No entraba y salía por las puertas de la Cartuja sevillana, moza más juncal, trianera de más trapío que Rosario, una zurraqueña morena de piel, ancha de hombros, delgada de cintura, graciosa en el andar y en el palabreo, con los ojos negros, el pelo al igual de los ojos, ¡y los labios!… Los labios eran una cereza abierta en dos para enseñar, a cuenta del hueso, la mejor dentadura que pulimentaron las aguas del Guadalquivir.
Locos andaban por Rosario los mozos de Triana. Si salía a la calle semejaba imagen en paso, según la reata de hombres que iba tras ella con amorosa devoción, dirigiéndole, en vez de saetas, requiebros varoniles, y entonando, a cambio de rezos, fervorosas declaraciones. Cuando se asomaba a la reja parecía imagen en altar, virgen de bronce vivo, en cuyo holocausto se improvisaban cantares o se esgrimían facas, aunque ella hiciese el mismo caso de las adoraciones envueltas en música que de las adoraciones revueltas con sangre.
Los cantos se perdían camino del cielo, los ayes de muerte camino del hospital, los rugidos de triunfo camino de la cárcel.
Porque, lo que la cartujana decía: «¡A mí qué! ¿Se emperran en quererme? Ninguno de los que se han emperrao hasta la hora de ahora me han jecho el avío. De mo que pata. Si cantan, pa ellos; si se matan pa ellos, si se pierden pa ellos. El día que me emperre yo con alguno, pa él será el bien o el mal, o la gloria o el desengaño. En tan y mientras, que los otros se las campaneen como les cumpla. ¡Allá ellos!…
Y allá ellos, iban los mozos con sus desdeñados quereres y allá iban también las comadres del barrio con sus murmuraciones. Que si los mozos se daban a todos los mengues por el terco desvío de la trianera, dábanse las comadres a ponerla como un trapo por su despiadada actitud. Sólo que ni los mozos llegaban hasta Rosario con sus maldiciones, ni las comadres al vocerío con sus críticas. Era Rosario capaz de arrastrar, cogida por el moño, a quien chismorrease de ella, y tenía un hermano que lo mismo se tomaba dos cuartillos de aguardiente con el más bebedor, que dos puñalás con el más guapo.
Menuda fiera estaba hecho el Moreno, un mocetón recio y desabrido, los esmeros de cuya educación se habían perfilado cuando era niño entre los granujas del puente y cuando fue hombre entre matuteros y contrabandistas. Ocho años se cargó en presidio por haber muerto en riña a dos bravos del Baratillo, y al presente dedicábase al trato de caballos y a cobrar en una casa de juego el usufructo de su guapeza.
No había temor de que nadie se propasase con ellos. Para las mujeres se bastaba la niña, para los hombres sobrábase el niño; una y otro eran duros, bravíos, continuadores de una raza en la cual todos los hombres y todas las mujeres habían corrido parejas con los existentes retoños.
Fue un escándalo, una verdadera revolución la que se produjo en el barrio al saber la noticia. ¡Rosarito tenía un cortejo!… El hierro se había vuelto cera. A la reja de la cartujana acudía todas las noches un hombre y allí se estaba pegando la hebra con la moza hasta las doce, cuando no era hasta la una de la madrugada. Y el Moreno mostrábase conforme con el noviazgo, tan conforme que arrimó candela a tres o cuatro amadores celosos que quisieron dar un disgusto al preferido de la niña. «Al que se meta con él —dijo donde todo el mundo pudo escucharle—, le meto yo una cuarta de faca en el corazón. Rosario está a gusto y yo igual ¡conque!…» Y el conque fue que nadie quiso ir por el ofrecido facazo.
Era axiomático en Triana que el Moreno nunca ofrecía en balde.
«¡Y si el pretendiente fuese otro, uno del barrio, siquiera un flamenco, aunque hubiera nacido en otro barrio, menos mal! Pero ¡un señorito!… ¡Un señorito con bombín!…»
¡Vaya, que si la Rosario y el Moreno y el señorito aquel no estaban locos de remate, les faltaba para estarlo el canto de un duro!
No había tal locura. Había, sí, un enamoramiento grande por parte de los novios y una conformidad grande también por la del futuro cuñado.
Rosario empezó por burlarse del señorito que la galanteaba; el señorito, un abogado de crédito adquirido en buena y honrosa lid, se prendó de la cartujana; y el Moreno, sabiendo que cuando la niña decía «sí», «sí», había de ser, aceptó la cosa, seguro de la honradez de Rosario y de que el camino de los novios para ocupar una misma alcoba se haría de frente y por derecho.
Así fue; no era Rosario mujer de livianos instintos sino moza honrada; por la iglesia había que tomarla y en la iglesia la tomó Enrique para siempre y de la iglesia la trasladó a su casita de Sevilla entre el vocerío y los ¡olés!… de Triana entera, que se agrupaba a la puerta del templo para verles salir.
Pero, ¡ay!, que si la cartujana era la honradez misma y quería al abogado como una loca, la pícara influencia del ambiente en que se educó revelábase a cada instante en las diarias peripecias del nuevo hogar.
