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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO ESCLAVOS DE PLATA (por Gene Wolfe)
Está aún claramente grabado en mi memoria el día que conocí a March B. Street. Esto demuestra, claro, que mi subconsciente..., mejor será decir mi monitor... Tenéis que perdonarme si a veces tengo algún desliz en estos términos antropomórficos. Es un sesgo profesional... ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Mi monitor, que revisa mi memoria y borra todos los datos obsoletos en los períodos de mantenimiento, guarda esta conexión como algo importante. Un lazo no demasiado fuerte, se puede decir. Pero sí que ha durado en el tiempo.
Era tarde. Ya había hecho la última visita a domicilio y estaba lloviendo. A lo mejor cuido de mi salud más de lo que debiera, pero mi profesión me hace ser así y, después de todo, hay un gran número de personas que dependen de mí. En cualquier caso, en vez de ir andando a casa como hago de costumbre, me compré un periódico y me senté bajo un techado para leer mientras esperaba la llegada del monorraíl.
En veinte minutos ya había leído todo lo que podía tener interés y puse el periódico en el banco, al lado de mi maletín. Después de unos cinco minutos contemplando la lluvia gris y pensando en algunos de mis pacientes más problemáticos, cogí el periódico de nuevo y empecé a ojear los anuncios de pisos (mi habitación era, en varios aspectos, menos que satisfactoria). Creo recordar lo que decía exactamente el anuncio:

«Profesional soltero desea compartir apartamento (arm. exp.) ambiente tranquilo CRS/MO.»

El precio era más bajo de lo que estaba pagando por mi habitación y la idea de un apartamento —aunque fuera solamente un armario expandido y además compartido— era tentadora. Estaba más cerca del centro de lo que estaba mi habitación, y en la misma línea de mono. Estaba meditándolo mientras subí al mono y, cuando llegamos a la parada más cercana (La Catedral), me bajé.
El edificio era viejo y pequeño; la fachada era de hormigón deslucido que el tiempo había vuelto casi negro. La dirección que buscaba estaba en el piso vigésimo séptimo. Lo que una vez había sido sólo un apartamento se había desplegado en un complejo de viviendas por medio de expandidores de espacio, cuyos constantes zumbidos me recibieron cuando abrí la puerta. Se tenía la sensación de estar entrando de cabeza en golfos de vacío. Entonces, una mujer bajita, la casera, subió para averiguar qué quería. Era, como pude ver en seguida, una humana desclasada.
Le enseñé el anuncio:
—Ah —dijo ella—, eso es del señor Street, pero no creo que quiera a uno como usted. Claro que eso depende de él.
Podía haber sacado a colación la ley de derechos civiles, pero, sólo dije:
—¿Así que es humano? El anuncio decía «Profesional soltero». Yo, naturalmente, pensé que...
—Claro, es lo que da entender —dijo la mujer bajita, mientras miraba de nuevo el anuncio—. No es como yo. Quiero decir que aunque sea un desclasado todavía es joven. El señor Street es un tipo raro.
—¿No le importa si subo entonces?
—Oh, no. Lo único que me preocupaba es que se llevara una desilusión —estaba mirando a mi maletín—. ¿Es médico?
—Un biomecánico.
—Médicos... Así les llamábamos antes. Es por allí.
Había sido un armario empotrado destinado a guardar abrigos y sombreros, supongo, en el apartamento original. Sobre la puerta se podía leer:

MARCH B. STREET
INGENIERO
ASESOR
Y
DETECTIVE

Estaba leyéndolo por segunda vez cuando se abrió la puerta y pregunté, sin pensar demasiado cómo sonaría:
—¿Qué narices hace un ingeniero asesor?
—Pues, asesorar —contestó el señor March Street—. ¿Es usted un cliente, señor?
Y así fue como le conocí. Debí haberme impresionado —si lo hubiera sabido, quiero decir—, pero en ese estado de cosas, sólo me sentía un poco confuso. Le dije que había venido por el anuncio y me dijo muy educadamente que pasara. Era un lugar inmenso, lleno a reventar con máquinas en varias fases de desmontaje y muebles.
—No es bonito —comentó el señor Street—, pero es mi casa.
—No tenía ni idea de que iba a ser tan grande. Debe haber.. .
—Tres expandidores, cada uno de seiscientos caballos de vapor. Hay sitio de sobra entre las galaxias, así que ¿por qué no bajarlo aquí abajo que es donde hace falta?
—Por un lado el costo, supongo. Por eso mismo quiere...
—¿Compartir el apartamento? Sí, eso es una razón. ¿Qué le parece el lugar?
—¿Quiere decir que me aceptaría? Yo creía que...
—¿Sabe una cosa? Habla tan despacio que es difícil no interrumpirle. No, no prefiero a un humano, ¿no quiere sentarse? ¿Cómo se llama?
—Westing —dije yo—. Es un nombre bastante tonto... como llamarle a un humano Jaimito o Tomasillo. Pero la vieja Westinghouse estaba escasa de imaginación cuando fui montado.
