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CUENTOS MITOLóGICOS
CUENTO LAS AVENTURAS DE ROSTRO MARCADO (por Folklore Norteamericano)
Rostro Marcado vivía en soledad en los recónditos rincones que le reservaban los amplios espacios que poseía su tribu en medio del gran meandro del caudaloso río que se estiraba como una aletargada y perezosa sierpe, una solemne y horrenda Uktena. Y como ella, el poblado de los pies negros aparecía simbólicamente como una valiosa joya en la cabeza del río y lucía en él como las siete bandas de colores que tenía alrededor de su cuello, y se expandía a ambas márgenes del río como los abiertos cuernos que encarnaban su perversidad. E igualmente atacaba a sus pobladores, eligiendo como aquélla a los pescadores y a los niños, cuando se desmadraban sus aguas en las estaciones en que las lluvias torrenciales caían cual cortinas de agua, verdaderas e insufribles cataratas, en las cercanas y altivas montañas, en cuyos picos tenía sus nidos tanto el río como el monstruo alado Uktena, y se engullía a niños y pescadores porque eran los seres que más alto riesgo detentaban: los niños por su debilidad, los pescadores porque les sorprendía la furia de la avenida descontrolada y a ambos los arrastraban las furiosas aguas hasta el fondo cenagoso del lejano lago donde arrojaba su carga macabra.
Y no es que Rostro Marcado fuese un pusilánime, un tímido o un cobarde; no, lo que ocurría es que el joven guerrero sufría del mal de amores no correspondido a causa de un defecto físico que ostentaba en medio de su rostro; galardón obtenido por el arrojo y furia con que sabía pelear contra su enemigo tribal.
Rostro Marcado debía su extraño nombre al hecho poco corriente de ostentar en medio de una de sus mejillas una repulsiva, larga y fea cicatriz de extraño origen, aunque los más viejos de la tribu la atribuían a un imperfecto, defectuoso y difícil parto que tuviera que soportar su madre cuando él nació.
Rostro Marcado era feliz y contento entrenando para la lucha junto a los más acreditados guerreros avezados en más de un millar de guerras de lo más cruentas; era feliz caminando por el bosque yendo a la caza del jabalí, la liebre de las alturas, la marmota, los pájaros más variados, y también lo era caminando interminablemente hasta el lago de aguas azules con la intención de apresar en su red al propio somorgujo. Fue feliz también cuando, yendo en compañía de los más expertos cazadores de su tribu, se tuvo que enfrentar conjuntamente con toda la cuadrilla al gran oso submarino que portaba cuernos en su cabeza y sobre su dorso una sarta de púas de dragón alineadas sobre su cuerpo repugnantemente cubierto de crujientes escamas; fue feliz con ello, aunque no cobraran la singular pieza, ya que se introdujo bajo las aguas del lago y escapó en ellas nadando con gran estrépito, porque le gustaba la aventura, el riesgo, y porque pensaba que era tan buena la preparación física de su cuerpo que necesitaba adularlo y regalarlo de cuando en cuando proporcionándole azarosos lances con que ejercitarlo, de los que siempre salía triunfador.

Rostro Marcado era tan valeroso, tan decidido, tan audaz, tan intrépido y tan arriesgado que para él fue un honor el poder someterse al ritual del O-kee-pa. Estuvo muy orgulloso de prestarse durante aquellos inolvidables cuatro días del verano a las terribles y extensas ceremonias sagradas en las que se representaba la historia mitológica de la tribu, que no dejaba de ser una dramatización de la creación de la Tierra, los seres humanos, las plantas y los animales, junto a las luchas que tuvieron que soportar sus antepasados hasta llegar a la situación en que se encontraba el actual pueblo de los pies negros.
Estuvo orgulloso de sí mismo Rostro Marcado cuando, en el último rito de la ceremonia O-kee-pa, le suspendieron del techo de la cámara litúrgica o tienda de los rituales sagrados por medio de unas cuerdas acabadas en arpones y que engancharon de su pecho, con lo cual los poderosos músculos pectorales tenían que soportar todo el peso de su poderosa envergadura, rasgando cruentamente sus carnes. Aunque el dolor corroía sus entrañas, ni un solo gemido salió de sus labios ni de los del otro joven suplicante que pendía, a diferencia de él, de los músculos dorsales, de los cuales manaban hilillos de sangre que caía sobre la tierra arenisca donde se enclavaba el túmulo.
