Ante nosotros, la Ciudad del futuro, en la que ya todo se reducía a humo, ruido, tráfico, agitación y multitudinario barullo. Pero todo eso desapareció: el habitante de la Ciudad se halla enfrentado con una única disyuntiva, la de su extinción...
* * *
La Ciudad había quedado a sus espaldas.
Earl Stuart no había mirado hacia atrás. Hubiese podido percibir el resplandor de la Ciudad en el horizonte, pero rechazó esa idea. Iba aspirando el aire nocturno, aspirando los efluvios de la tierra viva. Miró hacia la tibia luz de las estrellas, como un hombre recién salido de la cárcel. En sus manos el rifle relucía, herido por la luz estelar.
Earl odiaba aquella galería subterránea, aquel túnel espantoso. Era el único medio de escapar, pero nunca se hallaba dispuesto a utilizarlo. Pues aquello era lo mismo que meterse en una antigua tumba; aquello era mucho peor incluso que la propia Ciudad: se parecía a una muerte viejísima. Duraba una eternidad el colarse por el túnel. Un hombre tenía demasiado tiempo para cavilar. Y sabía que una noche cualquiera un guardia de seguridad estaría esperándole a la salida del túnel.
Y entonces, ¿qué?
—¡Maldita sea! ¿No puedes caminar con más lentitud? —exclamó el doctor—. ¿Quedan muy lejos esos deslizadores aéreos?
—A un par de millas —contestó Earl Stuart. Conservando su mismo paso, añadió—: Si nos atrapan aquí dentro, cuando salgamos al aire libre me parece que tendrá que atormentarse mucho más que por sus lastimadas piernas.
El doctor Ochoa casi echó a correr para alcanzarle. Bruscamente, lo agarró del brazo:
—No soy yo, Earl. Son las madres, ellas no pueden seguir.
—Sabían muy bien dónde nos metíamos; nadie las obligó a llegar hasta aquí.
—Tú sabes que las necesitamos. Cuánto mejor sería llegarnos hasta el lugar donde están los deslizadores y luego volver a buscarlas. Tú sigues tu plan; eres grande y fuerte: un tipo verdadero, mientras que nosotros estamos realmente apabullados. Las chicas son capaces de luchar hasta disparar el primer tiro contra ti por poco que recuperen fuerzas cuando nos detengamos. Y entonces, ¿qué pasará? Mira, trata de facilitar las cosas, porque de lo contrario nos arriesgamos a que esto se convierta en la expedición de un solo hombre.
A regañadientes Earl Stuart redujo un tanto su paso. Le gustaba caminar, ejercitar plenamente su cuerpo, moverse con rapidez sin la ayuda de las máquinas. Pero ahora se le antojaba estar al frente de una partida de inválidos. Sin embargo, el viejo doc, el doctor, llevaba toda la razón: debían escapar juntos.
—De acuerdo —asintió Earl—, vuelva hacia atrás y dígales que ya no vamos a tardar mucho en salir de aquí. Una hora más y habremos llegado. Reparta algunas píldoras, doc, y tome un par de ellas usted también.
—¡Vete al infierno! —replicó el doctor Ochoa, jadeante.
—En él estoy —dijo Earl. Durante unos instantes, aceleró el paso, adelantándose a la expedición que capitaneaba.
Le gustaba salir del túnel totalmente solo. A veces, cuando la Ciudad le irritaba los nervios, se deslizaba solo por la galería subterránea: conocía muy bien el peligro que ella entrañaba, pero lo aceptaba, lo saboreaba plenamente. Solía experimentar una especie de extraño sosiego externo, una paz íntima, un bálsamo para el hambre inquieta que lo consumía.
Pertenecía al exterior. En él se sentía como en su casa. Envidiaba a los salvajes, incluso cuando los mataba de un tiro. Hediondos, asquerosos, comidos de piojos; unos brutos de aspecto repugnante, pero; bien sabía Dios que si tuviese que escoger... Evidentemente, Earl no tenía ni por asomo esa oportunidad.