—Eso quiere decir que tiene unos cincuenta y seis años, cosa que confirma el grado de desgaste que veo en sus rodillas, que son originales. Es un biomecánico, por su maletín, y eso siempre vendrá bien. No tiene mucho dinero, es honesto... y obviamente no demasiado charlatán. Vino aquí en mono, y casi estaría dispuesto a jurar que actualmente vive en un piso alto de un edificio bastante nuevo.
—¿Cómo ha sabido...?
—Es muy sencillo, Westing. No tiene dinero o no estaría interesado en este apartamento. Es honesto, pues de lo contrario tendría dinero. Nadie tiene mejores oportunidades que los biomecánicos de robar dinero. Cuando un pasajero con billete de ida y vuelta se sube al mono, el inspector rompe el billete y la mitad de las veces, lo deja caer al suelo... hay uno pegado en su pie por un chicle. El hormigón ligero y las fachadas de plástico nos han proporcionado edificios tan altos y tan estrechos que los pisos superiores se balancean con el viento como si fueran barcos. Las personas que viven o trabajan en ellas son dadas a agarrarse como solían hacerlo los marineros... como está haciendo ahora con el sofá.
—Es usted una persona extraordinaria —dije—, y me sorprende aún más que... —en este momento dejé de hablar y me incliné hacia delante para mirarle fijamente.
—Soy extraordinario en más maneras de las qué usted se cree —dijo Street—. Pero si alguna vez enfermara, le aseguro que le contrataré como médico. Hasta ahora nunca he enfermado.
—Me parece bien —dije. Me relajé aunque todavía estaba algo desconcertado.
—¿Está todavía interesado en compartir mi apartamento?
¿Quiere que se lo enseñe?
—No —dije yo.
—Ya entiendo —dijo Street—, y siento haberle hecho per¬der tanto tiempo, doctor.
—Tampoco quiero que me acompañe hasta la puerta —aunque estaba alterado, admito que disfrutaba del placer malévolo de poder contradecir a mi anfitrión—. Quiero quedarme aquí pensando un rato.
—Oh, claro —dijo Street, y se quedó en silencio.

Vivir con un humano desclasado (para qué me iba a engañar, esto es lo que se me estaba proponiendo) era una cosa bastante vulgar. Seguro que me iba a restar pacientes pero, por otro lado, la mayor parte de mis pacientes eran humanos desclasados y mi situación no podía empeorar mucho más de lo que estaba ya. Los enormes espacios del apartamento, incluso en su estado actual de desorden, eran muy atractivos después de haber pasado varios años en una sola habitación abarrotada de cosas.
Pero, sobre todo, o por lo menos me gusta recordarlo así, fue la personalidad de Street lo que me hizo decidirme... y el hecho de que detecté, quizá por un instinto profesional no del todo racional, una anormalidad física. No podía clasificarlo. Y, además, estaba la cosa de sorprender a mis amigos, los cuales me consideraban demasiado convencional para hacer una cosa tan exótica. Estaba dando el dinero a Street —la mitad de lo que costaba el alquiler del apartamento—, cuando se paró en seco, con la cabeza erguida, para escuchar un ruido que venía del vestíbulo.
Al cabo de un momento dijo:
—Tenemos un invitado, Westing. ¿Lo oye?
Oí a alguien que venía de fuera.
—La luz y esas pisadas inseguras son las de nuestra querida casera, la señora Nash. Pero hay otras pisadas, distinguidas aunque nerviosas. Con casi total seguridad es un cliente.
–U otra persona preguntando por el apartamento —sugerí.
—No.
Antes de que pudiera objetar a su contundente negación se abrió la puerta revelando a la mujer que me admitió, quien indicaba el camino a una persona de apariencia distinguida que medía bastante más de dos metros de altura, cuya pulcritud y maneras daban evidencia inequívoca, si no de riqueza, por lo menos de una suficiencia que yo —y millones de otras personas— envidiaría el resto de mi vida.
—¿Es usted Street? —preguntó, mirándome con expresión confusa.
—Este es mi asociado, el doctor Westing —dijo Street—. Yo soy el hombre que ha venido a ver, comisario Electric. ¿No quiere sentarse?
—Me sorprende que conozca mi nombre —dijo Electric.
—Al lado del tocadiscos —dijo Street—, verá que hay un espacio destinado a proyecciones tri-D. Hay varias cámaras al¬rededor de este lugar. Cuando aparece un hombre que no conozco, lo fotografío para tener una futura referencia. Usted fue entrevistado hace tres meses por haber solicitado expandidores adicionales para la Oficina de Contratación, ya que el estado deprimido de la economía los hacía necesarios.
—Sí —asintió Electric, y estaba claro que esta recopilación de los hechos deprimieron aún más los ánimos que ya estaban al borde de la desesperación.
