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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO EL APRENDIZ ALVIN Y EL ARADO INSEVIBLE (por Orson Scott Card)
Alvin era un aprendiz de herrero,
bombeaba el fuelle, martillaba clavos,
afilaba cuchillos, avivaba el fuego.
Era un niño bastante normal
excepto por esto: veía el mundo al sesgo,
el borde de la luz, ese embustero
que acecha con sonrisa negra y fría,
una mueca en los ojos y los labios.
Oh, Alvin era sabio.

El herrero no sabía de esas cosas,
sí que el niño era listo pero lento:
listo por sus frases ocurrentes,
lento en el fuelle, pues se distraía,
listo con su vista de avecilla,
lento en la forja cuando había prisa.
A veces el herrero lo apreciaba,
y otras gruñía: «Martillos y tenazas,
¡ cuida esas manazas!»

Un día de ocio sugirió el herrero:
«Ve al bosque a coger bayas maduras.»
Con gratitud Alvin dejó el fuelle
y echó a andar por el camino polvoriento.
Corrió como un potro encabritado,
llegó adónde estaba el bosque umbrío.
Como musgo se adhirió a las ramas,
sus dedos con el verde se fundieron...
así entonces le vieron.

Le vieron los pájaros que vuelan,
los puercoespines ocultos en arbustos,
la luz que se filtraba en la arboleda,
la oscuridad que sólo él veía.
La brusca oscuridad derribó a Alvin,
quien riendo y jadeando cayó al suelo.
Lo oscuro por doquier envolvió a Alvin,
echándole en todas partes hielo,
y escarcha en el pelo.

Hielo en verano, y Alvin tiritaba.
Hielo crujiente en el estanque del molino,
niebla invernal mojando la arboleda,
y en el rostro ese contacto frío
que le daba escozor en la mejilla.
Las aves, preguntó, ¿adónde fueron?
¡Idos, Tinieblas, Frío, Nieve!
¡Al norte, Viento, aún no llegó tu hora!
¡Largo de aquí, y ahora!

¡No!, gritó, mas no obtuvo respuesta
de la honda nieve y la tupida niebla.
Tenía las ropas empapadas
y el aliento era hielo en sus pulmones,
un hierro lacerante. Lanzó un grito
mas el sonido se congeló en sus dientes,
las palabras se quebraban en los labios.
Con la lengua hinchada, alzó las manos:
«¡Demonios, es verano!»

¿Con la nieve cual astros en tus ojos?
¿Con el viento soplándote en los muslos?
«¡Es verano!» ¿Con tu aliento brumoso?
«¡Que sea primavera, o siquiera otoño!»
Pero el borde del mundo lo había hallado,
y el fuego de las forjas moriría,
y el aire sería áspero y espeso.
La llama que bailaba en el hogar
no podía durar.

«¡Puedes engañar al necio árbol,
y hacer creer al ave que es invierno,
mas no a mí! ¡Prefiero congelarme
a aceptar esta mentira descarada!»
Rió mientras el frío lo engullía,
cantó mientras el hielo lo partía,
susurró que su dolor era mentira.
«Podéis sepultarme en falsa nieve,
el diablo os lleve.»

¡Y ved! ¡Un ave de alas rojas!
¡Ved! ¡Verdor en la espesura!
Tocó el tronco que el sol había calentado,
palpó la tierra y exclamó: «Qué diablos.»
«Oh, aprendiz de herrero», dijo el ave.
«Has tardado bastante», dijo Alvin.
«Pero he llegado, ¿verdad? No te enfades.»
«Procura no volver a repetirlo.
¿Adónde fuiste?»

«A visitar el sol —respondió el ave—.
A cantarle al viejo sordo de la luna.
Y he vuelto para hacerte un hacedor,
claro que sí, algo haré contigo.»
«Pues ya soy algo —dijo el niño— y me gusta.»
«Eres herrero —dijo el ave— eso no basta.
¡Herraduras, metal y martillazos,
cuando puedes hacer cosas entrañables,
áureas e inefables!»

