La comadrona de la maternidad se detuvo ante la cristalera aséptica, a prueba de ruidos, de la sala de partos.
—Y allí —dijo al joven norteamericano de elevada estatura, perteneciente a la Organización Mundial de la Salud—, puede ver a nuestro santo patrón.
Barry Chance miró perplejo a la mujer hindú. Era una cuarentona de Kashmiri, vivaz y con aire de gran competencia. No se trataba, por lo tanto, de la persona más adecuada para tomar a broma el trabajo a que dedicaba su vida. Además, no había el más leve matiz de ironía en el tono de su voz. Claro que en aquel fecundo subcontinente, en la India, un extranjero nunca podía tener certeza de nada.
—Perdone —dijo él tímidamente—. No creo haber entendido...
Por el rabillo del ojo estudió al hombre que la comadrona le había indicado. Era anciano y calvo, y el escaso pelo que quedaba en su cabeza formaba una especie de aureola que enmarcaba su rostro profundamente arrugado.
La mayor parte de los indostanos, según había podido comprobar el norteamericano, solían engordar con la edad; pero aquél era muy enjuto, como Gandhi. Evidentemente, su aureola y aquella ascética apariencia podían justificar ya una fama de santidad.
—Nuestro santo patrón —repitió la comadrona, totalmente ajena al asombro de su interlocutor—. Es el doctor Ananda Kotiwala, y tiene usted una gran suerte al verle actuar. Hoy es el último día que lo hace, pues se retira de la profesión.
Mientras trataba de comprender las observaciones que le hacía la mujer. Chance observó casi con descaro al anciano. Se dijo que podía disculpársele su tosquedad, ya que la galería que lindaba con la sala de partos era una especie de lugar público. Allí había parientes y amigos de las parturientas, y hasta diminutos chiquillos que tenían que ponerse de puntillas para atisbar a través del ventanal de doble vidrio. En la India no existía la intimidad más que para los que tenían mucho dinero, y en un país superpoblado y subdesarrollado, sólo una mínima fracción de sus habitantes gozaban de un lujo similar al que el joven extranjero había disfrutado desde su niñez.
El que los pequeños pudieran contemplar fascinados la llegada de sus nuevos hermanitos, se consideraba allí como una etapa de su educación. Chance repitió para sí mismo que era un extranjero, y además un médico que había estudiado en una de las pocas facultades que aún seguían haciendo prestar el juramento hipocrático a sus graduados. Trató de desechar aquellos pensamientos y procuró descifrar el curioso comentario que le hiciera la comadrona.
La escena que se ofrecía ante él no le proporcionaba demasiados indicios. Lo único que alcanzaba a ver era la sala de partos de un hospital indio corriente, en la que había treinta y seis parturientas, de las cuales dos, por lo menos, sufrían terribles dolores y no dejaban de chillar, a juzgar por su gesto y las bocas abiertas. El cristal a prueba de ruidos era excelente.
Se preguntó qué sentirían los indios respecto a la llegada de sus hijos al mundo en semejantes condiciones. El espectáculo le recordaba una cadena de fabricación en serie, en la que las madres eran máquinas que producían una cantidad determinada de criaturas, de acuerdo con un plan preestablecido. ¡Y todo de una forma increíblemente pública!
De nuevo notó que caía en la trampa de pensar como un norteamericano corriente, con estrechez de criterio.
Durante innumerables generaciones, la humanidad había nacido públicamente. Aunque se estimaba que la actual población del mundo era justamente equivalente al total de seres humanos que poblaron el mundo antes del siglo XXI, la mayoría de los habitantes del planeta conservaban su antigua tradición de considerar los nacimientos como un verdadero acontecimiento social: en las poblaciones, en general, como una excusa para celebrar una fiesta; y en aquella región de la India, como una especie de excursión familiar a la maternidad.
Los aspectos modernos del hecho podían apreciarse claramente, como, por ejemplo, la actitud de las madres: se veía en seguida cuál de ellas recibió instrucción prenatal, pues en ese caso tenían los ojos cerrados y el semblante con expresión serena y decidida. Sabían del milagro que se estaba produciendo en sus cuerpos, y procuraban facilitarlo, en lugar de resistirse. Eso estaba bien, y Chance movió la cabeza, aprobándolo. Pero quedaban las madres que chillaban, tanto de terror como de dolor, probablemente...
El joven médico desvió su atención con un esfuerzo. Después de todo, su misión era llevar a cabo un estudio de los métodos empleados en aquel establecimiento.
Daba la impresión que se aplicaban debidamente las últimas recomendaciones de los expertos; era lo menos que podía esperarse en una gran ciudad donde la mayor parte del personal médico había tenido la ventaja de recibir sus enseñanzas en el extranjero. Dentro de poco, él tendría que ir a los pueblos, y allí las cosas serían muy diferentes; pero ya pensaría en eso cuando llegase el momento.
El anciano médico, al que habían apodado de «santo patrón», estaba terminando en ese momento con el parto de un niño. La mano enguantada levantó al último recluta del ejército de la humanidad, que brillaba bajo la luz de los focos. Una suave palmada tenía por misión provocar el lloriqueo y las primeras inspiraciones profundas, sin agravar el trauma del nacimiento. Luego, el recién nacido pasó a las manos de la ayudante, quien lo colocó en el banquillo situado junto al lecho, algo más bajo que el nivel de la madre, a fin que los últimos y preciosos centímetros cúbicos de sangre materna fluyeran de la placenta, antes de proceder a seccionar el cordón umbilical.
Excelente. Todo iba de acuerdo con los procedimientos más modernos de la especialidad. Sin embargo..., ¿por qué tenía el médico que dar tantas explicaciones a la muchacha que sostenía a la criatura con aire un tanto desmañado? El desconcierto de Chance duró poco. Recordó en seguida que en aquel país no había enfermeras suficientes como para destinar una a cada madre; por consiguiente, aquellas jóvenes que con gesto temeroso aparecían enfundadas en un «traje» de plástico, con el lacio pelo moreno recogido en redecillas esterilizadas, debían ser hermanas menores o hijas de las parturientas, que estaban haciendo lo que podían por ayudarlas.