Aquellos salvajes lo habrían hecho pedazos si hubiese caído en sus manos. Más de una expedición no había regresado. Earl pudo ser testigo de lo que aconteció el pasado verano: catorce hombres y cinco mujeres... Aquello nunca podría olvidarlo: se los comieron a todos... Los salvajes siempre anduvieron hambrientos, y por aquellos andurriales había muy poca carne.
En realidad, en aquella zona, había muy pocas cosas donde hincar el diente. Quizá lo que más le gustara fuera eso precisamente: una sabana totalmente desierta, accidentada, sembrada de una hierba frondosa y algunos arbustos; un cielo inmenso; inmenso, pero de cualquier modo más cerrado, más hermético, con su bóveda salpicada de ardientes luceros por la noche y, de día, su viva amplitud azulada, de un azul que caía directamente sobre uno y le hería; y aquel azul era lo suficientemente vasto para aguantar un mar de nubes y el sol quemando la piel desnuda.
Sabía que antaño, allí mismo se habían levantado otras ciudades. Había asistido a su desaparición. Los edificios habían desaparecido, pero aún seguían en pie unos cuantos: silenciosos y desolados, salpicados de agujeros donde anidaban unas aves extrañas...
Las ciudades no se le habían escapado, las había visto, y para él no tenían ningún misterio.
Cada cual conoce la historia, pero sólo los historiadores podrían conocer los pormenores de lo que pasó. En realidad, no fue una guerra, sino demasiados mísiles, demasiadas bombas, demasiados dedos sobre demasiados botones. Nadie recordaba los motivos de aquella hecatombe; nadie se preocupaba por dilucidarlos.
En ningún sitio habían quedado muchas ciudades. Ya no quedaban ni tan siquiera bombas. Todo aquello había acabado para siempre.
Earl Stuart se esforzó en alejar todas aquellas visiones de su mente.
Tenía que realizar un trabajo. Se trataba de un trabajo prohibido, que vulneraba las Leyes de la Ciudad. Pero las Leyes lo tenían sin cuidado: creía en lo que estaba haciendo; además había dinero que ganar, un montón de dinero...
Sin embargo, Earl no lo hacía por dinero. Posiblemente, ninguno de ellos lo hiciera al fin sólo por dinero. Pero el dinero no deja de ser siempre una buena cosa, con la condición de no dejarse atrapar.
Pues si uno se dejase atrapar, de nada le valdría todo el dinero del mundo.
Sería mucho más de la medianoche cuando llegaron por fin hasta los escondidos deslizadores aéreos. Earl Stuart no dio tiempo a los que le acompañaban ni tan siquiera para descansar y recobrar fuerzas: corrían el riesgo de quedarse dormidos y cuando el sol saliera sería demasiado peligroso partir.
El muchacho deseaba salir cuanto antes de allí.
Comprobó la carga de los deslizadores. La expedición iba formada por diez hombres con sus rifles, incluidos el doctor Ochoa y él mismo, y además seis madres, cuyos rostros juveniles se dibujaban en la sombra bañada por la luz estelar. Disponían de cuatro deslizadores aéreos, cargados ya con las cosas que pudieran precisar.
Se pronunciaron muy pocas palabras; todos estaban demasiado cansados, demasiado angustiados; además, a la mayoría de la gente no le gusta hablar mucho cuando está fuera.
Earl Stuart se instaló en el aparato de cabeza. Con él iban dos hombres y dos mujeres. La máquina despegó, deslizándose suavemente por el aire bajo el mando experimentado de Earl. Manteniéndola a poca altura, iba rozando la copa de los árboles, con las luces totalmente apagadas. El deslizador surcaba el aire en el más absoluto silencio; Earl podía percibir el gemido del aire rasgado por el aparato.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios del piloto, presto a lo que pudiera ocurrir.
Tras él la Ciudad fue desvaneciéndose en las sombras de la noche.
Ante él, perdido a lo lejos en las tinieblas, otro mundo le aguardaba.