El cumplimiento noble y digno de este sangriento rito le aclamaba en todo su territorio, y sobre todo en su extenso poblado, que se extendía alrededor del río, como un héroe provisto de gran coraje y como un hombre valiente y señalado sin duda por los dioses del destino, los hechiceros y los chamanes como propicio para ejercer el liderazgo sobre los de su propia tribu.
Quizá Rostro Marcado pensó alguna vez que debía su desgracia precisamente a su valor y a su arrojo, y a la fama que adquiriese en su tribu debido a la hazaña de soportar con valentía y decisión el sacrificio cruento que requería el O-kee-paa.
Aunque el joven guerrero vivía en la parte del poblado que se extendía en la orilla del río más alejada a la gran tienda del jefe del mismo, solía con cierta frecuencia y despreocupación acercarse, atravesando las aguas caudalosas, sonoras y rápidas del río, hasta la otra parte donde se hallaban los primeros y más esforzados guerreros de la tribu, así como el lugar donde se alzaba la tienda de los chamanes, de los hechiceros proveedores de las medicinas y de los encantamientos y, por supuesto, la del jefe de la misma. Tenía amigos en ella con los que corría en sus cacerías y nadaba en sus jornadas de pesca a mano, en la que era gran experto.
Rostro Marcado fue en busca de uno de aquellos muchachos para charlar con él y proponerle una cacería de varios días, en la cual debían alcanzar el más alto pico de la más alta montaña que proyectaba su sombra sobre la hierba del bosque. Encontró al amigo en las afueras del poblado gozando del frescor y la sombra de los verdes sauces y eucaliptos que formaban el diminuto bosque que guardaba el manantial que los hacía reverdecer. El muchacho estaba acompañado de otros jóvenes, entre los que se contaba la muchacha más hermosa y delicada que jamás había él contemplado. La flor de adelfa rosa que lucía prendida en su cabello negro y brillante redoblaba su belleza y la hacía parecer a los ojos del muchacho aguerrido y valeroso como una verdadera ninfa escapada del bosque y surgida de las aguas límpidas del manantial, con sus pechos turgentes, sus labios rojos y carnosos, sus caderas y sus hombros suavemente redondeados...
Rostro Marcado preguntó a su amigo:
—¿Quién es?
Y con sus ojos se la comía.
El otro repuso:
—Es la hija del jefe.
El enamorado tragó saliva.
—Ven, acércate, quiero que os conozcáis.
El amigo, apoyando su mano sobre el hombro de Rostro Marcado, le dijo a la joven:
—Es mi amigo, el valeroso Rostro Marcado, el audaz que fue capaz de soportar sobre su pecho el cruento ritual del O-Kee-pa.
La mujer que estaba de espaldas atendiendo a otra conversación, se giró rápidamente atraída por el gran prestigio que poseía el joven entre la juventud y por la gran belleza que guardaba su cuerpo según había escuchado en las reuniones secretas que las mujeres casaderas sostenían en las cabañas de las matronas.
—Es Rostro Marcado —dijo el amigo común.
La bella muchacha le miró con cierto estupor y, reaccionando de inmediato, expresó:
—Ya había oído hablar de ti en esta parte del poblado —e inmediatamente añadió con jovialidad—: Y de tus hazañas, de tu audacia y... —le faltaron las palabras para continuar. La mujer no hacía más que observarle con la mayor atención.
Rostro Marcado, con verdadero anhelo, dijo:
—¡Qué bella eres!
Y quedó ensimismado mirándola, perdiéndose en la profundidad oscura de sus ojos y la lisura de sus cabellos.
La muchacha, halagada sin duda, sonrió, pero rápidamente la seriedad inundó su rostro. Pero no dijo nada.
El muchacho guerrero e intrépido preguntó:
—¿Y soy cómo esperabas que fuera?
—Nadie me había dicho... Quizá debía haberlo adivinado... soy muy torpe —balbució. Al fin dijo de un tirón—: No, no eres como esperaba, lo siento.
Y dándose la vuelta escapó de delante del enamorado, integrándose en un grupo de muchachas y muchachos que reían y hablaban en alta voz.
Rostro Marcado quedó triste. Siempre había pensado suplir su defecto físico con su valor, su arrojo y su nobleza, y la perfección de su cuerpo atlético.
—A decir verdad —se dijo— nunca me hubiese importado el repudio de alguna mujer por esta causa. Siempre lo había tenido como verdadera condecoración, serial íntima de mí mismo —y añadió muy afligido, atristado—: Precisamente ha tenido que ser ella, la bella mujer a quien yo...