Luego, el anciano médico, con una sonrisa tranquilizadora final, dejó a la chica de gesto preocupado y se acercó a una de las mujeres que chillaban.
Chance observó complacido cómo la tranquilizaba, y que al cabo de unos instantes conseguía que se relajase por completo, al tiempo que le indicaba —hasta donde alcanzó a deducir, teniendo en cuenta la doble barrera de cristal y a aquel lenguaje ininteligible— la mejor manera de acelerar el parto. De todos modos, allí no había encontrado nada que no hubiera visto anteriormente en un centenar de maternidades.
Por fin, Chance se volvió hacia la comadrona y le preguntó sin rodeos:
—¿Por qué le llaman «santo patrón»?
—El doctor Kotiwala —repuso la mujer— posee en grado sumo una personalidad..., ¿cómo diríamos?, ¿existe en su idioma la palabra «empática»?
—¿Del griego «empatía»? No, creo que no existe —contestó Chance, frunciendo el ceño—. De todos modos, comprendo lo que quiere usted decir.
—En efecto, ¿no ha visto de qué forma calmó a esa mujer que estaba gritando?
Chance asintió lentamente. Sin la menor duda, ese don debía considerarse como precioso, en un país como aquél. Tenía un gran mérito poder ahuyentar el miedo supersticioso de una mujer, que era poco menos que una campesina, haciéndole ver lo que consiguieron las mujeres que la rodeaban, tras nueve meses de preñez y una instrucción adecuada. Ahora sólo quedaba ya una mujer con la boca abierta, quejándose, y el viejo mé-dico la calmó a su vez. Aquélla a la que había hablado anteriormente luchaba en aquel momento por facilitar las contracciones musculares.
—El doctor Kotiwala es maravilloso —prosiguió la comadrona—. Todo el mundo le quiere. He sabido de algunos padres que consultaban a los astrólogos, no para conocer la mejor o peor suerte que aguardaba a sus hijos, sino para asegurarse del hecho que nacerían durante un turno del doctor Kotiwala en la sala de partos.
¿Un turno? Sí, claro, allí tenían tres turnos de partos cada veinticuatro horas. Una vez más, la imagen de la cadena de montaje apareció en la mente de Chance. Pero aquél era un hecho demasiado importante para poder conciliarlo con la idea de recurrir a los astrólogos. ¡Qué país tan desconcertante! Chance reprimió un estremecimiento y admitió para sí mismo que se sintió contento cuando supo que le permitían regresar a su país.
Permaneció en silencio un buen rato, y advirtió algo que no había notado anteriormente. Cuando los dolores del parto disminuían un poco, las mujeres abrían los ojos y seguían con la mirada al doctor Kotiwala en sus desplazamientos por la sala, como aguardando esperan-zadas a que éste pasara uno o dos minutos junto a su lecho.
Pero esta vez sus esperanzas no se verían materializadas. Al otro lado de la sala había un parto laborioso, y se necesitaría una cuidadosa manipulación para invertir la posición de la criatura. En su funda de plástico, una hermosa muchacha de tez oscura y de unos quince años se inclinaba para ver lo que hacía el médico, mientras tendía su mano derecha, a fin que la parturienta se aferrase a ella en busca de alivio y consuelo.
En realidad, pensó Chance, no había nada de extraordinario en el comportamiento de Kotiwala. Era un médico competente, sin duda alguna, y sus pacientes parecían quererle mucho. Pero ya estaba bastante viejo y actuaba con lentitud, pudiendo apreciarse que estaba cansado cuando, con toda cautela, realizaba las últimas manipulaciones en aquel parto difícil que estaba atendiendo.
De todos modos, resultaba admirable poder apreciar un toque de humanidad semejante en una fábrica de recién nacidos como era aquélla. Al poco tiempo de llegar, Chance había preguntado a la comadrona cuánto tiempo permanecía allí una paciente, por término medio. Ella le contestó, sonriendo:
—Veinticuatro horas en los casos sencillos, y unas treinta y seis cuando se presentan complicaciones.
Al observar al doctor Kotiwala, se recibía la impresión que el tiempo no tuviera importancia alguna para él.
Desde el punto de vista de un norteamericano, aquello no bastaba para cobrar fama de santidad, pero, dentro de la mentalidad india, las cosas adquirían un cariz diferente. La comadrona dijo a Chance que había llegado en un momento de apremio, nueve meses después de una importante fiesta religiosa que la gente consideraba como especialmente favorable para incrementar su familia. A pesar de la advertencia, Chance quedó asombrado. La maternidad estaba realmente atestada.
A pesar de todo, pudo ser aún peor. Apenas pudo dominar el joven médico un estremecimiento. Lo peor del problema se había resuelto, pero aún había unas 180.000 nuevas bocas que alimentar diariamente. En la cúspide del incremento de la población hubo casi un cuarto de millón de nacimientos por día. Luego, cuando los beneficios de la medicina moderna se dejaron sentir, hasta en la India, en China y en África, comenzó a reconocerse la necesidad de establecer planes para que los niños pudieran ser alimentados, educados y vestidos. Con ello disminuyó un poco la crisis.
No obstante, aún tendrían que transcurrir bastantes años antes que las criaturas de aquel período álgido se convirtieran en maestros, obreros o médicos que pudiesen enfrentarse con aquella apremiante situación. Al pensar en esto, recordó algo que había atraído su atención recientemente, y el joven médico habló en voz alta, sin darse cuenta:
—Gentes como él, sobre todo en esta profesión, son las que debieran elegir.
—Perdón; ¿cómo ha dicho? —inquirió la comadrona, con ostensible formulismo británico, una de las visibles huellas que éstos dejaron en las gentes educadas del país.
—No, nada —contestó Chance.
—Sin embargo, creo haberle oído decir que alguien debía elegir al doctor Kotiwala para algo.
Disgustado consigo mismo, pero consciente del problema que se le presentaba al mundo a corto plazo, e incapaz de contenerse por más tiempo, Chance dijo al fin:
—Ha dicho usted que éste era el último día del doctor Kotiwala, ¿no es cierto?
