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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO LOS PILOTOS DEL INFINITO (por Alberto Vanasco)
—Los primeros diez millones de kilómetros son los más duros —le había dicho una vez Guliavitch al volver de una gira—. Después ya uno no siente nada.

Y ahora él lo estaba constatando personalmente, no sólo después de los primeros diez millones de kilómetros sino a los veinte, a los treinta. Al principio habían agotado todas las posibilidades de la consigna número uno: se habían hecho mutuamente la historia y el retrato físico y moral de cada persona que conocían y entre todos, después, habían comentado y analizado los más insignificantes detalles de aquellas vidas. En segundo lugar habían debido comunicarse sus propios recuerdos, desde las primeras impresiones de la infancia hasta las últimas en el instante mismo de subir a la cápsula, punto por punto, con la obsesión inexorable y dolorosa de no olvidarse ni ocultarse nada, de revivirse totalmente en ese ejercicio evocativo. Por último se habían intercambiado todos sus conocimientos y repasaron al fin, en conjunto y también uno por uno, todos los objetivos y consignas de aquella misión. Sabían ellos muy bien que en el silencio y la introspección la mente solía llegar a desintegrarse como la arcilla.

Pero al cabo de los primeros cuarenta millones de kilómetros ya no quedaba nada por hablar. Recurrieron entonces a la orden número dos: inventaron vidas, situaciones, teorías, chistes, posibles pasados y futuros de cada uno de ellos y de sus amigos, aparatos inútiles y máquinas impracticables. Pero después vino el silencio. Los cinco miembros de la tripulación se miraron en rueda, como si lo hicieran por primera vez. Ontaro aprovechó para observar a sus compañeros —no hubiera podido decir por cuánto tiempo—: a Marita, tan leve que parecía no tocar los instrumentos que manipulaba; Rex, su copiloto, tan joven que parecía recién egresado del Instituto Espacial Infantil; Aníbal, el mecánico, que amaba los tornillos y bulones como si fueran piezas de su propio cuerpo; y por último Bukler, el enfermero, incansablemente atento a las pulsaciones, el metabolismo y la temperatura de cada uno de sus camaradas. Pensó después en Livian, que lo estaría esperando, siguiendo desde la pantalla de su cama las vicisitudes de su largo viaje. Livian. Ontaro realmente la amaba, nunca había tomado en cuenta a otras mujeres desde que la viera por primera vez, aquella tarde en que abrió los ojos después del segundo accidente grave y la halló a su lado, teniendo en lo alto un tubo de suero, y en ese preciso instante decidió que iba a casarse con ella. Todos creyeron que era el suero lo que lo había hecho reaccionar, pero él sabía que no: estaba seguro de que había sido esa visión fugaz y febril del rostro de Livian lo que le había devuelto la vida o por lo menos las ganas o las fuerzas o la necesidad de vivirla.

Fue en ese momento cuando se encontró solo en la sala de comando. Vio los sitios vacíos de su copiloto, de Aníbal, de Balder, de Marita... de todo el resto de la dotación elegida y preparada para llegar hasta el último planeta del Sol. Al principio creyó sólo estar sufriendo una alucinación, que todo era nada más que el producto de su mente exhausta y extraviada, pero extendió un brazo hasta el asiento de Rex y comprobó que estaba vacío, aunque para alcanzarlo debía alargar el brazo totalmente, hasta inclinarse casi fuera de su puesto, cuando sabía muy bien que el copiloto tenía su ubicación muy cerca de él, tanto que a veces sus codos se tocaban sobre la palanca de giro; pero ahora hasta había dejado de tocarlo; se hallaba fuera de su alcance, por más que se echara a un costado y estirara todo lo posible su mano enguantada con tela refractaria. Se dio vuelta y pudo constatar que la cabina entera se había dilatado, ensanchado, crecido, se había extendido como la ampliación de una fotografía o la expansión de una masa gaseosa.

