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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO DURMIENDO SOBRE LA TIERRA (por Nguyen Thi Am )
Era en las callejuelas, cerca de las estaciones de trenes, donde se reunían los sin techo. Allí se ganaban la vida honesta y deshonestamente. Honestamente, como cargadores, transportadores de cubetas de agua y conductores de bicicletas. Las profesiones deshonestas son demasiado numerosas para mencionar. A los sin techo también les gusta apostar. Los hombres jugaban ba cay y to tom o a los dados. Para las mujeres estaban las cartas. Los sueños nacidos de esos juegos aplastaban las ilusiones que la vida tenía para ofrecerles. No estaban equivocados.
Donde quiera que vivan, los seres humanos son seres humanos. Dios, al crearlos, les dio el mismo derecho a amar. De igual manera, niños sucios acompañaban el deambular de los sin techo.
Una noche, en un callejón desierto cerca de la estación de ómnibus, tres mujeres de mediana edad, vestidas con harapos, jugaban a las cartas.
-Un par de prendas negras -dijo la mujer gorda. Rió entre dientes y mostró su mano.
-¡Qué mala suerte! -suspiró la más flaca.
-Es culpa tuya. No debiste arriesgarte -refunfuñó la tercera, cuyo rostro tenía marcas de la viruela.
Las perdedoras sacaron el dinero del dobladillo de sus ropas y pagaron entre protestas. Junto a ellas yacía un bebé medio desnudo con una camisa desarrapada. Debía tener un año de edad. Dormía. La pelea entre las jugadoras lo despertó y comenzó a dar alaridos. No era un ángel. Sus pequeños muslos, negros por la suciedad, abrigaban un pequeño pene del tamaño de una ciruela. Furioso, el pequeño pene disparó un chorro de orina en forma de arco. Sus gritos molestaron a las jugadoras.
La gorda dijo:
-Calma al chico. Va a hacer estallar nuestros tímpanos.
-¿A quien le importa? -dijo la madre, la mujer del rostro marcado por la viruela.
El bebé, abandonado, lloró más alto. El juego se interrumpió. La madre miró al pequeño, furiosa. El bebé estaba amoratado de la rabia. Al llorar de esa manera, parecía la sirena de una ambulancia. La mujer con el rostro marcado por la viruela acababa de perder. Estiró una delgada y sucia mano, con uñas largas y llamativas, pintadas del color escarlata de las flores del día. Apretando los dientes, dio un manotazo en las nalgas del bebé.
Entonces el pequeño se puso peor. Exasperadas, las otras dos mujeres la miraron.
-Alquílalo. Si sigue gritando así, vamos a tener que parar el juego -dijo la gorda.
La mujer con el rostro marcado por la viruela se giró:
-Hey, Tuy, ven acá, te lo alquilo...
Hizo un gesto con la mano. Cerca, las sombras se aglomeraban alrededor de cazuelas y vasijas. Una chica de unos veinte años salió y se acercó arrastrando los pies. Un sombrero hecho de hojas de bambú cubría su cabeza. Tomó al bebé y dijo:
-¿Te queda algo de Seduxen, hermana mayor?
-Sí.
La madre sacó un paquete medio abierto de pastillas para dormir y se las dio a la muchacha. Ella tomó una y devolvió el paquete. El pequeño todavía lloraba. Ella lo tomó y lo llevó a la fuente pública. La fuente siseaba suavemente, chorreaba despacio, gota a gota. Con demasiada lentitud. La muchacha abrió la boca del bebé con violencia y colocó la pastilla. Tomó con su mano un poco de agua del depósito bajo el chorro y la vertió en su boca. El bebé tragó la pastilla, atorado. Luego se lo llevó.
La mujer con el rostro marcado por la viruela, durante un rato muy absorta en su juego de cartas, levantó la vista. Le gritó a la muchacha:
-¡Oye! Van a ser 5.000 dong. ¡No olvides darle un cuenco de papilla de arroz cuando despierte!
La muchacha no respondió, caminaba con dificultad hacia el pueblo.
-¡Un par de caballos negros! -gritó la mujer con el rostro marcado por la viruela, dándose una palmada en el muslo. Asombradas, las otras dos pagaron.
El bebé cayó en un sueño pesado, yacía sobre los brazos de la muchacha como una toalla mojada. Cayó la noche. Una joven campesina en harapos con un bebé en los brazos: nada es tan efectivo si quieres conmover el corazón de los hombres.
El viento soplaba del norte. La luz ámbar del sol había desaparecido. Encima, dos nubes negras se amontonaban en el cielo. La lluvia cayó en pequeñas gotas. Las gotas salpicaron el pavimento. La joven llevó al bebé a través de la lluvia. Su sombrero cónico protegía su cabeza y su pecho. Más abajo, su cuerpo y los muslos del bebé estaban empapados por la lluvia. Las personas que estaban bajo techo en las aceras la llamaban, preocupados. Ella continuó su camino. La lluvia tejía una coartada para todos los dramas de la vida. Ella también la necesitaba...
