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CUENTOS ALECCIONADORES
CUENTO EL MONO BLANCO (TRADICIONAL CHINO) (por Lin Yutang)
El relato es el número 444 de T'aip'ing Kwangchi, de autor desconocido. Lleva el curioso título de "Suplemento a la Historia del Mono Blanco, de Chiang Tsung"; Chiang Tsung (519-594) es la persona que, al ocultarlo, salvó al hijo del Mono Blanco.
Se dice que fue escrito para burlarse de Ouyang Hsun (557-594), uno de los más grandes calígrafos de China, que era feo como un mono. Se suponía que Ouyang Hsun era el hijo del Mono Blanco. Por lo tanto, el cuento fue probablemente redactado en la primera parte del siglo séptimo.
He cambiado el relato a fin de hacer, de la humillación del general chino por la pérdida de su esposa a manos del Mono Blanco, el tema principal. Las fuentes para materiales adicionales en cuanto a las costumbres de los aborígenes están tomadas de un documento Tang y dos Sung: el Peihulu de Tuan Kung-lu, el Kweihai Yuheng de Fan Cheng-ta y el Ch'iman Ts' ungshia de Chu Fu.
Una historia similar, acerca de un general chino que pierde a su esposa en las montañas Kwantung, puede encontrarse en la colección Ch'ing-p'ingshan T'ang (El Comandante Chen Pierde a su Esposa en las Montañas Mei).
'Lin Yutang'

Todos han oído hablar, por supuesto, de cómo el general Ouyang fue apresado en el combate, decapitado, y su familia exterminada, en el año 569, cuando unió su destino a los rebeldes. Las opiniones difieren. Algunos creen que el general se lo merecía porque su familia había gozado, durante generaciones, del favor y la confianza del emperador; sólo lamentan el hecho - de que la ilustre foja de servicios de un general tan grande y de su padre haya terminado en el deshonor y el desastre. Otros, como Chiang Tsung, simpatizan con él y creen que se le tendió una trampa y se vio obligado a rebelarse porque el emperador se había vuelto suspicaz del poder que poseía en el sur.
Pero esto no viene al caso. Cuando tenía menos de cuarenta años sucedió algo que cambió el carácter del hombre. Su sensibilidad fue herida. El joven Pacificación General de las Provincias Meridionales se convirtió en un hombre áspero, desdichado. Su amigo Chiang Tsung, que pudo salvar a su hijo y ocultarlo, dijo algo acerca de ello en su historia de "El Mono Blanco", pero según el ayudante del general, cierto señor Leí de Kwantung, que era un antiguo miembro del estado mayor del general, no contó toda la historia. El general no pudo sobrevivir a su desgracia. Lo que sigue es la historia narrada por el señor Lei, que ahora es un hombre de sesenta años. Él lo presenció todo.
Estuve al servicio del general desde que heredó su rango y su puesto, cuando murió su padre. Como antiguo miembro del estado mayor de su padre, yo gozaba de su confianza. El general tenía una esposa joven. Era hermosa y provenía de una familia encumbrada. Un día fue raptada. Todos sabíamos - todos lo dábamos por sentado - que el Mono Blanco había vuelto a hacerlo. No me gustó ver la cara del general mientras se desayunaba a solas.
En esa época nos encontrábamos en Changlo. Se le había advertido al general que no llevara a su joven y bella esposa consigo, durante la campaña en la región de los aborígenes del sur. En seiscientos kilómetros a la redonda, en esa región, el Mono Blanco tenía la costumbre de capturar a mujeres chinas, que desaparecían por completo, sin dejar rastros. Se habían apostado guardias, noche y día, en torno a la casa, y, como precaución extraordinaria, una cantidad de doncellas durmieron en la alcoba de la mujer y algunos criados en la antecámara. En las primeras horas de la mañana, cuando una de las criadas despertó y oyó un ruido, la esposa del general había desaparecido. Nadie sabía cómo entró el raptor, porque las puertas tenían la llave echada. Fui despertado por el grito de la doncella de la dama, que corría de un lado a otro, con el vestido desabotonado, gritando que su ama había desaparecido.
Iniciamos la búsqueda. La casa, que era un puesto militar situado en una conocidísima ruta montañesa, se encontraba a treinta metros de altura, en un risco escarpado, sobre una saliente, al borde de una honda sima. Al otro lado del precipicio se erguía un risco musgoso, que hacía frente a la puerta a sólo quince metros de distancia, al mismo nivel.
Una espesa neblina hacía imposible la visión más allá de cinco metros, en las primeras horas del alba. Buscar al raptor por esos despeñaderos cubiertos por la niebla resultaba sumamente peligroso. Un resbalón del pie o un error en un recodo del camino significarían una zambullida directa en la sima de abajo y la muerte instantánea.
Después de media hora de búsqueda inútil, nos rendimos.
El general estaba furioso cuando volvió con nosotros e interrogó a la doncella para enterarse de los detalles. Aferró a la mujer del hombro y la sacudió.
- ¿Qué viste? - preguntó. La criada lloraba.
- No vi nada. Cuando oí un ruido y desperté, la señora había desaparecido.
Por primera vez vi al general perder los estribos. Golpeó a la muchacha en la cabeza.
