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CUENTOS CLáSICOS
CUENTO LA PRESIóN DE LA VIDA (por Dimitri Bilenkin)
Llevaba ya dos días caminando por la roja y fría llanura: adelante, solo adelante. Vestía un overol azul subido que se distinguía a distancia, pero no acariciaba la esperanza de que lo encontraran. Habría sido un milagro que en el silbido monótono del aire de Marte hubiera irrumpido el zumbido de un motor.
Caminaba con paso de autómata, mesurado, ahorrando energías: seis kilómetros a la hora, ni más ni menos. Sus pensamientos también se sometían a un ritmo monótono. Del trayecto recorrido habían quedado en la memoria algunos fragmentos; todo lo demás se había fundido en una faja, nebulosa, alejándose la vida anterior al infinito, empequeñeciéndose y haciéndose irreal, como un paisaje visto con los prismáticos al revés.
No había temor. Había el obstinado avance, un cansancio mortal en el cuerpo y una insensibilidad alucinante en los pensamientos. Únicamente le dolía cada vez más el hombro izquierdo, torcido por el peso del balón de oxigeno (el otro balón ya lo había consumido y arrojado). Todo lo demás estaba en orden: sentíase bien alimentado, no experimentaba sed, la calefacción eléctrica funcionaba a pedir de boca, y las botas no le apretaban ni le rozaban. No tenía que combatir la extinción del cuerpo, privado de afluencia de energía vital, no tenía que arrastrarse con las últimas fuerzas obedeciendo ya al instinto y no a la razón. La técnica lo libraba ahora incluso de los sufrimientos.
A cada momento se arreglaba maquinalmente la mochila para equilibrar la carga sobre el hombro. Cada vez que lo hacía cambiaba la posición de la cabeza, y el silbido del viento en los oídos (mejor dicho, en el casco interfónico) tan pronto arreciaba como disminuía. A pesar del viento, el aire era puro y transparente, el cercano horizonte se dibujaba claramente, la helada apretaba en el cielo violáceo, como en el suelo, lo que hacía que en el cenit las ralas estrellas brillasen sin parpadear, severamente.
Experimentaba aún placer al cruzar las pequeñas lomas. La subida no era abrupta, no tenía que aminorar el paso y en las bajadas incluso lo aceleraba y se alegraba de que los montículos le ayudasen a ir más rápido, aunque era una evidente ilusión y él lo sabía. En su infancia le gustaba imaginarse que no andaba, sino iba montado en algún vehículo, que el mismo era un automóvil y en vez de piernas tenía cuatro ruedas. Le gustaba "darse gas" a si mismo, o sea, acelerar la velocidad, "hacer girar el volante" para evitar el choque con un peatón y "pisar el freno". Ahora se le antojaba también que era una máquina.
Poco a poco se iba alargando su sombra. Cuanto más descendía el sol tanto más roja se tornaba la llanura. Las laderas de las lomas llameaban. Pero en los altibajos se iban acumulando ya las sombras. Se emboscaban allí como las aterciopeladas garras de una fiera salvaje. El viento amainó sin advertirlo él. Todo quedo yerto, y a Severguin —así lo llamaban en otros tiempos, pero ahora eso no tenía importancia— lo invadió la zozobra que precede a la llegada de la noche, cuando el hombre esta solo e indefenso en medio del desierto.
Miró el sol y sintió una pena indescriptible. Pese a todo confiaba en lo más profundo de su alma que lo salvarían... El fin de la luz diurna significaba el fin de la esperanza.
De los lejanos cúmulos azulosos de eretrio, atravesando las sombras, algo vivo se acercaba a Severguin. La mirada de los ojuelos brillantes y rosados de una fierecilla se clavo en el hombre. Severguin llevóse la mano a la pistola. Pero la fierecilla, convencida de la presencia del intruso, continuó corriendo sin detenerse. Por lo visto, algún sabio instinto había sugerido al animal que este ser bípedo no tenía nada que ver con Marte, que se encontraba allí casualmente, que estaba vivo casualmente y que desaparecería no casualmente antes de que el sol volviera a iluminar la llanura.
