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CUENTOS EDUCATIVOS
CUENTO MAMá Y PAPá SE ESTáN VOLVIENDO LOCOS (por Orson Scott Card)
Sólo tardé tres cuartos de hora en llegar a casa con el Ford, y fue porque Darrell, mi mejor amigo, quería que le dejara en casa de su novia en Cupertino. Si hubiera sabido lo que ocurría en casa, me habría apresurado. Lo que ocurría en casa era el final de mi paz y felicidad.
—Shhh —dijo Anne, mi hermana menor, que tiene dieciséis años. Hacía tres meses que acumulaba multas de aparcamiento y siempre se quedaba sin gasolina en lugares inverosímiles.
—¿Qué pasa? ¿Es una fiesta sorpresa?
—No —dijo mi hermano Todd—. No para nosotros, al menos. Pero parece que mamá y papá están celebrando una fiesta.
—¿Qué hay de malo? ¿Por qué estáis tan serios?
—¿Qué hay de malo? —preguntó Val, mi hermana mayor, embargada por la indignación de los justos—. ¿Qué hay de malo?
—Exacto. ¿Qué hay de malo?

Y me lo contaron. Todos a la vez, en agitados cuchicheos. Cuando logré hacer encajar las diversas versiones, esto fue lo que deduje.

Cuando Anne llegó a casa con el Pinto, tenía una nueva abolladura en la puerta, porque la había abierto contra un poste de luz del aparcamiento. Pero mamá y papá no se enfadaron. Sonrieron, le quitaron las llaves del coche, fueron al dormitorio y cerraron la puerta con llave. Cuando Todd llegó a casa con el coche, estaba casi sin gasolina y no tenía dinero para llenar el depósito, pero papá y mamá no se quejaron, sólo cogieron las llaves, regresaron al dormitorio y cerraron la puerta con llave. Y cuando Val regresó cuatro horas tarde de una «rápida expedición a la tienda para comprar champú», mamá y papá no le protestaron por haberse llevado el Volkswagen tanto tiempo, Sólo cogieron las llaves y... ya sabéis.
Y en cuanto terminaron de contarme estas historias, mamá y papá salieron del dormitorio de excelente humor.
—Hola, Jerry —dijo papá.
—Hola —dije—. Lamento haberme retrasado, pero tuve que llevar a Darrell a casa de su novia en Cupertino.
—No te preocupes —dijo mamá.
—¿El coche está sin gasolina? —preguntó papá.
—No tenía dinero para llenar el depósito.
—Oh, bien, bien —dijo mamá, riendo entre dientes—. ¿Puedes darme las llaves?
—¿Por qué? —pregunté.
Papá sonrió.
—Queremos aplanarlas para guardarlas en tu álbum.
Le entregué las llaves.
—Venid al salón, hijos, cariños —canturreó mamá, y juro que bailaban al caminar.
Mientras los seguíamos, Anne me miró con cara de espanto.
—Me parece que mamá y papá se están volviendo locos, Jerry —dijo con voz trémula.
Cuando entramos en el salón, mamá y papá jugaban a coger al vuelo las llaves de los coches.
—Decididamente —le dije a Anne—. Chiflados. Chalados. O, si prefieres, no están en su sano juicio.
Cuando todos nos sentamos, mirando a nuestros padres, antes tan estables, con expresiones que iban desde la preocupación hasta el pánico, papá inició un pequeño discurso.
—Tal vez nunca hayáis hecho la cuenta, pero nosotros, una familia de ingresos medios, tenemos cuatro coches. Cuatro coches suele ser una gran cantidad de automóviles para una familia de ingresos medios, pero ocurre que en esta casa hay un gran número de conductores. Seis, para ser exacto. Seis conductores y cuatro coches. Cabría suponer que son suficientes coches para desplazarse, pero no es así. Hoy tu madre tenía una cita con el dentista. La cita era a las dos, pero a las dos, aunque debía haber tres coches en casa no había ninguno. Mamá no pudo ir al dentista. ¿Te duele la muela, mamá?
Mamá asintió, aferrándose la mandíbula.
—Me duele la muela, papá —rió.
—Y hoy recibí tres mensajes por correo. Uno era la factura del seguro. Otro era la cuenta de nuestra tarjeta de crédito para gasolina. Y el tercero era el resumen mensual del banco por los dos coches que aún estamos pagando. Lo sumé todo y llegué a una sana conclusión.
