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CUENTOS EDUCATIVOS
CUENTO EL MEJOR DíA (por Orson Scott Card)
Érase una vez una mujer que tenía cinco hijos a quienes amaba de todo corazón, y un esposo bondadoso y fuerte. Todos los días su esposo iba a trabajar en los campos, y luego regresaba a casa y partía leña o arreglaba arneses o reparaba el tejado. Todos los días los niños trabajaban y jugaban tanto que trazaban sendas en las malezas, y conocían cada escondrijo en tres kilómetros a la redonda. Y la mujer comenzó a temer que fueran demasiado felices y que todo llegara a su fin. Y oró así: «Por favor, envíanos felicidad eterna, que esta dicha dure para siempre.»
Al día siguiente apareció un viejo buhonero de rostro adusto y desplegó sus mercancías. Todas eran feas: tosco paño de lana, cacharros macizos, feos y prácticos como zapatos viejos. La mujer le compró un vestido porque era barato y resistente; el buhonero ya iba a marcharse cuando ella le vio un fuego en los ojos, un resplandor brillante como una estrella, y recordó su plegaria de la noche anterior.
— ¿No tendrá usted nada relacionado con... la felicidad? —preguntó.
Al buhonero le destellaron los ojos.
— Puedo dárselo, si quiere. Pero le diré qué es. Es que sus hijos crezcan y digan palabrotas, y luego se vayan para casarse con jóvenes que no simpatizarán con usted, al menos al principio. Es su esposo perdiendo fuerzas, y la granja deteriorándose ante sus propios ojos, y tener que venderla y mudarse a casa de su nuera porque ya no pueden mantenerse. Es sentir que las piernas se endurecen, y los dedos no pueden hacer encaje ni tejer ni batir mantequilla. Y al fin es morir, sentir que se va el cuerpo, deseando regresar a la juventud, cuando los hijos eran pequeños, sólo por un día. Y después...
— ¡Basta! —exclamó la mujer.
— Pero hay más —insistió el buhonero.
— He oído suficiente. —Y lo echó de la casa.

Al día siguiente apareció un hombre en una carreta pintada con colores brillantes, con un caballo llamado Carpi Deem al que le gritaba continuamente. Era un vendedor de elixires que venía del este, con pociones para esto y píldoras para aquello, y sedas y bufandas tan brillantes que herían la vista. Todos gozaban de buena salud, así que la mujer no quiso comprar ninguna medicina. Sólo compró una pieza de seda, aunque el precio era muy alto, porque se veía muy azul en su cabello dorado.
— ¿Tiene usted algo relacionado con la felicidad? —preguntó.
— Por supuesto. Aquí, en este frasco, está el elixir de la felicidad. Un trago, y el mejor día de su vida la acompañará para siempre.
— ¿Cuánto cuesta? —preguntó ella, temblando.
— Sólo lo vendo a quienes tienen un día digno de guardar, y entonces lo vendo barato. Un rizo de un cabello dorado, eso es todo. Se lo doy al Amo de usted, así él la conocerá cuando llegue el momento.
Ella se cortó un mechón, se lo dio al vendedor y se sirvió un sorbo en una tacita de estaño. Cuando se fue el vendedor, la mujer pensó en el día más feliz de su vida, que era sólo dos días antes, el día en que había rezado. Y bebió ese sorbo.

Bien, su esposo regresó cuando oscurecía, y los niños fueron a verle preocupados.
—Algo le pasa a mamá —dijeron—. Está desvariando.
El hombre entró en la casa y trató de hablar con la esposa, pero ella no respondió. De pronto dijo algo, hablándole al aire. Estaba cortando zanahorias, pero no había zanahorias; estaba cociendo un guisado, pero no había fuego. Su esposo comprendió que ella repetía palabra por palabra lo que había dicho dos días atrás, cuando habían comido guisado por última vez, y si él le repetía las palabras que le había dicho entonces, vaya, al menos la conversación aparentaba algún sentido.

Y todos los días eran iguales. O bien repetían las palabras del mismo día una y otra vez, o bien ignoraban a la madre y la dejaban hacer. Al cabo de un tiempo los hijos se hartaron, se casaron y se marcharon, y ella nunca se enteró. Su esposo se quedó con ella, cada vez más absorbido por el sueño de su mujer, de modo que cada día se levantaba y decía las mismas palabras hasta que no significaron nada y no pudo recordar para qué vivía, y así murió. Los vecinos lo hallaron dos días después, lo sepultaron, y la mujer no se enteró.
Sus hijas y nueras trataron de cuidarla, pero si la llevaban a sus hogares ella caminaba como si estuviera siempre en su casa, tropezando con las paredes, cortando aquellas malditas zanahorias, diciendo aquellas palabras hasta que todos enloquecían. Al fin la llevaron de vuelta a su casa y contrataron a una mujer para que cocinara y aseara, y así siguió, a solas en esa cabaña, feliz como un pato en su laguna, hasta que el piso de la cabaña se hundió y ella se cayó y se quebró la cadera. Suponen que nunca sintió dolor, y al morir aún reía y sonreía y devaneaba, y nunca vio a sus nietos, nunca lloró ante la tumba del esposo, y aunque algunos decían que quizá fuera más feliz, nadie le envidiaba esa situación. Y sucedió que un viejo buhonero de rostro adusto pasó y miró mientras la sepultaban, y apareció un vendedor de elixires que le gritaba al caballo, y se detuvo junto al buhonero.
—Conque te compró a ti —observó el buhonero.
Y el vendedor de elixires contestó:
—Si adornaras las cosas un poco, si añadieras un toque de color aquí y allá, venderías más, amigo.
Pero el buhonero sacudió la cabeza.
—Si alguna vez me dejaran terminar de hablar no los embaucarías, viejo embustero. Pero siempre me echan con cajas destempladas antes de que termine. Nunca llego a explicárselo.
—Si comenzaras por las cosas agradables, te escucharían.
—Pero si comenzara por las cosas agradables, no sería verdad.
—Me parece bien. Gracias a ti sigo vendiendo.
Y el vendedor de elixires palmeó un baúl lleno de cabellos color oro, plata, bronce y estaño. Era la riqueza de todo el mundo, y el vendedor de elixires se la llevó a su casa para contarla, tan bonita y fría.
Y el buhonero regresó a su familia, sus bisbisnietos, su canosa y regañona esposa, los hijos que se quejaban porque salía a trabajar en vez de quedarse en casa, o porque merodeaba por la casa en vez de salir; regresó a las hojas que cambiaban todos los años, y las ratas que se comían las manzanas en el sótano, y las gentes que se seguían muriendo, y los pequeños que seguían naciendo.


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