Mil cosas nombró esa ave parlanchína,
y Alvin escuchó todo su canto.
Se fue al anochecer, ojos brillantes
y sonrisa ligera mas resuelta,
rebosante de canto y áureos sueños
de cosas que con fuego forjaría.
Y preguntó al herrero: «¿Cuántos años
necesito para usar tus herramientas?
Por favor, no mientas.»

El herrero le escrutó los ojos
y vio llamas brincando en ese verde.
«Un pájaro rojo estuvo hablando
—dijo con voz baja y profunda—.
Eres pequeño, aprendiz, pero no tanto.
Veamos si el martillo y las tenazas
te caben en la mano, y si tu brazo,
derecho o izquierdo, las sostiene.
Muéstrame qué tienes.»

A la forja de la vera del camino
se fueron, y el fuego avivaron.
Las tenazas calzaban en la diestra
y la izquierda empuñó bien el martillo.
El herrero, confundido, se reía.
«Venga —ordenó—, te estoy mirando.»
Alvin evitó las fuertes llamas,
mas empuñó el hierro con arrojo,
poniéndolo al rojo.

«¡Ahora cúrvalo, haz una herradura!»
Alvin alzó el martillo en vilo,
dispuesto a golpear, mas titubeaba.
El herrero jadeó: «¡Usa el martillo!»
Mas el rojo del negro le evocaba
el rojo del ave, y no podía
transformar el hierro en otra cosa.
El herrero, con gran enfado,
tiró el martillo a un lado.

El martillo chocó contra la piedra
pero Alvin vio dónde caía.
«Algunos alzan el martillo y otros...
pues martillan —rezongó el herrero,
lanzando un terrible juramento—.
¡Largo! ¿Para qué es el hierro?
Para que un hombre fuerte lo moldee,
y sude al ganarse el sustento,
su diario alimento.»

Se fue el herrero, y Alvin se moría.
¿Qué era un herrero que no golpeaba el negro?
Un hacedor, decía el ave roja,
pero en vez de hacer él deshacía.
«Actuaré como debo», dijo Alvin.
Cogió el martillo donde había caído,
sopló el fuego hasta avivar la llama,
junto al fuego la escoria acumuló
y a viva voz gritó:

«¡Seré hacedor, tal como dijiste!
¡En mi mano están las herramientas!
Aquí está el crisol, aquí está el fuego,
y aquí mis manos con lo que ellas saben.»
Arrojó la escoria en el crisol
y la empujó a las llamas más ardientes.
«¡Derrítete! —gritó—, hazme hacedor.»
Pues el pájaro rojo había anunciado:
Darás vida a un arado.

El negro se ablandó, se tornó rojo,
llegó al blanco y se vertió en el molde,
y el hierro cantó calor y frío,
blandura y dureza y forma nueva.
Vibró cuando Alvin rompió el molde
y el arado era curvo y tenía filo.
Mas el hierro era negro, estaba muerto,
sin más poder que el del metal opaco,
mudo como un saco.

Se sentó sobre el molde hecho añicos
y preguntó qué había silenciado el ave.
¿Ó acaso ni siquiera le había hablado?
¿Ese pájaro era siquiera rojo?
¿Qué debía hacer? ¿Cambiar el molde,
enfriar el hierro, calentar la forja?
Sus pensamientos eran un embrollo.
A fin de cuentas lo que había forjado
era, aunque negro, un arado.

¿Y qué tenía de malo? ¿Acaso el negro
no conformaba a todos los herreros,
no eran sus arados como ése?
¿Quién era un aprendiz para quejarse?
¿Qué era esa ave parlanchina
que le hacía sentir pobre con su canto,
un canto que anunciaba jade y oro?
«¡Ay pájaro, qué "pena me has causado!
¿Qué me has dado?»

