve un rato en la orilla del lago y traté de representarme el olor de una mujer, de traerlo de nuevo a mí desde el fondo de la memoria. Un rato antes le había descripto a Richter algo que yo sí había conocido, pero que no me había impregnado. Mis recuerdos eran como películas. Tenía que representarme el perfume con la imagen de alguien que se acerca una flor a la nariz, verme inclinado sobre un sexo abierto para estar seguro que conocía olores y sabores con los que había gozado y sufrido. ¿Por qué de golpe me quedaba vacío? Richter, al menos, esperaba su explosión, se aferraba a ella, a un estallido devastador y justiciero. Miré las montañas desconsolado. Tenía a tu madre y venías vos, pero ya no me quedaban fuerzas para hacerlos felices.
Así me habló mi padre, consciente de que algún día escribiría sobre él. Ahora, cuando pienso que corre por ahí y que mi novela le corre detrás, me siento obligado a buscar una verdad que no es la suya, ni la de su historia, sino la mía propia. Eso quería él. Los dos sabemos que es una tarea inútil, que la verdad es al mismo tiempo absoluta y relativa, como el Dios tan temido.
Una vida es larga o corta, sólo depende de nosotros. Puede ser recta, circular o sinuosa. La de mi padre avanza a los saltos y termina en un punto de fuga. Si imagino un final feliz es para hacer más llevaderas las noches en que me siento a escribir. La historia no es tal: hay un cúmulo de papeles, fotos, cintas, y lo que encuentro en ellos no me lleva en una dirección cierta. A veces encuentro a mi padre muerto de risa sentado en el umbral de su palacio de cristal. Ha construido por fin la obra de su vida y no le importa morirse mañana mismo, Cree en la belleza de lo imposible. Me toma de la mano y me lleva a recorrer los ardientes salones de la utopía. Recuerdo el hielo de la Antártida calentado por los neutrones de Richter, el cielo azul sobre las cúpulas de cristal. Somos vírgenes. Como esos glaciares, no tenemos edad ni existencia palpable. Pura materia de sueños, nos ha creado nuestro propio deseo y vamos detrás de él con la esperanza de encontrar una respuesta. Pero lo importante son las preguntas: ¿por qué la ciudad de cristal? ¿Es ése su lugar de felicidad? Pesadas palabras para un estado de ánimo tan ligero y absoluto. Trato de que no me arrastre la nostalgia de aquellas ilusiones. Tampoco pretendo explicarme la vida de un hombre. Creo que sé dónde está ahora. Lo intuyo. Así como yo voy tras él, mi padre corre hacia mí. Estamos lejos uno del otro, pero todavía vamos en la misma bicicleta. Yo en el caño y él pedaleando como hace cuarenta años. Desde que murió mi madre fuimos juntos por caminos distintos, a veces opuestos, otros paralelos. Sin saberlo, hemos andado los mismos pasos y con el tiempo cruzamos las mismas mujeres, dejamos las mismas huellas sobre la playa. Todo se fue borrando pero permanece en su memoria y en la mía.
Para escribir este capítulo he tomado una lapicera. Por primera vez en muchos años hago la máquina a un lado. Tampoco me sirven la computadora ni el grabador. Descubro que escribiendo a mano soy todavía aquel escolar de los años sesenta. Tengo faltas de ortografía y el trazo es recto como el dibujo de los electrocardiogramas que le hicieron a mi padre el día que lo dejé en el hospital.
-¿Volvés enseguida? -me preguntó con una mirada de súplica.