No lo dijo con aire amenazador.
—Queridos hijos, creo que somos el principal sostén de las empresas de automóviles, seguros y petróleo de nuestro país. Si no usáramos nuestros coches una semana, las acciones de la Ford Motor Company bajarían tres puntos y habría un golpe de Estado en Arabia Saudí. Si no usáramos nuestros coches durante un año, nuestro país caería en una depresión mayúscula. Estamos soportando la economía de los Estados Unidos de América.
»Nos sentimos honrados. Es un privilegio para nosotros, y no pensamos eludir nuestras responsabilidades. Sin embargo, este privilegio debería compartirse. Mamá, ¿traes los documentos?
Mamá se fue del salón. Entretanto, papá nos preguntó cuánto ganábamos en nuestros empleos. Ninguno ganaba una fortuna, pero nos iba asombrosamente bien. Incluso Anne, que trabajaba en una hamburguesería después de la escuela, ganaba cien dólares al mes. Con razón siempre parecía recién salida de las páginas de un figurín.
Mamá regresó y nos entregó a cada uno un papel con las palabras CONVENIO DE ALQUILER en la parte superior. No os estorbaré con la jerga legal. Hablando en plata, equivalía a lo siguiente:
Cuando uno de nosotros pensara conducir un coche durante un mes determinado, debía pagar una tarifa básica de ocho dólares para cubrir parte de los costes del seguro. Si nuestras calificaciones escolares descendían por debajo de un promedio aceptable, deberíamos pagar veinte dólares al mes.
—Es una diferencia tremenda —protestó Anne, cuyas notas dejaban bastante que desear.
—También lo es el salto en costes de seguro cuando bajan tus notas —alegó mamá.
El convenio también nos exigía pagar todas las multas de tráfico, la suma deducible del seguro en caso de colisión y toda la gasolina que consumiéramos.
—¿Qué? —preguntó Val, palideciendo—. ¿Toda la gasolina?
—El coche tiene que llegar a casa con el depósito lleno, en cada salida —dijo papá.
También había una tarifa por kilometraje. Para el LTD, diez centavos el kilómetro. Para el Pinto, ocho centavos el kilómetro. Para el Volkswagen, por ser viejo, seis centavos el kilómetro, y para el Galaxy, comúnmente llamado «el Ford» en la familia, veinte centavos el kilómetro.
—¡Veinte centavos el kilómetro! —exclamé.
Era mi coche favorito.
—Es el coche más nuevo. Sufre la mayor devaluación —explicó mi padre, sonriendo.
—Consignaréis el kilometraje —añadió mamá— en estas cómodas hojas de registro, que mandamos imprimir, y guardaremos en la guantera de cada coche. Después de utilizar el coche, anotaréis el kilometraje y la cifra del odómetro. Cuando regreséis a casa, entregaréis vuestra hoja de registro a la compañía de alquiler... vuestro padre o yo.
Y la cláusula final del contrato era la puntilla.
—La autorización para uso de los coches quedará suspendida automáticamente hasta que todas las deudas y remuneraciones estén totalmente abonadas.
—¿Quieres decir que ni siquiera podemos retrasarnos?
—Ni siquiera un día —dijo papá, sonriendo.
Anne estaba fuera de sí.
—¡Pensé que esto era una familia, no una empresa!
Mamá esbozó esa sonrisa tiernamente amenazadora.
—Toda familia es una empresa, querida. Hay ingresos, gastos y patrimonios. Pensamos que era hora de que tu padre deje de aportar todos los ingresos y vosotros dejéis de monopolizar los gastos. He aquí el contrato. Por favor, firmad todos.
—¿Y si no firmamos? —preguntó Todd, arrepintiéndose de inmediato porque conocía la respuesta antes de hacer la pregunta.
Papá agitó todas las llaves y dijo:
—Sin duda los coches os echarán de menos, y tal vez vuestros zapatos se gasten más pronto, pero caminar será bueno para vuestra salud.
Anne no lo comprendía.
—¿Quieres decir que sin firmas no hay coches?
—Ni más ni menos —dijo Val.
—He aquí las plumas —dijo mamá.
—Firmad o caminad —dijo papá.
Firmamos.