Le gritó al arado negro y mudo.
Lo golpeó, lo afiló, frotó la hoja,
la dejó reluciente cual un espejo,
con filo de cuchilla, y todavía
era hierro terco y negro y frío.
Desesperado, lo arrojó en el fuego,
lo puso con sus manos en la flama
y aguantó, llorando de agonía.
Sintió el gusto del dolor que no se aplaca:
un arado de plata.

De plata, y en las manos ni una llaga.
Supo lo que el ave había silenciado.
No podía poner el hierro solo
y así infundir vida al arado.
Cogió el arado reluciente
y esta vez, poniéndolo en el fuego,
trepó y se sentó entre las llamas
gritando de dolor mientras ardían.
La era del dolor rindió un tesoro:
un arado de oro.

El herrero, confuso, fue a la forja.
«Los búfalos pasean por el bosque,
y cien lobos cantan una endecha,
una cierva a su gamo da alimento.
¿Qué has hecho aquí mientras dormía?
Los árboles ya están despabilados
y los astros aún están poblando el cielo.
¿Qué hizo el aprendiz al irse el dueño?»,
preguntó con mal ceño.

Por respuesta, él muestra el arado,
que amarillo reluce ante las llamas.
«Santo cielo —exclama el herrero—.
No he sabido apreciar tu gran talento.»
Y añade: «Esto es valioso,
diez mil por lo menos, te aseguro.
Lo fundiremos y seremos ricos,
y antes de que haya amanecido
de aquí habremos partido.»

Pero Alvin no acepta de buen grado.
«Quise un arado, y un arado tengo,
y quiero que trabaje como tal arado.»
El herrero protesta y se enfurece
(«¡Esas faenas no son dignas del oro!»)
y trata de arrebatárselo por la fuerza.
Mas jadea al tocar al aprendiz
porque en la piel siente un hervor.
«Hijo, quemas como el sol.

Quemas como el sol y resplandeces.
Tuyo es el oro, haz lo que desees,
mas te ruego y suplico que lo hagas
lejos de aquí, pues nada sé enseñarte.»
«¿Significa que soy un oficial
que puedo trabajar cuando desee?»
«Aprendiz, oficial o maestro herrero,
un herrero aun a su hermana acuchilla
por esta maravilla.»

¿Qué llevaba Alvin en su viaje?
Os lo diré: no era muy pesado.
Un saco de arpillera y panes duros,
queso rancio y un arado de oro.
Un mapa del mundo vislumbraba,
conocedor como era de los bordes,
y quería hallar cierto terreno
donde su áureo arado un surco abriera,
y miel fluyera.

En la aldea todos hablaban
de un gran tesoro en un modesto saco.
Oro de Satán, dice el herrero,
y por tanto propiedad de cualquier hombre;
su esposa afirma que Alvin es un vago
y ese oro les debe por sus ocios;
otros dicen que es una artimaña,
que ese picaro aprendiz esquilmaría
a los tontos que había.

Los rumores se propagaron tanto
que a Alvin precedieron en su marcha
y muchos parroquianos en tabernas
espiaban el saco barruntando.
«Qué saco tan pesado encima llevas.»
Alvin asiente. «¡Y qué delgada tela...!
¿Veo dentro algo grande y amarillo?»
Y Alvin asiente, pero pronto aclara:
«Es una almohada.»

Lo cual es cierto, al menos hasta un punto,
pues cada noche allí apoya la cabeza;
mas no es fácil engañar a un buen aldeano
y muchos procuraban agenciarse
un arado de oro por un palo
con vigor asestado en su cabeza;
y más de una noche Alvin huía
de cuchillos y escopetas de vecinos
o rudos campesinos.

Mientras Alvin recorre campo y bosque
un tal Verily Cooper aparece,
quien repara toneles por oficio
y nunca halló lugar tan agradable,
ni personas o un bonito rostro
que lo alejen de su vida errabunda.
Un día llegó a casa del herrero
y al oír mencionar el raro arado
quedó muy intrigado.

