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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EL PERRO (por Pierre Versins)
No estaría mal que me buscaras una hembra... Las palabras resonaron en la habitación que, por costumbre, llamo mi despacho. Tardé un buen rato en darme cuenta de que quien había hablado era el perro. Entonces le pregunté:

—¿Por qué me dices eso?

—Porque es la verdad —contestó él—. Desde hace un cuarto de hora, piensas en voz alta sin darte cuenta. Estoy harto de huesos y de sopa... Ahora necesito una hembra, una perra, si lo prefieres.

—Pero...

Dejé la frase en el aire, sin dejarla caer. Acababa de recordar que, normalmente, los perros no hablan. Cogí mi llavero y salí muy de prisa, cerrando al animal con doble vuelta de llave. No protestó.

En el pasillo reflexioné. ¿Qué estaba pasando? Soy especialista en atraerme complicaciones. Desde que tenía el perro en mi casa, dos meses completos, se había limitado a ladrar y a gruñir. Era muy afectuoso y estaba muy bien educado. ¿Qué más podía pedirse? Sólo le faltaba hablar, como vulgarmente se dice, y ahora, a menos de que yo estuviera chiflado, había adquirido el don de la palabra.

Adopté una resolución, salí y busqué al viejo que me lo había vendido. Uno de esos tipos que duermen debajo de los puentes. Logré encontrarle una hora más tarde y le conté la historia.

—¡Ah! —me dijo, sin inmutarse—. ¿De modo que ha hablado, el muy tunante? No ha perdido la costumbre. Temí...

Le interrumpí:

—¿Quiere usted explicarse con más claridad?

—Es un buen perro, ¿no? Entonces, ¿va usted a conservarlo? Es incapaz de hacerle daño a una mosca y no hablará delante de otras personas, no le avergonzará. Sólo le hablará a usted, si lo trata con cariño... Sin embargo, me había prometido que no hablaría nunca delante de usted... Nunca se sabe, ¿comprende? Claro que, si lo ha hecho, sus motivos tendría. Los perros, ¿sabe?, tienen buen corazón, y cuando alguien les dirige la palabra sienten mucho no poder contestar. El silencio es bueno para los hombres que charlan y charlan sin decir nada, en definitiva. Pero ellos, los perros, no saben hablar y querrían hacerlo.

—¿Quiere usted explicarse de una vez?

—No se sulfure, no se sulfure, caballero. Voy a decírselo todo. Pero, tiene que prometerme una cosa, que no le hará nada a mi perro...

Al oír aquellas palabras solté una frase desdichada que el viejo, por fortuna, no oyó o no quiso oír.

—Yo le compré su perro, ¿no? —dije.

—Tiene que prometerme que no le hará ningún daño —continuó el viejo—, y que si no lo quiere volverá a entregármelo. Pasaremos hambre, los dos, pero al menos no será desgraciado. Tendrá con quien hablar, ¿sabe? ¡Oh! Le devolveré el dinero, no se preocupe. Todavía lo tengo. No he podido gastarlo: me hubiera dolido y, además, la gente habría pensado que lo había robado. Un tipo como yo, que no ha tenido un céntimo desde hace años... Bueno, si quiere usted saberlo... Yo, ¿sabe?, no he sido siempre un vagabundo. Estudié, en mi juventud. Sé leer, ¿sabe?

—¿Qué tiene que ver...?

—No se impaciente, caballero, todo llegará... Como le iba diciendo, sé leer, y esto fue el origen de todo. Un día encontré un libro en un montón de desperdicios. Desde luego, faltaban algunas páginas y la cubierta estaba sucia, ya que de no ser así no lo hubieran tirado, ¿verdad? El caso es que recogí el libro, y todavía lo tengo. Lo leí de cabo a rabo, y cuando me da por ahí lo releo, abriéndolo al azar. Se llama "El hombre y su destino" y es de un tal Lecomte du Noüy, un tipo muy listo, aunque era jesuita. Y no es que yo tenga nada contra los jesuitas, ¿sabe? Bueno, a lo que iba... Leí el libro, y volví a leerlo, y lo leí una vez más para ver si lo había entendido bien. Faltan muchas páginas, pero eso no afecta al conjunto. Y entonces encontré al perro. Era un cachorro de pocos días y flotaba en el Sena. Pero estaba vivo. Cuando se han visto tantos muertos como he visto yo, se sabe reconocer a los vivos. De modo que lo pesqué, lo calenté y lo llevé a un amigo mío que tenía una perra que acababa de dar a luz... Acampé con mi amigo una buena temporada, y el cachorro creció que daba gusto verlo. Y yo continuaba leyendo mi libro.

—¡Dios mío! ¿Qué tiene que ver...?

—¡Espere, no tenga tanta prisa! Si ejerciera usted mi profesión, caballero, aprendería a ser paciente. Leía, pues, mi libro, y cuanto más lo leía más me decía que la cosa tenía que ser factible. Me refiero al capítulo octavo del libro tercero: la suma considerable de conocimientos que un niño puede acumular durante los primeros años de su vida. Y, en la página siguiente: un niño de tres meses puede aprender perfectamente. No se trata de ser severo, sino paciente y obstinado, más obstinado que él. ¿Se da cuenta?

