Dijeron que Rhys Rhys estaba prendiendo fuego a su bebé cuando un arbusto de aulaga se quemó en la cima de la colina. El matorral ardió a gran velocidad, alegre, y adquirió ante ellos los rasgos tristes y blancos, las extremidades desencajadas del niño en llamas, el niño del vicario. Las cenizas del bebé que no esparció el viento las guardó Rhys Rhys en una vasija de piedra. Junto a su propio polvo yacía el polvo del niño, y a su lado estaba el polvo de la hija, en un ataúd de madera de color blanco.
Oyeron al viento llevarse los alaridos de su hijo. Lo vieron caminar por la colina, alzando un animal muerto a la luz de las estrellas. Lo vieron entre las sombras del valle mientras se desplazaba, con el movimiento de un hombre que segara el trigo, por los surcos de los campos. En un sanatorio tosió los pulmones en la pica del lavabo e impregnó los dedos, deleitado, en la sangre. Lo que se desplazaba con la guadaña invisible por el valle era una sombra y un puñado de sombras arrojadas por un sol grave.
El arbusto ardió hasta consumirse, y la cara del bebé se deshizo entre las hojas humeantes.
Fue, según dijeron, una espléndida mañana de sábado, a mediados de verano, cuando Rhys Rhys se enamoró de su hija. Esa mañana la aulaga había empezado a arder. Rhys Rhys, ataviado de negro clerical, vio las lenguas de fuego alzarse hacia el cielo y arder al rojo el arbusto que había en la ladera de la colina, cual Dios entre las llamas mucho más pálidas de la hierba. Tomó a su hija de la mano cuando ella estaba tendida en la hamaca del jardín y le dijo que la amaba. Le dijo que era más hermosa aún que su madre muerta. Su cabello olía a ratones, los dientes superiores le colgaban sobre el labio inferior, tenía los párpados enrojecidos y húmedos. El vio resplandecer su belleza como si manara de ella un chorro de savia. No bastaron los pliegues de su vestido para esconder la desnudez desaseada de su cuerpo. No eran sus huesos ni sus carnes, ni tampoco sus cabellos, lo que a él de pronto se le antojó tan hermoso. La pobre tierra se estremece bajo el sol, dijo. Le acariciaba el brazo de arriba abajo. Solo lo torpe y lo feo, solo lo estéril da fruto. La carne de su brazo se enrojeció al tacto de su mano. Le tocó el pecho. Por el tacto de su pecho conoció cada centímetro de la carne que la recubría. ¿Por qué me tocas ahí?, dijo ella.
Esa mañana, en la iglesia, él habló de la belleza de la cosecha, de la promesa del maíz enhiesto y de la promesa en la hoja afilada de la guadaña cuando abate el maíz y silba en el aire antes de hendir la madurez del fruto. A través de las ventanas abiertas al final del pasillo, vio los campos amarillentos en las lomas y las manchas de los brezales en las lindes de los prados. El mundo estaba maduro.
El mundo está maduro para el segundo advenimiento del hijo del hombre, dijo en voz bien alta.
Sin embargo, no era la madurez de Dios la que lo deslumbraba desde la colina. Era la promesa y la madurez de la carne, la buena carne, la carne enferma, la carne de su hija, la carne, la carne, la carne de la voz de trueno que aúlla ante la muerte del hombre.
Esa noche rezó por los pecados de la carne. Oh, Dios hecho a imagen de nuestra propia carne, rezó.
Su hija estaba sentada en el primer banco y se acariciaba el brazo. Se habría tocado el pecho exactamente donde él la tocó, pero los ojos de la congregación estaban puestos sobre ella.
La carne, la carne, la carne, dijo el vicario.