Helen Sanderson no podía conciliar el sueño. Se había tomado una píldora que solamente la había relajado durante unas horas. Ahora estaba despierta nuevamente, pero no quería tomar otro sedante. Se sentía mareada, como ebria, pero su imaginación, desbocada, volaba...
¿Acaso había olvidado algo? Evidentemente el tiempo no le había faltado para olvidar, pero aquello no podía olvidarlo, ni mañana, ni pasado: la herida aún seguía sangrante; tampoco lo olvidaría en los días que siguieran. Es probable que no olvidase aquello nunca.
«No. Deja de pensar en eso.»
En ese momento ella hubiese querido tener otro.
Con todo ese dinero...
—Cariño —dijo Helen—, ¿estás despierto?
Larry Sanderson, que naturalmente estaba durmiendo, aunque le había dado por roncar para volver su insomnio más sabroso, se volvió y lanzó un gruñido:
—¿Qué pasa?
—Nada —contestó Helen.
—Estupendo —y Larry volvió a sumir su rostro en las profundidades de la almohada.
—Cariño, no puedo dormir.
—Tómate una píldora, vamos —espetó él con voz soñolienta.
—Ya me he tomado una. Estaba pensando en Bobby.
Larry se despertó de veras y optó por sentarse en la cama:
—Deja ya de atormentarte. Ya han transcurrido cinco años, Helen; no te puedes pasar la vida pensando en él.
—No puedo dejar de pensar, Larry; además, quiero recordarlo —dijo ella acentuando el «quiero».
Larry tomó en sus brazos el cuerpo túrgido de Helen. Ella se sentía fría, fría y rígida. Él tuvo un pequeño escalofrío. Esta era la forma en que sentía a Bobby en los últimos tiempos.
—Es claro que quieres recordarle, querida. Yo no pretendo ni mucho menos que debamos olvidarlo, pero tú no puedes seguir así: de lo contrario, tendrás que volver al médico.
Helen rompió a llorar. Larry podía sentir la acidez de las lágrimas que resbalaban por las mejillas de su mujer.
—No quiero volver al doctor. ¡Quiero un niño! ¡Quiero un niño!
—Querida, sabes muy bien que estamos haciendo cuanto podemos. —El tono de Larry se había vuelto dulce y razonable. Sabía que eso era lo peor que podía ocurrírsele en aquel momento, pero deseaba evitar un escándalo.
Intentó continuar:
—Mira, Helen, debemos tener paciencia...
—¿Paciencia? —Se puso a sollozar, temblándole todo el cuerpo—. ¡Tengo cuarenta años, Larry! ¡No puedo ser paciente, no quiero esperar más! ¡Quiero a mi Bobby, quiero un niño!...
La besó tiernamente en el cuello, acariciándola con la mano:
—¿Quieres que hagamos el amor?
Ella se arrancó de los brazos de su marido; todo su cuerpo estaba más frío que el hielo.
—Eso no es bueno —dijo—. Tú sabes que eso no sirve para nada... Yo quiero un niño.
Larry suspiró y se le escaparon unas palabras:
—Según los datos fidedignos que obran en nuestro poder...
Ella se tiró de la cama, hecha una furia, los puños tremendamente cerrados:
—Tú sabes muy bien que no puedo estar embarazada otra vez, y a mí no me importa lo que digan. Todo son mentiras. Sabes muy bien que todo eso no son más que mentiras.
—Helen, querida, vuelve a acostarte.
—No.
—¿Quieres que me levante y esté contigo?
—No; me es igual. Vuélvete a dormir.
Larry removió la almohada a puñetazos y volvió a hundir la cabeza en ella:
—¡Gracias por la noche tan encantadora que me das!
Arrepentida, Helen se acercó y le tocó el hombro:
—Lo siento de veras, cariño.
—Yo también lo siento. Pero tú no tuviste que esperar siempre. Tú eres una de las más felices.
—Es verdad, yo soy una de las más felices.
—Tómate una píldora. ¿No quieres?