Todos saben más o menos cómo es una cabina de comando en una nave interplanetaria. El ahorro de peso, de espacio, de movimientos, es lo que la determina y define: nada hay que no trate de ser más pequeño, más ligero, más próximo. Sin embargo, el recinto parecía ahora haberse excedido hasta cubrir todo el espacio y Ontaro apenas si llegaba a descubrir sus límites; la mesa del instrumental, la escotilla de salida, las dos portillas, se confundían a lo lejos con el horizonte del piso combado, y todo daba la impresión de ser enorme y grávido, inconmensurable y pleno. Desechó la hipótesis de una alucinación o de estar simplemente soñando: el indicador de vigilia funcionaba como era debido y los aparatos de precisión confirmaban el agrandamiento de las dimensiones y distancias como sus sentidos las captaban. ¿Qué podía estar sucediendo? Revisó los cálculos, los efectos de la velocidad sobre el tiempo, de la aceleración sobre las masas. pero todo estaba en orden. O él se había empequeñecido o las cosas se habían puesto a crecer desmesuradamente.

Bajó o mejor dicho se dejó caer de su asiento y trató de avanzar hacia el transmisor; pero el suelo parecía resbalar bajo sus pies y muy pronto se halló más cerca de una de las portillas —que quedaba hacia el otro lado— que del aparato de radio, hacia donde quería dirigirse. Por suerte la ventanilla se alzaba a ras del suelo y pudo mirar hacia afuera: se hubiera dicho que acababan de descender en alguna parte; una vasta claridad colmaba todo el ámbito exterior y una planicie naranja rodeaba la nave. En ese mismo instante divisó a alguien del otro lado: era Rex, tumbado, como si terminara de morirse pero también mucho más viejo, no el joven que había visto hasta unos minutos antes sino alguien curtido y maduro, como si de pronto hubieran pasado innumerables años y penurias para él. Se lo veía inerte, barbudo, reposando. Ontario no hubiera podido afirmar si el cuerpo de Rex estaba cerca y su tamaño era el normal o se hallaba muy lejos y entonces había crecido ilimitadamente. Carecía de toda escala de referencia. ¿Qué puede haberle ocurrido?, se preguntó. "Tengo que salir de aquí", dijo después en voz, alta, y trató de buscar la escotilla. En ese momento oyó la señal de radio: llamaban desde afuera, repitieron la llamada; incontables veces, en un idioma extraño y áspero que él desconocía por completo, y luego se callaron. Ontaro se arrastró —esa era su sensación— por el piso, hacia la salida, pero apenas si tenía la impresión de avanzar.

Se debatió hasta que creyó ver a alguien allá delante: le pareció estar viendo a Marita acompañada de un chico. "¿Qué chico?", se dijo. Cuando logró reconocerlos corrió hacia ellos pero enseguida se detuvo: era su hijo; que hoy tenía quince años, pero lo veía cuando apenas contaba cinco o seis y quien lo acompañaba era Livian, pero mucho más joven, unos diez años atrás, cuando él estaba todavía en la Fuerza Aérea. "¿Qué hacían en ese momento?" Livian se hallaba hincada, dibujando algo en el suelo, y Lomnis, abstraído, la observaba hacer. Creyó verlos en una playa del Pacífico, donde habían pasado dos meses en aquel tiempo. Se buscó a sí mismo como si se tratara de un cuadro reconstruido del pasado pero sólo encontró la extensión vacía y espectral de la cabina inmensurable. Lomnis se levantó y corrió hacia la salida, hacia el mar, pensó Ontaro, y Livian lo siguió, en esa forma un poco a los brincos como acostumbraba a correr, mientras le hacía a él una seña como para que la siguiera. Él corrió, en efecto, y atravesó la escotilla por donde ambos habían desaparecido, pero ya no volvió a verlos. Sólo a Rex, que seguía allí, caído, inmóvil, casi irreconocible dentro de su traje espacial, con su barba y su gesto crispados.

Ontaro bajó a la planicie dura y veteada como el mármol que se tendía allá afuera y contempló el cielo: era una noche oscura, sin estrellas, y la luz anaranjada y pareja que cubría el suelo como una luz negra llegaba desde algún foco oculto o demasiado distante. La nave, desde allí, parecía haber recuperado sus dimensiones usuales.

Entonces oyó un grito. Era la voz de Marita. Dio vuelta alrededor de la cápsula y la vio a lo lejos, corriendo hacia él, un brazo en alto y la boca entreabierta. Se hubiera creído que corría dentro de la zona focal de un teleobjetivo, moviéndose sin ganar terreno, esforzándose hacia adelante, pero sin progreso aparente.