—No tiene ni idea, señor Street, de lo irónico que resulta tener que oír, precisamente aquí, cosas referentes a una solicitud rutinaria de fondos, y que se me recuerde de esta manera los días en los que nuestra oficina estaba llena hasta reventar de desactivados.
—De lo que deduzco —dijo Street lentamente—, que ahora está vacía, o por lo menos casi. Tengo que decir que me sorprende. Yo creía que la economía estaba aún peor, si cabe, que hace tres meses.
—Pues lo está —admitió Electric—. Y su primera suposi¬ción también es correcta. La oficina, aunque no completamen¬te vacía, está lejos de estar abarrotada.
—Ah —dijo Street.
—Esto me ha llevado, en las últimas seis semanas, a considerar seriamente la posibilidad de llevar a cabo una reprogra¬mación. Los desactivados están siendo robados. La policía parece estar haciendo algo, pero es obvio que no están llegando a ninguna parte. No van mucho más allá de las pesquisas rutinarias. Un pariente mío —no diré su nombre por ser un oficial militar con puesto importante— sugirió anoche que viniese a verle. No me dijo que era usted un humano desclasado. Supongo que sabía que, de decírmelo, no habría venido; pero ahora que estoy aquí, estoy dispuesto a arriesgarme.
—Qué amable —dijo Street en tono seco—. Si consigo evitar futuros robos, detener a los criminales y llevarlos ante la justicia, mi precio será... —dijo una cifra astronómica.
—¿Y si no los pilla?
—Sólo le cobraré mis gastos.
—Trato hecho. Se da usted cuenta que estos ladrones están minando las bases de nuestra sociedad, señor Street. El viejo grito dé «Mercados libres y robots libres», puede que sea un chiste para algunos, pero es la base de nuestra civilización. Se construyen robots cuando la demanda de trabajo excede a la oferta. Cuando la oferta excede a la demanda —es decir, en términos prácticos, cuando el exceso de ciberciudadanos no pueden ganarse la vida—, se entregan en la Oficina de Contratación, donde se les desactiva hasta que son necesitados de nuevo. Si se filtra alguna noticia de estas desapariciones...
—No se entregaría nadie para ser robado —dijo Street—. Ya comprendo lo que me quiere decir.
—Precisamente eso. Los desempleados acudirían a la mendicidad y al robo, como en los viejos tiempos. Ya tenemos suficientes problemas, si me permite decirlo, con los humanos desclasados. Usted, obviamente, es una excepción, pero con segu¬ridad sabrá cómo son la mayoría.
—La mayoría de nosotros —contestó serenamente Street—, son como mi portera, gente que perdió la clase por negarse a morir después de pasado su período de vida natural. No es fácil apren¬der a ganarse la vida cuando, durante cien años, la sociedad te ha estado entregando suficientes ingresos para hacerte rico.
No era un asunto de mi incumbencia, pero no pude remediar decir:
—Pero si ayuda al comisario Electric, Street, estará ayudan¬do a su propia gente, precisamente en este aspecto.
Street volvió sus ojos —que eran de un azul intenso sobre mí.
—¿Ah, sí, doctor? Me temo que no entiendo demasiado bien lo que me quiere decir.
Electric dijo:
—A mí me parece obvio. Con seguridad, el motivo de los robos de nuestros trabajadores desactivados es para usarlos como fuerza de trabajo, presumiblemente en una fábrica clandestina o algo así. Si este es el caso, los criminales están compitiendo deslealmente con aquellos que intentan ganarse la vida honradamente, incluyendo a los desclasados.
Asentí, dando a entender mi acuerdo total. La idea de una fábrica ilegal, quizá en alguna cueva o mina abandonada, llena de siluetas trabajando en la penumbra incesantemente bajo la amenazada de ser destruidos, ya me había quitado el sueño ¬más de una noche.
—Esclavos de plata —murmuré en voz baja—, trabajando en la oscuridad.
—Posiblemente —dijo Street—. Pero se me ocurren otras posibilidades, posibilidades que resultarían aún más espeluznantes.
—En cualquier caso —dijo el comisario Electric—, querrá visitar la oficina.
—Sí, pero no acompañado por usted. Es muy probable que la entrada esté siendo vigilada. Supongo que los humanos vistan la oficina. ¿No?
—Sí. Normalmente para contratar domésticos.
—Excelente. ¿Usted los atiende directamente? —Normalmente, no. A no ser que todos mis subordinados estén ocupados.
— Street me miró.
—Parece querer participar en todo este asunto. ¿Está dispuesto a venir conmigo? Deberá tener en cuenta que puede desaparecer, y para el caso podemos desaparecer los dos.
—Oh, no —protestó Electric—, las desapariciones sólo ocu¬rren después de que está oscuro, cuando la oficina está ce¬rrada.
—Claro que iré.
Street sonrió.
—Estaba seguro que lo haría. Comisario, le seguiremos en media hora. Encárguese de que todos sus subordinados estén ocupados cuando lleguemos.

Cuando el comisario por fin se hubo marchado, pude preguntarle a Street algo que me llevaba torturando durante toda la entrevista..