—La tomaré, pero más tarde. Vuelve a dormirte. Siento mucho haberte despertado.
—De acuerdo, buenas noches, querida.
—Buenas noches, cariño —dijo ella.
Las palabras convencionales tenían en sus labios un regusto anticuado y amargo...
Salió del dormitorio. Su camisón era de fina tela, pero no necesitaba ponerse la bata ni las zapatillas, puesto que en todo el apartamento reinaba siempre la misma temperatura y el piso se limpiaba automáticamente.
Anduvo de habitación en habitación; ello le ocupó un buen rato. El apartamento era muy grande, tenían todo el espacio que apetecían... Naturalmente, no había ventanas. Pensó en accionar las pantallas murales. Antes, le gustaba elegir con tantísimo esmero las imágenes: el verde translúcido del fondo marino de la laguna del atolón con los peces, unos peces verdaderos, rayados de vivos colores evolucionando alrededor de los arrecifes de coral. Las montañas barridas por el viento, donde los copos de nieve revoloteaban como plumas por encima de la línea oscura de los árboles. Los maravillosos y cambiantes tonos rojizos, anaranjados y amarillos de las arenas de Marte...
Ella deseaba que el mar verdadero fuera así. Era una idea extraña la suya. Había visto el mar infinidad de veces en la televisión. El mar la había rodeado por todas partes en la sala de televisión de su apartamento; había escuchado el rumor de la resaca al romper las olas espumosas sobre la playa desierta; había visto las aves de largo pico lanzarse desde los aires y zambullirse en la mar en pos de los peces. Había visto todo eso...
Pero Helen Sanderson no había salido nunca de la Ciudad.
Sus piernas la llevaron hacia el lugar donde debía ir: hacia la habitación de Bobby.
Nada había cambiado en la habitación del niño; todo estaba como lo había dejado, exactamente igual a como estaba, pese a las recomendaciones del doctor. La camita con su colcha azul estaba bien hecha, como aguardando... El tierno osito pardo estaba sentado junto a la almohada: ahora sus ojos permanecían cerrados. Los colores del armario, con su payaso sonriente, no se habían alterado lo más mínimo. Los juguetes estaban todos en su sitio.
«¡Pobre Bobby! —pensó Helen. Ya se le habían secado las lágrimas; se sentía más sosegada—. ¡Pobrecito Bobby!» Había vivido tan sólo dos años. Nunca se había entretenido mucho con sus juguetes. Bobby estuvo enfermo casi desde que naciera, como todos los demás niños de la Ciudad; enfermizo y muy quieto y con los ojos apagados y tristes, sin esa chispa tan viva que despiden los ojos de un niño sano. Resultaba difícil interesarle en algo, hacerle jugar, o reírse y hasta sonreír.
Sin embargo, ella había conseguido tener un niño; y éste había vivido dos años; Bobby les había pertenecido durante dos años enteros.
Y ahora, a lo mejor...
Larry tenía razón: ella había sido una de las más felices entre todas las mujeres. No tenía por qué llorar; debía dejar de llorar.
Helen no quiso tomarse otra píldora; quería permanecer allí mismo; quería seguir despierta, saboreando sus conocimientos y su experiencia de madre feliz.
Se sentó en la camita, en medio del silencio que reinaba en el apartamento de veinte habitaciones. Puso la cabeza entre sus manos y sus ojos desmesuradamente abiertos contemplaban fijamente la nada, el vacío insondable...
En un edificio situado casi en el mismo centro de la Ciudad, una puerta se abrió inmediatamente ante Alex Norfolk, una vez que le hubo identificado el dispositivo fotoelectrónico. Aquella puerta no se abría ante muchas personas. Alex Norfolk penetró primero en una habitación intensamente iluminada, donde estuvo esperando hasta la llegada de Randall Wade para saludarle.
Owen Meissner, el jefe de las Fuerzas de Seguridad de la Ciudad retiró sus pies de la mesa de escritorio y se puso en pie. De pronto se mostró sorprendido, pero se recobró inmediatamente. Alex Norfolk solía presentarse cuando menos lo esperaban. Últimamente, había ocurrido muchas veces.