Un sollozo terminó la frase. Pero el joven guerrero, reconocido por todo el poblado, no era de los que abandonan sus propósitos con facilidad, por eso había llegado tan alto como estaba, por eso todo la tribu le consideraba como un héroe. Después del desplante que sufriera por parte de la hermosa hija del jefe, se separó de su amigo y vagó alrededor del manantial por ver si hallaba la ocasión de volver a admirarla, de poder hablar con ella, pero no lo logró, solamente escuchó su risa desenfadada y cristalina que surgía de entre todo el confuso murmullo de voces con que alborotaban los muchachos. Y fue el conjunto de sus risas irreflexivas las que le martillearon constantemente sus sienes y le acompañaron como un verdadero tormento en la soledad de la larga noche que pasó en vela.
Rostro Marcado se propuso cortejar a la bella piel roja y pertinaz como era en sus cosas; lo primero que hizo fue volver, a la mañana siguiente, a zancasdilear alrededor de la tienda del jefe por ver si conseguía verla a solas, para hablar con ella. Tuvo que insistir algunas veces para conseguir su propósito y hasta que llegara este momento su enamoramiento y su angustia por poseerla crecieron desmesuradamente. Al fin, en un atardecer, cuando el sol ya se escondía tras las altas cumbres pero enviando sobre la llanura su luz de fuego, el enamorado pudo contemplar, a través de los rayos rojizos y ardientes como su propio corazón, a la muchacha envuelta en un halo tornasolado que eran los últimos rayos del astro rey que, reflejándose en las aguas del río, caían sobre ella. No se pudo contener más, se acercó a ella, la miró, trató de besarla, pero la mujer se escurrió con la ligereza de un corzo que se ve acosado.
—No te vayas. Espera —suplicó.
La muchacha india se detuvo y juraría él que le miraba con coquetería.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Hablar contigo.
—¿De qué? —volvió a preguntar con cierto desdén la muchacha.
Rostro Marcado se le acercó sin que ella huyera y, mirándola fijamente a los ojos, le prepuso abriéndole los secretos de su corazón:
—Te quiero. No vivo desde el día en que te conocí —y añadió—: no voy de caza, no me veo con mis amigos, no duermo por las noches. Sólo te tengo dentro de mi mente a ti. Me acuesto contigo, velo toda la noche que paso hablando contigo y amanezco sobre mi camastro igualmente contigo.
La hija del jefe expresó con menosprecio:
—¿Y qué...?
El enamorado no se pudo contener por más tiempo y le dijo:
—Quiero casarme contigo...
La muchacha sonrió, pero esta vez con decoro, diría que con cierto temor. Quedó expectante escuchando las palabras que surgieron como una torrentera de su corazón, más que de su razón.
Pero de nada valieron a la muchacha que Rostro Marcado le hablara de sus múltiples méritos, de su arrojo para luchar con los monstruos del lago, de sus buenos augurios para poder llegar a ser un dirigente preferido de la tribu; de nada le valió al muchacho las súplicas y las humillaciones a que tuvo que rebajarse para convencer a la joven y bella piel roja; porque ella, ante tantas promesas de felicidad y de futuro, no pudo más que contestarle:
—No insistas, Rostro Marcado, yo no me casaré nunca contigo mientras no encuentres la forma de quitarte esa cicatriz
Desesperadamente, marchó el muchacho hacia su poblado y, consultando su pena con su madre, acudió ésta a la visita del chamán en busca de consuelo y de algún encantamiento que hiciera que su hijo no sufriese tanto. El hechicero le ordenó a la mujer que le enviara al infortunado que, hasta entonces, había sido tan popular y preclaro. Rostro Marcado obedeció a su madre y fue a la cabaña del mago en busca de consuelo y ciencia.
—Yo lo único que necesito es alguna pócima o exorcismo para arrancar de mi rostro este nefando corte —le expresó impulsivo al hombre sabio, que serenamente miraba en él su abatimiento rebelde, que incluso se volvía contra sus dioses ancestrales.
—Eso —repuso el chamán— no tiene solución sino sobrenatural —y añadió solemnemente—: Sólo desaparecerá de tu cara si es voluntad de los dioses.
Rostro Marcado entró en trance y expresó desesperadamente mirando al cielo:
—Dioses del Mundo Superior, ayudadme, enviadme el acto sobrenatural que me ha de devolver a la normalidad...