—Después de tantos años —comenté—, nunca creí que mis padres fueran tan avaros.
—Plantéalo de este modo —dijo papá, rodeándome el hombro con el brazo—. Al ahorrar dinero en los coches, podemos seguir poniendo comida en la mesa. Es un beneficio suplementario que no se menciona en el contrato. Tus padres no irán a la bancarrota.
Cuando salimos del salón, Val me susurró:
—Pasan por estas etapas. Así son los padres. Se olvidarán en una semana.
No se olvidaron en una semana. No se olvidaron en un mes.
—Mamá, ¿podemos llevarnos el coche esta noche? —preguntó Anne—. Debbie y yo queremos ver Superman.
—¿Otra vez? —preguntó mamá—. ¿Cuántas veces la has visto?
—Sólo tres. La guerra de las galaxias aún tiene el récord.
—Ni me atrevo a preguntar cuántas veces.
—Seis.
—Puedes llevar el coche.
—¡Gracias!
—En cuanto pongas al día tu cuenta del alquiler.
Anne se horrorizó.
—No me habías dicho nada al respecto.
—¿Por qué iba a decir algo? Es tu cuenta, no la mía.
—Pero he gastado casi todo mi dinero.
—Lo lamento. Tal vez Debbie pueda conducir.
Revisaron las cuentas,
—Tu cuenta suma treinta y ocho dólares con cincuenta y seis centavos —dijo mamá.
Anne tragó saliva.
—Pero, mamá, eso es más que una blusa nueva.
—Pues sí —dijo mamá con una sonrisa—. Y eso que sólo te cobramos la mitad de lo que nos cuesta a nosotros.
Anne fue al dormitorio, cogió el dinero y pagó.
—Tómalo. Tómalo todo. De todas formas no me gusta el dinero. Odio el dinero. Nunca más quiero ver dinero. El dinero es sucio y repulsivo. Quédatelo todo.
—¿No vas a ver la película?
—Me quedan cuarenta y dos centavos. No alcanza ni para la gasolina para sacar el coche de esta casa. Mucho menos para la película.
—Lo siento, querida. Tal vez si caminaras con más frecuencia hasta la casa de Debbie... es apenas un kilómetro.
—¿Qué soy, una pionera?
—¿Pero no te has enterado, querida? Las aceras están pavimentadas hasta allá.
—¿De veras arrojarías a tu hija menor a la nieve y el granizo...?
—Estamos en California, querida. Si se pone a nevar, te dejaré llevar el coche por la mitad de precio.
Yo estaba en la cocina ayudando a mamá a preparar bocadillos de atún para catorce millones de amigos de Todd que casualmente habían venido a casa un sábado. No pudimos evitar oír su conversación en el salón.
—¿Cómo regresaremos después del partido? —preguntó uno de los amigos. Estaban a punto de terminar la secundaria y sólo les preocupaba cómo regresar después del partido.
—Tal vez yo pueda llevaros —apuntó Todd.
—Sería sensacional —dijo otro amigo.
—Un momento —dijo Todd—. Tendríamos que compartir los gastos.
—¿Gastos?
—El único coche suficientemente grande es el LTD. Son diez centavos por kilómetro. Calculo que llevaros a casa a los ocho serán unos cincuenta kilómetros. Más una suma proporcional de mi cuenta mensual de seguros y el coste de la gasolina, que a sesenta y nueve centavos el galón y once kilómetros por galón suma tres coma trece, más el kilometraje y la cuota... son nueve coma trece dólares. Y somos ocho, así que eso representa uno coma catorce dólares cada uno, y falta un centavo. Os regalo el centavo.
Se quedaron atónitos. Se quedaron de piedra.
—¿Un dólar cada uno para traernos después del partido?
—Un dólar catorce. Y no os olvidéis del centavo gratis.
—Creo que mis padres pueden llevarme.
Pronto todos decidieron que sus padres podrían llevarles.
—Qué lástima —dijo Todd—. A vuestros padres les costará más de un pavo hacer ese viaje de ida y vuelta. No sabéis cuánto cuesta mantener un coche en funcionamiento hoy día.
Unté el último emparedado con atún mientras mamá vertía agua en el cuenco.
—¿Oyes lo mismo que yo? —pregunté.
—Creo que mi hijo Todd empieza a comprender el valor del dinero.