—Por favor, siéntese —dijo Alex.
Owen Meissner se sentó, mientras Alex arrimaba un sillón a la mesa para sentarse. Randall Wade siguió aguardando que Alex ocupase su sillón y entonces se sentó a su vez. Alex sacó su pipa, la llenó cuidadosamente y la encendió, chupando vigorosamente hasta hacer prender el tabaco.
—¡Este tabaco no vale un comino! —exclamó—. Pronto me pondré a fumar hierba, si logro conseguir alguna.
No dijo una palabra más. La oficina se llenó de humo y de silencio en iguales proporciones. El cuerpo larguirucho de Alex Norfolk estaba totalmente relajado en el sillón. A no ser por los ojos pardos que se mantenían alerta bajo las gruesas cejas, se hubiese pensado que estaba durmiendo.
—Bien —dijo finalmente Owen Meissner—. ¿Se trata de una visita social o qué?
—Cuando un hombre ha llegado a los cien años de edad, como yo —dijo Alex Norfolk—, no deja de maldecir las reuniones sociales. No se trata de una reunión de ese tipo.
—Bien, entonces se trata de negocios. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Nada tiene que hacer por mí. Lo único que tiene que hacer es su trabajo —dijo Alex al tiempo que lanzaba una nube de humo hacia el techo.
Owen Meissner se sonrojó.
—Mire esto, Alex.
El anciano, que no parecía tener ni un solo día más que Randall Wade, con sus cincuenta y cinco años, aparentó que la cosa no fuera para él. Miró duramente a Owen Meissner.
El silencio volvió a imperar, hasta que por fin Randall Wade lo rompió:
—No tienes por qué excitarte, Owen.
Su voz sonaba con fuerza y dominio de sí. Randall era uno de esos hombres que cuando están en un grupo no cejan hasta que todos entran en acción.
Owen Meissner se volvió hacia él. Si Randall Wade no hubiese estado al tanto de las cosas, no habría sido el heredero manifiesto de Alex Norfolk. Pues Alex no solía equivocarse mucho con la gente ni con ningún otro asunto.
—Volvamos a lo nuestro —dijo Owen—. ¿De qué se trata?
Randall Wade sonrió:
—¿De qué se va a tratar, sino de lo que creemos que eres capaz de decirnos? Al fin y al cabo, tú eres el policía.
—Hablas de un modo enigmático, Randy; llevas demasiado tiempo cerca del viejo.
—Es muy posible; trataré de ser más explícito: ¿en qué están trabajando tus hombres?
—¿En estos momentos? —preguntó Owen.
—Sí, ahora.
Owen Meissner reflexionó unos segundos.
—La verdad es que no trabajan en nada que realmente pueda interesarte.
—Bueno, trata de decirnos algo; nosotros nos interesamos por un montón de cosas.
—Bien, pues acaba de caernos entre las manos un asesinato. El hecho ocurrió la noche pasada, pero hasta el momento lo hemos tenido callado a la Prensa. Se trata de uno de los miembros de los cultos socialmente marginados; un tipo un poco más violento que los demás. Ya saben de lo que estoy hablando.
—¿Crimen sexual?
—Sí, aunque no se trata esta vez de un caso corriente en esta clase de delitos. Creo que no suponían que las cosas llegarían tan lejos y que la chica fuera a fallecer. Por lo que a nosotros se refiere, se trata de una de esas cosas que más bien nos tienen sin cuidado. Una reunión corriente de los partidarios del culto antes mencionado: a la muchacha la encadenaron y torturaron de tal manera que acabaron con ella. Todos los hombres iban enmascarados; se califican a sí mismos de «Padres». Sabemos quiénes estaban allí, pero hasta ahora no hemos podido averiguar cuál de ellos es el verdadero autor de la muerte. Pero lo atraparemos.