Su hijo, mientras buscaba por las lomas una topera o alguna huella de un zorro colorado, silbando a las aves igual que ellas y acariciando a los terneros cuando se mostraban arrogantes a la vera de sus madres, tropezó con un conejo muerto y despatarrado sobre una piedra. La cabeza del conejo estaba cosida a perdigones, los perros le habían desgarrado las entrañas y en el cuello se veían las marcas de los dientes de una comadreja. Lo alzó con suavidad y le hizo cosquillas detrás de las orejas. La sangre de la cabeza le goteó en la mano. Por el desgarrón del vientre se le habían despanzurrado los intestinos, ahora hechos un amasijo sobre la piedra. Abrazó el cuerpecillo cubriéndolo con la chaqueta y volvió corriendo a casa por los campos, con el conejo bailoteando pegado a su chaleco. Cuando llegó a la cancela de la vicaría, los fieles salían despacio de la iglesia. Se estrechaban la mano, se tocaban el sombrero y sonreían al pobre muchacho de largos cabellos verdosos, de orejas de asno, que llevaba la muerte bajo la chaqueta abotonada. Para todos ellos siempre sería el pobre muchacho.
Rhys Rhys estaba sentado en su despacho, con el tallo de la pipa sobresaliéndole entre los botones y la Biblia sin abrir sobre las rodillas. Había concluido el día del Señor, y el sol, como en otro sábado cualquiera, se ponía tras las colinas. Encendió la lámpara, pero el aceite despedía un brillo mayor. Cerró las cortinas para impedir el paso de la noche, que no era bienvenida. Sin embargo, abrió su corazón, y el pulso calvo que en él latía fue un desconocido al que sí dio la bienvenida. No había percibido un amor así desde que la mujer que le arañara al descubrir a la bruja en sus ojos de varón, había caído en sus brazos y le había besado y había musitado palabras galesas cuando él la tomaba. Había sido la madre de su hija y había muerto con los dolores del parto, robándole, ya muerta, al hijo de su segundo amor, y dejando al niño de los verdes cabellos como sustituto del que había de nacer. Enardecido y feliz por el deseo, Rhys Rhys arrojó la Biblia al suelo. Alcanzó otro libro y leyó a oscuras, a la luz de la lámpara, algo relativo a la anciana que había engañado al diablo. El diablo no es más que carne pobre, dijo Rhys Rhys.
Llegó su hijo con el conejo en brazos. El muchacho desgarbado, con su chaqueta encarnada, era carne del pasado. La piel de los muertos sin enterrar estaba adherida a sus huesos, la sonrisa del sustituto prendida de sus labios y el cabello del mar brotaba de su cuero cabelludo. Se plantó ante Rhys Rhys.
Como el espectro de su madre, sostuvo el conejo con suavidad y lo acunó contra su pecho, meciéndolo sin cesar. Con astucia, con los párpados entrecerrados, vio a su padre encogerse ante la visión de la muerte. Lárgate de aquí, dijo Rhys Rhys. ¿Quién era ese verduzco desconocido para entrar llevando en brazos a la muerte y para mecerla en su presencia, como si fuese un bebé guarnecido por una rica capota de piel? Durante un minuto, la carne del mundo quedó inmóvil; apareció el antiguo terror; se secaron las aguas del pecho; crecieron los pezones a través de la arena. Se cubrió entonces los ojos con la mano y solo permaneció el conejo, un pequeño saco de carne, medio vacío, meciéndose en los brazos de su hijo. Lárgate, dijo. El niño estrechó más al conejo y lo meció y le volvió a hacer cosquillas.
Sustituto, dijo Rhys Rhys. Es mío, dijo el muchacho. Lo voy a despellejar y guardaré el cráneo. Su habitación, en el ático, estaba repleta de cráneos y de pellejos secos, y guardaba los huesecillos en frascos.
Dámelo.
Es mío.
Rhys Rhys le arrancó el conejo de las manos y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta de fumar. Cuando entró su hija, lista para irse a la cama, con una candela en la mano, Rhys Rhys guardaba la muerte en el bolsillo.