Jamás lo habíamos visto tan fuera de sí. Había sido un hombre justiciero y nosotros, los miembros más antiguos del estado mayor, lo admiramos grandemente cuando vimos cómo había dirigido la campaña de Shih-hsing.
- ¿Alguno de ustedes ha visto alguna vez al Mono Blanco? - preguntó.
Ninguno de nosotros lo había visto nunca. Pero yo le dije que el Mono Blanco había sido visto por muchas personas en ciudades muy separadas entre sí, en cien kilómetros a la redonda. Había sido observado desde lejos, por gente que juntaba leña, y parecía una figura blanca trepando empinadas laderas sembradas de enredaderas y desapareciendo en los picachos cubiertos por las nubes.
- ¿Crees que es uno de los aborígenes? ¿Y será esto una venganza? - me preguntó el general. En sus recientes campañas había embotellado a las distintas tribus aborígenes en sus poblados montañeses llamados "cuevas".
- No sé. La gente del pueblo dice que de tanto en tanto llegaba por asuntos perfectamente legítimos, llevando un ciervo, unas pocas pieles de castor o colmillos de jabalí, y quizás una o dos glándulas secas de almizcle, cambiándolos por cuchillos de cocina, de carnicero, herramientas de carpintero y sal. Hablaba el chino de corrido y hacía trueques honrados, pero que nadie se atreviese a intentar engañarlo, porque al día siguiente, o a la semana siguiente, el hombre sería encontrado muerto, con una flecha clavada en la espalda.
- ¿Qué aspecto tiene?
El teniente Wang, que había nacido en la región, dijo que era distinto de los Miaos, los Yaos o los Halaos, porque los hombres de esas tribus eran generalmente morenos y de pequeña estatura, de rostro arrugado incluso en la juventud. Gente que lo había visto decía que el Mono Blanco tenía un metro ochenta de altura, que era robusto, de hombros redondos y brazos potentes, y que, aparentemente, no tenía cuello. La característica más turbadora era la blancura de sus cejas, sus pestañas y el pelo que le crecía por todo el pecho y los brazos y piernas. Cuando corría, las plantas de sus pies tocaban siempre el suelo, lo que le daba un porte peculiar, simiesco, bamboleante. No sabemos si eso había nacido de su costumbre de trepar por pedregosos caminos de montaña; pero esa forma de andar, junto con los grandes dedos de los pies, ampliamente separados, y el sedoso vello blanco de sus piernas relativamente delgadas, le daban un aspecto horrible, grotesco.
- Sólo quería muchachas y mujeres muy jóvenes, - agregó Wang.
El general estaba sentado, con la barbilla caída sobre el pecho, respirando audiblemente.
- ¿Han encontrado alguna vez a las mujeres que raptó, o a los cadáveres?
- No, y ese es el misterio - dijo el teniente Wang -. Si las hubiera violado y abandonado luego para que murieran, algunas de ellas habrían regresado, o sus cadáveres hubiesen sido hallados.
- ¿Ha raptado también niños?
- No. Las madres sólo gritan "Mono Blanco" para asustarlos. Hemos oído que sólo captura a muchachas entre las edades de dieciocho y veintidós años. - El teniente Wang vaciló un instante. - Y, general, muy pocas veces toma a mujeres con hijos. No puedo explicarlo, pero aquí, en este vecindario, ha surgido una curiosa tradición que afirma que las madres están a salvo de él, y algunas madres dicen que ama a los niños.
El general se sintió humillado e impotente. No podíamos saber si el Mono Blanco había hecho eso por venganza o como una broma contra el general chino. Aparte de perder a la esposa que amaba, sentía que estaban en juego su honor y el nombre del Ejército Chino.
El general se veía ante un enemigo singular. El problema de buscar a semejante raptor solitario, que, según todos los informes, tenía una energía sobrenatural, astucia y resistencia, no se parecía en modo alguno al de planear una campaña corriente. Se enviaron soldados a quince y treinta kilómetros a la redonda, riscos arriba y precipicios abajo, a buscar rastros de su esposa y cualquier clave que pudiese conducir a su rescate.
Unas dos semanas después uno de nuestros hombres informó que había encontrado un zapato bordado, rojo, de mujer, en la rama de un árbol, a unos cincuenta kilómetros del lugar. Era seguro que la señora Ouyang no podía haber hecho todo el camino a pie y que el raptor la había llevado en brazos. El zapato fue entregado, blando y descolorido, empapado por la lluvia. Fue identificado por la doncella y por el propio general. La probabilidad era que la señora estuviese viva y cautiva, ¿pero dónde encontrar al Mono Blanco?
Nos sentimos apenados por el general. Estaba sentado a solas toda la tarde, y un ayudante dijo que apartó de sí la comida después de sentarse a cenar. Ese día nadie se atrevió a hablarle.
A la mañana siguiente el general me llamó temprano, antes del desayuno.
- Leí - dijo -, hoy salimos a buscar a mi esposa. He decidido postergar la campaña.
Elige dos docenas de hombres para que nos acompañen. Lleva todas las provisiones necesarias. Puede que estemos afuera durante un mes... ¿quién sabe? Naturalmente, quiero que venga también el teniente Wang.
