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CUENTOS EDUCATIVOS
CUENTO EL REGALO PERFECTO (por Spencer Johnson)
Había una vez un niño que solía conversar con un anciano y a través de estas charlas, comenzó a descubrir el regalo perfecto.
"Es un regalo porque es un presente", explicó el viejecito.
Y es llamado el regalo perfecto porque es el mejor obsequio de cuantos existe.
Cuando el niño preguntó por qué, el anciano respondió:
"Es el mejor regalo que una persona puede recibir porque quien lo reciba será feliz para siempre".
"¡Fantástico!", exclamó el niño. "Espero que, algún día, alguien me obsequie el regalo perfecto. Quizá lo reciba en Navidad".
Y, jugando, el niño se alejó.
En el rostro del viejo se dibujó una sonrisa. Le gustaba contemplar al niño mientras jugaba. Descubrió una sonrisa en el pequeño y, después, escuchó su carcajada al mecerse en un árbol cercano.
El niño se sentía dichoso. Y la escena causaba alegría.
Al anciano también le gustaba contemplar al niño mientras trabajaba.
Se levantaba temprano el sábado para observar al pequeño trabajador mientras cortaba el pasto. El niño solía silbar mientras se hallaba entregado a su trabajo.
Era un niño feliz en cualquier actividad.
Contemplarlo era fuente de alegría. El niño creía comprender las palabras del viejo. Sabía lo que significaban los regalos...

Como aquella bicicleta que había recibido en su cumpleaños y los regalos que encontró bajo el árbol de Navidad.
No obstante la alegría que le habían causado, también sabía que la dicha que provocaba recibir un regalo no era eterna.
En el niño surgieron dudas.
“Entonces, ¿Cuál será el regalo perfecto?”, se preguntó.
“¿Qué regalo puede ser tan magnífico?, ¿qué cosa puede ser tan maravillosa que se le pueda llamar el regalo perfecto?”
“¿Qué cosa podría hacerme feliz para siempre?”

Era difícil imaginar la respuesta. Regresó para preguntarle al anciano.
“¿Es acaso un anillo mágico? ¿Un anillo que al colocarlo en el dedo haga realidad todos mis deseos?”
“No”, dijo el anciano. El regalo perfecto no cumple tus deseos.

El niño creció pero la duda aún permanecía en su mente. Acudió al anciano.
“¿Acaso el regalo perfecto es una alfombra mágica?”, preguntó. “¿Una alfombra que me llevará a los sitios más remotos?”
“No”, respondió sereno el anciano.
Cuando descubras el regalo perfecto estarás satisfecho de permanecer
dondequiera que te encuentres.

Una vez que el niño alcanzó la juventud, pensó que era ridículo continuar preguntando. Pero aún conservaba la inquietud.
Comenzó a descubrir que no lograba obtener sus deseos.
Preguntó con cautela: “¿Acaso el regalo perfecto es un tesoro enterrado? ¿Acaso contiene monedas de oro que los piratas ocultaron hace mucho tiempo?”
“No, jovencito”, respondió el anciano. “No se reduce a monedas”.
Las riquezas son presentes ambicionados pero... la riqueza del regalo perfecto radica en el propio presente.
El joven meditó unos instantes. Después se mostró enfadado.
Impaciente, exclamó:
“Usted prometió que quien recibiera ese presente obtendría la
felicidad eterna. Jamás recibí ese presente cuando era niño”.
“Sospecho que no has entendido”, respondió el anciano. Ya has descubierto la naturaleza del regalo perfecto, ya sabes dónde encontrarlo, también has descubierto que te hará inmensamente feliz. Lo sabías cuando eras niño, simplemente, lo has olvidado.
El joven se alejó para pensar. Pero, conforme transcurrió el tiempo, sintió que la frustración y la ira lo invadían. Decidió confrontar al anciano.

“Si deseas mi felicidad” gritó el joven, “¿por qué me ocultas lo que es el regalo perfecto?”
“¿También deseas que te indique dónde encontrarlo?”, preguntó el viejo.
“Sí, exactamente”, exigió el joven.
“Me gustaría”, respondió el anciano. “Pero no tengo ese poder”. “Nadie lo tiene”. “Sólo tú tienes la capacidad para procurarte la felicidad”, explicó el anciano. “Sólo tú”.

El regalo perfecto no es un objeto que alguien pueda entregarte.
Es un presente que sólo tú puedes obsequiarte.
El joven se sintió confundido, pero tomó una decisión. Estaba resuelto a descubrir el regalo perfecto. Y, por lo tanto...

