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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EN EL TERCER PLANETA (por Alberto Vanasco)
Lo primero que vio Bustos fue una luz violeta y naranja que parecía moverse allá en el fondo del campo de los Mora. En un primer momento no le dio importancia porque no era raro que anduvieran cazando liebres a esas horas con los faros de los autos o buscando algún animal perdido. Además, Bustos era un hombre sin imaginación. Venía simplemente escuchando "Modart en la noche" por la radio y pensando nada más que en las horas de descanso que lo esperaban en Buenos Aires. Siguió así adelante con su viejo Mercedes Benz de diez toneladas cargado con cemento que traía desde Balcarce. La luz, azulada ahora y amarilla, empezó a desplazarse a lo largo de la línea más clara del horizonte, acercándose a la ruta, y entonces Bustos sí se sintió intrigado. Aquella luz no era humana, pensó, era como incandescente, o con destellos de relámpago, o un fulgor no debido a la intensidad sino a cierta velocidad centrífuga que la hacía espectral. La luz se detuvo por fin detrás de una fila de eucaliptos.

En ese momento, la voz de Pedro Aníbal Mansilla se apagó de golpe. Pero Bustos vio que también se apagaron las luces del tablero y que el motor se había detenido. Instintivamente puso la palanca en punto muerto y llevó el camión hacia la banquina, donde se detuvo dócilmente. La oscuridad y el silencio lo envolvieron de pronto. Bustos se asomó por la ventanilla y comprobó que la luz tornasolada seguía palpitando allá detrás de los árboles.

Se bajó en seguida y trató reglamentariamente de encender las balizas, una atrás y otra adelante, pero ninguno de los fósforos se prendió; parecían húmedos y pastosos, como si hubieran estado sumergidos en aceite o en el barro y se deshacían bajo la presión de sus dedos. Desistió de señalar la posición del camión; por otra parte, no pasaba ningún vehículo por la ruta. Se puso de pie y caminó entonces hacia el objeto luminoso a lo largo de la alambrada. El resplandor violáceo parecía encenderse y apagarse detrás de las siluetas de los eucaliptos. Antiguas y vagas habladurías del sur de la provincia empezaron a reconstruirse de improviso en su memoria. ¿Estaba por presenciar una de esas apariciones extrañas que había oído comentar algunas veces en la radio o en la mesa de un restaurante de la ruta por algún compañero? Cuando llegó al primero de los árboles pudo ver con nitidez lo que estaba ocurriendo: vio una gran nube como un fuego envolvente y alrededor de él un resplandor y en el centro del fuego algo que parecía como bronce relumbrante. Vio también a un costado la figura de cuatro seres vivientes semejantes a hombres y que cuando andaban lo hacían siempre hacia adelante, como si no pudieran girar. Bustos vio pasar corriendo dos liebres y después una perdiz. Las figuras que se movían activamente como en una imperiosa y extravagante operación llevaban sobre sus cabezas como una campana de cristal, una especie de globo o de fanal enorme y traslúcido en que veía insinuarse sus rostros. Tuvo tiempo de observar con detenimiento el objeto que centelleaba como bronce bruñido: era como una rueda en medio de otra rueda, y su cúpula era alta e impresionante, y tenía innumerables ventanillas o aberturas alrededor, y su color era amarillo verdoso.

Se levantó de pronto un gran viento cálido y Bustos se asustó y cruzó nuevamente la zanja y corrió hacia su camión; cuando llegó junto a él vio que las luces se hallaban encendidas y oyó que el motor se había puesto en marcha. Miró hacia atrás y vio perderse en la oscuridad de! firmamento la luz violácea y titilante del disco metálico que acababa de observar en tierra. Cuando entró en la cabina del camión, la radio estaba funcionando otra vez.

Arrancó y se dirigió a toda marcha hasta el puesto más próximo de la policía caminera. Allí los agentes de servicio no le prestaron atención o no entendieron lo que les decía, y debió esperar media hora, sentado en un banco de madera, hasta que llegó el principal. Este lo escuchó con aire aburrido, anotó algo en un papel, lo hizo firmar, le preguntó si había bebido, y le dijo que sería más interesante que esas cosas se las contara a los cronistas de la televisión o de los diarios. Le aconsejó que no siguiera manejando si no se sentía bien o si tenía sueño, y lo invitó a que estacionara sobre un costado de la ruta y echase un sueño hasta el amanecer. Bustos le aseguró que se sentía perfectamente y trepó a su camión y prosiguió su camino.

Al llegar al hotel contó agitadamente lo que había ocurrido, pero el dueño y uno de sus hijos se rieron de él y le dijeron que de tanto andar solo por la carretera se le había fundido el seso. Dos o tres de los pensionistas del hotel lo escucharon más atentamente y hasta con un gesto de asombro, pero Bustos no tardó en darse cuenta de que le preguntaban algunos detalles y lo hacían hablar nada más que para burlarse de él. Se fue entonces a su pieza y durmió hasta el mediodía en forma agitada y con sueños breves y terribles.