—Así es, mañana se retira.
—¿Han pensado en alguien para reemplazarle?
La comadrona negó vigorosamente con la cabeza, al tiempo que contestaba:
—No, claro que no. En lo material, sí; otro médico deberá ocupar su puesto; pero los hombres como el doctor Kotiwala andan escasos en cualquier generación, y más aún en la época actual. Nos entristece mucho perderle.
—¿Ha sobrepasado ya..., algún límite arbitrario de retiro?
La comadrona sonrió ligeramente y repuso:
—Nada de eso, al menos en la India. No podemos permitirnos los lujos de ustedes, los norteamericanos, entre los que se cuentan desechar el material (sea humano o de otro tipo) antes que esté realmente gastado.
Con la mirada fija en el anciano médico, que ya había logrado enderezar a la criatura dentro del útero materno y se disponía a atender a la mujer de la cama siguiente, Chance dijo:
—Entonces, se retira voluntariamente, ¿no es cierto?
—Así es.
—¿Y por qué lo hace? ¿Ha perdido interés por la labor que desempeña?
—¡De ningún modo! —contestó la comadrona, como ofendida—. De todas formas, no sabría decir cuál es el motivo. Ya tiene mucha edad, y tal vez teme que un día, a no tardar, muera algún niño a causa de su incapacidad. Eso le haría retroceder muchos pasos en su camino hacia la «iluminación».
También pareció «iluminarse» algo en la mente de Chance. Creyendo comprender lo que decía la mujer, manifestó:
—En tal caso, realmente merece...
Pero se interrumpió al recordar que no debía pensar ni hablar acerca de ese tema.
—¿Cómo? —inquirió la comadrona. Y al ver que Chance movía negativamente la cabeza, agregó—: Mire, cuando el doctor Kotiwala era joven, estaba muy influido por las enseñanzas de los jains, para los que la pérdida de una sola vida es un hecho repugnante. Cuando su amor a la vida le hizo estudiar como médico, tuvo que aceptar que algunas muertes, las de las bacterias, por ejemplo, resultaban inevitables para asegurar la supervivencia humana. Sus modales afectuosos tienen una raíz religiosa. Sería demasiado para él si, a causa de su arrogancia, siguiera trabajando y ello costase la vida de un inocente.
—No creo que ahora sea jain —declaró Chance, sin que se le ocurriese otro comentario.
Para sí mismo se dijo que, de acuerdo con lo que decía la comadrona, en Norteamérica había una serie de viejos y achacosos que habrían hecho un gran bien obrando con la humildad de Kotiwala, en lugar de aferrarse a sus puestos hasta que llegaban a la senilidad.
—Es hindú, como la mayor parte de nuestro pueblo —explicó la mujer—. Aunque me ha contado que antaño sufrió la fuerte influencia de las enseñanzas budistas, las que, por cierto, comenzaron como una herejía hindú. De todas formas, me temo que no he comprendido a qué se refería usted hace un momento.
Chance pensó en las gigantescas fábricas propiedad de Du Pont, Bayer, Glaxo y sabe Dios cuántos más, trabajando noche y día con más gasto de energía que un millón de madres dando a luz seres corrientes, y se dijo que los hechos iban a ser del dominio público lo bastante pronto como para que no tuviera que correr el riesgo de alzar la cortina del secreto. Era mejor seguir callado. Al fin manifestó:
—Bien, lo que quise decir es que si yo tuviese alguna influencia, las gentes como él gozarían de preferencia cuando llegue...; bueno, la clase de tratamiento médico más avanzado. Conservar a alguien como él, que es querido y admirado, me parece mucho mejor que hacer lo mismo con alguien al que se teme.
Hubo un momento de silencio.
—Creo comprenderle —dijo la comadrona—. Entonces, la píldora contra la muerte es un éxito, ¿verdad?
Chance se estremeció, y ella le sonrió de nuevo con gesto intencionado.
—Resulta difícil estar al corriente de las novedades médicas cuando se trabaja con tanto agobio —afirmó—, pero también aquí llegan algunos rumores. Ustedes, en sus ricos países, como los Estados Unidos y Rusia, han estado tratando de hallar, durante muchos años, un fármaco de amplia esfera de acción contra el envejecimiento y, conociendo de oídas su país, supongo que se habrán producido largas y enconadas discusiones sobre quién debe ser la primera persona en beneficiarse del nuevo hallazgo.
Chance se rindió incondicionalmente y asintió con aire contrito.
—En efecto —dijo al fin—, hay una droga contra la senilidad. Aún no es perfecta; pero son tan grandes las presiones sobre las compañías de productos farmacéuticos para que lleven a cabo la producción comercial, que poco antes de dejar la sede de la Organización Mundial de la Salud, para venir aquí, supe que se estaban adjudicando ya los contratos. El tratamiento costará quinientos o seiscientos dólares y servirá para ocho o diez años. No necesito decir lo que eso va a significar. Por mi parte, si pudiera hacer mi voluntad, elegiría a alguien como el doctor Kotiwala para que disfrutase del nuevo adelanto, en lugar de todos esos viejos y achacosos llenos de poder y riqueza que van a proyectar sobre el futuro sus anticuadas ideas, gracias a este nuevo adelanto de la ciencia.
El joven médico se detuvo en seco, alarmado por su propia vehemencia, y deseando en su fuero interno que ninguno de los curiosos que les rodeaban supiera hablar inglés.
—Esa actitud dice mucho en favor suyo —admitió la comadrona—. Pero, en cierto sentido, es inexacto decir que el doctor Kotiwala va a retirarse. Más bien podríamos decir que cambia de carrera. Por otra parte, si le ofreciese usted un tratamiento antisenil, creo que el doctor sonreiría y lo rechazaría.
—¿Cómo es posible...?
—Resulta difícil explicarlo en su idioma —declaró la comadrona, frunciendo el ceño—. ¿Sabe usted lo que es un sunnyasi, quizá?