No respondí. Mi opinión era que mi hermano Todd estaba como una chota.
No gano mucho dinero en mi trabajo, considerando que debo mantener mi hábito de conducir y mi gusto en ropa y todos mis discos y cintas y una pequeña suma para comprar cuatro novelas de ciencia ficción por semana. Comencé a descubrir los placeres del caminar.
¿Sabéis cuántos perros rezongones y feroces hay en una manzana residencial de una comunidad suburbana de California? (Siete, uno con rabia.)
¿Sabéis cuántos pasos se necesitan para recorrer dos kilómetros y llegar a la escuela a pie? (Exactamente 3.168, a menos que tengas ampollas o des pasos más cortos).
¿Sabéis cuánto calor hace cuando camináis a pleno sol en el verano de California? Y ni siquiera hay aire acondicionado en las calles.
También descubrí que la lluvia moja, el viento enfría, los coches se complacen en atravesar charcos para salpicar a los peatones y que uno conoce a la gente más exótica mientras aguarda para cruzar una bocacalle.
Y a pesar de esas caminatas, mi cuenta de alquiler de automóviles era apabullante. Había desistido del LTD excepto para salir con chicas, pero incluso con el Volkswagen pagaba treinta o cuarenta dólares por mes.
__Renuncio —dije—. No quiero saber nada más con esta estafa del alquiler de los coches.
—¿De verdad? —dijo papá, dejando de leer el Mercury de San José.
—Decidido. No pagaré vuestras tarifas. No conduciré vuestros coches.
—¡Mamá! —dijo papá—. Jerry ha decidido transformarse en peatón.
—Pues no. He decidido ser cliente de otra firma.
—¿Cuál?
—Si Hertz es buena para O. J. Simpson, también es buena para mí.
—¡Pero Jerry! —dijo papá mientras me iba—. ¡Nosotros no hemos encontrado nada más barato!
Volví tres horas después. Abatido. Vencido. Derrotado.
—¿Sabes cuánto cobran? —pregunté.
—¿Mucho? —sugirió papá para ayudarme.
—No podría alquilarles un par de patines por menos de cincuenta dólares mensuales.
—Ah.
—Tú y mamá sois unos ladrones, pero al menos resultáis competitivos.
—Venga —dijo papá, riendo—. Tenemos los mejores precios de la ciudad.
—Quiero comprarme un caballo —rezongué.
—Puedo hacerte un buen precio por el heno —respondió papá, riendo a mandíbula batiente.
No quise darle gusto. Logré mantener cara seria hasta que entré en mi dormitorio. Sólo entonces me reí de la broma.
Y resultó que Miriam al fin aceptó salir conmigo. Era la chica más guapa de la escuela (también del Estado, y probablemente de la Iglesia mormona) y al fin había roto con Alvin Hopper, lo cual no fue una gran pérdida para ella y representó una enorme ganancia para un joven estudiante como yo, con excelente gusto en chicas. En mi cuarto intento aceptó salir conmigo. Decidí no privarme de nada. El LTD, recién lavado y todo, una cena de treinta dólares en San Francisco, un paseo por un bello paisaje a la ida, la autopista de la bahía a la vuelta y una conversación encantadora y deliciosa durante todo el trayecto. La conversación era lo único gratuito de toda la salida.
Ella valía la pena. Ella podía conversar con inteligencia por lo menos sobre trece temas y sacar calificaciones regulares en los demás, lo cual significa que era algo más que una cara bonita. Dejó que le abriera la puerta y me cogió el brazo sin que yo se lo insinuara. Me miró a los ojos y ni siquiera se fijó en el ligero problema de cutis que había aparecido misteriosamente en mi barbilla el día anterior. Era perfecta.
En el viaje de regreso, después de salir de la autopista, preguntó:
—¿No tendrás una pastilla para la tos? Tengo la garganta irritada.
—En la guantera —dije. Mamá mantenía la guantera como un botiquín de primeros auxilios: aspirina, pastillas para la tos, pastillas para el mal aliento, pañuelos, colirio, vendas y desinfectante. Pensaba que si enfermábamos de gripe o sufríamos un accidente, nos haría sentir mejor en minutos. Miriam metió la mano en la guantera, encontró las pastillas, y también encontró la libreta de hojas de registro.
—¿Qué es esto?