-Enseguida -le dije, y no volví más. No quería verlo morir. Manejé tres días durmiendo en el camino, escuchando siempre la misma música a todo volumen. Creía que no volvería a verlo, que ahora la ruta era toda mía. Pasé por Ayacucho y llamé a la puerta de la que había sido su primera novia. Ahora es una mujer muy flaca, de tetas caídas, que dice no saber quién soy. Está casada con un rematador de hacienda y tiene tres o cuatro hijos. Me lo había contado mi padre una madrugada mientras caminábamos por el Parque Centenario. No importa cómo se llama, tal vez ni siquiera tiene un nombre. Cuando me abre la puerta siento que todo se ha borrado de su memoria y por eso puede seguir en pie. Me hace pasar al living. Fotos de los hijos, varones y mujeres, de los nietos. Un jarrón y una imagen de la Virgen de Fátima. Y sin embargo es ella, loca de amor, borracha de juventud en un recreo del Tigre. En la ajada foto que le muestro está disfrazada de vampiresa en el carnaval del '41. Abre muy grandes los ojos pero no quiere ver. No quiere asumir lo que fue. Mira el reloj, calcula el regreso del marido y me dice, echándome, que no fue feliz con mi padre. Intenta entretenerme con la broma más obvia: yo podría haber sido su hijo. Saco otra foto de ella: los pechos altos, el pelo negro sobre los hombros. De pronto se acuerda: no era un carnaval sino un baile de disfraces en el San Lorenzo de Avenida La Plata. Igual, no tiene importancia, no quiere saber nada de mi padre, que Dios lo perdone, grita. Las manos se le crispan y cierra los ojos. ¿Qué tiene contra él? Entonces me mira con frialdad.
-Se fue -murmura-. Se fue cuando se enteró que estaba embarazada. ¿Te basta? Me viene un escalofrío. Odio el melodrama, la ramplonería, los anteojos que se calza sobre la nariz manchada de pecas.
-¿No te habló de eso?
Por un instante mantengo la esperanza de que no sea cierto, de que hable por despecho. Pero sigue ahí, ahora despreocupada del marido, bruscamente ajena a todo lo que no sean sus palabras.
-Se fue. Si te he visto no me acuerdo.
Busca las palabras, mira para otra parte.
"Para qué recordar", agrega y me cierra la puerta en las narices.
Llevé el auto a cambiar el aceite y fui a comer una pizza frente a la plaza. Todo el mundo se va a dormir temprano en los pueblos. A las ocho de la noche es como si hubiera toque de queda. A veces en el centro hay un bar abierto hasta medianoche. No me alcanzaba la plata para ir a un hotel, manejaba de noche y donnía de día, cuando no hacía falta calefacción. Antes de irme pedí la guía y busqué el teléfono de la mujer a la que mi padre había abandonado a su suerte. Ana de Valverde. La imaginé en la pieza de alguna partera, destrozada, humillada, pateada por el hombre que yo más admiraba. Fui al baño, escupí contra la pared y me senté en el inodoro. Por la televisión daban Boca con Independiente y si Ana de Velarde no hubiera estado llenando toda mi cabeza me habría quedado a mirarlo. Por más fuerza que hice no salió nada, hacía días que andaba estreñido y al manejar me dolían las tripas, me sentía como una bolsa de mierda que se infla y se infla. Eso sentía y no hay nada más difícil que ordenar los pensamientos cuando uno anda estreñido y con un zumbido en la oreja; cualquier movimiento se vuelve peligroso y hasta la suerte nos abandona. Mientras me levantaba los pantalones me vino una sonrisa cínica, una imagen atroz en la que mi padre huye de su novia para no cagarse encima. Salí del baño avergonzado, alcancé a ver a Navarro Montoy-a sacar una pelota al comer y fui a buscar el auto. Pasé de largo frente a la casa. De golpe la mujer tenía un nombre sólido, un lugar adentro mío, su propio espacio en el relato de mi padre. Tomé la ruta sin fijarme a dónde iba y aceleré hasta que el volante empezó a temblar. Me pregunté qué hubiera hecho yo en su lugar. ¿Quedarme con la vampiresa de la foto y un bebé en brazos a los veintiún años? Por más vueltas que le di tuve que admitir que no lo hubiera hecho, sinceramente no. No hay nada peor que eso que llaman la hombría de bien. Pura mierda, que lo diga la antigua novia de mi padre. Entonces, ¿qué hacer? Acompañarla al médico, esperar afuera, oírla llorar. No sería capaz. ¿Y qué otra cosa? Marchitar juntos o escapar, decidir en un instante por la abyección o la cobardía. Esa opción define para siempre una vida; sólo se puede elegir entre un castigo u otro, pero los dos llevan al fracaso. Entonces mi padre prefirió salirse de cuadro, abandonar esa película. Con culpa o con cinismo, no lo sé. De golpe recordé un viejo cuento de Roberto Arlt en el que el personaje, la víspera del casamiento con la chica buena del barrio, se larga a Montevideo en el vapor de la carrera. Pero la novia de Arít no estaba preñada. ¿Qué debió hacer mi padre? ¿Casarse? ¿Dejarle una rosa en la ventana? Difícil decirlo, pero su cobardía se parece mucho a la mía.