Severguin estuvo a punto de disparar tras el animalejo de tanta lástima que sintió de si mismo. Se diría que alguien había vuelto al revés los prismáticos, y el pasado se reavivó. El pasado que lo había decidido todo. ¿Por qué la naturaleza no lo había hecho a él como a todos los demás? ¿Por qué, por qué?
Agachando la cabeza y casi enloquecido corrió al encuentro de las sombras que se acercaban furtivamente. Los músculos, como él esperaba, se le hicieron pesados como el plomo, pero él seguía corriendo cual si quisiera mortificar su cuerpo.
A los cien metros se rindió. Cualquier otro hombre de su edad y salud habría recorrido mil. A el le bastaron cien para caer extenuado.
Así había sido siempre.
Había nacido tarado, no como todos. El mal no consistía en que no podía comer pan, hay miles de personas que no pueden comer determinados alimentos: eso no pasa de ser una incomodidad. La naturaleza le había negado algo más importante: fuerza. No era más enfermizo que otros muchachos, pero se ahogaba al correr los cien metros, no podía levantarse a pulso en la barra fija y lloraba cuando intentaba los ejercicios en la espaldera.
Podía con las prolongadas sobrecargas físicas, como la marcha a grandes distancias. Su caso era distinto. Al motor durante el período de rodaje se le pone un limitador. A su organismo le habían puesto el limitador para siempre. No podía realizar esfuerzos bruscos que requirieran una gran energía, como la mecha enrollada no puede dar una llama esplendente.
Los muchachos de su edad lo miraban de arriba abajo despreciándolo por su debilidad, y a los profesores de educación física los exasperaba. Si los médicos diagnostican que el chiquillo está sano, si su complexión es normal ¿qué derecho tiene a avergonzarlos colgando de la maroma como un costal? La educación física fue la pesadilla de la niñez y la adolescencia de Severguin. Al ver las paralelas o las anillas se echaba a temblar como un condenado al tormento. "¡Campeón, campeón!", le gritaban los chiquillos en los gimnasios que olían a sudor y polvo. Y el palidecía sabiendo con que risas (bonachonas, pero no menos ofensivas por eso) acogerían su vergonzoso y estúpido salto sobre el potro.
Lo salvó el cuarto o quinto médico al que lo llevaron sus padres sobresaltados. Ese doctor tampoco le encontró nada en el corazón ni en los pulmones, pero no se encogió de hombros ni miró al muchacho como a un simulador, sino que dijo tranquilamente:
—Desviaciones en el metabolismo, parecen genéticas. Por ahora es incurable. No se aflija. Usted no será futbolista, pero en lo demás... En la edad de las cavernas a usted lo habría devorado el primer tigre, pero ahora ¿que importancia tiene eso? Con que no haga caso.
La pesadilla se desvaneció para siempre.
Ya ven en que había terminado todo eso: en la llanura de Marte que se apagaba tristemente, en la alocada huida de si mismo...
Severguin se tendió, puso las piernas en alto para que descansaran mejor. Estos sencillos movimientos lo tranquilizaron. El acceso de desesperación le devolvió la serenidad.
Tenía la culpa de todo, no podía acusar a nadie. Él mismo había desafiado al destino emprendiendo el viaje a Marte. Claro, no había sido como en la infancia cuando, berreando de furia, agarraba una y otra vez la barra de discos para levantarla o caer muerto. ¡Oh, el célebre doctor en microbiología se había olvidado de aquellos pugilatos! Hacía ya tiempo que vivía en un mundo donde todo lo decidía la inteligencia y los méritos físicos no tenían importancia. Allí estaba en su sitio, más que en su sitio.
No es extraño que le rogaran precisamente a él y no a otro trasladarse permanentemente a Marte para aclarar la alarmante conducta de las cristalobacterias que atravesaban de modo inexplicable los filtros de la depuración de agua. A todo el mundo le tenía sin cuidado que el pudiera o no levantarse a pulso en la barra fija: Marte necesitaba su inteligencia y no sus músculos.
Habría podido negarse, pero no lo hizo. Llegar a Marte como un elegido, acercarse al campo de batalla donde el hombre sostenía una ruda lucha por sobrevivir, ¿podía renunciar él a tan brillante desquite por las humillaciones de la niñez? Para sentirse el elegido había que cerrar los ojos a una insignificancia: nadie..., —ni los hombres ni las circunstancias— le exigía a sabiendas que en Marte el luchase a brazo partido con la naturaleza. Allí, lo mismo que en la Tierra, continuaría siendo pasajero de la nave llamada civilización y estaría resguardado de los temporales por portillas seguras.