—Uno de esos santones que he visto en este país, ataviados sólo con un taparrabos y que piden limosna con una escudilla —contestó Chance.
—También usan un cayado.
—Entonces, son una especie de faquires, ¿verdad?
—Nada de eso. El sunnyasi es un hombre en la etapa final de su vida de trabajo. Pudo haber sido cualquier cosa: comerciante, funcionario, abogado o incluso médico.
—Eso quiere decir que el doctor Kotiwala va a echar por la borda toda su ciencia médica, todos los servicios que aún puede prestar a sus semejantes, desdeñando incluso la salvación de numerosas criaturas, para irse a mendigar con una escudilla en beneficio de su propia salvación, ¿no es cierto?
—Por eso le llamamos nuestro santo patrón —aseguró la mujer, sonriendo con afecto en dirección al doctor Kotiwala—. Cuando se marche de aquí y logre adquirir la virtud, será siempre un amigo para los que quedamos atrás.
Chance no daba crédito a sus oídos. Un momento antes la comadrona había dicho que la India no podía permitirse dejar de lado a las gentes que aún eran capaces de rendir algo, y ahora parecía aprobar un propósito que a él se le antojaba una mezcla, a partes iguales, de egoísmo y superstición.
—¿Va usted a decirme que él cree en esa necedad de acumular virtudes para una existencia futura?
La comadrona le miró con frialdad.
—Me parece que eso es una descortesía por su parte —dijo—. Las enseñanzas del hinduismo nos dicen que el alma vuelve a encarnarse, a través de un ciclo eterno, hasta llegar a identificarse con el Todo. ¿No se da usted cuenta que toda una vida de trabajo entre los recién nacidos nos permite ver todo esto con mayor claridad?
—Entonces, ¿usted también lo cree?
—Eso no tiene importancia. Pero sí le diré que presencio milagros cada vez que admito a una madre en este hospital. Soy testigo de cómo un acto animal, un proceso sucio, sangriento y hediondo, da lugar a la aparición de un ser racional. Yo nací, lo mismo que usted, como una criatura indefensa y llorosa, y aquí estamos ahora, hablando en términos abstractos. Tal vez sólo sea cuestión de complejidad química, no lo sé, en realidad. Lo único que puedo decirle es que me cuesta trabajo aceptar ciertos adelantos médicos.
Chance siguió mirando a través de los cristales de la sala de partos. Tenía el ceño fruncido y en cierto modo se sentía decepcionado, incluso engañado, después de tener que aceptar al doctor Kotiwala según los términos admirativos de la comadrona. Al fin mur-muró:
—Creo que será mejor que nos marchemos.
La principal sensación que experimentaba el doctor Kotiwala era de cansancio. Se extendía por todo su cuerpo, hasta la médula de los huesos.
No se apreciaba ningún signo, en su comportamiento, indicando que estuviera actuando de forma casi mecánica. Tal vez alguna madre de las que se confiaban a él y le confiaban sus hijos, fue capaz de notar aquel desfallecimiento. Lo cierto es que el doctor Kotiwala se ha-llaba increíblemente cansado.
Habían transcurrido más de sesenta años desde que terminó los estudios de Medicina. No había habido cambios apreciables en cuanto a la forma en que los seres humanos venían al mundo. Sí, los elementos accesorios habían ido sucediéndose conforme evolucionaban las tendencias de la medicina; recordaba algunos desastres inenarrables, como el de la talidomida, y la bendición de los antibióticos, que por su eficacia, precisamente, estaban atestando a países como el suyo con más bocas de las que se podían alimentar. Y ahora había trabajado con unas nuevas técnicas con las cuales nueve de cada diez recién nacidos bajo su supervisión eran bien recibidos y queridos por sus padres, en lugar de constituir una carga o verse condenados a la existencia a medias del hijo ilegítimo.
En ocasiones las cosas salían bien, y otras salían mal. A lo largo de su prolongada y eficaz vida profesional, el doctor Kotiwala había llegado a la convicción que no podía confiar más que en ese principio.
Mañana...
Su mente amenazaba con divagar, con alejarse de lo que estaba haciendo, ayudar a traer al mundo el último de esos pequeños seres, en su carrera de especialista. ¿Cuántos millares de mujeres gimieron de dolor en el lecho del parto, delante de él? No se atrevía a hacer un cálculo siquiera. ¿Y cuántos miles de nuevas vidas se iniciaron entre sus manos? Tampoco podía recordarlo. Tal vez con su ayuda vino al mundo un ladrón, un traidor, un asesino, un fratricida...
No importaba. Mañana... (En realidad ya era hoy, puesto que terminaba su turno, y aquel niño que alzaba ahora por los pies era el último que recibiría su atención..., en una gran maternidad; pues si requerían su ayuda en alguna mísera aldea, no dejaría de acudir), mañana se romperían los lazos que le ligaban al mundo. Sólo se dedicaría a la vida del espíritu, y entonces...
Se esforzó en volver a la realidad. La mujer que estaba al lado de la parturienta, su cuñada, daba la sensación de estar muy ocupada con lo que tenía que hacer: desinfectarse las manos y colocarse un pegajoso «traje» de plástico. En aquel momento le hizo la temible pregunta.
El anciano vaciló antes de contestar. En apariencia, nada parecía marchar mal, en cuanto al recién nacido. Se trataba de un niño, en buenas condiciones físicamente y que dejaba oír un lloriqueo normal al enfrentarse con el mundo. Todo salía como debía salir. Y sin embargo...
Acunó a la criatura en el brazo izquierdo, mientras le alzaba diestramente un párpado y luego otro. Sesenta años de práctica habían hecho que sus manipulaciones tuvieran una gran suavidad. Observó a fondo los vacuos ojos claros, que contrastaban increíblemente con el color de la piel que los rodeaba.
Más allá de ellos había..., había...
Pero, ¿qué podía decirse de una criatura como aquélla, que sólo llevaba unos instantes en el mundo? El doctor Kotiwala suspiró y entregó el niño a la cuñada de la madre, mientras el reloj de pared desgranaba los últimos segundos de su turno de guardia.