Le conté lo del convenio de alquiler. El coste y todo eso. Iba a decirle que era espantoso cuando ella me interrumpió.
—¡Es tremendo! —dijo—. ¡No puedo creer que tus padres hagan semejante cosa! ¿Qué creen que son?
—Padres.
—Bien, me alegra que los míos sean más generosos. Tu padre debe ser Ebenezer Scrooge y tu madre debe ser Shylock.
—Shylock era hombre.
—Tacaño, aun así. ¿Cuánto te cobran por el almuerzo y la cena?
—Nada.
—Me sorprende. ¿No tienen una caja para monedas y un medidor de agua en la ducha? ¿Te hacen pagar las sábanas limpias?
—Claro que no.
—El coche es una necesidad vital. Los padres tienen la responsabilidad de proveerlos a sus hijos.

Ahora bien, debéis comprenderme. Por lo general no me gusta discutir y tengo muy buen carácter. Pero ella hablaba de mis padres, juzgándolos sólo por el hecho de que dirigían una empresa abusiva con una clientela cautiva. No podía quedarme sin respuesta. Así que respondí.
—Escucha, Miriam, un coche no es como la ducha, la comida y la vivienda. Es mucho más caro. Y yo como tres comidas diarias y duermo una vez por noche y me ducho una vez cada mañana. Es algo regular y previsible, sin fluctuaciones. Pero uso el coche cuantas veces quiero, y nosotros lo usábamos continuamente. Mis padres pagaban cientos de dólares al mes. Así que era justo que contribuyéramos.
—No puedes vivir en el mundo moderno sin coche. Sería como cobrarte por el aire —dijo Miriam con enfado.
—Puedes vivir sin coche. Puedes caminar, por ejemplo. En los últimos meses he ido a la escuela caminando.
—Me lo imagino —dijo sombríamente.
—No está tan mal. He descubierto que hay cosas que no ves desde el coche.
—Como chicles pegados en la acera —sugirió ella con tono despectivo.
—Creo que es buena idea ayudar a nuestros padres a mantener los coches.
—Y yo creo que sólo un lunático pensaría así.
—¿Conque sí? —pregunté, creo que con irritación.
—Pues sí. Si esto se difunde, otros padres también lo intentarán y pronto una generación entera de jóvenes quedará atrapada en su casa con su familia, noche tras noche.
Vaya si estaría enfadado, pues respondí:
—No me parece tan mala idea. Más aún, creo que la gente puede pasarlo muy bien sin tener coche. Me parecería maravilloso ir caminando hasta la casa de una chica e invitarla a pasear y charlar y mirar escaparates, o tan sólo a mirar el vecindario y aprender a conocerse sin gastar dinero.
—Me parece horroroso.
—Pues no te invitaré a ti a esa salida.

La llevé a casa y nos despedimos con una secas frases de cortesía.
Cuando llegué a casa, después de llenar el depósito de gasolina, anoté el kilometraje del odómetro, calculé los costes totales del coche por esa noche y entré, cogí el dinero y fui al dormitorio de mamá y papá, donde leían el Antiguo Testamento en voz alta, como hacían todas las noches.
—¿Lo has pasado bien?—preguntó mamá.
—Muy bien. Quiero saldar mis deudas.
—Oh, no tienes que hacerlo hasta el primero de mes.
—Quiero hacerlo ahora. —Les mostré cuánto les debía, conté el dinero y se lo entregué. Luego puse un billete de cinco dólares encima del resto.
—¿Para qué es eso? —preguntó mamá.
—Es una propina. Por servicios que superan las exigencias del deber. Creo que sois maravillosos. Me alegro de que nos hayáis hecho colaborar. Me alegro de que compartáis la responsabilidad de pagar por toda la industria automotriz americana con nosotros. Es lo más adulto que he tenido que hacer en la vida.
A mamá se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Creo que Jerry ha crecido. ¿No te parece, mamá? —dijo papá.
—Sí —dijo mamá.
—Pues estáis equivocados. Sólo estoy completamente loco.
Les di un beso de buenas noches y me fui a acostar sintiéndome de maravilla. También maravillosamente pobre, pues ahora me quedaban seis pavos para llegar a fin de mes. Pero, como señaló mi hermana Anne, el dinero no lo es todo. Más aún, no es casi nada...


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