Hice lo que se me decía. Escogí a dos docenas de jóvenes; algunos de ellos eran los mejores arqueros del país y todos sumamente hábiles en el manejo de lanzas y cuchillos.
No necesitábamos llevar muchas provisiones. La fruta abundaba, las naranjas amargas crecían silvestres en las montañas, y nuestros hombres sabían desenterrar taros silvestres y asarlos en las cenizas de una hoguera. Así armados y aprovisionados, no teníamos nada que temer. El propio general era un soberbio espadachín, y podía partir una naranja, con una flecha, a treinta metros de distancia.
En rigor gozamos con la expedición, viajando por esas alturas. El paisaje era espléndido. Pasábamos por montañas y selvas vírgenes y cataratas y campiña boscosa llena de gigantescas enredaderas, abetos y bambúes "lacrimosos" que crecían hasta una altura de treinta metros. También había buena caza. No teníamos nada que temer, en el camino, de hombre o animal. Los hombres de las tribus con quienes nos encontrábamos sabían quiénes éramos. Estos hombres eran, en rigor, la gente más hospitalaria del mundo, cuando se les permitía vivir en paz con los chinos. Es cierto que no les resulta molesto clavarle a uno una lanza en la espalda, si se trata de una cuestión de venganza, pero viven de la caza y del cultivo del arroz, y no quieren riñas con gente que se muestre justa en sus tratos con ellos. Pero era inútil tratar de que nos dieran alguna información sobre el Mono Blanco. Todos ellos "no sabían". El general sospechaba que el Mono Blanco, no sólo vivía en relaciones amistosas con esas tribus, sino que incluso era para ellas una especie de héroe.
Habíamos estado marchando en dirección sudoeste, hacia una región en la que el general no había estado anteriormente. El paisaje se abría sobre el lecho seco de un amplio río. Como por una división arbitraria, la lujuriosa selva se detenía y un vasto terreno de rocosas colinas desnudas se extendía ante nosotros, suavizado sólo por manchones de recias malezas achaparradas. Grandes peñascos atestiguaban que eso había sido otrora un fértil valle atravesado por un gran torrente de montaña. La naturaleza parecía haber cambiado de idea y dirigido el curso del río hacia otra parte. En el horizonte, al oeste, se elevaba una formidable formación rocosa de columnas, como ojos humanos habían visto raramente. Es correcto hablar de ellas llamándolas columnas, porque esas colinas de caliza habían sido tan corroídas por la lluvia, el viento y la humedad de millones de años, que ahora tenían la forma de torres o pilares perpendiculares y formaban un fantástico contorno aserrado contra el horizonte. Todo rastro de existencia humana había desaparecido. El sol, poniéndose detrás de las pétreas columnas, lanzaba largas sombras extrañas de negro y blanco alternados sobre el ancho valle abierto. Habría resultado difícil encontrar agua en un erial semejante. Además, nos habíamos alejado ciento cincuenta kilómetros de nuestro puesto. El desierto parecía indicar el fin adecuado de nuestro viaje, completamente inútil por lo que concernía a nuestro objetivo.

Pero el general se sintió atraído por la curiosa topografía del lugar. Al otro lado del lecho del río la tierra ascendía en declive, y cuatro o cinco kilómetros más lejos reaparecía y se espesaba nuevamente la vegetación. Un poco hacia el sudoeste el contorno aserrado de las colinas se interrumpía y era reemplazado por un largo y majestuoso muro de impenetrables montañas. Sus picos rocosos captaban la gloria de los rayos del sol y rebrillaban en un resplandor dorado, como una misteriosa ciudad en las alturas. Una bandada de garzas, volando muy alto, hacia la montaña, indicaba que sus nidos estaban allá.
El general tuvo también la idea de recorrer el río seco hasta sus fuentes. Aún tenía esperanzas, y nos ordenó dirigirnos hacia la montaña. El día era largo, y si marchábamos continuamente, sin detenernos, podríamos encontrar un lugar para acampar poco después de la puesta del sol. Al cabo de una hora de marcha a lo largo de la orilla no hollada -hasta entonces, llena de delicados guijarros desgastados por el agua, llegamos a la herbosa falda de la montaña.
- ¡Miren! - gritó Lo, que era un vivaz joven de veinte años, uno de los ayudantes del general.
Vimos un montículo de piedras chamuscadas, rodeadas de cenizas. Alguien, sin duda, había acampado allí, encendido un fuego y cocinado. En torno yacían cáscaras resecas de naranjas y bananas. Hacía dos días que no veíamos a un ser humano, y la visión de las cenizas del fuego nos proporcionó una vez más una consoladora sensación de contacto con el mundo humano. El joven Lo fue de un lado al otro, examinando el suelo, y de pronto volvió a exclamar "¡Miren!" Todos nos precipitamos hacia él. Lo nos mostró un trozo de cinta negra como la que usan las damas para recogerse el cabello mientras se visten.
- Debe de ser de la señora Ouyang - dijo el joven Lo.
Gustosos le habríamos creído, pero no había motivos para suponer que una cinta de mujer debiese pertenecer necesariamente a la esposa del general. El general, es claro, no podía decir si era de ella o no. No hizo más que mirar el trozo de cinta y suspirar. Pero es muy humano introducir nuestros deseos en nuestros pensamientos cuando una búsqueda es inútil y las perspectivas resultan desesperantes. El ambiente se tornó tenso.