En la estación de trenes de Hanoi el reloj electrónico tenía las seis menos cuarto. La vida nocturna estaba a punto de comenzar. Cada día decenas de miles de seres humanos pasaban por aquí. Cientos de ellos no habían chocado con el drama de su día. La joven caminaba entre los pasajeros que esperaban. Lloraba mientras caminaba. Sus lágrimas corrían, despacio, en silencio. De vez en cuando, se paraba en medio de la multitud. Un hombre mayor se alejó, incapaz de soportar la mirada de la muchacha. Unos pocos habitantes de la ciudad bien vestidos sonreían intencionalmente. Ella no se molestó en estirar una mano. Los habitantes de la ciudad viven en su civilidad. No pertenecían a su mundo. Podrían denunciar su acto. A pesar de todo, armada como estaba, todavía tenía esperanza.
Un hombre maduro, con canas en las sienes y uniforme, miró hacia ella, molesto. Le preguntó:
-¿Por qué no te cambias de ropa? Vas a coger un resfriado.
-Sí. La cosecha fue mala. No nos queda nada que comer. Tratamos de sobrevivir con limosnas.
-¿Dónde está tu esposo?
-Se inmoló en Camboya.
-¿Y tu familia?
-No vale la pena hablar de eso...
Comenzó a llorar. El hombre, avergonzado, pensó un momento.
-Mira, te daré un poco de dinero. Ve y compra ropa seca para el bebé. Dale algo de comer o va a coger neumonía.
Abrió su bolsa de cuero y sacó un fajo de billetes. Tomó la mitad y se lo dio: 20.000 dong. La muchacha se secó las lágrimas y tomó el dinero.
-Gracias.
Se marchó. El hombre encendió un cigarro. Se sintió presa de una extraña tristeza. La chica tenía aproximadamente la misma edad que su hija mayor.
Cinco minutos después, en la sala de espera, un campesino anciano, que parecía rico, le dio 5.000 dong.
Una hora después, a la entrada de la estación de trenes, dos soldados jóvenes le dieron otros 5.000 dong.
Era una noche incierta, la lluvia caía con intermitencia. Dos jóvenes prostitutas vagaban en vano dentro de la estación. Fumaban y se lamentaban, celosas.
-¡Qué vida de perro! ¡Esa pequeña campesina está haciendo una fortuna!
-La he estado mirando desde que oscureció. Debe haber hecho más de 100.000 dong.
-Desde ahora hasta el amanecer probablemente consiga unos 200.000.
La lluvia cayó de nuevo. El tiempo pasa rápido cuando estás concentrado en lo que haces. El reloj de la estación de trenes comenzó a sonar. Las dos manecillas señalaban la medianoche. Había terminado. La joven se levantó y se apresuró a regresar. El pequeño despertó. Esta vez, estaba débil del hambre, exhausto por la pastilla para dormir. Miró a la muchacha con los ojos muy abiertos. Ella pensó en llevarlo a un puesto de arroz, pero temió que fuese demasiado tarde. La madre seguramente exigiría una cantidad extra si dedicaba tiempo a alimentar al bebé.
Caminó de vuelta por las calles desiertas. Bajo un techo amplio dos cuerpos dormían envueltos en impermeables. Uno de ellos se movió. La mujer con el rostro marcado por la viruela sacó la cabeza del abrigo...
-¿Por qué lo traes tan tarde?
La muchacha le dio un billete de 5.000 dong.
-¿Le diste algo que comer?
-Sí, ya.
El pequeño miró a su madre. Una mirada vacía, ni triste ni feliz. Un hombre yacía junto a ella. Tenía la cara de un asesino contratado. Gruñó, molesto por haber sido despertado. La mujer tomó al bebé bajo su regazo. Lo colocó entre los dos. El pequeño se quedó dormido entre su madre y el hombre.
La muchacha partió. El hombre y la mujer deslizaron los impermeables sobre sus cabezas y volvieron a quedarse dormidos.
El tiempo pasó. Una hora... Dos horas... Tres horas... Cinco horas. El cielo se despejó. La mujer con el rostro marcado por la viruela se movió un momento bajo su impermeable y entonces despertó. Tomó al bebé. Su cuerpo estaba negruzco. Estaba muerto. Una madre siempre sufre la pérdida de un hijo. Dio unos alaridos como si fuera un perro rabioso. Un ser humano... Dos seres humanos... Tres seres humanos... Las personas se agruparon alrededor para ver el inusual incidente. Curiosos, dos policías se acercaron. Dispersaron a la multitud. Llamaron a un coche tirado por una bicicleta y le ordenaron que condujeran a la mujer y al niño al hospital.
Las almas que han sufrido aquí en la tierra van al cielo. Cuando llegó, el pequeño dijo a sus amigos:
-Durante mi estancia en la tierra, todo lo que hice fue dormir. La vida allí abajo es un sueño profundo.

Nguyen Thi Am (Vietnam). Escritora vietnamita nacido en 1961 en Saigón. Estudió leyes en la Universidad de Bakou en la Unión Soviética.
Es autora de dos compilaciones de relatos breves The sound of a flute from exile y A beautiful woman fights for her life. Su obra está incluida en la antología en francés Terres des Ephemeres. También ha escrito una novela y un libro para niños.



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