—Street, ¿cómo es que sabía que el comisario Electric no había venido por el piso antes de que la señora Nash le abriera la puerta?
—Sé un buen chico y mira en el cajón de la mesa de palo de rosa que encontrarás en el otro lado de la cámara oscura, a la izquierda de la tarima del tri-D, y te lo diré. Ahí encontrarás un amperímetro. Lo necesitaremos.
No sabía lo que era una cámara oscura, pero afortunadamente la mesa de palo de rosa era un mueble bastante llamativo, y sólo había un instrumento dentro del cajón, entre cartas de tarot y cuadernillos para apuntar la puntuación de bridge. Lo levanté para que Street lo pudiera ver y asintió:
—Es eso. Fíjate, Westing, cuando llega alguien interesándose por un anuncio del periódico, casi invariablemente, noventa y dos con seis por ciento de las veces, según mis cálculos, trae el periódico consigo y lo muestra a la persona que le abre la puerta. Cuando no oí el ruido del periódico al dirigirse nuestro visitante a la señora Nash, supe que la probabilidad de que viniera por el piso era muy pequeña.
—¡Asombroso!
—No es nada —dijo Street modestamente—. Pero, venga, muévete. No podemos bajar en el mismo ascensor con Electric, pero vamos a seguirle. No se puede confiar en un funcionario público.
A pesar de las sospechas de Street, el comisario Electric no hizo nada extraño, al menos en mi opinión, mientras le se¬guíamos. Para darle tiempo a prepararse para nuestra llegada, como dijo Street, nos entretuvimos un cuarto de hora o más delante del escaparte de una tienda tri-D cerca de la oficina. El programa que había en el aparato de muestra en el escaparate era completamente banal, y casi podía jurar que Street no le prestó ni una fracción de su atención. Estaba absorto, mientras yo paseaba nerviosamente.
Cuando Electric nos llevó al interior de la oficina, pudimos ver que era un sitio enorme; impresionante desde fuera, pero inmensamente más grande por dentro y lleno del zumbido de los expandidores. Los corredores estaban tapizados de per¬sonas de todas las edades y en todos los estados de reparación imaginables. Esto parecía continuar durante varios kilómetros, como cuando se coloca un espejo delante de otro. Espacios vacíos indicaban dónde habían tenido lugar los robos, e impre¬sionaban por lo siniestro, aunque a veces eran un alivio después de esos miles de ojos invidentes. Street preguntó acerca de cada uno de los robos y apuntó la fecha y el número de personas que faltaban en un cuaderno. No parecían tener nada en común los distintos robos, salvo que todos ocurrieron por la noche.
Al fin llegamos al final de este enorme edificio. El comisario Electric no pidió la opinión de Street acerca del caso (aunque yo podía ver que estaba deseando hacerlo), y Street tampoco se la dio. Pero una vez que nos hubimos marchado, Street, paseando impacientemente por la acera mientras yo trotaba para intentar mantenerme a su lado, irrumpió en una irascible invectiva:
—Westing, esto es tan sencillo como un tubo de aluminio de medio metro y confío en que sé todo, menos lo que necesito saber. Y no tengo la más mínima idea de cómo voy a conseguir la respuesta. Sé cómo se llevan a los robots, creo. Y creo que sé el motivo. La pregunta es: ¿Quién es el responsable? Si pudiera conseguir que la patrulla cooperara...
Volvió a un silencio agrio que duró hasta que estuvimos de vuelta en el enorme y desordenado piso, al que yo todavía no había tenido tiempo de acostumbrarme a llamar «nuestro». De hecho, mi trato con Street era tan reciente que aún no había tenido la oportunidad de traer mis posesiones desde mi vieja vivienda, ni de poner fin al contrato. Me excusé, aunque Street no pareció darse cuenta siquiera, y fui a atender estos asuntos.

Cuando regresé, no había cambiado nada. Street estaba sentado, como antes, envuelto en tristeza. Y yo, contagiado por su ejemplo, no encontré nada mejor que hacer que, sentarme a contemplarlo. Después de que hubiera pasado una hora, se levantó de su silla y durante un rato paseó desconsoladamente por el apartamento para, al final, volver a sentarse en la misma silla, su cara aún más triste, si cabe, que antes.
—Street... —dije.
—¿Sí? —levantó la mirada—. ¿Westing? ¿Ese es tu nombre, no? ¿Todavía estás aquí?
—Sí. Llevo un buen rato mirándote. Imagino que tienes consejero médico, sin duda, pero me dijiste que si alguna vez te hiciera falta, me llamarías. Por eso...
—Venga, hombre. Acaba de una vez.
—Por supuesto que no te cobraré. Iba a decir que no sé exactamente qué medios químicos utilizas para distorsionar la realidad, pero me da la impresión de que llevas mucho tiempo...
—¿Desde la última vez que me coloqué? Desde luego que ha pasado mucho tiempo —se rió—, una reacción que me pareció positiva.
—Sugeriría que...