Todos gozaríamos encontrando a nuestra presa y entrando en acción. Sabíamos que nos encontraríamos con un enemigo peligroso, pero el tumulto del combate era mejor que esa monótona marcha.
Acampamos, para pasar la noche, bajo el cielo estrellado. Caminar en un bochornoso día de junio, por el calcinado lecho de un río, resultaba penoso, incluso para veteranos, y nos quedamos profundamente dormidos.
A la mañana siguiente proseguimos nuestro viaje. Era todo ascendente. Debemos de haber subido unos cien metros en dos horas. Sólo un pequeño hilo de agua corría y se escurría en el fondo del barranco y desaparecía nuevamente en el suelo. Los blancos peñascos gigantescos de abajo reflejaban el intenso calor, y una columna de vapor ascendía de ellos. La boscosa cuesta abundaba en faisanes, y a menudo entreveíamos el brillante plumaje de las aves arrastrándose por entre las ramas. Por todas partes se extendían enredaderas del tamaño de palmeras, proporcionando un conveniente asidero.
Una vez más nos encontrábamos a gran altura.
Cuando llegamos a la cima vimos un sorprendente espectáculo. Un dique había sido construido en la parte superior de la serranía, con grandes peñas y piedras desbastadas.
Cuándo, cómo y por quién había sido levantado, resultaba difícil imaginarlo, porque las piedras eran tan grandes, que, sin herramientas adecuadas, sólo habrían podido ser movidas por una raza de gigantes sobrehumanos. Era claro que había sido construido por la gente que vivía al otro lado, para desviar la corriente, porque un veloz y hondo torrente corría por la izquierda y caía en un profundo estanque, abajo. Una vieja losa se levantaba en ángulo, semienterrada, con la extraña escritura de los Man. Un soldado que provenía de los Man nos dijo que decía "Lugar Protegido de los Grandes Cielos Altos".
Aparte de la solitaria losa caída, estábamos tan lejos como antes de todo signo de morada humana.
Luego de una inspección quedó establecido que la rápida corriente montañesa que caía en la profunda sima constituía una barrera infranqueable entre el lugar en que nos encontrábamos y el otro lado. Contorneaba la montaña a lo largo de varios kilómetros, y no se veía puente alguno - de madera o de cuerdas. La orilla opuesta era un risco tan empinado, que, de todos modos, un puente no habría servido de nada. Parecía que los habitantes de la montaña habían construido el dique para desviar la corriente, más como defensa militar que con fines agrícolas, convirtiendo la montaña en una fortaleza invulnerable.
Sin embargo, debía de existir algún lugar de acceso desde el norte. Doblamos hacia la derecha, torrente arriba. Durante un corto trecho las zarzas eran tan espesas y abundantes, que perdimos de vista la corriente. Cuando salimos vimos que a ciento cincuenta metros de nosotros se levantaba un muro de sólido granito, con la forma de la muralla natural de una ciudad situada en una colina. A lo largo de una fisura existente entre las rocas se veían a intervalos peldaños de piedra que terminaban, empero, en las sombras de los peñascos. Sin duda habíamos encontrado la entrada, pero el acceso era tan difícil, que durante un instante nos miramos los unos a los otros.
- Bien - dijo el general -, esto parece una locura. Es imposible saber qué hay al otro lado. Se necesita más que músculos para lograr entrar en ese castillo natural. Somos iguales a cualquiera, por lo que respecta a lanzas y flechas, pero sin un lugar de salida estaríamos luchando en un terreno ciego. A la gente que vive allí no le agrada la visita de los desconocidos entremetidos, pueden estar seguros de ello. Aun así, me gustaría explorar. Si el Mono Blanco está ahí, habrá una lucha animada. Si no, es posible que la tribu sea amistosa. ¿Qué opinan?
Todos nos declaramos partidarios de entrar a investigar.
Cuando llegamos a la cima, descubrimos que era una trampa mortífera. Había un espacio nivelado de unos diez metros de diámetro, vulnerable desde arriba a las lanzas y flechas. Nuestra única protección serían unos cuantos metros de roca saliente. Un estrecho pasaje zigzagueaba unos tres metros por entre dos rocas y conducía a una pesada puerta construida con alguna madera dura, firmemente asegurada por el otro lado. Sólo una persona por vez podía pasar por el corredor. Ni una fortaleza habría sido mejor construida o concebida.
Golpeamos vanamente contra la puerta. Escuchando de cerca oímos, a lo lejos, las voces y las risas de mujeres y niños. Aporreamos la puerta y gritamos. Al cabo de unos veinte minutos apareció sobre las rocas una cabeza para preguntar quiénes éramos. El teniente Wang, que hablaba el dialecto de ellos, dijo que éramos un grupo de cazadores que buscábamos un paso hacia el sur. La cabeza desapareció y pronto se escuchó adentro un gran alboroto de evidente excitación. Cuando volvimos a mirar vimos que nos apuntaba una docena de flechas. El general les aseguró de nuestras intenciones pacíficas y les pidió que abrieran la puerta.