De todas formas, su mente retuvo la imagen de la criatura, a la que, movido por un impulso indefinible, volvió a mirar por segunda vez. Cuando llegó el médico que le relevaba, el doctor Kotiwala concluyó su informe y dijo:
—He notado algo extraño en el niño que acaba de nacer en la cama 32. Yo estoy muy cansado, pero, si usted encuentra ocasión, tenga la bondad de examinarle. ¿Lo hará?
—Desde luego —repuso el otro médico, un joven rollizo de Benarés, de rostro oscuro y brillante, como sus manos.
El asunto seguía incomodando al doctor Kotiwala, aunque ya había encargado de ello a otro. Una vez que se hubo duchado y cambiado de ropa, dispuesto ya para marcharse, aún permaneció en el pasillo para observar a su colega mientras examinaba a la criatura desde la coronilla hasta la planta de los pies. No pareció hallar nada anormal el joven médico; y volviéndose hacia donde estaba el doctor Kotiwala se encogió de hombros, como diciendo: «No hay por qué inquietarse, a mi entender».
«Sin embargo, cuando miré aquellos ojos, había algo detrás de ellos que me hizo creer...»
No, aquello era absurdo. ¿Qué podía leer un hombre en los ojos de un ser humano que acababa de nacer? ¿No era una especie de arrogancia lo que le hacía pensar que su colega había pasado algo por alto, algo de vital importancia? Verdaderamente preocupado, con-sideró la idea de volver a la sala de partos para echar otra mirada al recién nacido.
—¿No es su santo patrón el que está ahí? —susurró Chance, en tono sarcástico, dirigiéndose a la comadrona.
—Sí, en efecto. ¡Qué suerte! Ahora puede usted conocerle personalmente..., si lo desea.
—Me lo ha descrito usted de tal forma que consideraría una verdadera pena no conocerle antes que se quite el traje y se convierta en un humilde nativo.
La comadrona hizo caso omiso de la ironía. Se acercó al médico lanzando breves exclamaciones, pero se interrumpió al advertir la expresión sombría de Kotiwala.
—¿Qué ocurre, doctor? ¿Algo malo?
—No estoy seguro —repuso el anciano en buen inglés, aunque con aquel fuerte acento cantarín que los británicos, antes de marcharse, habían bautizado como «el galés de Bombay»—. Se trata del recién nacido de la cama 32, un varón. Estoy seguro que algo no anda bien, pero no acabo de descubrirlo.
—En tal caso, habrá que cuidarle —aseguró la comadrona, que evidentemente tenía gran fe en las opiniones de Kotiwala.
—El doctor Banerji ya le ha examinado, y no está de acuerdo conmigo —repuso el anciano.
Era indudable que, para la comadrona, Kotiwala era Kotiwala y Banerji no era nadie. Su expresión así lo confirmaba, más que cualquier frase. Chance se dijo que allí tenía la ocasión de comprobar si la confianza de la comadrona estaba realmente justificada.
—En vez de distraer al doctor Banerji, que parece estar muy ocupado —sugirió Chance—, ¿por qué no traer aquí al niño, para echarle una ojeada?
—Le presento al doctor Chance, de la OMS —dijo la comadrona, y Kotiwala estrechó la mano del aludido con aire ausente.
—Sí, creo que es una buena idea —replicó—. Más vale contar con una segunda opinión.
Chance se dijo que sus estudios relativamente recientes le permitirían aplicar algunos procedimientos que Kotiwala no estaba acostumbrado a usar. Pero ocurrió al revés: lentamente fue palpando el anciano el cuerpo y los miembros de la criatura, de un modo tan experto que Chance no pudo por menos que admirarle. Aquello tenía grandes ventajas, siempre que se conociera la localización normal de cada hueso y de los músculos principales, en la armazón infantil. De todas formas, el reconocimiento tampoco reveló nada en esta ocasión.
El corazón parecía normal, igual que la presión sanguínea; el aspecto externo era saludable, los reflejos resultaban vigorosos, las fontanelas del cráneo algo anchas, aunque dentro del límite de variación normal...
Después de tres cuartos de hora, Chance se convenció del hecho que el anciano hacía aquello para impresionarle. Notó que Kotiwala alzaba los párpados del niño una y otra vez y le miraba los ojos como si pudiera leer en el cerebro que había detrás. La repetición del acto comenzaba a irritarle, y cuando volvió a hacerlo no pudo dominarse y le preguntó:
—Dígame, doctor, ¿qué ve usted en esos ojos?
—¿Y usted, quiere decirme si ve algo? —repuso Kotiwala, e indicó a Chance que podía observar, si lo deseaba.
—No encuentro nada extraño —murmuró Chance un momento después.
—Eso mismo he advertido yo. Nada.
«¡Por todos los santos!», se dijo Chance para sí mismo, y se dirigió hacia un rincón de la estancia mientras se quitaba los guantes de goma, para echarlos luego en el cubo de prendas para esterilizar.
—Francamente —declaró por encima del hombro, poco después—, yo no veo nada anormal en esa criatura. ¿Qué cree usted? ¿Que el alma de un gusano ha entrado en ese cuerpo por error, o algo parecido?
Kotiwala no podía haber pasado por alto el evidente sarcasmo de aquellas palabras, a pesar de lo cual su respuesta fue tranquila y cortés.
—No, doctor Chance —dijo—, eso me parece poco probable. Después de muchas horas de contemplación, he llegado al convencimiento que las ideas tradicionales son inexactas. La condición del hombre es algo simplemente humano, y abarca tanto al idiota como al genio, sin comprender otras especies. De todos modos, ¿quién podría asegurar que el alma de un chimpancé o de un perro es inferior a la que se trasluce en la mirada de un perfecto imbécil?
—Ciertamente, yo no lo aseguraría —repuso Chance, sin dejar de ironizar, y mientras se quitaba la bata, Kotiwala se encogió de hombros, suspiró y se quedó en silencio.
Más tarde...