—No utilizo drogas, Westing. Ninguna en absoluto.
—No estaba refiriéndome a drogas fuertes... Posiblemente alguna anfeta de vez en cuando, o quizá...
—Te lo digo en serio, Westing. No tomo anfetas, ni ninguna otra cosa. No tomo otra cosa que no sea comida, y bastante poca, agua y aire.
—¿Hablas en serio?
—Completamente.
—Street, lo encuentro increíble. Nos enseñan en la facultad de medicina que los seres humanos, al ser una especie que ha evolucionado para la vida fuera del bosque más que para nuestra civilización clímax, eran incapaces de mantener la cordura sin alivio farmacéutico.
—Muy posiblemente sea verdad, Westing. Pero yo no tomo nada.
Esto era demasiado para absorberlo de una vez y mientras intentaba digerirlo, Street volvió a su anterior tristeza.
—Street —dije de nuevo.
—¿Qué ocurre esta vez?
—¿Te acuerdas? Cuando nos conocimos te dije que detec¬taba, quizá por mi deformación profesional, una anormalidad física que no podía clasificar.
—No dijiste nada de eso. A lo mejor lo pensaste.
—Sí que lo pensé, y tenía razón. No sabes lo tranquilo que me quedo.
—Tengo algunas nociones sobre las recompensas intelectuales de llegar a una conclusión válida a través de la deducción.
—Seguro que sí. Pero, si me permites decirlo; una persecución demasiado ávida de esa recompensa te ha llevado a un grave estado depresivo. ¿Quizá un estimulante.,.?
—En absoluto, Westing. El pensamiento es mi droga... y créeme, es a la vez estimulante y frustrante. Yo lo que necesito es un soporífero, y tu conversación lo hace mejor que cualquier otra cosa que pudieras recetarme.
Lo dijo en un tono tan alegre y burlón que no pude ofen¬derme, aunque con una pizca apenas perceptible de amargura. La marcada mejoría que esta pequeña conversación había tenido sobre la cara de Street me animó a seguir arriesgando mi vanidad.
Así que le contesté:
—Tu poder de concentración, que es admirable, posiblemente sea, sin embargo, tu ruina. ¿Te acuerdas del cuarto de hora que pasamos delante del escaparate de la tienda? ¿Donde el tri-D tenía una recepción tan mala? Me dirigí a ti varias veces, pero juraría que no oíste ninguna de mis preguntas.
—Las oí todas —dijo Street— y como ninguna de ellas admitía una respuesta inteligente, las ignoré todas. Y el tri-D, si no de calidad exquisita, no dejaba nada que desear. Lo siento si parezco malhumorado, pero, Westing, tienes que aprender a observar.
—Yo no soy un ingeniero —contesté, quizá demasiado cortantemente—, de manera que no puedo decir si la culpa era simplemente de una mala recepción. Pero puedo decirte que la observación es una necesidad en mi profesión y te puedo asegurar que la estabilidad del color en ese aparato que estaba en el escaparate era abominable.
—Tonterías. Estuve todo el rato mirando el aparato y podría describir todas las tonterías del programa por orden de aparición.
—A lo mejor puedes —dije yo—. Y no lo dudo cuando me dices que estabas viéndolo con gran atención mientras esperábamos para entrar en la oficina. Pero seguro que no te fijaste cuando nos marchábamos. Estabas excitado, hablando, según recuerdo... y mientras estabas, hablando, pasamos por el esca¬parate de nuevo. Los actores estaban enrojecidos, si es que puedo usar esa expresión aquí, un color rojizo—naranja. Luego se volvieron de un color verdoso—azul; luego azul, y por fin un tono chillón de verde. Pasaron por este ciclo de colores varias veces en el poco tiempo que tardamos en pasar por el escaparate.
El efecto de esta afirmación recargada de detalles y combatividad fue extraordinario. En vez de contestar con un argumento o una negación, como yo esperaba, se quedó mirándome fijamente durante un rato. Luego se levantó de un salto y se dedicó a pasear por la habitación en silenciosa agitación, tropezando dos veces con la misma pata de garras sujetando una bola de la cómoda.
Al fin se dirigió a mí, casi como una fiera, y dijo:
—Westing, creo que recuerdo exactamente las palabras que dije cuando volvimos a pasar por delante del escaparate. Las voy a repetir ahora mismo y quiero que me digas cuándo, exactamente, notaste la inestabilidad de color que mencionaste. Dije: «Westing, esto es tan simple como un tubo de aluminio de medio metro y confío en que sé todo... menos lo que necesito. No tengo la más mínima idea de cómo voy a conseguir la res¬puesta. Sé cómo se llevan a los robots, creo. Y creo que sé el motivo. La pregunta es: ¿Quién es el responsable? Si pudiera conseguir que la patrulla cooperara...» Aquí fue donde dejé de hablar, creo. Ahora, dime, en qué momento notaste el color rojizo—naranja que mencionaste... ¿Me parece que ese fue el tono por primera vez.