Era una situación desesperada. Cuando la puerta se abrió, Wang entró el primero en el pasaje. Lanzó una mirada en torno. Veinte flechas, en dos hileras, estaban apuntadas contra la entrada, la primera fila de hombres arrodillados y la segunda de pie. Wang descubrió que era un blanco perfecto. Más cerca, a ambos lados de la puerta, había cinco o seis hombres con sus cortos puñales levantados. La cabeza de cada intruso inoportuno podía ser rebanada convenientemente en cuanto se asomara por la entrada de la cueva. En tal situación la discreción constituía la mayor parte del valor. Wang avanzó con una sonrisa y los hombres de los cuchillos lo rodearon. Wang trató de hablar. Le sacaron el puñal de la vaina. En ese instante el segundo y el tercer hombres salieron corriendo. Los cuchillos tintinearon y las flechas zumbaron. Tres o cuatro personas yacían ya por tierra.
De pronto la lucha fue detenida por una voz. Levantamos la mirada y vimos al Mono Blanco cerca, de pie sobre la cima de un peñasco, a unos cinco metros de altura.
El general Ouyang se adelantó y el Mono Blanco bajó para salirle al encuentro.
- Todo esto es un error - dijo el general Ouyang -.
Estamos viajando hacia el sur y nos agradaría pedirle permiso para pasar. - Se presentó.
- Me siento grandemente honrado - respondió el Mono Blanco. Cualquier otro caudillo habría mostrado el mayor respeto hacia la autoridad del general, pero el Mono Blanco actuaba como si simplemente fuese el orgulloso anfitrión de un viajero. Tenía el cabello peinado en un rodete, y, como los demás miembros de la tribu, estaba descalzo. A despecho de sus terroríficas cejas blancas, tenía cierta calma y dignidad -. Como son ustedes mis huéspedes, le pediré que ordene a sus hombres que bajen las armas. Como ve, estoy desarmado - dijo, y lanzó una amplia y estrepitosa carcajada.
El general nos ordenó que nos desarmáramos. Viendo eso, el Mono Blanco se mostró grandemente satisfecho y se tornó cordial. Ayudamos a los heridos a ponerse de pie.
Es difícil describir la sensación que experimenté cuando examiné el paisaje. Una ancha planicie, rodeada de altos picachos por todos los costados, sombreada por naranjos y palmeras enanas y salpicada de arrozales, parecía un reino encantado. El aire era balsámico y agradable, en marcado contraste con el calor de afuera. Había en la luz del soleado valle y en los frescos colores de flores y frutas y hojas algo que provocaba un sentimiento de júbilo, como si repentinamente hubiésemos sido trasportados a otro mundo. Aquí y allá se levantaban cabañas de troncos, cubiertas de hojas secas, con los pisos a unos centímetros por sobre el suelo. Mujeres y niños semidesnudos jugaban y reían al sol. Periquitos de un blanco níveo y de un bermellón increíble volaban de árbol en árbol. Resultaba casi imposible albergar malos pensamientos en semejante región encantada.
- ¡Qué hermosa tierra tienen! - exclamó el general, cortés y sinceramente -. Me da envidia.
- Y bien vigilada, ¿no? - replicó el Mono Blanco con una rápida carcajada.
El Mono Blanco vivía en una choza construida con gruesos troncos. El piso estaba cubierto de toscas tablas. Apenas había muebles, aparte de algunos tablones que servían de bancos, y de una tabla de madera de teca, sostenida por trozos de tronco, que hacía las veces de la única mesa de la casa. Un gran gentío, curioso y feliz, se había apiñado para contemplar a los visitantes, y entre sus componentes pudimos ver a algunas mujeres chinas. Era el mediodía, y nos sirvieron arroz y un plato de sabor punzante, oloroso, que parecía ser un guiso consistente en vegetales, especias y entrañas de cerdo.
El Mono Blanco tenía varias esposas, llamadas mei-niang. Las mujeres no estaban recluidas como en la sociedad china. El general no mencionó a su esposa desaparecida, pero pude ver que estaba tenso mientras hablaba y bromeaba con su anfitrión, durante el almuerzo. El Mono Blanco le propuso al general llevarlo a ver su país después de almorzar.
Quizás el Mono Blanco quería demostrarles a sus invitados (o cautivos, no sabíamos cuál de las dos cosas) cuan inútil sería cualquier tentativa de fuga. Esa extraña criatura caminaba con pasos rápidos y vivos, a despecho de sus casi cien kilos de peso. Su cuerpo, tan robusto por arriba y de piernas relativamente delgadas, parecía especialmente adaptado para marchar por la selva y para trepar. Aparentemente armonizaba con el lugar. En cierto modo los colores y la luz del valle hacían que sus cejas blancas, en su tez cobriza, resultaran menos formidables de lo que yo había imaginado. Las profundas arrugas que le enmarcaban la boca y las mejillas, los nervudos brazos, la enorme espalda y los robustos hombros hablaban de gran fuerza y destreza musculares. Estaba orgulloso y feliz, y parecía como que no le debiese nada a nadie - y por cierto que no tenía el aspecto de haber secuestrado a la esposa de su invitado.