La posibilidad de una avería estaba excluida. ¿Acaso el capitán de un barco que toma pasajeros a bordo les pregunta si saben nadar?

...Volaba de Sezoastris a Titanus sentado en el cómodo sillón de un diminuto cohete automático que despegaba, aterrizaba y lo hacía todo el mismo. Iba sentado en el sillón y leía. Se rehizo únicamente cuando vio que abajo se acercaban los peñascos. No advirtió, y ahora no lo sabría nunca, lo que se había estropeado en el mecanismo. Pero incluso al caer, el cohete se preocupo de él: la catapulta lo lanzó antes de que el se diera cuenta de lo ocurrido.
Lo único que no pudo hacer la automática fue preservarlo del golpe en la roca al descender en paracaídas (pero hasta la madre más solicita no siempre preserva a su criatura de una contusión). Por suerte, el porrazo no se lo dio Severguin, sino la mochila de la provisión de emergencia. La radio quedó convertida en una ensalada plateada por los añicos del termo del café, pero todo lo demás quedo intacto, incluyendo el famoso plan-mapa que permitía fijar exactamente la situación en cualquier terreno.
Se orientó en cuanto volvió en si. Todo estaba muy bien y muy mal. Se encontraba en la parte sur de la cordillera de Mitchell a un lado de la ruta que seguía el cohete y fuera de la zona de observación de los radares. Eso significaba que Sezoastris no había conseguido detectar el lugar de su caída ni siquiera aproximadamente. En cambio se hallaba a ciento sesenta kilómetros nada más del poblado de los geólogos. Los balones de la escafandra y de la provisión de emergencia le aseguraban treinta y seis horas de respiración. Tenía también tabletas que quitaban el sueño. El terreno montañoso terminaba a unos siete kilómetros del lugar de la caída, y los montes no eran demasiado escarpados ni demasiado altos: como a propósito para los excursionistas. ¡Estupendo! En seis horas atravesaría los montes, más allá comenzaría el llano, donde podría mantener perfectamente una velocidad de cinco kilómetros y medio por hora. Tendría tiempo de llegar. Porque andar no es correr, en esto su organismo no fallaría.
Hubo un momento en que incluso se alegro: ¡si se tomaría la revancha!
Desparramó pintura fluorescente en torno al lugar del accidente para que se viera desde arriba y se puso animosamente en marcha.
Había olvidado que incluso en los montes de poca altura, si no se quería quintuplicar el camino, había que trepar en algunos sitios por paredes verticales, saltar las grietas, subir a pulso, o sea, hacer cosas de las que él no era capaz.
En salvar los primeros siete kilómetros necesitó quince horas cuando cualquier muchacho con distintivo de montañista habría tardado seis u ocho a lo sumo.
Más adelante iría dándose cuenta de que le faltaría tiempo para llegar.

El pequeño sol marciano rozó el borde de la llanura. Severguin se levantó. Su sombra alargada galopó tras el horizonte. Había que caminar para que el ritmo del movimiento adormeciera las emociones que lo embargaban.
No había recorrido ni un kilómetro cuando la llanura oscureció. Pero en lo alto del cielo fulguraban una tras otra plumosas nubes invisibles durante el día, como si alguien las tocase arrancándoles acordes de música en colores. Los tonos dorados, y rojos eran delicados, leves y altos, flotaban en el cristal violáceo del cielo cual pétalos de flores transparentes.
Severguin levantó la cabeza y anduvo así sonriendo de algo, sorprendiéndose de que sonreía y deseándose ser siempre como ahora.
No hay que llevar la contraria a la naturaleza: solo ahora había comprendido esta verdad. No hay que exigirle un confort de cojines de diván, hay que tomar lo que da y amar cada instante de la existencia, pues, de todas maneras, en lontananza a cada uno le espera la muerte. Así pues, ¿vale la pena odiar la vida por no corresponder del todo a los deseos? La piedra cae, el río discurre, el hombre busca la felicidad, todo se realiza según sus propias leyes, esas leyes hay que comprenderlas, pero discutirlas, ¿para qué?