—¿Y con atraparlo, qué? —preguntó Alex Norfolk.
—Vaya por el «¿qué?» —Owen Meissner se quedó estupefacto, y eso que no era de los que se sorprendían fácilmente—. Está usted hablando continuamente acerca de la población. Si asesinan a alguien, no dejará de ser una persona menos. Si atrapamos al tipo que cometió el asesinato, podremos someterlo a un tratamiento para evitar que vuelva a matar. Ese es el problema.
—Su lógica es impecable —dijo el anciano. Siguió chupando su pipa y preguntó—: ¿Cuántos cultos de ese tipo, para emplear sus palabras, existen en la Ciudad?
—Posiblemente una cincuentena.
—¿Se trata evidentemente de los que se celebran en público?
—Sí; no tenemos el más mínimo control sobre los que puedan celebrarse en las casas particulares de los miembros.
—Estoy familiarizado con las leyes, Owen. Pero, ¿me puede decir cuáles son las causas de esos cultos?
—Bien, se lo diré: ya sabe que los psicólogos afirman que nos encontramos en una época de dura tensión entre los sexos. Los hombres no paran de criticar a las mujeres y éstas no se muerden la lengua con respecto de aquellos. Así que es muy natural que entre ellos se encontrara alguno que...
—Exactamente; pero aun cuando logren atrapar a ese hombre, a ese pobre diablo con su navaja o su látigo o lo que sea, ¿qué se habrá resuelto?
—Habré resuelto un crimen. ¿Acaso no es mi oficio? Yo no puedo contemplar las causas finales, pues ésa es cuestión suya.
—De acuerdo, ese es mi trabajo —asintió Alex Norfolk, quien volvió a acomodarse en su sillón y cerró los ojos. Su pipa se apagó, pero no volvió a cargarla.
—¿Qué más, Owen? —preguntó Randall Wade.
—¡A ver si te imaginas que tengo algún conejo que sacarme del sombrero! Bueno, también hubo una «incursión» en el Laboratorio número 4, pero se trata de una faena francamente sin importancia. No llegaron a acercarse ni tan siquiera a los depósitos de los embriones. No dudo que estás enterado de todo eso.
—Sí, estamos enterados.
—Tenemos asimismo el informe acerca de un avión trasatlántico que volaba demasiado bajo dentro del área prohibida (se trata de la Zona 31) en un vuelo desde la Ciudad a Nueva Roma. El servicio de Control Aéreo lo detectó y lo obligó a cambiar de rumbo; nada más.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo, sí.
—¿Qué nos puedes decir acerca de un tal Earl Stuart?
Owen Meissner se desconcertó:
—No creo haber oído ese nombre nunca...
—Trata de mirar en tus ficheros ¿quieres?
Meissner sacó un tablero de uno de los compartimientos de su mesa y rápidamente impartió sus instrucciones. A los treinta segundos una pantalla mural empezó a centellear. Los datos relativos a Earl Stuart no tenían nada de particular: había nacido en la Ciudad hacía veintiocho años. Su padre, Graham Stuart, había ganado mucho dinero con los aparatos electrónicos, cosa bastante extraordinaria puesto que resultaba difícil hacer dinero con una economía cada vez más restringida. Graham Stuart y su esposa habían muerto. Earl era su único hijo y había heredado una pequeña fortuna. No tuvo necesidad de trabajar; era más bien un aventurero que cualquier otra cosa. Sabía nadar —lo cual no dejaba de ser curioso— y se interesaba por las armas de fuego. Solía ausentarse de su apartamento durante períodos de más de una semana en repetidas ocasiones. Desde el punto de vista sexual, nada había en él fuera de lo normal. Nunca lo habían detenido. Los médicos sólo lo habían atendido dos veces en toda su vida: una vez por fracturarse un brazo y otra por el sarampión.