—No entiendo nada.

—Pues bien, va usted a verlo. A fuerza de leer, y releer, y volver a releer, pensé que si un crío podía aprender a los tres meses, ¿por qué un cachorro de tres meses, que es mucho más listo, sin ofender a nadie, no podía aprender también, e incluso más, puesto que es más listo? De modo que cogí el perro y me marché al campo, para que no se burlaran de mí si la cosa fallaba. Tuve paciencia, fui obstinado, y aprendí lentamente a hablarle al cachorro. Lo sostenía sobre mis rodillas, con la cabeza vuelta hacia mí, y le contaba cosas, despacio, abriendo bien la boca para que viera cómo se hace. ¡Oh! Fui más obstinado que él, desde luego. Incluso cuando se meaba sobre mis piernas, no lo soltaba. Debo reconocer, para ser franco, que tardó mucho tiempo en decir "papá", pero finalmente lo dijo, y luego "mamá", y luego todo lo demás. Y, si quiere usted creerme, caballero, ese perro, que ahora tiene tres años, sabe hablar como una persona mayor. Le hablé de las estrellas, de los planetas, del sol, de la Historia de Francia y de la geografía, enseñándole todo lo que yo sabía. Y si se lo vendí, hace dos meses, fue porque pasaba hambre y, educado como es, le daba vergüenza hurgar en los montones de basura. Por más que traté de explicarle que yo también era un hombre instruido, sin que por ello me avergonzara de ser un vagabundo, todo fue inútil: prefería morirse de hambre a rebajarse a ciertas cosas.

—¿Y ahora?

—¿Ahora? Bueno, es usted quien tiene que decir lo que piensa hacer. Yo ya le he explicado el cómo y el porqué...

Traté de asumir un aire docto, para decir:

—Voy a hacerle examinar.

—Perdón... ¿Decía usted, caballero?

—He dicho que voy a hacerle examinar por un amigo que es un gran especialista en psicología animal.

El viejo dio un salto. Me agarró por los hombros y gritó:

—¡Ah! ¡No haga eso, caballero, no haga eso! No es un perro de circo, es un buen perro que nunca ha molestado a nadie. ¿Por qué molestarle a él? No, caballero, devuélvamelo, ya veo que le está creando complicaciones. Yo ya estoy acostumbrado... No olvide que fui yo quien le enseñó a hablar. Me lo llevaré, pues, y le devolveré su dinero. Y todo el mundo quedará contento.

En aquel preciso instante llegó el perro, cojeando. Nos explicó que había saltado por la ventana del primer piso. Entonces, no teniendo nada más que decir, me marché. No, no acepté el dinero.

Cuando me volví para mirar, estaban aún allí, inmóviles, el perro y el viejo, haciéndome señas.



Esa es la parte absurda de la historia. Ahora, pasemos a la parte seria.

Al cabo de poco tiempo, cuando casi lo había olvidado todo, encontré a mi amigo Fraysse sobre el puente de las Artes. Fraysse es uno de esos sabios poco rentables que se pasan el tiempo descubriendo la pólvora, los cráteres de la Luna, etc. No está descartado que esos seres, a menudo excelentes compañeros, acaben por inventar, después de haber efectuado todo el periplo de la Historia de las Ciencias, algo que no había sido inventado ya.

Eso último es lo que le había ocurrido a Fraysse, según él. Su rostro tenía una expresión hermética, y apenas se dignó reconocerme y dar un corto paseo por los muelles en mi compañía, a pesar de que por regla general la aceptaba encantado.

—¿Qué sucede? ¿Qué te pasa? —le pregunté rompiendo un penoso silencio.

—Déjame en paz, por favor...

—Pero, dime, ¿qué diablos...?

Se encaró conmigo.

—¡Oh! ¡Tú y tus expresiones de mal gusto! Te repito que me dejes en paz.

—Bueno, no insisto. No quiero insistir. Además, insistir sería inútil, ¿verdad? Por lo tanto, no insistiré...

Le conozco, y sé que una broma basada en un juego de palabras o en una absurda repetición le llenan de gozo. Efectivamente, mi pequeña treta surtió efecto. Fraysse desarrugó el entrecejo y se volvió hacia mí.

—¿Eres capaz de guardar un secreto? —susurró.

—Desde luego —contesté.

—Bien. Entonces, vamos a mi hotel. Te invito.

—¿Una herencia?

—No, exactamente. Un invento presentado en el Ministerio de la Guerra.

Emití un silbido de admiración.

—¡Diantre! Y... ¿aceptado?

—Aceptado. Y pagado. No mucho, esta es la verdad, pero, en fin, cuenta también la satisfacción de haber trabajado por la patria.

Llegamos a su hotel, situado en una calleja entre Saint-Michel y la calle Saint-Jacques. Fraysse cogió una botella de Sancerre y dos vasos de detrás de un mostrador y subimos a su habitación, en el segundo piso.