El chamán le recitó como una salmodia:
—Parte a los dominios del Sol y quizá allí halles el remedio a tu desventura. Aléjate del poblado y olvida a la insensata. Tal vez, en tus aventuras se te borre el nombre de esa ingrata. Tal vez halles el sol en el mítico lugar donde habita sobre los demás astros y él te ofrezca el conjuro, la triaca que te devuelva la felicidad. O si no el tiempo y la distancia servirán para enjugar tus ardores...
Rostro Marcado inició un viaje a lo lejos, a los Dominios del Sol, sin siquiera despedirse de su madre y mucho menos de la desdeñosa mujer.
Largos años estuvo el aguerrido e intrépido muchacho vagando por los espacios que unen la Tierra con el Mundo Superior. Tuvo que sufrir en ellos, en el propio horizonte de los cielos y en las albercas que contienen las estrellas rutilantes grandes aventuras con las que curtió duramente su carácter.
¿Habían pasado años, muchos o pocos, desde que huyera furtivamente de su poblado y de su casa? Eso no lo sabía. Sabía que se había dejado la piel en las luchas y las algaradas con toda clase de monstruos y enemigos corpóreos e incorpóreos. Sabía que su cuerpo había madurado, sus músculos crecido y su raciocinio sentado y equilibrado. Sabía todo eso, pero también sabía que todavía no había logrado penetrar en los Dominios del Sol. Cada vez que llegaba a su puerta era despedido por los servidores del dios y arrojado de nuevo a las tinieblas, al limbo de nadie, que se hallaba entre los mundos Medio y Superior.
En una ocasión, harto de su peregrinaje pese a lo persistente que era o había sido con sus propósitos, se topó frente a sí un frondoso jardín lleno de flores, árboles de toda clase y una vegetación tan verde y fresca que animaba al descanso. Así lo hizo. Pero cuando más tranquilo estaba pasaron junto a él siete grandes gansos blanquísimos que al verle graznaron con alaridos que resultaban casi humanos e insultantes. Inmediatamente apareció en la mente de Rostro Marcado la feliz idea, que luego siempre pensaría que le habría inoculado alguna divinidad protectora, que se pronunció a sí mismo:
—Si mato a estas siete aves espléndidas y las llevo como ofrenda al Sol quizá me abra las puertas de sus dominios y pueda hablar con él.
Pero inmediatamente sobrevolaron su cabeza en vuelo rasante siete grandes grullas que graznaban mucho más agresivamente que los gansos y se posaron cerca de él. De repente se le vino al pensamiento:
—Y si además de los gansos blancos le llevo las siete grullas provocadoras mejor me ha de recibir.
Por eso no lo pudo resistir; sacó su carcaj repleto de flechas con los colores de su tribu, armó su arco, lo tensó y una a una fue matando a las catorce aves esplendorosas. Les arrancó sus cabelleras y, con ellas en la mano, se acercó a los dominios del Sol y suplicó que le recibiera el señor en base a los trofeos que le llevaba.
Desde ese momento se adoptó la costumbre entre los indios pies negros de arrancar el cuero cabelludo a sus enemigos muertos en combate como señal de haber triunfado sobre sus adversarios.
Cuando le recibió "el Sol, quedó tan impresionado con aquellas muestras de valor que regaló a Rostro Marcado un bello traje adornado con pieles de comadreja".
La vestimenta debía ser el don que le ofrecía el Sol para sacarle de sus fatales desventuras. Si no era así, él así lo creyó, porque la prenda mágica contenía los atributos de poder y de honor del astro rey.
En la parte alta del vestido tenía un disco de oro en el pecho y otro en la espalda.
—Ellos simbolizan el Sol —le aclaró el faraute que le llevara el traje.
En las mangas aparecían pintadas siete rayas blancas que representaban los siete pájaros, mientras que las perneras estaban adornadas por otras siete bandas...
—Las que simbolizan la derrota de los otros siete pájaros —añadió el servidor del Sol y luego desapareció introduciéndose en el interior de los dominios de su señor.
Rostro Marcado, ataviado con su mágico traje, no tuvo otra solución que abandonar el lugar y hacerse la siguiente reflexión:
—Es hora de regresar al poblado —y añadió justificándose—: Tenía la misión de visitar al Sol y lo he hecho. Con su regalo volveré a la tierra de mis ancestros y...
Efectivamente así lo hizo.
"Rostro Marcado se casó después con la hija del jefe y se convirtió en uno de los ejecutantes de ceremonias más famosos entre los pies negros."
(Leyenda de los pies negros)


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