Empacó sus pertenencias. Abandonó su hogar para ir en busca del regalo perfecto. Tras años de frustraciones, el hombre se sintió cansado de buscar el regalo perfecto.
Leyó todos los libros recientes, consultó todos los periódicos, contempló su imagen en el espejo, analizó los rostros de los demás.
Era tal su anhelo por descubrir el regalo perfecto, que había hecho todos los esfuerzos para conseguirlo.
Lo buscó en la cima de las montañas y en la oscuridad de las cavernas. Lo buscó en la espesura de las selvas más remotas. Y en las profundidades del mar. Pero no obtuvo respuesta. Su afanosa búsqueda le restó fuerzas. A veces se sintió enfermo sin conocer las causas.
El joven retornó agotado, en busca del anciano. El viejo se sintió feliz al verlo.
Reanudaron sus charlas. A menudo se distinguían sus risas francas y abiertas.
Al joven le agradaba la compañía del anciano. Se sentía dichoso en su presencia. Creyó que esto se debía a que el anciano se sentía feliz consigo mismo. Sin embargo, el viejo no carecía de problemas. Al parecer, no tenía fortuna y se hallaba solo gran parte del tiempo. Más aún, no había razones para que fuese más dichoso o más saludable que la mayoría de las personas.
Pero era feliz.
Como también lo eran quienes se encontraban a su lado.
“¿Por qué su presencia provoca sensación de bienestar?”, se preguntaba el joven.
“¿Por qué?”. Esa pregunta rondaba en su mente.
Después de muchos años, el muchacho ya hecho hombre se planteó de nuevo las viejas preguntas. Era desdichado y a menudo estaba enfermo.
Necesitaba hablar con el anciano. Pero el anciano ya estaba muy viejo, y poco a poco, cesó de hablar. Ya no era posible escuchar sus palabras sabias.
El hombre se hundió en la soledad.
Al principio, sintió tristeza por la pérdida de su viejo amigo. Después, experimentó inseguridad, y la inseguridad se convirtió en temor. Jamás aprendería a ser feliz, hasta que un día...
Aceptó por fin la única verdad. Sólo en él radicaba la capacidad para encontrar la felicidad.
Y ese hombre infeliz recordó las palabras que el anciano había pronunciado muchos años atrás. Pero sus intentos por descifrarlas fueron inútiles...
Intentó comprender lo que había escuchado.
El regalo perfecto no cumple tus deseos...
Cuando alcances el regalo perfecto estarás satisfecho de permanecer
dondequiera que te encuentres...
El valor del regalo perfecto radica en el propio presente...
El regalo perfecto no es un objeto que alguien pueda entregarte...
Es un presente que sólo tú puedes obsequiarte...

El hombre se sentía infeliz, estaba cansado de buscar el regalo perfecto. Sus intentos le habían provocado tal cansancio que, sencillamente, cesó de buscar.

Y, de pronto, ¡sucedió!. No supo cómo había sucedido, pero sucedió. Simplemente...
¡sucedió!
Comprendió que el regalo perfecto era justamente eso:

El presente.

No era el pasado; tampoco el futuro, sino el presente perfecto .
Comprendió que el momento presente debe ser siempre un momento preciado. No porque se encuentre libre de fallas, sino porque jamás es perfecto. Tampoco porque satisfaga todos nuestros deseos pasajeros.
En ese instante el hombre se sintió feliz. Comprendió que estaba en el presente perfecto.
Elevó las manos con gesto triunfal y sintió la frescura del viento. Se sintió dichoso...
Durante ese instante ...
Y, con la misma rapidez con la que descubrió la dicha, permitió que el gozo del regalo perfecto se esfumara.
Dejó caer las manos lentamente, rozó su frente, preocupado.
Una vez más, el hombre se sintió infeliz.
“¿Por qué no descubrí algo tan evidente años atrás?”, se preguntó. “¿Por qué derroché tantos momentos valiosos?”.
“¿Por qué malgasté tanto tiempo antes de vivir en el presente?”.
Conforme el hombre recordó sus esfuerzos estériles en busca del regalo
perfecto, descubrió la felicidad que había perdido.
Ya en el pasado, había experimentado lo que entonces creyó que eran momentos imperfectos.
Había descubierto lo que cada instante y cada lugar pueden ofrecer.
Había desperdiciado una riqueza enorme, y se sintió triste. Continuó lamentándose del pasado. Pero, repentinamente, descubrió el error de su actitud. Se dio cuenta que las culpas del pasado le tendían una trampa. Al descubrir la desdicha que le provocaba anclarse en el pasado, retornó al presente. Y sintió que la felicidad lo invadía. Pero, entonces, comenzó a preocuparse por el futuro.
“¿Acaso mañana podré sentir la dicha de vivir en el valioso presente?”, se preguntó. Al descubrir que estaba viviendo en el futuro, se rió de sí mismo. Escuchó la verdad de lo que había descubierto, y escuchó la sabiduría de su voz interior.
Es sabio recordar el pasado y aprender de él. Pero es necio vivir en el pasado.
Porque es un laberinto donde es fácil perderse.
Es sabio pensar en el futuro y prepararse para el mañana. Pero es necio vivir en el futuro. Porque ese también es un laberinto donde uno se pierde.