Se mostró tímida, pues el recuerdo de su tacto aún le dolía en el brazo y en el pecho, pero se inclinó ante él sin ponerse colorada. Le dio las buenas noches, lo besó y él apagó la candela. Ella sonreía cuando él apretó con los dedos el pabilo.
Despójate del camisón, dijo él. Sin camisón, dio un paso hacia sus brazos.
Quiero el cráneo, dijo una voz en la oscuridad.
Desde su habitación en lo más alto de la casa, por las telarañas de las ventanas, por encima de los pellejos y los frascos, el muchacho alcanzaba a ver una milla entera de la colina verde que retrocedía en las tinieblas del primer amanecer. Una tormenta de verano, el calor de la lluvia que tapizó la hierba de aquella milla, había dejado una nueva brillantez matinal, tras la noche muerta, en cada una de las raíces.
La muerte se adueñó de las piernas de su hermana cuando subía la colina, hundida hasta la rodilla en los brezales. Vio la hierba alta en sus muslos. Y las cuchillas de un viento arreciante, salido de los cuatro vientos de los muertos que daban estiércol, podrían haberle atravesado las plantas de los pies y haberle subido por las venas de las piernas hasta el estómago, hasta el útero, hasta el corazón. El seguía su ascenso. Ella se detuvo y jadeó para recobrar el aliento sobre un otero de la colina más ancha, golpeándose las paredes de la vejiga, acariciándose el pecho velloso (pues le crecía el vello igual que a un hombre), sintiendo el latido del corazón en las muñecas, amando su codiciada delgadez. Para él, era tan fea como la mujer de cara cerduna que habitaba en Llaregubb, la que le había enseñado los terrores de la carne. Recordó las proposiciones de aquella mujer tan desagradable. Ella apagó la candela cuando él llegó en la noche; había caído una fuerte granizada y se resguardó de la inclemencia del tiempo en su casa putrefacta. Ahora, a media milla, su hermana estaba de pie, por la mañana, y las alimañas de las colinas podrían saltar sobre ella, despreocupada, rodeando todos los ángulos de su extrema fealdad. Él sonrió al pensar en ratas devoradoras, y miró alrededor, por toda la habitación, en busca de un frasco para guardar para siempre su corazón. Su cráneo, sujeto por un clavo encima de la cama, sería como una sonrisa de bienvenida que paliaría los dolores del despertar.
Sin embargo, vio a Rhys Rhys que subía a grandes zancadas por la colina, y la cabeza de su hermana, fija e invisible sobre las sábanas, se volatilizó. Rhys Rhys siguió su ascenso por los densos brezales, que le llegaban a la rodilla, hasta remontar el pedregal y llegar a los primeros helechos, donde estaba ella. La tomó de la mano. Las dos sombras entrelazaron sus manos y siguieron juntas hacia la cima. El muchacho los vio marchar y volvió la cara contra la pared cuando se desvanecieron en una misma sombra mortecina, por encima del horizonte, para bajar hacia la frondosa hondonada que había al oeste, al pie del callejón de los amantes.
Después se acordó del conejo. Bajó corriendo las escaleras y lo encontró en el bolsillo de la chaqueta de fumar. Estrechó la muerte contra su pecho, probó una tos de sangre en la lengua mientras subía, contento, de vuelta a los frascos brillantes y la pared llena de cabezas.
Con el primer rocío de luz vio a su padre buscar a tientas la blanca mano de ella. Ella, la que era su hermana, caminaba con el vientre hinchado por la colina. Le tocó la entrepierna y él suspiró y se abalanzó sobre ella. Sin embargo, los nervios de su cara se mezclaron con la flaqueza de los muslos de él, y se apartó de un empellón. Rhys Rhys, por encima del pedregal, la condujo al terror. Suspiró y se abalanzó sobre ella. Ella se unió a él en el cuarto y en el quinto terror de la carne. Los ojos de tu madre, dijo Rhys Rhys. No eran sus ojos los que le veían orgulloso ante ella, ni los ojos de sus pulgares. Alzó los párpados de los dedos. Él vio la bola bajo la uña.