El caudillo y el general caminaban adelante, seguidos de Wang, de mí mismo y de algunos otros. El general vio a una mujer china de unos treinta años, con un niño, a la puerta de su cabaña, y dijo a su anfitrión:
- Me parece que es china.
- Sí, hay muchas de ellas. A usted le agradan las mujeres hermosas, ¿verdad? -
preguntó el Mono Blanco con negligencia.
La mujer nos contempló en silencio, y nosotros pasamos de largo.
- Los niños también son más bellos - dijo el caudillo, un tanto incoherentemente, siguiendo sus propios pensamientos -. Es que nada hace más felices a mis hombres que tener mujeres hermosas como esposas. Y yo quiero que mi gente sea dichosa. En este país lo tenemos todo: peces, caza, aves, arroz. No necesitamos dinero, y yo no cobro impuestos a mi gente. Si pescan un gran pez, se lo comen, y si pescan un pez pequeño se comen el pez pequeño. Si quiere quedarse hasta mañana le mostraré dónde pescamos.
Sólo nos faltan sal y mujeres... y cuchillos, por supuesto.
- ¿Qué quiere decir con eso de que les faltan mujeres? Aquí he visto a muchas. - Vi que el general dirigía cuidadosamente la conversación.
- No son bastantes. Tenemos más de trescientos hombres y apenas un poco más de doscientas mujeres. Esta rica meseta puede alimentar por lo menos a mil más. Quiero ver todo este reino - dijo, con un amplio movimiento de la mano - lleno de gente, de gente hermosa, de gente vigorosa. No disponemos de suficientes mujeres.
- ¿Cómo es eso? - inquirió el general, sorprendido.
- Hay unas trescientas mujeres, si quiere contar a las ancianas. Yo no las cuento. Sólo las mujeres entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años dan hijos. Las mujeres chinas dan muchos hijos. Hay aquí una que traje hace diez años y que ha dado a luz siete niños en sucesión, y todos bellos. No sé por qué, pero por lo general nuestras mujeres sólo tienen dos o tres hijos. Prefiero a las mujeres de la raza de usted.
- ¿Qué hizo? ¿Las raptó? - La conversación se acercaba al tema.
- No. Las traje aquí. Si otros pudieran, también se llevarían las nuestras. Pero que lo intenten. - El Mono Blanco se interrumpió con una carcajada, y luego agregó: - Su gente es rara. Perdóneme por decirlo. No entiendo cómo conciertan matrimonios entre los padres del chico y los de la niña. Yo no llevaría a una novia a mi casa, a menos de que pudiese pasarla en brazos por sobre el umbral.
- ¿Y le parece que es mejor de ese modo? El Mono Blanco lo observó con curiosidad.
- De esa manera nos divertimos y excitamos más. Usted ha visto a una muchacha. Le gusta. Le pide a los padres que dispongan las cosas de modo que ella vaya a su casa. El novio no hace nada. ¿Dónde está la excitación?
El general se sintió deprimido. Pensó que sería inútil discutir con el Mono Blanco en cuanto a la "excitación" de secuestrar muchachas para esposas.
- ¿Trajo aquí a las mujeres chinas por la fuerza? Mi gobierno no lo aprueba, ¿sabe?
El Mono Blanco rió, sugiriendo que no le importaba que el gobierno chino lo aprobase o no.
Llegamos a la cima de una loma, donde pudimos ver toda la meseta. Una diferencia en el tono de la vegetación de la ribera opuesta nos permitió seguir con la mirada el curso del río, que la circundaba por el sur y el este hasta detenerse ante un risco, en el que comenzaba la montaña rocosa, por el oeste y el norte. Si la intención del Mono Blanco era impresionarnos con la fortaleza de su posición y lo desesperado de cualquier intento de invadir su país, obtuvo pleno éxito en ello.
Esa noche el caudillo nos ofreció una gran cena de gallina de guinea y faisán, terminando con tortuga. El caudillo lo convirtió en un acontecimiento. Se puso una túnica color canela y sobre ella un chaleco de piel de elefante pintado de rojo. Unas cuantas piezas menores estaban atadas en torno a sus brazos. El conjunto tenía la forma de una armadura, cosa que en realidad era, impenetrable a las armas. Una docena de hombres de la tribu, armados de lanzas, estaban de pie a lo largo de la pared. Las mujeres del Mono Blanco iban y venían, sirviendo comida a la mesa.
No nos habíamos atrevido a preguntar a la gente de la aldea por la esposa del general, por temor de que nuestra misión fuese descubierta. Pero el Mono Blanco debe de haber sabido para qué estábamos allí, aunque siguió siendo el más cordial de los anfitriones.
Durante toda la cena el general se mostró preocupado. El Mono Blanco había admitido, prácticamente, que la había secuestrado.
De pronto oímos adentro un grito de mujer. El general reconoció la voz de su esposa y se puso de pie. Ella había visto una oportunidad para huir, mientras las otras mujeres se hallaban atareadas, e irrumpió en la habitación. Cuando vio a su esposo, cayó sobre los hombros de él y lloró lastimosamente. El Mono Blanco la contemplaba, mientras el general trataba de consolarla.
- Esta dama es mi esposa - dijo el general Ouyang, esperando que sucediese lo peor.