—Si no me falla la memoria, Street, coincidió con la pala¬bra «creo».
—Yo dije «Sé cómo se llevan a los robots», creo. Y luego «creo», y fue entonces cuando notaste que las figuras del tri-D lucieron el color que me describiste como rojizo—naranja. ¿No es así?
Yo estaba asintiendo, asombrado.
—Excelente. Entre otras antigüedades, Westing, he logrado reunir una colección de cuadros. ¿Te gustaría verlos? Me harías un gran favor si aceptas.
—¿No se como? Pero no tengo ningún inconveniente.
—De nuevo, excelente, particularmente si mientras disfrutas de su belleza, te tomas la molestia de señalarme —las tonalidades que más se acercan a los cuatro colores que viste cuando empezó a funcionar mal el tri-D. Pero debes ser preciso. Si las tonalidades no coinciden completamente, no hace falta que me las señales.
Estuvimos una hora o más mirando los cuadros de Street, los cuales eran extraordinariamente variados y, en su mayoría, en pésimo estado de conservación. En cuanto al tamaño, había desde miniaturas indias, más pequeños que las monedas, hasta un ciclorama bíblico de cinco metros de altura, y según me contó Street, más de tres kilómetros de largo. El verde—azulado se nos escapaba, pero al final lo localicé en una execrable representación de Sussana y Los Mayores y, con esto, la muestra de arte se terminó abruptamente. Street me dijo vagamente —sus modales habrían sido ofensivos si no fuera porque yo sabía que su mente estaba completamente ocupada en un problema de dimensiones formidables— que me entretuviera con algo y se enterró entre una serie de libros viejos y tablas polvorientas, uno de los cuales recuerdo particularmente bien. Era como un arcoiris que doblaba hasta convertirse en un círculo, con colo¬res ardientes que se fundían unos con otros como las cantidades infinitesimales de una ecuación diferencial.
Las horas de la tarde siguieron su curso sobre ruedas silenciosas de goma, mientras los estudiaba. Otros, con el trabajo cumplido de una jornada, descansaban; sin embargo, yo esperaba. Los humanos, ricos y afortunados o desclasados, podían dormir u ocupar su tiempo en cuestiones que carecerían de relevancia para nosotros; pero Street aún trabajaba. Al final, me preguntaba si no seríamos las dos únicas mentes medio despiertas en toda la ciudad.
De repente, Street me estaba sacudiendo:
—Westin, —exclamó—, lo tengo. Déjame que te lo en¬señe.
Le expliqué que había aprovechado su concentración para editar mis bancos de memoria.
Street murmuraba algo y finalmente dijo:
—Aquí —dijo—. Mira esto y déjame que te explique. Me dijiste, si no me falla la memoria, que viste un ciclo de cuatro colores y que este ciclo se repitió varias veces.
—Eso es.
—Muy bien. Ahora observa, ¿se te ha ocurrido alguna vez pensar en cómo hablan los robots, como tú?
—Supongo —dije con tanta dignidad como podía..., que en alguna parte de mi monitor están almacenadas en forma de patrones de vibración las palabras del inglés y...
—El sistema chino. No, estoy convencido que tiene que ser algo mucho más eficiente. El inglés se habla con poco más de sesenta sonidos; incluso las palabras más largas se crean combinando y recombinando éstos. Por ejemplo, podemos usar la «a» como aparece en arma, la «r» de rata y la «o» de ogro, y tenemos la palabra aro que, combinadas de otra manera, nos da la palabra ora.
—¿Quieres decir que todo el inglés hablado se puede almacenar en mi unidad central de procesamiento en una disposición lineal de sesenta y tantas unidades?
—Eso es precisamente lo que he estado diciendo.
—¡Street, eso es maravilloso! No soy un hombre religioso, pero cuando contemplo la ingenuidad de esos primeros programadores y los analistas de sistemas...
—Exactamente. Bien, lo que no sé es el orden en que estos sonidos fueron listados, pero hay un orden que se utiliza con frecuencia en los textos que he consultado, que es listar los sonidos alfabéticamente y dentro de estas secciones alfabéticas, ordenarlos de más largos a más cortos. Por lo tanto, estas listas empiezan con la «a» larga de ale, seguido por el intermedio en longitud de chaotic, y éste es seguido a su vez por la «a» circun¬fleja de careo Lo que he hecho aquí es tomar estos sonidos y los he espaciado uniformemente a lo largo de espectro visible.
Me enseñó una tabla dibujada a mano en la cual no había, sin embargo, colores, sino una multitud de nombres.
—Pero —objetaba yo—, sólo hay unos pocos colores ver¬daderos y tú dijiste que había más de sesenta...
—Unos pocos colores primarios —me contestó—, pero créeme, Westing, si los artistas tuvieran que hacer una tabla conteniendo todos los óleos y acuarelas conocidas por ellos, ten-drían bastante más de sesenta. Como seguramente recordarás, describiste los cuatro colores que viste como rojizo—naranja, verdoso—azul, azul verdadero y verde brillante.