Severguin atravesó sin darse cuenta el límite que separaba el espacio de vida no ensombrecido por la próxima muerte de la última recta en que uno sabe exactamente la hora de su final. Diversas personas cruzan ese limite de distintos modos, pero todas descubren tras el algo nuevo para ellas, algo terrible y grandioso en lo que hay horror y resignación.
El cielo se puso negro, pero la oscuridad no duró mucho: se levanto Deimos. El terreno proyectó reflejos plateados, y el frío que notaba en la rodilla a cada paso cuando se tensaba la tela se hizo más sensible. Severguin aumentó la calefacción eléctrica.
El llano se hizo plano como un mantel extendido, pero en algunos lugares lo manchaban, cual finas pinceladas de tinta china, las sombras de las ralas saetas de safar, mustios matojos de hierba marciana. Inesperadamente Severguin advirtió que se esforzaba por no pisarlas y se sorprendió preguntándose de donde le habría nacido ese instinto solícito.
Después recordó de donde. Cierta vez, un nublado y ventoso día de abril iba por un robledal. Los árboles se alzaban desnudos, como en el invierno, retorcidos; alfombraban el suelo quebradizas hojas, y bajo los pies crujían las bellotas, grises y pardas como las hojas. Era un placer oír como crujían las bellotas bajo los pies. En ese ruido se sentía la potencia de los pasos de un hombre seguro de si mismo, el peso de su cuerpo sano y fuerte. Así camino hasta que entre la marchita hierba le llamo la atención una estrellita de color verde pálido. Se agachó sorprendido: era el brote de una bellota que ya había arraigado en la fría tierra. Y vio que a su alrededor había muchas estrellitas como aquella, crecían por todas partes; y él las pisaba. De puntillas se apresuro a abandonar el bosque.
Como entonces, Severguin se detuvo y se agachó ante un tallo de safar. Sin explicarse por qué, le pareció que contemplar la hierbezuela era más importante que todo lo demás.
El tallo del safar parecía un alambre mohoso, clavado en el terreno helado. Era más resistente que un alambre de acero, no se podía aplastar como una bellota, Severguin lo sabía. Pero el safar también esperaba la hora de su despertar como la bellota. En esa atmósfera enrarecida, pobre en oxígeno y calor, también tenía reservada su primavera. No se helaba, vivía magníficamente en un medio mortífero para todo lo terrenal que no estuviera resguardado por la escafandra y las paredes del invernadero.
A ello también había que resignarse.
Inesperadamente del tallo del safar partió una segunda sombra, delgada como una aguja de hacer punto. Despuntaba Fobos.
Severguin se enderezó. Lo rodeaba la llanura vivamente iluminada. Las dobles sombras estrechas semejaban caracteres de escritura cuneiforme. Severguin, plateado por las lunas, se alzaba sobre la oscura letrera como un monumento.
Y, pese a todo, a su lado había vida. Cuantas veces, fijándose en el campo del microscopio claramente dibujado, se había admirado de la tenacidad de la vida. Con frecuencia la plaquita de vidrio recordaba un campo de batalla por lo espesamente sembrado de cadáveres de bacterias muertas por los tóxicos, los rayos ultravioletas o la radiación. Ni el menor asomo de movimiento, como ahora. Pero era una impresión engañosa. A veces un solo organismo entre millones, uno solo entre miles de millones, sobrevivía y marcaba el comienzo de una nueva raza. Algo ignorado, que lo distinguía de todos los demás, había vencido a las circunstancias conquistando para la vida una nueva esfera donde, al parecer, no existía ningún asidero.
Así fue siempre. Ningún error de la naturaleza ha sido error. La vida terrenal que nació en el agua, se apoderó de la tierra firme, salió al aire, descendió a los profundos estratos. ¿Quién sabe, tal vez dentro de cientos de millones de años sin la mediación del hombre su presión habría lanzado las semillas de nuevos brotes al cosmos transportándolas a otros planetas? ¿Por qué no?
La tierra firme también era un desierto funesto para los habitantes del mar. Pero ola tras ola, arrastrados por las circunstancias, iban al asalto, y por billones que morían siempre había algunos que no eran como los demás, que sobrevivían en el nuevo medio.