En cualquier caso, su ficha antropométrica era mucho más interesante. Earl Stuart era un hombre de alta estatura, con más de seis pies y sólidamente constituido. Llevaba los cabellos muy cortos, de un negro de azabache; sus pómulos, muy altos, relucían a ambos lados de la nariz fuerte y ligeramente achatada sobre la boca, firme y de labios carnosos. Tenía los ojos muy oscuros y era de tez morena o —quizá— curtida por el aire y el sol.
Earl Stuart hubiese podido vivir en cualquier período de la historia dadas sus excepcionales capacidades físicas y su robustez. Sin embargo, entonces, en la Ciudad, no dejaba de ser un hombre extraordinariamente singular.
—Bien —dijo Owen al apagarse la pantalla—. ¿Qué más?
—Dos cosas —dijo Randall—. En primer lugar, necesito un informe completo acerca del nacimiento de ese hombre. Necesito un informe con los datos más exactos sobre el embarazo de la señora Stuart y también quiero saber el nombre del médico que la atendió en el parto.
—Earl no es ningún niño adoptado, puesto que, si lo fuera, aquí obraría la ficha del laboratorio, atestiguando que no es el hijo legítimo de la señora Stuart —dijo el jefe de las Fuerzas de Seguridad.
—Es preciso comprobarlo totalmente —insistió Randall—. En segundo lugar, quiero conocer las fechas exactas en que Earl Stuart se ausentó de su apartamento durante los últimos cinco años. Deseo saber no solamente el lugar donde se encontraba, sino lo que en él estaba haciendo.
—Eso no va a resultar tan fácil.
—Debes conseguirlo. Arréglate como puedas, pero quiero esos datos.
En aquel preciso momento, Alex Norfolk abrió los ojos y sonrió: Randy estaba llevando las cosas estupendamente. El asunto era de suma importancia, trascendental.
—¿Harán el favor de decirme a qué viene todo esto? —preguntó Meissner—. ¿Qué hay con ese hombre?
Randall Wade se levantó y declaró:
Uno de nuestros computadores le ha puesto el dedo encima. Todo parece indicar que Earl Stuart se ha puesto al frente de una expedición fuera de la Ciudad. Nos interesa saber cómo pudo salir de aquí sin ser detectado. Queremos saber lo que está tramando fuera de la Ciudad. Queremos detenerle.
—Haré cuanto pueda —prometió Owen Meissner.
Alex Norfolk volvió a llenar parsimoniosamente su pipa, se levantó a su vez y se plantó al lado de Randall Wade.
—Eso no basta, Owen; el asunto es muy importante. Deseo que nombres a un hombre realmente capaz para que inmediatamente investigue sobre Earl Stuart.
—En estos precisos momentos tengo un asesinato en mis manos; ahora no puedo desprenderme de mis hombres...
—¡Al infierno con vuestro asesinato! Yo quiero atrapar a Earl Stuart y, ¡ojo con dejarle escapar! De modo que, ¡vamos por él!
—¿Es una orden?
—¿Acaso suena de otra manera? ¿Se trata quizá de una conversación trivial?
—¡Bien! Lo atraparemos, si se trata del hombre que ustedes creen que puede ser.
—Ése es el hombre que buscamos.
Alex Norfolk se marchó hacia la puerta sin despedirse siquiera. Randall Wade vaciló:
—¡Adelante, Owen, que tengas éxito, y hasta la vista!
Owen Meissner se levantó del sillón, saludando con la cabeza, esforzándose en sonreír. Tan pronto como la puerta se volvió a cerrar tras la salida de los dos visitantes, se dejó caer en el sillón. Su sonrisa se había desvanecido. Pulsó un botón rojo en la mesa.
Cuando estuvieron instalados en el coche-tubo (tipo de coche que se desliza automáticamente a través de un verdadero tubo subterráneo), Randall Wade se volvió hacia el anciano:
—Se ha mostrado muy duro con él, Alex.
—Ese hombre es de los que necesitan que los pinchen para moverse...
—Es un buen policía. Estoy seguro que atrapará a Stuart.
—Ese hombre carece totalmente de imaginación. Es capaz de hacer lo que le mandan y solventar los casos rutinarios. ¿Crees que eso puede bastar, Randy?