El sunnyasi Ananda Bhagat no vestía más que un taparrabos, y sus pertenencias en este mundo consistían tan sólo en una escudilla y el cayado que empuñaba. A su alrededor, la gente del poblado tiritaba en sus atuendos rústicos y baratos —ya que hacía frío en la zona de las colinas, en aquel mes de diciembre—, y pasaban todo el tiempo que podían acurrucados ante las pequeñas hogueras. Quemaban ramitas, raramente carbón, y también excrementos de vaca secos. Los ingenieros agrónomos extranjeros les habían aconsejado que usaran los excrementos como abono, pero el calor del fuego estaba más cerca de su presente que el misterio del aprovechamiento del nitrógeno por la tierra en las cosechas del año siguiente.
Ahora, ignorando el frío, sin hacer caso del denso humo de la hoguera que subía hacia el techo y llenaba la sombría choza, Ananda Bhagat habló con tranquilizador acento a la temerosa muchacha de diecisiete años a cuyo pecho se aferraba el niño. Había mirado los ojos de éste, y de nuevo volvió a escudriñarlos... ¡Nada!
No era la primera vez que había visto eso en aquel pueblo, ni era tampoco el primer pueblo donde ocurría. Aceptó el hecho como una circunstancia de la vida. Al renunciar a seguir llevando su apellido, Kotiwala había dejado de lado los prejuicios de aquel doctor en medicina por el Trinity College, de Dublín, que preconizaba la aplicación de los criterios científicos más estrictos en las salas asépticas de un gran hospital urbano. Al cabo de ochenta y cinco años de vida, intuyó que sobre él pesaba una mayor responsabilidad, y se dispuso a asumirla.
Mientras observaba inquisitivamente el rostro inexpresivo del pequeño creyó percibir un ruido sordo. La joven madre también lo oyó, y se encogió visiblemente, pues era intenso y se hacía cada vez más fuerte. Tanto se había desvinculado Ananda Bhagat de su antiguo mundo, que tuvo que hacer un esfuerzo para poder identificarlo. Era un fuerte zumbido en el cielo. Un helicóptero, algo insólito en aquel lugar. ¿Para qué venía un helicóptero a un pueblito determinado de entre los setenta mil que había en la India?
La joven madre gimió, y el sunnyasi dijo:
—Tranquilízate, hija mía. Iré afuera a ver lo que ocurre.
Antes de dejar caer la mano de la muchacha, le dio una palmadita tranquilizadora y cruzó la deteriorada puerta, saliendo a la calle, que barría un viento helado. Aquel pueblo sólo tenía una calle. Haciéndose sombra con la enjuta mano, el sunnyasi miró hacia arriba, al cielo.
En efecto, era un helicóptero que volaba en círculos, reluciendo bajo los tenues rayos del sol invernal. El aparato estaba descendiendo. Dentro de poco tiempo, ya se habría posado en el suelo.
Ananda Bhagat esperó.
Un momento después la gente salió de sus chozas haciendo comentarios, preguntándose sin duda por qué la atención del mundo exterior se había centrado en ellos, bajo la forma de aquel estruendoso vehículo. Al advertir que su portentoso visitante, el santón, el sunnyasi —los que eran como él escaseaban en aquellos días y había que venerarlos—, se mantenía impávido, sacaron coraje de su ejemplo y permanecieron firmes en sus lugares.
El helicóptero aterrizó en medio de un remolino de polvo, algo más allá del accidentado sendero que llamaban «calle», y del interior del aparato saltó un hombre. Era un extranjero alto, de pelo rubio y tez clara, que contempló la escena calmosamente, y que al advertir la presencia del sunnyasi dejó escapar una exclamación. Tras decir algo a sus acompañantes, cruzó la calle a grandes zancadas. Otras dos personas salieron del helicóptero y se colocaron junto al aparato, hablando en voz baja: una muchacha de unos veinte años, ataviada con un sari verde y azul, y un joven de amplio «traje», el piloto.
Apretando la criatura contra su cuerpo, la joven madre también había salido a ver lo que ocurría, mientras su primer hijo, que apenas había dejado los pañales, la seguía con pasos inseguros, tendiendo una mano para aferrarse al sari de su madre en caso que perdiera el equilibrio.
—¡Doctor Kotiwala! —exclamó el joven que había descendido del helicóptero.
—Ese era yo —contestó el santón, con voz ronca. El idioma inglés había huido de su mente, como una sierpe abandona su antigua piel.
—¡Por todos los cielos! —manifestó el joven ásperamente—; ya hemos tenido bastante trabajo con localizarle, para que además nos reciba con juegos de palabras cuando al fin le encontramos. Nos hemos detenido en treinta poblados, haciendo indagaciones, y siempre nos decían que usted había estado allí poco antes...
El joven extranjero se secó el rostro con el dorso de la mano y añadió:
—Me llamo Barry Chance, por si lo ha olvidado. Nos conocimos en la maternidad de...
—Le recuerdo muy bien —interrumpió el sunnyasi—. Pero, ¿quién soy yo para que gaste usted tanto tiempo y energías en la búsqueda de mi persona?
—Sólo puedo decirle que es usted el primer hombre que ha reconocido a un vitanul.
Siguió un momento de silencio. En ese lapso, Chance pudo apreciar cómo la personalidad del santón se desvanecía, para ser sustituida por la del doctor Kotiwala. El cambio se reflejó sobre todo en la voz, que en las palabras siguientes volvió a adquirir aquel «acento galés de Bombay».
—Mi latín es rudimentario, pues sólo aprendí lo necesario para la medicina, pero deduzco que la palabra proviene de vita, vida, y nullus, nada... Se refiere usted a alguien como esta criatura, ¿verdad?
Kotiwala hizo un gesto a la joven madre, para que avanzase un paso, y colocó suavemente una mano sobre la espalda del pequeño.
Chance echó una mirada, se encogió de hombros y luego declaró:
—Si usted lo dice... Esta niña sólo tiene dos meses, ¿no es cierto? Entonces, sin reconocimiento alguno...