Hecha Rosario a la vida del barrio y a las costumbres de sus habitantes, no comprendía muchas cosas que la vida señoril y las señoriles costumbres traen consigo. Es más; las visitas, consultas y secreteos en el despacho, exigencias naturales de la profesión que Enrique ejercía, antojábansele a la recién hecha señora, infundios y gatuperios con que le engañaba su esposo.
—¿Qué era aquello de salir a cualquier hora y sin decir dónde?… ¿Qué lo de encerrarse en el despacho con mujeres y no permitirle a ella la entrada? ¿Qué no decirle nunca qué asuntos traía entre manos la gente que venía a buscarle? ¿Qué otra porción de sucesos en los que ella no pintaba nada y a propósito de los cuales guardaba él reserva absoluta?… ¡Pues no había de ser! El marido debe contárselo todo a su mujer, enterarla de todo, tenerla al corriente de todo… Y por si era así, o no era así, movía Rosario a Enrique una cuestión diaria.
En vano procuraba aquel convencerla de que se equivocaba y aplacar sus ímpetus con palabras dulces y con razonamientos cariñosos. La cartujana no se daba a partido, y el hermano de la cartujana apoyaba a ésta en sus recriminaciones, diciendo que la niña tenía razón, y que él vino al mundo para defender la razón de la niña.
Dominaba Enrique los impulsos que de echarlo todo a rodar sentía, y aguantaba los arranques de su mujer y las insolencias de su cuñado, esperando que acabaría por convencer a una y otro en fuerza de persuasión y de reconvenciones afectuosas.
¡Que si quieres! Aquellas bien educadas maneras suyas, aquel su cortés y suave modo de justificar y de mantener su derecho, tomábanlo Rosario y el Moreno por hipócrita debilidad, cuando no por medrosa conducta.
—Bah, Enrique, sobre ser un hipócrita, es un mandria —decía el Moreno—. Ni te quiere, ni es hombre, créemelo a mí. Los hombres se portan de otro modo.
Y Rosario acabó por creer lo mismo. No; no era un hombre Enrique; ni el padre de ella, ni su hermano, ni otro alguno del barrio, se parecía a Enrique… en su proceder. Vaya, que no era hombre.
Cierta mañana recibió el abogado una carta que dejó abierta sobre la mesa. La tal carta era una cita dada por una señora que quería hablarle en su casa de un pleito que defendía Enrique. Vistiose éste, y ya se dirigía hacia la puerta, cuando le salió su mujer al encuentro.
—Ahora no vendrás con embusterías —dijo la trianera—; he leído la carta; sé dónde vas. Vas en casa de una mujer.
—Voy a mi obligación. No seas tonta.
—No soy tonta, y porque no lo soy no saldrás —gritó Rosario poniéndose delante de la puerta.
—¡Que no saldré!… —contestó Enrique—. ¡Vaya! Esto es demasiado.
Y cogiendo a su mujer por el brazo la apartó a un lado, abrió la puerta y la cerró violentamente detrás de sí.
—¡Me ha pegao!… ¡Me ha pegao! —gritaba Rosario a su hermano—. ¡Ese granuja me ha pegao porque no quería dejarle ir con una tía que le espera! ¡Me ha pegao y me ha pegao, porque soy una mujer, porque estaba sola!…
—¡Que te ha pegao a ti ese señoritín, ese alfeñique, que no tié una guantá! No ta apures. Ya verás tú cuando venga cómo le quito yo la costumbre pa siempre. ¡Pegarle a mi hermana, a la hermana de Juan el Moreno!… Aspérate y verás.
—¿Qué?, ¿no se almuerza? —dijo Enrique cuando llegó a casa, olvidado por completo de la disputa que había tenido con su mujer—. ¿Pero qué os sucede? —añadió viendo que Rosario gimoteaba y que el Moreno le miraba con mirar hosco y bravucón.
—Sucé… sucé… —contestó el Moreno—, que has pegao a esta.
—¡Yo!
—Tú, sí —gimoteó Rosario.
—No te he pegado; lo que he hecho ha sido recordarte que soy el amo de mi casa.
—La has pegao —replicó el Moreno—. Y a esta no vuelves a pegarla tú, porque no quiero yo.
—¡Porque no quieres tú! —exclamó Enrique—. ¿Por eso?… Pues mira, no he pegado, no hubiese querido pegar a tu hermana nunca, pero desde el instante en que tú y ella pretendéis imponerme y dominarme y asustarme, voy a probaros que en mi casa el amo soy yo, y que a mí ninguno me asusta.
Y Enrique, levantando la mano, descargó a Rosario tan soberano bofetón, que esta cayó al suelo de espaldas.
Cuando el Moreno, faca en mano, se dirigió a Enrique, Rosario, levantándose como una fiera, lo sujetó por la muñeca, y arrancándole el arma gritó:
—A este, a este no le tocas tú. Ha hecho lo que tenía que hacer. Así son los hombres. ¡Así es como te quería ver yo!… ¡Ahora es cuando te quiero del too, Enrique!
(Es posible que en el texto se haya podido actualizar su ortografía y gramática de acuerdo con las reglas vigentes del idioma español. Estos cambios suponen, en el plano ortográfico, la supresión del acento en monosílabos y la actualización de aquel léxico técnico y/o extranjerismos que están actualmente integrados en el idioma. Obtenido gracias a Gansoypulpo.com)