¿Es por eso que en el capítulo anterior lo dejé en la isla de Richter, vacío y desolado? Tengo la impresión de que cuanto más sé de él, menos lo conozco. Y también a la inversa: más lo conozco, menos sé. ¿Importa, acaso? Mucho tiempo después, la noche que Richter se quedó dormido pensando en el perfume de las mujeres, mi padre sintió que también él había perdido su alma. Eran los tiempos del tango y a gente se emociona a con poca cosa: estaba por nacerle un hijo y tal vez tenía nostalgia del otro que pudo haber tenido. Se dio cuenta de golpe que otra vez estaba huyendo y que ya no era joven. Que la isla y la explosión lo llamaban, que ese mundo de algoritmos y turbinas ocultas era más seguro que el vaivén de la vida. Contó con pasión los olores y sabores de mujer y ahí se quedó, lejos de Laura, que ya era mi madre. Unico conocedor en aquel lugar del relato que Richter se permitía ignorar. No había en la isla otra huella de mujer que no fuera el retrato de Evita y nadie, nunca, se atrevió a pensarla en femenino. Poco a poco fue asumiendo su imposibilidad de entregarse, porque sentía que nada había en él digno de ser querido. Siempre había despreciado a los fatuos que conquistan mujeres como empresas en quiebra; él, en cambio, las asediaba, las rendía por hambre y por sed y ni bien tomaba la fortaleza, la abandonaba a su suerte.
¿Tengo que pensar que ya no estaba enamorado de mi madre? Si el amor es algo más que un impulso desesperado de entregarse al otro sin la esperanza de ser correspondido, habrá que admitir que le importaba más la bomba que nosotros. Me incluyo porque yo era parte de mi madre, venía a morderle las tetas, a alejarla para siempre de su mellada carrera. Corrían los primeros días de 1953. Una carta a Patricia, la que había tenido la aventura de una noche con mi padre, da cuenta de una profunda desilusión. Antes de Navidad había terminado su primer ciclo del Radioteatro Palmolive del Aire, jadeante, trabajando sentada fre ' nte a-un micrófono especial porque la panza le pesaba tanto como el destino que se veía venir. Ya había caído en la cuenta de que mi padre no era de quedarse mucho en un mismo lugar y que de todos los hombres que había conocido, había elegido el peor. Garro Peña hubiera sido excelente esposo, padre ejemplar y Laura lo dejó para irse con el negro. Bill Hataway era lo bastante chiflado como para deslumbrar a cualquier mujer inconformista y liberal en los años del primer peronismo. Cada día parecía una persona distinta, se levantaba de buen humor, no pedía nada y estaba dispuesto a todo. Tanto que no bien el básquet empezó a declinar y se dio cuenta de que no valía la pena estar tan lejos de Kansas, entró al banco una mañana de lluvia, sacó un revólver calibre treinta y ocho y se largó con medio millón de pesos de entonces.


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