Pero a la tarde siguiente el hijo del dueño se ofreció espontáneamente a acompañarlo a los diarios y a la televisión a fin de que diera a conocer lo que había podido presenciar.

Hicieron largas antesalas, recorrieron pasillos interminables y por último hablaron con gente que los acusó de querer llamar la atención, de estar haciéndoles perder el tiempo, o que directamente no les creyeron y los amenazaron con denunciarlos como charlatanes. A Bustos y a sus propios recuerdos, de tanto describirlos, se le hacían dudosos y se le presentaban como confusos e inciertos. Comprendió que más de una vez incurría en contradicciones y ya no estaba seguro de lo que había visto ni de lo que había inventado en su afán de ser convincente y categórico. Esa noche sólo un pequeño diario publicó en su última edición una sucinta versión de lo relatado por Bustos, aunque éste apenas reconoció en la historia lo que le había sucedido, tantos eran los términos extraños y los detalles falsos que traía la noticia. Lo único cierto y trascripto con exactitud era su propio nombre, Hilario Bustos. Bustos dejó de lado todo aquello, no pensó más en su aventura, y esa segunda noche, que era la última antes de regresar, durmió realmente como un árbol caído.

Por la mañana, al salir, se encontró con un hombrecito que lo esperaba en el vestíbulo.

—¿El gentil señor Hilario Bustos? —le dijo el visitante.

Bustos no entendió muy bien lo de gentil y dijo:

—Hilario a secas. ¿Usted me esperaba a mí?

—Sí. Hemos leído en el diario lo que dice haber visto antes de anoche. Hay un señor que tendría mucho gusto en oír de sus propios labios y con todos sus pormenores esa historia. ¿Podría tomarse la molestia de acompañarme?

—Tengo que volver esta tarde —dijo Bustos.

—Eso no importaría, señor. Tenga en cuenta que se le retribuiría el tiempo perdido, aunque no nos llevará más de una hora. Le aseguro que saldrá ganando.

—Está bien —dijo Bustos, y salió con el hombrecito. Subieron en un auto negro y monumental, conducido por un chofer con uniforme también negro y gorra de visera brillante. Anduvieron unos veinte minutos y se detuvieron ante un elevado edificio cerca de la plaza San Martín. El hombrecito lo invitó a pasar, tomaron el ascensor y subieron hasta uno de los últimos pisos. Bustos entró en una oficina donde había varios aparatos de televisión y otros artefactos que no conocía, y frente un escritorio cubierto de teléfonos vio a un hombre también bajo y delgado que lo miraba sonriente. El hombrecito que lo había acompañado permaneció a sus espaldas, luego de hacerlo sentar en una silla frente al otro. Allí volvió a contar los hechos como ahora le parecía recordarlos y vio que el otro había hecho funcionar un grabador y vigilaba que el aparato marchara correctamente, al tiempo que tomaba notas en un grueso cuaderno. Cuando Bustos terminó le hizo tan sólo tres preguntas:

—¿Qué altura calcula tenían esas figuras?

—Pienso que más o menos dos metros, en comparación con los árboles que había cerca.

Ahora le alegraba sentirse útil y, además, preciso.

—Eso está muy bien —dijo el segundo hombrecito—. ¿Y su aspecto era como de carbones encendidos?

—No lo había pensado —dijo Bustos—. Pero así era efectivamente. Como antorchas encendidas.

—¿Y caminaban siempre en línea recta?

—Así es. Ya se lo dije.

—Muy bien. Muchas gracias. Esto es para usted, para que no comente con nadie más lo que ha visto.

Bustos tomó el sobre que el hombrecito le extendía y lo abrió: vio que había un macizo fajo de billetes de mil pesos en él. Los guardó en el bolsillo.

—¿Nada más? —dijo.

—Eso es todo. Buenos días.

Bustos se levantó, le dio la mano a los dos hombrecitos y se retiró. Apenas hubo salido, el que lo había interrogado se dirigió hacia uno de los aparatos de televisión que se alineaban contra la pared y lo encendió. Una extraña imagen se iluminó en la pantalla.

El segundo hombrecito tomó un micrófono y dijo:

—Lamento tener que comunicar que ya no somos los únicos que hemos llegado a la Tierra. Ayer a la madrugada ha sido vista una nave que no es nuestra. Tendremos que apurarnos en tomar al Tercer Planeta. Hemos podido comprobar que viene de Ganímedes, así que procederemos a destruirla esta misma tarde por medio de una explosión para que no queden rastros.

Se oyó una respuesta, al parecer afirmativa, desde el otro lado, y la imagen desapareció de la pantalla.

Cuando Hilario Bustos salió esa tarde de Buenos Aires con rumbo a Balcarce oyó desde su cabina una tremenda explosión que parecía haber ocurrido en lo alto y cuyas vibraciones hicieron temblar los vidrios de las puertas y sacudieron el chasis de su camión. La radio dejó de transmitir unos instante, pero casi en seguida volvió a sonar la música que lo entretenía y le hacía más liviano el camino.

FIN


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