- ¡Oh, no! - exclamó el Mono Blanco con fingida sorpresa -. Eso lo hace todo difícil,
¿verdad?
- Jefe, he venido aquí como amigo y me iré como amigo. Debes permitirme que me lleve a mi esposa.
- No devuelvo lo que tomo. Ella es mía hasta que me la quites. No devuelvo. Trae mala suerte.
De pronto el rostro del Mono Blanco se volvió terrorífico. Tenía la mano sobre la vaina del cuchillo.
- ¡Guardias! - gritó, y los hombres de la tribu extrajeron sus puñales.
- Acuérdate de que soy tu invitado - dijo el general con firmeza, mirando a su rival.
Sabía que la tribu tenía un estricto código de hospitalidad.
El Mono Blanco dejó que la mano le cayera al costado. Se acercó al general y dijo:
- Lamento que haya sucedido esto. Pero yo gobierno en mi territorio como tú en el tuyo. No te aconsejaría que trates de llevártela de aquí. Empero, eres un buen arquero,
¿no es cierto?
- Tolerable - repuso el general con orgullo.
- Bien, entonces mañana decidiremos honorablemente la cuestión, según nuestras costumbres. - Se acercó a la mujer y dijo: - Hasta entonces es mía.
La esposa tembló de miedo y no supo qué iba a suceder.
- Quizá las cosas no estén tan mal como parecen - le dijo el general -. Estoy seguro de que lograré arreglarlo todo de modo de llevarte a casa. Y ahora vuélvete.
La esposa permitió que las otras mujeres la llevaran adentro. La atmósfera estaba tensa y la conversación era torpe. Pero el Mono Blanco no parecía tener nada sobre la conciencia y actuaba como si fuese el más honrado de los hombres. Nosotros conocíamos, por supuesto, la costumbre aborigen del tuoch'in o rapto de esposas.
- Yo mismo traje aquí a estas mujeres - explicó él -. Si al cabo de un año una mujer no me da un hijo, la entrego a uno de mis hombres. Tú conoces nuestras costumbres, general.

Siguió explicando. Entre esas tribus, una muchacha escoge a un hombre en el baile anual de cortejo, va con él a la montaña y vive con él desde entonces. Si al cabo de un año nace un hijo, va con él a visitar a sus propios padres. Y desde ese momento se la considera casada. De lo contrario, la unión es disuelta y al año siguiente elige a otro hombre en el baile de Año Nuevo. Y esto sigue hasta que ha concebido o hasta que es madre.
- Yo hago lo mismo cuando una mujer no tiene un hijo conmigo - agregó el Mono Blanco -. La entrego. Otros tienen que hacer el intento.
El general ahogó una exclamación.
- ¿Y qué pasa si alguna mujer no puede tener hijos?
- Sucede muy raras veces, si se las cambia continuamente. Si no pueden, quedan deshonradas. Por otra parte, sería criminal separar a las madres de sus hijos. Los hijos son el verdadero motivo del matrimonio, y los esposos son la excusa. Como pueden ver
- concluyó -, todas ellas llegan a ser madres y son muy dichosas aquí.
Al día siguiente se anunció una justa de enamorados, que sería precedida por un baile de cortejo que el Mono Blanco había ordenado para esa ocasión especial. Hombres, mujeres y niños se pusieron sus mejores atavíos. Por la mañana, los jóvenes y las muchachas, felices ante la perspectiva del baile, abandonaron sus tareas y se pasearon con sus trajes festivos. Un baile de galanteo duraba generalmente hasta la noche, momento en que los amantes, habiendo elegido a sus compañeros, se iban al bosque.
Las muchachas, por lo común alegres, se paseaban en grupos, mirando en torno y sonriendo a los jóvenes, tratando de decidir a cuáles les gustaría escoger para amantes de la noche.
El baile no comenzó hasta las cuatro de la tarde. El Mono Blanco apareció entonces con sus esposas e hijos, y la señora Ouyang, con aspecto desconcertado, estaba entre ellos. El Mono Blanco estaba vestido con su atavío de guerra, orgulloso de su peto de piel de elefante. Las profundas arrugas de su curtido rostro se veían claramente al sol.
De la cintura le pendía una vaina por la que asomaban los mangos pulidos, gastados, de dos puñales, envueltos con finos hilos de plata. Parecía tan feliz y orgulloso como un rey.
El baile comenzó nada formalmente y en no muy buen orden. Los tamborileros, que tocaban en tambores de piel de serpiente, estaban sentados en torno a una estaca, de quince metros de altura, que se erguía en el centro del terreno, en tanto que dos hombres tocaban en largos cuernos. Los instrumentos eran de más de un metro y medio de largo, tenían forma de trompetas y emitían notas largas, bajas, que podían ser escuchadas a un kilómetro de distancia. Mientras los ancianos golpeaban con sus lanzas en el suelo, las muchachas se tomaron de las manos y bailaron en círculo en torno al poste, y sus cintas matrimoniales rojas, bellamente bordadas, aleteaban y ondeaban delante de ellas. Todas las muchachas tenían una cinta matrimonial, en la que habían trabajado con el mayor cuidado y habilidad. Las madres observaban, en tanto que los jóvenes permanecían en torno a ellas y gritaban y aplaudían. Cuando una muchacha veía a un hombre que le gustaba, agitaba su cinta hacia él cuando pasaba a su lado. Si ella le gustaba al hombre, éste tomaba el otro extremo de la cinta y se unía a ella. Esto continuó con gran cantidad de coqueteos, bromas, risas y canciones. Pronto se formaron más y más parejas, los hombres bailando afuera del círculo y sosteniendo las largas cintas rojas de sus respectivas compañeras.