—Sí.
—Luego, cuando señalaste estos colores sobre los lienzos, pude identificarlos como escarlata, azul ciano, azul y verde. Por favor, observa que en mi tabla éstos corresponden al sonido de la vocal «o», la consonante «s», la «o» y la «c».
Todo esto me pareció asombroso durante un rato, pero luego contesté:
—Parece pensar que alguien está intentando comunicar algo utilizando los colores del tri-D, pero no veo que los sonidos a los que supuestamente corresponden estos colores tengan sig-nificado alguno.
Street se echó hacia atrás en su asiento sonriente:
—Supongamos, Westing, que tú te diste cuenta cuando ya se estaba terminando el mensaje. Que te enteraste solamente de parte de una palabra repetida.
—¡Ya veo! —exclamé, levantándome de un salto—. ¡SO¬CORRO!
—Precisamente eso.
—Pero...
—No hay tiempo que perder, Westing. Te he explicado sólo parte, porque quiero que seas un testigo inteligente de lo que estoy a punto de hacer. Habrás observado que hay montada una cámara tri-D ante la tarima del tri-D, lo cual me permite grabar para mi propio uso cualquier, imagen que aparezca allí.
—Sí, le dijiste algo de eso al comisario Electric.
—Es verdad. Lo que tengo intención de hacer ahora es codificar esa tienda cerca de la oficina y pedir una demostración. A esta hora de la noche parece improbable que haya alguien allí excepto el robot dependiente, y parece poco probable que él esté implicado en esto.
Street estaba apretando los botones de codificación mientras hablaba y un dependiente —un robot— apareció justo después de que hubiera terminado de decir la última palabra.
—Preferiría tratar con un ser humano. —le dijo Street, fingiendo excelentemente ser un hombre con prejuicios.
El dependiente, humillado, dijo:
—Oh, lo siento, señor. Mis superiores, y nadie los ha tenido mejores, se han marchado para tomarse unas horas de merecido descanso. Si no le importa...
—Está bien —Street le interrumpió—, tú me vales. Estoy interesado en comprar otro tri-D y quisiera una demostración.
—Una decisión inteligente, señor. Tenemos...
—Da la casualidad de que pasé por su tienda esta tarde y el aparato que había en el escaparate me gustó. Supongo que tendrá algún descuento por estar de muestra en el escaparate.
—Tendría que consultar con mis jefes —contestó el dependiente suavemente—, pero supongo que se podrá llegar a algún arreglo.
—Muy bien.
—¿Hay algún programa en particular...?
—No sé lo que están poniendo en este momento durante un minuto fingió estar indeciso—. ¿Siempre están emitiendo El hombre de las respuestas, no?
—Desde luego que sí, señor. ¿Personal, sexual, académico o asuntos civiles?
—Creo que me gustaría asuntos civiles.
En un instante, El hombre de las respuestas, una imagen ge¬nerada por ordenador y diseñada para dar información de pri¬mera mano en el campo de los asuntos civiles, apareció en la tarima del tri-D.
Inclinó la cabeza educadamente y nos pregunto:
—¿Quieren un informe general... o tienen alguna preocu¬pación específica?
—He oído rumores —dijo Street— referente a... pues... la verdad es que un viejo sirviente de mi familia está descansando en la Oficina de Contratación. ¿Es un lugar seguro?
El hombre de las respuestas le aseguró que sí, pero mientras lo hacía, la imagen entera se tornaba a los colores más sorprendentes e inesperados.
—Nombres —preguntó Street suavemente—. Necesito saber los nombres.
—¿Cómo dice? —preguntó El hombre de las respuestas, pero mientras hablaba, brillaba con destellantes aberraciones cromáticas.
—Quise decir –contesto Street— que tendría usted que saber el nombre de mi sirviente antes de informarme adecuada¬mente. Pero no es necesario. Ya he oído...
El hombre de las respuestas desapareció repentinamente, sus¬tituido por el dependiente robot.
—No sabe cuánto lo siento, dijo. Parece estar estropeado el control del color. ¿Quiere que le enseñe otro aparato?
—No hace falta —le contestó Street—. El fallo fue en la señal. ¿Es que no se enteró? Las manchas solares.
—¿Ah, sí? –el dependiente parecía aliviado—. Es sorprendente que no me haya enterado.
—Tengo que decir —dijo Street en tono severo— que por su trabajo debería estar informado de esas cosas.
—No sé cómo pudo... ¿Pudo haber ocurrido hace una hora?
Tuve que marcharme momentáneamente para deshacerme de un exceso de agua creado por mis células energéticas.
—Sin duda fue entonces —dijo Street—. Le deseo buenas tardes, señor —apagó el tri-D—. ¡Lo he conseguido, Westing! Tengo todo lo que necesitamos aquí.
—¿Quieres decir que revisando las cintas y comparándolas con la tabla...?
—No, no, claro que no —interrumpió Street malhumorado—. Memoricé la tabla mientras estabas dormido. Las cintas las grabé para tener pruebas.