Ese era el único caso en que se justificaba su existencia, pues, en las condiciones habituales esos mismos seres estaban condenados a perecer. Cuando una bandada de pájaros es sorprendida por la tempestad, la muerte no escoge a ciegas las víctimas. El estándar verificado en millones de años de evolución puede resistir a la tempestad porque fue pulido por miles de tempestades del pasado. Pero desdichado del que no corresponda al estándar.
Severguin no era estándar y por eso las montañas lo vencían, pero él no podía vencerlas. La técnica ha permitido al hombre casi evitar perdidas en el trayecto a otros mundos. Si no fallara nunca, no habría ninguna perdida. Pero no ha habido ni puede haber una coraza absoluta...
Severguin comprendió súbitamente por que, de todo lo que podía pensar en sus últimas horas, pensaba en eso. Con el subconsciente, involuntariamente, buscaba consuelo. La inteligencia no puede resignarse con la insensatez de la vida ni con la insensatez de la muerte. Es así como está dispuesta. Pero eso no es ningún consuelo.
Lo rodeaba el más profundo silencio. Las lunas se habían aproximado y miraban desde lo alto fijamente, como dos ojos. Cualquier movimiento en este mundo inerte habría parecido un sacrilegio. Severguin aceleró el paso.
Ahora no lo hará. En el momento en que comience la asfixia no sacará la pistola y no se pegará un tiro. A los vivos no les dará igual como sucumba él. Será un doloroso golpe para los amigos si lo encuentran con un agujero en el corazón. ¿Cobardía? No era eso... Simplemente el hombre tiene el deber de luchar hasta el último aliento. Como lucha la hierba, como luchan las bacterias. La capacidad de resistencia de la humanidad depende de la capacidad de resistencia de cada uno, eso es todo.
Ahora caminaba y pensaba en los amigos, en los seres amados, en lo que había hecho y no había hecho. Mucho de lo que antes le había parecido trascendental, ahora carecía de valor. La fama, el poder, el éxito no confortan al hombre cuando llega la muerte. Antes y después de ella el ser humano vive por lo bueno que hizo para los demás. Únicamente la amistad, el agradecimiento y el amor pueden sostener y tranquilizar cuando llega la hora de hacer el balance. Sobre todo el amor.
Ahora, si eso fuera posible, viviría de un modo bien distinto.
Era tarde.
Fobos se extinguió. Soplo el vientecillo del amanecer. Por lo tanto viviría hasta la mañana. Sin saber por que quiso que eso sucediera a la luz del sol.
Pero en el regulador de la presión del aire se oyó tres veces un "clic".
Le entró frío. La señal avisaba que el oxigeno se agotaría dentro de diez minutos. Era el fin.
Las piernas entumecidas lo hicieron sentarse en una piedra blanquecida por la escarcha. En el horizonte el cielo había palidecido un poco, pero faltaba mucho todavía para la salida del sol.
¿Apagar la calefacción y helarse? Dicen que eso parece un sueño.
Y de pronto le entraron unas ganas increíbles, feroces, de vivir. No había tenido tiempo de concluir, de corregir muchas cosas; no había amado del todo, ¡no podía desaparecer simplemente así!
Se levantó de un salto. Y sintió ahogo. Como si le apretaran una máscara a la boca. Los pulmones se dilataban y contraían cada vez con mayor frecuencia, le dolía, la garganta se le oprimía en un estertor, cayó de rodillas, pero comenzó a arrastrarse. Y cuando se le nubló el entendimiento y el cuerpo se agitó convulso, arrancóse el casco y tragó viento marciano, como el naufrago traga agua porque no puede dejar de tragarla.
En los pulmones entro un airecillo fresco, el dolor iluminó el cerebro con postrer fogonazo, y todo se apagó.
Se apagó para volver a fulgurar. Severguin se despertó de los espasmos que le retorcían los pulmones, y vio ante sus ojos algo rojo, flameante.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano alzó la cabeza. Clareaba ya. ¡Y él se arrastraba! ¡Y respiraba el aire marciano! Su organismo no era como el de los demás: había sobrevivido.
No tenía conciencia de ello. Seguía arrastrándose. Se arrastraba furiosa y tenazmente obedeciendo ya no a la razón, sino al instinto, adelante, adelante, hacia donde estaban los hombres.

FIN


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