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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO MINERVA (por Enrique Araya)
Su temperamento erótico —¡y en qué grado!—, además de su falta de atractivos para las muje­res, le llevaron a desesperar. Su gran imagina­ción, exacerbada por la necesidad de disfrutar de alguna bella, inteligente y dócil, le determina­ron a cumplir su extraño proyecto.

Dejé a Anastasio Johnson en Nueva York cuando la impaciencia ya estaba por hacerle caer en neurastenia. Yo era su único confidente en este orden de cosas. Regresé a mi país y no le vi por cinco años.
En Santiago sólo recibí una carta su­ya comunicándome su matrimonio y su felicidad; me daba su dirección y me invitaba a visitarle en caso de volver a su tierra. En vano le pedí mayo­res detalles sobre su amor.
No contestó.

En el Aeropuerto Kennedy espero a Anastasio, pues me anunció venir a recibirme. Pronto le di­viso y me extraña que esté sin su mujer.
Igual­mente feo y desgarbado como antes, resplandece en su rostro una dicha tan pujante que anula al­go su desarmonía.

Nos abrazamos con fuerza. Mi primera pre­gunta:

—¿Cómo está tu esposa?

—Mi amada tiene una salud de hierro. Jamás se enferma. Gracias.

Anastasio ha progresado en lo económico a juzgar por el omnipotente Cadillac.

—¿Te ha ido bien? —pregunto.

—Muy bien. Trabajo en electrónica y he ga­nado mucho dinero, lo que me permitió casarme. Tú sabes que de otro modo habría sido imposi­ble. —Y ríe de su propia fealdad.

Sonrío levemente y como si no encontrara sentido a su frase.

En el trayecto me dice que vive lejos del centro de la ciudad, pues a Minerva no le agrada el bullicio y sí, en exceso, la soledad. Y agrega:

—Por lo demás, a mí tampoco me gusta exhi­birla. Tú eres el primer amigo que la conocerá. ¿Recuerdas que sólo contigo hablaba de mis
an­sias de amor? Tengo verdaderos deseos de presen­tártela. Tú me comprenderás.

Pienso que será tan fea como él. Una buena mujer e inteligente, pero no presentable en público.

—No le agrada vivir en departamentos. Can­ta mucho y teme que los vecinos la hagan callar. Tú sabes que a mí me encanta la música. Todo es complementación entre nosotros.

Hemos llegado a la puerta del jardín y un suave y dulcísimo canto de mujer me pulsa las cuerdas musicales del cerebro y acaso de la mé­dula.

—¿Es Minerva quien canta?

—Sí: vivimos solos. ¿Te agrada su voz?

—Es lo más tierno y embriagador que he es­cuchado en mi vida. Tiene algo de María Callas.

Siento miedo de enamorarme si es bella.

Anastasio parece adivinar mis pensamientos y dice:

—No tengo celos de Minerva. Y recuerda que los sentía de todo el mundo cuando una mujer me gustaba, aunque no me correspondiera.

—Y, ¿a qué se debe esta transformación?

—A la simple razón que nadie podrá arre­batármela. Es la fidelidad misma.

Guardo silencio y pienso que ella debe ser muy pobre y tal vez de origen muy humilde.

Mi amigo abre, la puerta de calle y la voz de Minerva me acosa, me penetra no sólo por los oídos, me adormece y electriza al mismo tiempo. Ya estoy hechizado y si la dueña de esa voz me pidiera que asesinara a su marido no podría de­jar de obedecer. El canto de las afamadas sirenas no debió haber sido más eficiente que el de Mi­nerva para seducir. Tengo un miedo ovejuno de privar a mi amigo de la única mujer que le ha amado. Mis propias estadísticas me indican que las mujeres sienten a primera vista atracción ha­cia mí.

—¡Minerva! —grita Anastasio en tono afec­tuoso.

Deja de cantar y contesta:

—Dulce amor, por fin has llegado. Te aguar­daba más inquieta y anhelante que Penélope cuan­do Ulises regresaba a Itaca.

Estoy anonadado. Pienso que es una mujer romántica y que sus frases, algo pedantes y cur­sis, en su garganta mágica cobran melodías su­gestivas y adquieren un sentido nuevo, o tan viejo como si las pronunciara la propia Penélope. Y si yo, que no soy el esposo y para colmo un mate­rialista y prosaico, me siento tan embrujado y re­trocedido en el tiempo como para revivir el de Ulises, cómo será para Anastasio, que ha disfru­tado de sus besos, de sus brazos y de sus estre­mecimientos telúrico-eróticos. Miro el rostro de mi amigo y le veo transfigurado; es un semidiós griego y parece estar en el Olimpo.

—Minerva divina, no podría decirte que lle­go, pues no he estado lejos de ti ni un solo ins­tante: te he llevado todo el día en mi espíritu.