Y cuando uno se pierde, desperdicia lo más valioso: el propio ser.

Esta verdad se presentaba tan simple ahora ante sus ojos.
El presente lo alimentaba.
El hombre sabía que no resultaría tan fácil. Vivir en el presente era un proceso que debía practicar una y otra vez... y una vez más.. hasta convertirlo en parte de su ser.
Ahora sabía por qué había disfrutado tanto los momentos junto al anciano. El viejo siempre se entregaba por completo al presente.
Ahora disfrutaba el presente, no deseaba encontrarse en otro sitio. Vivía el presente por completo y transmitía ese gozo a las personas que estaban a su alrededor. El hombre sonrió, igual que el anciano solía sonreír. Ahora sabía. Ahora podía elegir entre ser feliz ese instante o soñar con la felicidad y esperar a que ésta llegara...

Decidió ser feliz ¡AHORA!

Y en ese instante experimentó la felicidad. Sintió la paz interna.
Decidió disfrutar cada momento de su vida como si fuese perfecto... con los bienes y los males aparentes... aunque no los comprendiera.
Por primera vez en su vida, no se preocupó por entender. Aceptó cada valioso momento de su vida como un precioso don.
Algunas personas comprenden el valor del valioso presente cuando aún son jóvenes. Otras lo comprenden en la madurez. Otras más, al alcanzar la vejez y algunas jamás lo comprenden. Puedo recibir el regalo perfecto cuando yo lo decida.
Mientras meditaba, el hombre se sintió afortunado. Era quien era en ese preciso instante. ¡Y ahora lo sabía!
Siempre sería quien era, donde estuviera. De nuevo escuchó la voz de sus pensamientos.
El presente es lo que es. Un valioso don. Aunque ignoremos las razones. Es, justamente, lo que debe ser.
Cuando contemplo el presente, cuando lo acepto y lo experimento, descubro el bienestar y experimento felicidad genuina.
El dolor surge de la diferencia entre lo que es el presente y lo que desearía que fuera.
Cuando me siento culpable por los errores del pasado, o cuando me invade la ansiedad por la incertidumbre del futuro, ceso de vivir en el presente. Es entonces cuando surge el dolor.
Es entonces cuando enfermo y me siento infeliz.
Mi pasado fue presente. Y mi futuro será presente. El momento presente es la única realidad que puedo experimentar. Mientras viva en el presente seré feliz para siempre, porque la eternidad se halla concentrada en él.
El presente se reduce a comprender que: yo soy yo, de la manera en que soy... justo en ese momento. Y ese es un regalo perfecto.
El regalo perfecto es un preciado presente que puedo otorgarme desde mi ser interior.

Porque yo soy valioso.

Soy el regalo perfecto.

Por fin había descubierto y adoptado el regalo perfecto. Y se sintió enteramente feliz.
Al cabo de algunos años...
El hombre se había convertido en un anciano feliz, próspero y saludable. Un día encontró a una niña. Ella disfrutaba escuchando “al anciano”, como solía llamarlo.
Era divertido visitarlo.
Había algo especial en el viejo. Pero la niña aún no descubría aquello que lo hacía tan especial.
Una mañana, la niña comenzó a escuchar realmente al anciano. Y por alguna razón sintió que su voz tranquila transmitía algo importante.
El anciano parecía muy feliz. La niña no comprendía la causa.
“¿Cómo es posible que alguien tan viejo pueda ser feliz?”, se preguntó. Decidió preguntarle al anciano, pero sólo obtuvo una sonrisa por respuesta.

Tiempo después, el anciano le habló del regalo perfecto.
De pronto, la niña saltó, lanzando gritos de júbilo, y, jugando, la niña se alejó, mientras el anciano sonreía, pues había escuchado sus palabras...

“¡Fantástico!”, había exclamado la niña.

Espero que, algún día, alguien me obsequie...

El regalo perfecto.


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