La señora Ouyang contemplaba, fascinada. El general se impacientaba, pero el Mono Blanco gozaba del espectáculo y reía y bebía con absoluta despreocupación. En el peor de los casos sólo perdería a una de sus esposas.

- Bien - dijo a su invitado -, sé que eres un gran general y no me gustaría ser injusto contigo. Seguiremos nuestra antigua costumbre, y que gane el mejor de los dos.
Pidió prestada a una de sus esposas la cinta matrimonial, y explicó en qué consistiría la prueba, que era el método usado cuando dos hombres pretendían a la misma muchacha.
La cinta tenía de doce a quince centímetros de ancho y en ella se veía bordada una serpiente. Sería izada a la punta del poste y quien llegara con su flecha más cerca del ojo de la serpiente sería el que ganara a la mujer.
La cinta bordada fue subida y aleteó perezosamente al viento. Todos los hombres, mujeres y niños se agruparon en torno y contemplaron el espectáculo, llenos de excitación. Muy pocas veces se llevaba a cabo semejante competencia de enamorados.
- ¿Cómo quieres hacerlo? ¿Digamos a cien pasos de distancia? - preguntó el Mono Blanco.
El general Ouyang vaciló durante un segundo, pero aceptó. Era un blanco pequeño que se movía irregularmente, y acertar en él era tanto cuestión de suerte como de habilidad.
Le fueron llevados su mejor arco y flechas. La muchedumbre se apartó, los tambores resonaron y el ambiente quedó tenso de excitación. La señora Ouyang comprendió entonces que su libertad dependía de la puntería de su esposo. Éste podía lanzar tres flechas.
El general era un experto arquero. Había matado aves en vuelo a mayores distancias.
Pero por lo general un pájaro vuela en línea recta. Apuntó a la cabeza de la serpiente que estaba más cercana al poste... ¡zum! Le erró debido al retozón ondular del pendón, y la flecha se perdió a lo lejos.
- No tuviste en cuenta el viento - hizo observar el Mono Blanco, que evidentemente estaba del mejor talante.
Con la segunda flecha el general tuvo mejor suerte, porque perforó la cinta cerca del cuello de la serpiente.
- ¡Bravo! - exclamó el Mono Blanco -. Te queda otro disparo.
La última flecha erró por completo.
Entonces se adelantó el Mono Blanco. Pulsó su potente arco como si fuese un juguete, complacido por la oportunidad de enfrentar su habilidad a la del general chino. Se quedó inmóvil. En cualquier momento su flecha abandonaría la cuerda. Inclinó la cabeza y por un instante pareció vivir en su mirada fija en el blanco. En una fracción de segundo, cuando percibió un movimiento ondulante de la cinta, lanzó su flecha, que atravesó la cabeza de la serpiente.
Un gran grito surgió del gentío. El tamborilero batió el tambor como si quisiera romperlo. Las flechas habían sido marcadas y no era posible ninguna disputa al respecto. El general Ouyang tragó saliva penosamente, y su esposa sollozó. Había sido una prueba equitativa, y el general tuvo que aceptar la decisión.
- Lo siento muchísimo - dijo el Mono Blanco -. Pero te portaste muy bien.
La señora Ouyang se desmoronó y rompió a llorar. Era una despedida tristísima y dura.
El general se mordió el labio y trató de no demostrar lo que sentía.
Las armas habían sido dejadas fuera de la entrada de la cueva, para que las recogiéramos al salir. El Mono Blanco nos acompañó hasta la entrada y regaló al general un antiguo tambor de cobre.
- Que no queden resquemores, general. El año próximo, si quieres venir a visitarme, serás bienvenido. Si para entonces mi esposa no me da un hijo, te la devolveré.
Al año siguiente sucedió una cosa extraña. El general fue a ver a su esposa y descubrió que había dado a luz un niño. Para su sorpresa, estaba vestida como una mujer aborigen y, con una expresión de dicha, mecía al niño en los brazos, exhibiéndoselo orgullosamente. El general perdió la paciencia.

- Creo que todavía puedo convencer al caudillo de que te deje regresar conmigo - le dijo. Pero la esposa se mostró firme.
- No - respondió -, vete sin mí. No puedo dejar a mi hijo aquí. Soy su madre.
- ¿Qué, quieres decir que prefieres quedarte? No amas al caudillo, ¿verdad?
- No sé. Es el padre de mi hijo. Vete solo. Yo soy feliz aquí.
El general se tambaleó, literalmente, cuando oyó las palabras de su esposa. Necesitó muy poco tiempo para darse cuenta de que las costumbres del Mono Blanco no eran tan estúpidas como había creído. El Mono Blanco había triunfado sobre él inexorablemente, y el general sabía por qué.
Esta última humillación fue un golpe demasiado grande para él. En adelante fue un hombre vencido.


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