—Adorado mío, dices bien, ya que te he sen­tido todo el tiempo junto a mí o, más bien, pe­netrado en mi ser como el hueso en el fruto, como el pez en el mar o como la simiente en la tierra. Nuestros seres están fundidos desde una eternidad. Retorna a tu seno. Húndete en mí. No tardes más.

—Vengo, amada mía, con mi único amigo que es de tierras lejanas y que por su nobleza se­rá el único que te conozca. ¿Puedes recibirnos?

Su voz se hace aún más dulce para autorizar nuestra entrada, al punto de hacerme creer que ya me ama y que desea pronto estrecharme en sus brazos. Tengo no sólo temor, sino hasta arre­pentimiento. Anastasio me dice que entremos y traspaso el umbral, lánguido, deshecho.

Minerva está en su lecho regio (este adjetivo se emplea casi por primera vez con propiedad, porque su cama es la de una reina). Su camisa de seda es color de cielo en mañana de primave­ra. Sus brazos son serpientes domesticadas y tienen la tersura de los frutos maduros. Su gargan­ta vibra levemente como si rumiara besos. Y los montes de sus pechos desde lejos se presienten tensos, tibios y vibrantes bajo la seda, menos sua­ve que ellos.

Sonríe y el contraste de sus labios de fruti­lla con sus dientes como fichas de casino lujoso da tal presión a mis vasos sanguíneos que alcan­zo a divisar fugazmente un infarto coronario que avanza, de puntillas, hacia mí.

—Perdone usted que interrumpa su reposo..., o su enfermedad.

—El amigo de mi esposo me descansa con su presencia o me cura de mi dolencia, pues si él te ama, su amor también me inflama. Nunca te­mas perturbar mis horas: la vida ya fue vivida desde una eternidad y, ahora, sólo es mentida aunque dulce realidad.

Anastasio me mira y al ver yo que él abre su boca en involuntario gesto imitativo, compren­do que estoy con la mía abierta. Para disimular mi éxtasis pecaminoso y evitar sus celos, la cierro.

Anastasio se dirige hacia una alacena, abre una de las hojas de la puerta, pero no alcanzo a ver qué hace allí.

Después él me dice:

—Ella es librepensadora y me ha contagiado con sus doctrinas. Es por ello, como te decía, que no siento celos.

—¡Qué interesante! —exclamo delatando mis deseos.

Involuntariamente he hecho un gesto de arre­pentimiento por mi torpe actitud.

—No te preocupes por nada. Ella todo lo comprende..., y yo también.

—Claro —exclamo como para entrar en un «cuarto intermedio», como dicen los congresistas.

—¿Te agradó la voz de mi mujer?

—No; no me gustó..., me fascinó —respon­do.

—¿Quieres una bebida?

—Siempre que ella lo desee...

Minerva con su voz más adormecedora dice:

—Sólo para acompañarles en esta suerte de ritual, ya que la presencia de ustedes es para mí suficiente estimulante: dos amigos leales y since­ros junto a mí, ¿no son de por sí un motivo de justificado regocijo? Tasio se agiganta por miste­riosas influencias del corazón de su amigo.

Anastasio —Tasio como ella lo llama— sirve tres whiskies. Bebemos con deleite y el alcohol, en agradecimiento, nos recompensa con su poder de mistificar la realidad.

—Minerva, ¿deseas cantar? —pregunta Tasio.

—Para ustedes dos es un placer singular.

Su respuesta me suena original no obstante haberla escuchado antes en Melipilla, Pomaire, Chillán y en muchas provincias de mi país.

Ella inicia su gorgoriteo. Veo a los ángeles y aun a varios querubines lanzarse de cabeza, avergonzados, debajo de las nubes celestiales. No me puedo tener en pie y sin pedir permiso, me tumbo sobre una chaise longue. Ella detiene su canto y me insinúa:

—Más cómodo estarías en este lecho.

Tasio me invita con un gesto a acceder. Per­dido el respeto por influjos del amor, camino ha­cia la cama. Tasio dice:

—Perdónenme un instante, pero debo ir a mi escritorio a preparar un trabajo delicado de apli­cación electrónica a las cápsulas interplanetarias.

Minerva dice:

—Eduardo, amado... de Tasio, como él lo dijera, pienso sin prejuicios y adelantada a mi época.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Nada de lo humano me es ajeno. Abando­na tus prejuicios y bésame.

No obstante estar mareado por su canto y por el alcohol, sentí escrúpulos, arrepentimiento, locura. Me recosté junto a ella y saboreé el beso más deleitoso y ardiente de mi vida. Ella dijo:

—Cuando pequeña, en los colmenares de mi padre en el Olimpo, exprimía con mis labios direc­tamente de los panales de cera virginal,
elabora­dos por las propias abejas, la miel de sus entra­ñas. Hasta hoy pensaba que nada podía ser más dulce y reconfortante que ese zumo animal. Esta tarde he aprendido que eres abeja del Olimpo y que tu licor de besos es más delicado que el de ellas. ¡No me prives jamás de tu vino bucal!