Dejó en suspenso la frase, con entonación de duda, pero en seguida continuó, diciendo apasionadamente:
—¡Sí, sin examen alguno! ¡Ahí está el quid! ¿Sabe usted qué pasó con el niño del que usted dijo que tenía algo raro, la última vez que asistió a un parto, antes de..., de retirarse?
Había un fiero acento en la voz de Chance, pero no iba dirigido contra el anciano, sino que era sencillamente un signo exterior con el cual manifestaba que se hallaba en el límite de su resistencia.
—He visto muchos como aquél, desde entonces —aseguró Kotiwala—. Puedo imaginar lo que sucedió, pero prefiero que me lo diga usted.
Decididamente, no era ya el sunnyasi quien hablaba, sino el médico competente con toda una vida de práctica a sus espaldas. Chance le observó con un gesto que no estaba exento de temor.
Los curiosos lugareños congregados en torno a los dos hombres reconocieron aquella expresión y dedujeron —aunque ninguno de ellos podía seguir la rápida conversación en inglés— que el extranjero que había llegado por el aire se sentía bajo el influjo de la per-sonalidad de su «hombre santo». Ello les hizo sentirse mucho más tranquilos.
—Bien, el caso es que su amiga, la comadrona —dijo Chance—, siguió insistiendo en que, si usted había dicho que el chiquillo tenía algo extraño, así debía ser, aunque ni yo ni el doctor Banerji hubiéramos observado en él nada anormal. Continuó con el asunto, hasta que llegó a obstaculizar mi trabajo y a demorar mi marcha. De modo que antes de perder la paciencia hice trasladar el niño a Nueva Delhi, para que le hicieran en la OMS la serie de análisis más completos que pueden llevarse a cabo. ¿Y sabe usted lo que observaron?
Kotiwala se acarició la frente con gesto de cansancio y repuso:
—¿La supresión de los ritmos alfa y theta, tal vez?
—¡Usted ya lo sabía!
El evidente tono de acusación que se advertía en la voz de Chance fue percibido por los nativos, algunos de los cuales avanzaron con aire amenazador y se situaron junto al sunnyasi, como para protegerle.
Kotiwala les hizo un gesto, indicándoles que no había nada que temer. Luego dijo:
—No, no lo sabía. Lo supuse cuando me preguntó usted lo que habían observado.
—Entonces, ¿cómo es posible...?
—¿Que adivinase yo que aquella criatura no era normal? No puedo explicarle eso, doctor Chance. Se necesitarían sesenta años de trabajar en una maternidad, viendo decenas de niños nacer día tras día, para que pudiera usted comprender lo que yo vi en ese momento.
Chance reprimió el exabrupto que pugnaba por escapar de entre sus labios, y dejó caer los hombros un desaliento.
—Tendré que reconocer eso —contestó—. Pero el hecho subsiste: usted advirtió, al cabo de unos minutos de su nacimiento, e incluso aunque el niño parecía sano y el reconocimiento practicado no reveló ninguna deficiencia orgánica, que su cerebro estaba..., estaba vacío, ¡que no había mente alguna en aquel cuerpo! ¡Cielos, el trabajo que tuve para convencer a los de la OMS que usted lo había adivinado; las semanas de discusiones, antes que me dejasen volver a la India, para buscarle!
—Sus pruebas... —murmuró Kotiwala, como sin dar importancia a aquella última frase—. ¿Han realizado muchas?
Chance alzó los brazos al cielo e inquirió:
—Dígame, doctor, ¿dónde demonios ha estado en estos dos últimos años?
—Recorriendo descalzo los más humildes poblados —contestó al fin Kotiwala—. No he recibido noticias del mundo exterior. Este mundo es muy reducido.
Y al decir esto señaló con la mano la rústica calleja, las chozas míseras, los campos labrados, las montañas que lo circundaban todo.
El joven médico aspiró profundamente y agregó:
—De modo que usted no sabe nada, y no parece importarle. Bien, permítame que le informe. Pocas semanas después de haberle conocido se propagaron algunas noticias que me hicieron recordar mi encuentro con usted en la India. Eran ciertos informes acerca de un repentino y aterrador incremento de la imbecilidad congénita. Normalmente el recién nacido comienza a reaccionar a muy poca edad. Los más precoces sonríen tempranamente, y cualquiera de ellos es capaz de notar un movimiento, percibir los colores vivos y alargar el brazo para tomar algo...
—Todos, menos los que usted ha llamado vitanuls, ¿no es cierto?
—Así es —contestó Chance, y cerró los puños con ademán de impotencia—. ¡Esas criaturas no dan muestras de tener vida! ¡No presentan ninguna reacción normal! Hay una ausencia de ondas cerebrales normales cuando se les hace un electroencefalograma, como si todo lo que caracteriza al ser humano hubiera..., ¡hubiera huido de ellos!
Señaló luego con el índice el pecho del anciano y agregó con voz alterada:
—¡Y usted lo advirtió desde el primer momento! ¡Dígame cómo pudo ocurrir eso!
—Espere un momento —dijo Kotiwala, a quien el peso de los años no restaba dignidad—. De ese aumento de la imbecilidad, ¿se enteró usted en cuanto yo me retiré de mis tareas en la maternidad?
—No, claro que no.
—¿Por qué «claro que no»?
—Pues porque estábamos demasiado ocupados para prestar atención a ciertas cosas. Un pequeño triunfo de la medicina llenaba los titulares de los periódicos y daba a la OMS no pocos quebraderos de cabeza. El tratamiento antisenil se hizo público pocos días después de conocernos usted y yo, y todo el mundo comenzó a pedir esa panacea.
—Comprendo —dijo Kotiwala; y su figura se encorvó con desaliento.
—¿Qué es lo que comprende usted? —inquirió Chance.
—Perdone mi interrupción. Prosiga, por favor.
Chance sintió un escalofrío, como si de pronto recordase la gélida temperatura de diciembre.
—Hicimos todo lo posible —continuó diciendo—, y aplazamos el anuncio de ese tratamiento hasta que hubo existencias suficientes como para aplicárselo a varios millones de solicitantes. La medida resultó desafortunada, ya que todos aquellos a quienes un familiar se les murió poco antes comenzaron a acusarnos de haberles dejado morir por negligencia. Comprenderá usted que en tal situación todo lo que hacíamos parecía desacertado.