Calzaba unas botas muy astrosas,
y raídos calcetines; se ampollaba
los pies ensangrentados en su marcha.
Mas Verily Cooper procuraba
averiguar si había algo de cierto
en cuanto al aprendiz se atribuía.
En cada taberna preguntaba:
¿Habéis visto a un joven de esta altura
pasar con galanura?

Sucedió que el encuentro llegó un día
en que el sol ni siquiera asomaba.
El joven Alvin llegó a las tierras bajas
donde el aire era fresco y había bruma.
«Ni los dedos te ves en esta niebla»,
dijo un hombre invisible en el camino.
«¿Qué vería si aquí tuviera vista?»
Y dijo el invisible: «Un sol jocundo
sobre un suelo fecundo.»

Arrodillóse Alvin, tocó el suelo,
mas la tierra apisonada era muy dura,
y aunque en ella casi hundió la cara
sólo encontró la niebla opaca.
«El suelo no parece que sea negro.»
Dijo el invisible: «Es tierra herida
y se esconde en la niebla y cicatriza.
Gimió y lloró el árbol de dolor
por culpa del castor.»

«Busco —dijo Alvin— una tierra
donde crezcan mieses muy doradas.»
Preguntó el invisible: «¿Pues qué tierra?»
«Una tierra —insiste Alvin—donde pueda
infundir vida nueva con mi arado.»
«Un arado no es más que un cuchillo
y desangra la tierra con sus tajos.»
«Mas yo haré un vergel del tajo abierto,
fecundando el desierto.»

«Si planeas vivir del suelo roto,
camina hasta el río caudaloso,
pues hay en la ribera un suelo fértil
que se ara y se siembra aun con la mano.»
«Gracias, forastero —dijo Alvin—.
Recuerdo esa voz, mas no de dónde.»
«En esta niebla tan húmeda y tan fría
la vista se te nubla y tu memoria
no vale más que escoria.

Pues la niebla todo lo recubre
y oculta lo que buscas y lo hallado.
Al avanzar tu confusión aumenta,
mas no hay en este mundo mejor suelo.»
Y aunque Alvin quiso averiguar su nombre,
el forastero no respondió una palabra.
Siguió su marcha el aprendiz de herrero,
buscó en la niebla el río caudaloso,
el suelo prodigioso.

Anochecía cuando llegó a orillas
del potente y hondo río Mizeray,
pardo, moroso y somnoliento.
Dijo Mizeray: «Aquí, muchacho,
deja que te lleve a la otra orilla.»
Alvin dijo, cegado por la niebla:
«¿El murmullo del río acaso oigo?»
Y Mizeray le vuelve a susurrar:
«Ven a cruzar».

El joven Alvin Maker titubea.
¿Cómo saber en esta opaca niebla?
¿Cómo confiar en una voz oculta?
Se agacha, toca el suelo, alza la mano,
palpando una tierra blanda y lisa,
mas la voz del viejo río es seductora.
«Venga —dice—, deja que te lleve
al suelo donde abunda la riqueza.
Te hablo con franqueza.»

El viejo Mizeray es convincente.
El viejo Mizeray es persuasivo.
El viejo Mizeray con sus susurros
arrastra hacia la muerte a los incautos,
pero su voz meliflua trasunta afecto.
Alvin hunde los dedos en la tierra
preguntándose si este suelo es bueno
y de nuevo oye el murmullo del gran río:
«Ven, te digo.»

Y ahora no distingue el sur del norte,
y los dedos se extravían en la niebla,
no recuerda siquiera a qué ha venido,
o si tiene importancia recordarlo.
Oye sólo la voz de ese gran río,
siente sólo su miedo como un grito,
y la sal del sudor sobre los labios.
Su mano está débil, temblorosa.
Nada osa.

No avanza, no camina, se pregunta
cuál es la llave de esta cerradura
y sabe que no está en ese susurro,
que hay otro modo de encontrarla.
No sólo para él busca ese suelo,
sino para el arado que ha traído;
abre el saco, y saca el arado
para apoyarlo en la tierra con amor
y ve un fulgor.