Alcancé a pensar que sus frases eran algo cursis, pero, ¿qué me importaba esa modalidad si ella era sobrehumana? Me indigné contra mí mis­mo por padecer esas erupciones convencionales y contesté:

—Minerva, no sólo mi licor bucal, sino todos mis zumos y mi existencia entera los consagro desde este instante a ti.

Ella agregó:

—Saca tus ropas, viajero, y ven a mí.

Nunca me he desvestido más rápido.

Tras amarla con lujuria, recuerdo que un sacerdote muy virtuoso me aconsejó que debía practicar la castidad hasta el día del matrimonio. Pero ya estoy metido en el lecho de una diosa y pienso que puede ser un caso de excepción.

En estos momentos comprendo mejor la fra­se del texto escolar sobre mitología griega que refiriéndose a Venus, la Diosa del Amor, dice que fue hecha con las espumas del mar. Ello cuadra a la perfección con las características de Minerva de Johnson, aun cuando las espumas de ésta son más cosquilleantes y tibias.

Cuando a la media hora vuelve Tasio a la es­tancia, quiero incorporarme y justificar mi posi­ción en el lecho, pero él presume mis intenciones y dice:

—Te comprendo, Eduardo. No te muevas si estás bien.

Ella intercede por mí, dirigiéndose a su ma­rido:

—¿Acaso no me conoces lo suficiente como para poner en duda el que tu amigo esté cómo­do? De tus expresiones se infiere en forma inequí­voca que no tienes certeza.

—No dudo, amada Minerva, de tus encantos, pero le he visto preocupado de mis sentimientos.

—Bueno..., es que..., digamos..., como si di­jéramos... —observo yo.

Tasio me complementa con generosa oportu­nidad:

—Te sientes cohibido porque crees haber atentado contra mis derechos. Te equivocas: la sabiduría es patrimonio de la comunidad.

En mi desconcierto alcanzo a columbrar que siendo Minerva la Diosa de la Sabiduría, por ello es del dominio público, pero no logro comprender que Tasio me ceda a su mujer por el hecho de ha­ber sido bautizada con ese nombre, cosa un tanto casual.

Después él me propone pasar al escritorio y de mala gana debo aceptar. Minerva, antes de ver­me partir, me insinúa con un leve movimiento de sus labios que debo besarlos y, prescindiendo de todo riesgo, accedo.

Ya sentados en el escritorio de Tasio, donde hay mil cosas que revelan su tecnicismo electró­nico (pizarras con fórmulas matemáticas, transis­tores, válvulas, aparatos semovientes y que en­cienden luces de todos colores), empezamos a dia­logar:

—¿En tu propia casa tienes el laboratorio electrónico? —pregunto para encauzar la conver­sación en el sentido que más curiosidad me des­pierta.

—No; aquí sólo tengo los aparatos relativos a Minerva.

—Perdona, tenemos confianza, no entiendo.

—Esa confianza a que aludes es la causa por la que te haya presentado a mi mujer y me mueve a contarte, y sólo a ti, todo el secreto de mi ma­trimonio.

—Gracias.

—Minerva no es una mujer corriente.

—Ya me había dado cuenta; es extraordina­ria.

—Pero no en el sentido que lo entiendes. Ella no tiene existencia natural. No es hija de criatu­ras humanas. Es decir, sí lo es, pero engendrada sin relación sexual. En realidad es exclusivamen­te hija mía.

Tras una pausa meditativa, continúa:

—Tampoco es lo que estás pensando. Miner­va es hija de mi inteligencia. La he creado ante la angustia de quedarme solo en el mundo.

—Tasio, te ruego no burlarte de mí, ni de ella, pues ya le tengo un inmenso afecto. Pienso que hay cosas en la vida que no deben ser objeto del humorismo, aunque constituyan un material precioso para ejercerlo.

—Yo también la quiero, pero no por ello pue­do olvidar su génesis. Cuando cumplí treinta y cuatro años adquirí conciencia del hecho que jamás al­guna mujer me amaría, por lo que utilicé mis pro­fundos conocimientos teóricos y prácticos de elec­trónica para construir una mujer que tuviera to­das las características físicas, intelectuales y mo­rales que a mí me agradan. En realidad, no es sólo hija mía, pues me valí de talleres ajenos para fa­bricar algunas piezas. Así, por ejemplo, las «car­nes», por así decirlo, las encargué a la Internatio­nal Rubber Co., elaboradora de elementos de cau­cho y de plásticos. Logré persuadir al Departa­mento Técnico para que me fabricara una sustan­cia compuesta de un 70% de caucho y de un 30% de plástico. La elasticidad de aquél, combinado con la relativa dureza de éste, me proporcionó un material de la consistencia, ductilidad y tensión adecuadas y, para mí, afrodisíaco.