Fue, según dijeron, una espléndida mañana de sábado, a comienzos de la primavera, cuando ella le dio un hijo varón. Transportada a la cama de su padre, ella pidió a gritos la anestesia cuando la cabeza la reventó al asomar al mundo. En su vestimenta de sangre durmió hasta el alba, y una estrella sanguinolenta le estalló en cada oído. Con tijeras y un trapo la asistió Rhys Rhys; contemplando los rasgos retorcidos y las manos del recién nacido, como las manos de un topo, con dulzura le quitó al bebé, y el pecho de su hija se deshizo en llanto y se refugió en la boca de las sombras que la circundaban. La sombra frunció la boca en espera de la leche y de los algodones. El niño escupió en sus brazos, el ruido del aire era ensordecedor y la luz sorda se le murió en los ojos.
Rhys Rhys, con el niño muerto en brazos, se adentró en la noche sin dejar de oír a la madre que gemía en sueños, sintiendo la sombra mortífera, repleta de leche hasta la náusea, flotar en torno a la casa. Volvió el rostro hacia las colinas. Una sombra caminaba a su lado, muy cerca; silencioso, a la sombra de un árbol en flor, el sustituto esperaba. Compuso una imagen para la luna, y la luna se desprendió de sus carnes, dejando una calavera con ojos como estrellas. Con una sonrisa volvió corriendo por los prados y entró en la casa que sollozaba.
A mitad de camino, en las escaleras, oyó morir a su hermana. Rhys Rhys siguió su ascenso.
En lo alto de la colina depositó al bebé en el suelo y lo recostó contra un matorral de aulaga, en medio del brezal. La muerte recostó las flores oscuras. El bebé se puso rígido por el rigor de la luna. Pobre carne, dijo Rhys Rhys al tirar de la aulaga y de los brezos. Pobre ángel, dijo a la boca atenta del bebé. El fruto de la carne cae con el gusano del árbol. Al concebir el gusano, la corteza se desmigaja. Ahí estaba la pobre estrella de la carne recién caída, como la gota de leche de mujer, de los pezones de un árbol invadido por los gusanos.
Apiló las ramas de aulaga en medio de un círculo de piedras que aún aullaban en los sábados. En lo alto del montón de ramas purpúreas apiló hierba seca. Una pira mortuoria: los brezos eran tan altos como él, descollaban incluso por encima de sus cabellos que el viento alborotaba.
Detrás de un peñasco se deslizó la sombra que lo acompañaba, y la sombra del muchacho quedó impresa bajo el flanco feroz de un árbol. La sombra se fijó en el muchacho y el muchacho se fijó en los huesos del bebé desnudo bajo su gélida cobertura, y en la hierba que arañaba el cráneo calvo, y en el camino que tomó su padre en medio del crecimiento canceroso del círculo silente. Vio a Rhys Rhys tomar en brazos el bebé y dejarlo en lo alto de la pira, vio la cabeza de un fósforo que ardía y oyó los crujidos de la maleza, tronzándose como si fueran los brazos de un bebé.
Prendió la pira en llamas. Ante el ojo enrojecido del fuego que empezaba a crepitar, Rhys Rhys extendió los brazos e invocó a la sombra entre las piedras. Rodeado por las sombras, oró ante la pira en llamas, y las chispas de la aulaga volaron más allá de su sonrisa. Arde, niño; arde, pobre carne, carne enferma, carne, carne, pobre carne lamentable, carne del útero maligno, arde y vuelve al polvo, imploró.
Y en el bebé prendieron las llamas, que se rizaron en torno a su boca y soplaron sobre sus encías encogidas. La llama en torno a su rojo cordón azotó su barriguita hasta que la carne viva cayó entre los brezos.
Una llama le tocó la lengua. Iii, gritó el niño en llamas, y la colina iluminada replicó en consonancia.
FIN