—Me asombra —dije súbitamente, cuando estuvimos instalados—, que puedas hablar de esas cosas...

Me interrumpió:

—Pero, si no puedo hablar de ellas... ¡Eso es lo terrible!

—Bueno —dije—, yo no te pregunto nada.

—¡Oh! Contigo es distinto. Y, además, un día u otro va a saberse. ¡Son tan estúpidos! Cuando pienso que han estado a punto de insertar un anuncio en los periódicos...

Enarqué las cejas y, cosa rara, Fraysse se dio cuenta.

—Es cierto —dijo—. Será mejor que te lo cuente todo desde el principio.

Bebió un sorbo de vino, chasqueó la lengua, elogió el Sancerre y se lanzó:

—Verás, como ya sabes, o tal vez no lo sepas, hace dos años que me intereso por la glotis...

—¿Por la...? Ejem... Continúa.

—Por la glotis, por la lengua, por el paladar, por los dientes, en una palabra, por el aparato fónico, que permite emitir sonidos y modularlos. Me había fijado como objetivo el que los mudos pudieran hablar. Pero, lo principal...

Hizo un gesto evasivo.

—Bueno, el caso es que triunfó lo accesorio. Los mudos no hablarán, al menos por ahora, pero hablarán algunos animales.

—¡Vaya! —exclamé—. Eso me recuerda...

—Deja los recuerdos de tu infancia privilegiada para más tarde. El hecho es que yo sé que los animales hablan... Y al decir hablan, me refiero a que hablan como nosotros, expresándose con la ayuda de palabras-clave, de símbolos accesibles a la mayoría. Por lo tanto, algunos animales hablarán. Tuve que hurgar no sólo en la lingüística, sino también en la frenología, la neuropsiquiatría y la teoría de la información. Resultado: mediante una acción a la vez química y médica —te ahorro los detalles—, seguida de un adiestramiento progresivo, conseguí hacer hablar a un perro, en primer lugar...

—¡Ja! —exclamé—. ¡Ja!

—No te rías. Te estoy hablando muy en serio.

—No lo dudo, y no me reía.

—Bien. Por desgracia...

—Por desgracia —terminé—, Lo has perdido. Y tus militares querían insertar un anuncio en los periódicos para encontrarlo.

Me miró intensamente por espacio de unos segundos.

—Algo por el estilo —dijo—. Excepto que no lo perdí. Se escapó, diciendo —parece increíble el desarrollo que experimenta el espíritu lógico por el simple hecho de poder hablar—, diciendo que en su calidad de primate de su raza tenía derecho a ciertos miramientos, y que no estaba dispuesto a servir de conejo de Indias por más tiempo. Es absurdo, pero le había tomado cariño. Después he hecho hablar a otros perros, desde luego, pero no era lo mismo.

—¡Ah! —dije, algo inquieto—. ¿Has hecho hablar a otros? ¿Y no se han escapado?

—No hay peligro de que lo hagan. Están en un campo de... bueno, en un campamento militar.

—Comprendo.

Dejé transcurrir un silencio, para demostrar hasta qué punto comprendía. Luego:

—Bueno, amigo mío, creo que tengo una sorpresa para ti.

—¿Agradable?

—Sí. Tu perro, si no me equivoco, ha sido el mío durante dos meses. Se lo compré a un viejo vagabundo...

Le conté toda la historia. Me escuchó sin parpadear. Cuando hube terminado, dijo:

—Ese vagabundo te tomó el pelo. Debe de ser el viejo que rondaba alrededor de mi laboratorio de Fontenay. Se atraería al perro Dios sabe con qué promesas. ¿Y el perro te dijo que se llamaba Ric? En realidad se llama Rae. ¿Te das cuenta? Ha adquirido incluso el sentido del disimulo inteligente...

Se extasiaba. Creo que eché un jarro de agua fría sobre su entusiasmo:

—Sí, y de ese modo no necesita cambiar la inicial de su ropa interior...

—¡Idiota! Bueno, ¿dónde está ese enfant terrible?

Vacilé, preguntándome si haría bien denunciando al pobre animal. Después de todo, si Ric... o Rae... había decidido disfrazarse de perro de modelo corriente...

—¿Qué vas a hacer con él? O, mejor dicho, ¿qué van a hacer con él tus militares? No veo la utilidad...

Fraysse estalló:

—¡Oh! ¿Crees que voy a entregárselo a los militares? Ellos tienen otros, los suficientes, y disponen del medio de tener todavía más. Rae, ¿sabes?, es un fenómeno, hasta cierto punto, pero ante todo es un perro, y con unas condiciones excelentes para la caza. Y la caza, para mí, ya sabes...

Tras un breve silencio, se puso en pie.

—Vamos a buscarlo —dijo—. ¿Te das cuenta? Poder cazar con un perro que sabrá discutir y preparar un plan de ataque conmigo, como de hombre a hombre...

No era ya necesario preguntarle a qué uso destinaban los militares a aquellos animales sabios...


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