—Ontaro —gritó ella—. He estado todo el tiempo tratando de comunicarme con usted. —Hablaba con ese tono que se emplea en el teléfono, como si él no estuviera allí o no lo viera o tuviera miedo de que su voz no lo alcanzara.

Luego, ella se detuvo:

—He estado haciendo un esfuerzo tremendo para llegar hasta usted, a la misma altura, quiero decir —continuó. Y se sentó en el suelo. Ontaro veía desvanecerse y aclararse su rostro como si entrara y saliera de! tiempo, del espacio o, simplemente, de su campo visual.

—¿A qué altura? —dijo él—. ¿Qué ha sucedido?

—¿No lo vio a Balder? —Ontaro dijo que no—. Lo he visto nacer —agregó Marita—. Lo he visto dar exámenes en la Enfermería Espacial, lo vi llegar con nosotros hasta Plutón, lo acabo de ver sentado junto a nosotros en la cabina del Factus. Lo vi juzgado ante un tribunal astral y luego vi cómo lo ajusticiaban en la silla eléctrica.

—Lo vi a Rex —explicó Ontaro.

—¿A Rex? ¿Cuándo? —dijo ella—. ¿Cuándo lo vio?

—Caído en alguna parte, con su traje espacial. Tenía unos cuantos años más que ahora. ¿Cómo puede ser? —dijo Ontaro.

—Es lo que he estado tratando de comprender —exclamó Marita, haciendo un esfuerzo para seguir allí, frente a él, para sostener aquel diálogo dicho al pasar, entre dos tuerzas que los arrebatan hacia otras partes—. Es como si arrastráramos con nosotros el tiempo y el espacio de cada uno —dijo.

—¿Cómo pudo dar conmigo? —siguió él.

—Lo estuve buscando. Primero lo vi en una playa del Pacífico, con Livian y Lomnis, después lo vi en Comodoro Rivadavia, en un garito, jugando a los dados, y después en Venus y también en un viaje, tal vez el primero, y después haciendo sus ejercicios en la Brigada Astral. Por fin lo encontré aquí, junto a nuestra nave.

—¿Qué podemos hacer?

—Nada, que yo sepa. Tenemos que hallar a los otros. A Aníbal, que ha desaparecido.

—Rex está ahí fuera —dijo Ontaro—. No creo que viva.

—Es sólo lo que ocurrirá alguna vez, en algún viaje. Pero volverá a estar con nosotros. Yo misma lo he visto. —Marita parecía estar al final de sus fuerzas, parecía toda ella esfumarse de pronto y su voz se perdía por momento a lo lejos—. No puedo más —dijo—. Tenemos que decidir algo, en seguida. Tenemos que apurarnos —repitió.

Ontaro ya no prestaba atención. Estaba mirando su casa de Adrogué, con la pileta donde nadaban sus amigos, Livian entre ellos. Livian sonreía y tomaba entre sus manos la mano de alguien, de uno de sus camaradas, que apenas podía reconocer.

—Tenemos que regresar a la nave —dijo Ontaro. Se esforzaron por acercarse a la escotilla y al pasar arrastraron a Rex con ellos, aunque se negaba a volver.

—He visto mi propia muerte, —dijo Rex.

—Cada uno ha visto la suya —dijo Marita—. ¿Qué importancia tiene?

—Balder —llamó Ontaro. ¿Me oyes?

Ahora cada uno volvía a estar en su puesto, Balder en el suyo. Se había quitado la escafandra y parecía llorar.

—Falta solamente Aníbal —dijo Marita—. ¿Nadie lo ha visto? —Pero nadie se había cruzado con él.

—La prueba ha terminado —concluyó Ontaro.

En ese momento, desde afuera, abrieron las escotillas. Habían pasado las cuatro mil trescientas veinte horas del ensayo. La cápsula quedó abierta y los tripulantes, uno tras otro, salieron al inmenso galpón de prueba para los vuelos espaciales simulados. Era la dotación que estaban preparando para el próximo gran vuelo interplanetario con destino a Plutón, último planeta del Sol, después del cual tal vez ya nada quedaría para el hombre. Una vez que salieron todos —todos menos Aníbal Gorlab, que no había resistido a la prueba y fue hallado sin vida en su asiento— los cuatro fueron llevados de inmediato a la Sala de Radioscopia, para el examen médico de práctica.

Cuando fueron interrogados, ninguno de ellos se atrevió a relatar la verdad.

FIN


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