El arado fulgura, oro puro,
y se pone amarillo, incandescente,
y en torno la niebla se despeja
y el viento sopla hasta ahuyentar lo oscuro.
Y ve Alvin que el suelo es humus negro
tal como ha dicho el invisible,
y ve que el río lame las orillas
y si le hubiera escuchado estaría muerto,
tieso y yerto.

En su fondo Mizeray no arrastra agua
sino un limo hecho de tinieblas,
oscuridad que acecha agazapada
aguardando los pasos del incauto
para arrastrarlo hacia abajo y sepultarlo
en forma silenciosa en el abismo
que los muertos escrutan en la noche
viendo que la tierra se aleja.
Ay, dicen sus quejas.

Y en el árbol Alvin ve un ave
de plumas rojas que canta con su pico.
Exclama Alvin: «¡Esa voz conozco!»
Mas el ave no dice una palabra.
Le basta con hacer oír sus trinos
y aletea esquivamente en la arboleda.
Alvin suspira, ya está hecho:
sin entender del todo lo ocurrido,
ya ha escogido.

Y mientras él descansa en la arboleda
Verily Cooper se acerca sonriente.
«¿Eres tú el que llaman joven Alvin?»
«Es un nombre común. ¿Y tú quién eres?»
«Quiero saber qué sabes de hacedores.
Me llaman Cooper, Verily es mi nombre
y fabrico toneles, muy bien hechos,
mas nunca fabriqué el que no tuviera
ni la menor gotera.»

«¿Qué sé yo de toneles?», dice Alvin.
«¿Y qué sabías de arados?», dice Cooper.
Alvin ríe y exclama: «Eres notable»,
se pone en pie y le da la mano.
«Verily Cooper, como hombres de valía
a orillas de este río sembraremos
y juntos seremos comadronas
cuando a su tiempo nazca la cebada
aquí plantada.»

Un roble talan y la madera usan
para hacer un bastidor para el arado.
Colocan el arado y lo sujetan
y no precisan yugo para un buey
pues este arado de oro tiene vida.
Al fin ambos marcan la parcela
y juntos empuñan su herramienta,
y el arado retoza como un niño
dando brincos.

Verily y Alvin seguían el arado,
que buscaba el rumbo que quería,
pues apenas podían sostenerlo
y no había manera de guiarlo.
Al fin, con las manos doloridas,
las piernas fatigadas del esfuerzo,
tropezaron y cayeron en la tierra.
La camisa de Alvin, con raspones,
estaba hecha jirones.

Miran el arado, que está quieto,
y se preguntan cómo se detuvo.
Mas Verily cree comprenderlo.
Toca el arado, que da un brinco,
y si aparta la mano se apacigua.
«Nosotros lo impulsamos», argumenta.
Alvin ríe, sentándose en el suelo.
«Tal vez esté un poco encabritado,
pero es un buen arado.»

Y mientras ellos gritan y se alegran
se acercan los granjeros de la zona
para ver por qué se fue la niebla
y observar un poco a sus vecinos.
Ven el surco sinuoso y les comentan:
¡Estáis locos si pensáis que así se ara!
¡Recto como flechas son los surcos!
Los granjeros se burlan. ¡Qué risible
ese arado inservible!

Verily y Alvin se enfadaron.
«¿No veis que ese arado anduvo solo?
¡No tenemos bueyes ni caballos!»
Los granjeros se fueron, aún riendo.
¿Qué podían aprender de esos mocosos
ignorantes, jóvenes y necios?
El arado seguía quieto donde estaba,
y el oro fulguraba.

El resto de la historia y la aventura
(la ciudad de cristal, el cerro santo,
el rescate de la niña que cantaba,
la ciudad de la luz, de sangre y agua),
otros la han contado y bien contada.
Veo una joven guapa y picarona
y un mozo con malas intenciones.
Mejor ocupación que oírme narrar,
es ir a vuestro hogar.


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