—¿Entonces entendías lo que...?
—Claro que sí. Tan bien como te estoy entendiendo a ti ahora, aunque debo confesar que nunca se me había ocurrido que la palabra temor, especialmente con la pronunciación prerafaeliana de nuestro infortunado amigo, pudiera tener tanta belleza.
—Street —dije yo—, estás jugando conmigo. ¿Con quién te estás comunicando cuando hablas con esos colores? ¿Y cómo fueron robados los robots desactivados? ¿Y por qué?
Street sonrió, mientras jugaba con una hucha de hierro en forma de cerdito que había cogido de la mesa que había al lado de su silla.
—Me estoy comunicando, como debería ser obvio a estas alturas, con uno de los robots robados. Y el método por el que se cometió el robo no fue nada complicado. Lo que me sorprende es que no se utilice más a menudo. Uno de los ladrones se escondía en las inmensidades de la oficina durante el día. Cuando se habían marchado todos, desconectaba momentáneamente la corriente de uno de los expandidores, devolviendo de esta manera el espacio del expandidor a su posición original entre las galaxias, a la vez que su contenido consigo. Como sa-bes, la porción exacta de espacio tomado por un expandidor depende de la cuarta derivada del voltaje sinusoidal en el mo¬mento inicial, así que es muy improbable que, a pesar de ser conectado un instante más tarde, el espacio volviese con su contenido al sitio de partida. Los robots son recogidos por un carguero espacial y, con el tiempo, devueltos a la Tierra. El amperímetro que logré conectar con la red principal de la oficina mientras nos la enseñaba Electric, nos dirá si alguien intenta hacerla de nuevo. Valdrá asimismo para convencer a un tribunal, que posiblemente no crea mi explicación.
—Pero... ¿Y los colores, Street? ¿Me estás intentando hacer creer que la Televisión Nacional está usando esclavos?
—En absoluto —dijo Street con expresión grave, que luego se convirtió en una sonrisa—. Los robots de la Oficina están allí porque la sociedad no tiene ninguna necesidad de ellos. Pero... ¿Se te ocurrió pensar alguna vez que los componentes electrónicos que contienen pueden ser de utilidad para alguien?
—¿Quieres decir...?
Street asintió:
—Eso mismo. Un aparato tri-D necesita una potencia informática considerable. Tienen que decodificar una señal bastante compleja casi instantáneamente para producir una imagen tridimensional. La unidad central de procesamiento de un robot, sin embargo, sería más que suficiente, y muy económico, sino gratis. Desgraciadamente para ellos, claro, los criminales cometieron un error. Un criminal siempre comete un error, Westing.
—¿Conectaron los centros de habla con los codificadores de color?
—Eso mismo. Estoy orgulloso de ti, Westing.
Me alegré tanto que me levanté de un salto y paseé nerviosamente por la habitación durante un rato. ¡El triunfo de la justicia... La caída de los criminales! ¡El mérito sería para Street y, en cierta medida, por ser su amigo, también sería mío! Finalmente me asaltó un nuevo pensamiento, que me llegaba con la claridad de una campana.
—Street —dije.
—Pareces abatido, Westing.
—Has hecho un gran servicio a la sociedad.
—Lo sé. Y el dinero que me van a pagar me vendrá muy bien. Hay una antigüedad de los primeros años del siglo XX en la chatarrería de la calle cuatrocientos cuarenta y cuatro y ya llevo algún tiempo tras ella. Necesita algunos arreglos, pero creo que podré repararlo.
—Street, ya sabes que Electric es un hombre influyente y posiblemente...
—¿Qué estás diciendo, Westing?
—A lo mejor puedes ser reclasado. Que te restauren los ingresos de tu derecho de nacimiento.
—¿Estás insinuando, Westing, que piensas que me han desclasado por actividades criminales?
—Es que todos los humanos nacen con clase, y tú no eres lo suficientemente viejo como para haberte negado a morir.
—Créeme, Westing, mis ingresos existen y, de alguna manera, los estoy recibiendo. Tú eres un biomecánico y deberías entenderlo.
—¿Quieres decir que...?
—Sí. He tenido un hijo por reproducción asexual. Un hijo que duplica mi propia composición genética, un segundo yo. La ley, que sin duda conoces, exige que los ingresos del progenitor vayan al hijo. Tiene que ser criado y educado.
—Podías haberte casado.
—Prefiero tener una casa. Y ningún hombre tiene una casa a no ser que sea el dueño de un lugar donde no tenga que complacer a nadie... Un lugar donde puede ir y cerrar la puerta con llave tras sí.
Esto era lo que me estaba temiendo, y le dije:
—A lo mejor prefieres que... Quiero decir que ahora, con el dinero que vas a recibir de Electric no necesitarás compartir el apartamento. Yo lo entendería, de verdad que sí.
—¿Tú, Westing? —rió Street—. Tú no estorbas más que un frigorífico.


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