—Doy fe —digo con estúpida ingenuidad. En seguida manoteo en el aire buscando palabras pa­ra desdecirme. Pero Tasio me interrumpe:

—¿Por qué te preocupas si ya sabes que Mi­nerva es un ser artificial?

—Es que, a pesar de todo, sé que la amas.

Tasio medita unos segundos y por la expre­sión se advierte que analiza otra vez sus senti­mientos. Después exclama:

—Tienes razón: la adoro.

—Lo comprendo, pues aun cuando conozco su origen no puedo dejar de sentir algo semejan­te al amor.

—Todo el equipo sonoro y óptico de Miner­va lo encargué a una firma japonesa que podía hacerlo en forma perfecta y a menos costo.

—Pero dime, Tasio, si ella es artificial, ¿cómo puede responder a tus preguntas y, más aún, ha­cerlo con diversas y oportunas tonalidades de ter­nura, de amor, de esperanza?

—Llevo siempre conmigo un regulador, a control remoto, de tonalidades y cambiador de las casetes magnetofónicas, lo que me permite provocar las reacciones físicas, conceptuales y fo­néticas adecuadas de Minerva.

Tasio extrae de su bolsillo un aparato no más grande que un paquete de cigarrillos, semejante a un receptor de radio con pilas, para enseñár­melo.

—Pero —le objeto—, ¿entonces eres tú mis­mo quien dirige y causa las reacciones de ella...?

—Por cierto, y, ¿ves en ello algún inconve­niente?

—Sí: que ella no es en absoluto espontánea.

—Siempre las mujeres actúan impulsadas por nuestras propias actitudes. Es una suerte de control remoto por motivaciones psicológicas. Así se explica que aun sabiendo que ella es un ser
ar­tificial, hija de mi capacidad científico-técnica, le ame. No la cambiaría por otra mujer normal en cuanto a su nacimiento, pues todas son artificia­les. Lo mismo, por lo demás, ocurre con los va­rones.





Tasio me invita a hospedarme en su hogar y acepto gustoso. A los pocos días mi amigo feo me comunica que debe ausentarse de casa por una semana, pues debe asistir a ciertos ensayos de la cápsula lunar, en Houston.

Antes de partir me explica qué debo hacer pa­ra lograr el perfecto funcionamiento de su esposa e incluso me entrega un manual de instrucciones muy detallado y práctico.

Como no tengo nada especial que hacer en la ciudad, paso día y noche, en casa, junto a Miner­va. Acaso aunque hubiese debido trabajar no ha­bría salido, pues estoy fascinado.

Me agrada mucho que a Minerva sea necesa­rio cargarla sólo cada tres días de casetes magne­tofónicas, de líquidos tibios y demás elementos para que hable, cante y ame.

A la semana estoy tan enamorado que sólo pienso en los medios adecuados para no separar­me nunca más de la esposa de mi amigo.

De vez en cuando me asalta el pensamiento del hecho que Minerva no es un ser vivo; que carece de alma inmortal; que no puede corresponder en lo íntimo a mi amor, aunque finja hacerlo por me­dio de palabras, actitudes, besos... Pero pronto me enredo en análisis complejos y sutiles sobre el sentido de la vida; acerca de cuál es la más ele­vada naturaleza del amor: dar sin esperar retribu­ción. Me pregunto: ¿hasta dónde importa que las manifestaciones eróticas de una mujer deriven de su existencia natural, orgánica, de una hija de mu­jer? Si su comportamiento es idéntico al de todas las mujeres bellas y ardientes, ¿qué importancia tiene que Minerva haya nacido de la genialidad tecnológica de Tasio?

Cuando mi amigo regresa, mi primera frase es:

—Noble amigo Tasio, pido la mano de tu hija.

—¿De qué hija me hablas?

—De Minerva.

—Ella es mi esposa.

—Es hija de tu cerebro.

—Así será, pero es además mi esposa.

—Ello constituye incesto.

—Posiblemente, pero la amo.

Discutimos con vehemencia largo rato.

Retorno a la cordura y acepto una transac­ción: por tres mil dólares Tasio me fabricará una mujer igual a Minerva, pero pelirroja. Se compromete a terminarla antes de seis meses y esti­pulamos una cláusula penal para el caso de mora.

Hace ya dos años que vivo feliz, sin celos, jun­to a Diana. El monto del precio lo estimo total­mente amortizado. Si me hubiese casado con una mu­jer vulgar habría gastado mucho más en alimen­tación, joyas, caprichos, maternidad.

F I N


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