»Y, por si fuera poco, se recibió una noticia escalofriante: ¡los casos de imbecilidad congénita aumentaban a un diez, y luego a un veinte y hasta a un treinta por ciento de los nacimientos! ¿Qué estaba sucediendo? Los rumores se hacen cada vez más amenazadores, ya que justamente cuando comenzábamos a felicitarnos por el eficaz resultado de la vacuna antisenil se inicia el fenómeno más estremecedor de la historia de la Medicina, y, además, la situación va empeorando sin cesar... En las dos últimas semanas la proporción de deficientes mentales totales ha alcanzado un ochenta por ciento. ¿Comprende lo que esto significa, o está tan absorto su sus místicas contemplaciones que eso no le preocupa en absoluto? Debe usted darse cuenta del hecho que, de cada diez niños que han nacido esta última semana, no importa en qué país o continente, ¡ocho de ellos son animales sin mente!
—¿Y, a su juicio, el que examinamos juntos fue el primero de ellos? —inquirió el anciano.
Kotiwala hizo caso omiso de la dureza que se transparentaba en las palabras del joven médico; tenía la vista ausente, clavada en la azul lejanía, sobre las montañas.
—Eso hemos podido deducir —dijo Chance, haciendo un ademán significativo con la mano—. Cuando fuimos investigando retrospectivamente, comprobamos que las primeras criaturas con esas características habían nacido el mismo día en que estuvimos usted y yo en la maternidad y que el primero de todos ellos nació una hora después, aproximadamente, de conocerle a usted yo.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Lo que podía esperarse. Todos los recursos de la ONU se pusieron en juego; estudiamos los antecedentes del asunto en todo el mundo, hasta nueve meses antes de aquel día, cuando las criaturas debieron haber sido concebidas...; pero no sacamos nada en limpio. Lo único cierto es que todos esos pequeños están vacíos, mentalmente huecos... Si no estuviéramos en un callejón sin salida, nunca se me habría ocurrido cometer la tontería de venir a verle, ya que, después de todo, imagino que en nada podrá usted ayudarnos, ¿no es cierto?
El apasionado ardor del que daba muestras Chance desde que llegó pareció haberse consumido de pronto, dando la impresión de habérsele agotado las palabras. Kotiwala permaneció reflexionando durante un par de minutos, mientras los lugareños, cada vez más inquietos, murmuraban entre ellos. Al fin, el anciano rompió su mutismo, preguntando:
—Esa droga antisenil, ¿ha tenido éxito?
—Sí, afortunadamente. De no haber tenido ese consuelo en medio de semejante desastre creo que nos habríamos vuelto locos. Con ello ha disminuido increíblemente el índice de mortalidad; como todo ha sido debidamente planeado, estamos en condiciones de alimentar a todos aquellos seres humanos que van agregándose, y...
—Bien —le interrumpió Kotiwala—; creo que puedo decirle lo que ocurrió el día en que nos conocimos.
Chance le miró asombrado.
—¡Entonces dígalo, por Dios! —exclamó—. Es usted mi última esperanza. ¡Nuestra última esperanza!
—No puedo ofrecer esperanza alguna, hijo mío —repuso el anciano, y sus suaves palabras resonaron como el tañido de una campana que toca a muerto—. Pero podría sacar una deducción. Creo haber leído que, según los cálculos, en este siglo XXI hay tantos seres humanos vivos como los que han muerto desde que el hombre evolucionó y pudo ser considerado como tal. ¿No es así?
—Así es, en efecto. Yo también leí esa obra hace ya algún tiempo.
—Entonces puedo afirmar que lo ocurrido el día en que nos conocimos fue esto: el número de todos los seres humanos que habían existido hasta entonces fue superado por el de los vivos, por vez primera.
El joven movió la cabeza, atónito; luego murmuró:
—Creo..., creo que no le entiendo... ¿O acaso sí..., acaso le comprendo perfectamente?
—Y, al mismo tiempo o poco después —siguió diciendo Kotiwala—, ustedes descubren y aplican en todo el mundo una droga que combate la vejez. Doctor Chance, usted no querrá aceptar esto, pues recuerdo que me gastó aquel día una broma acerca de un gusano; pero yo sí lo acepto. Afirmo que usted me ha hecho comprender lo que vi al mirar a los ojos de aquel recién nacido, cuando hice lo mismo con esta pequeña.
Así diciendo, apoyó dulcemente la mano sobre el cuerpecillo que sostenía la joven madre, a su lado, quien le dirigió una tímida y breve sonrisa.
—No se trata de la ausencia de mente, como usted ha dicho —añadió Kotiwala—, sino de una falta de alma.
Durante unos segundos Chance creyó oír una risa demoníaca en el susurro del viento invernal. Con un violento esfuerzo trató de librarse de aquella idea.
—¡No, eso es absurdo! —exclamó—. ¡No puede usted decirme que hay escasez de almas humanas, como si estuvieran almacenadas en algún depósito cósmico y las entregasen por encima de un mostrador cada vez que nace un niño! ¡Vamos, doctor, usted es una persona culta!
—Como usted bien dice —repuso cortésmente Kotiwala—, eso es algo que yo no me aventuraría a discutirle. Pero de todos modos debo estarle agradecido por haberme indicado lo que debo hacer.
—¡Magnífico! —exclamó Chance—. Heme aquí cruzando medio mundo, en la esperanza que usted me diga cómo debo actuar, y en lugar de ello afirma usted que yo le he indicado... Pero, ¿qué va a hacer usted?
Un brillo de esperanza asomaba ahora a los ojos de Chance, al fin.
—Debo morir —manifestó el sunnyasi.
Y, recogiendo su cayado y su escudilla, sin decir una sola palabra a los demás, ni siquiera a la joven madre a la que había consolado poco antes, se alejó con el lento paso de los ancianos por el camino que conducía a las altas montañas azules y a los hielos eternos con cuyo auxilio iba a liberar su alma.