—En cualquier caso, ha sido demasiado severo con él.
—No tengo tiempo para ser más suave.
—No puede esperar que un hombre trabaje en las tinieblas. Owen no puede comprender por qué razón un hombre como Stuart puede resultar tan peligroso. Tenía que haberle puesto mucho más al corriente del asunto, sobre todo al exigir tanto de él.
—Esta alternativa es imposible. Yo no puedo decirle a Owen lo que en realidad está sucediendo con Stuart. No es hombre para eso. Lucharía por todos los medios y en su caso podría resultar mortal. Y yo espero mucho más de él, y no menos. Si esas expediciones logran escapar a nuestro control, será nuestro fin.
—En ese caso, necesita encontrar otra solución.
—Los que necesitan otra solución son los demás, tú necesitas esa solución, puesto que yo no estaré aquí eternamente, pese a todas las bromas que puedan gastarme por haber alcanzado los cien años de edad. ¿Qué vas a hacer, entonces?
Randall reflexionó un momento:
—Quiero ser justo. Meissner es un hombre que cumple bien con su tarea.
—No lo bastante para el caso que nos ocupa.
—En tal caso, probaremos otra solución. En el Instituto contamos aún con gente joven y capaz. Podemos escoger a uno de ellos: puede ser Hashimoto, de la Facultad de Biología; él es aún bastante joven, podemos ayudarle a formarse en el servicio de policía. Podemos crear un nuevo cargo, pongamos por caso el de Delegado de Seguridad o algo parecido, y colocar a Hashimoto por encima de Meissner. De esta manera, Owen puede manejar todos los asuntos rutinarios, mientras que Hashimoto se encargaría de controlar los casos peligrosos como el de Stuart. Todo esto podemos arreglarlo de modo que Owen no pierda en lo más mínimo en cuanto respecta a su estatus.
—Algo así habrá que hacer.
—Puedo hacerlo, si es preciso.
—Perfecto, tu idea me gusta, Randy. ¡Adelante!
—¿Está de acuerdo con que sea Hashimoto?
—Tú serás el único que tendrá que colaborar con él, desde luego.
Randall Wade ya estaba decidido:
—Voy a hablar con él ahora mismo.
—Estupendo. Vas a llevarme hasta los archivos y me dejas allí mismo, ¿quieres?
—¿No sería mejor que descansase un poco?
—¡Vamos, que no soy un inválido! Ya descansaré cuando esté cansado.
—Bien, usted manda, Alex.
El coche-tubo paró delante del edificio de los archivos.
—Buenas noches, Randy.
—Hasta mañana, señor.
—No apuestes en eso —dijo enigmáticamente el anciano—. Y deja de tratarme de señor.
El coche-tubo siguió su camino. Alex Norfolk estuvo mirándolo un rato con una expresión afectuosa en los ojos.
—Gracias, Randy —dijo quedamente.
El anciano estaba solo.
Entró en el edificio de los archivos. Este edificio era totalmente diferente de cualquier otro de la Ciudad. En su parte externa parecía bastante convencional y era precisamente esa la parte que la mayoría de la gente podía contemplar. El interior del edificio era totalmente diferente.
La estructura era la de una forma ahuecada, una masa discontinua de pisos. Disimulada por los contramuros, una torre de metal reluciente se alzaba en el aire. Tendría un centenar de pies de altura y su base se sumía en las profundidades de la tierra hasta otro centenar de pies por debajo de la superficie.
Aquella torre había sido levantada para perdurar; la torre aún seguiría en pie cuando el edificio exterior se hubiese ya reducido a polvo.
En la torre no había nada. Alex Norfolk se detuvo y permaneció mirando la reluciente columna un buen rato. La había visto muchas veces, pero aquella torre formaba una parte tan grande de su vida que raramente se detenía para contemplarla. La torre había sido levantada antes que Alex naciera.
Entonces la estaba mirando, consciente del hecho que era posible que ya no la volviera a ver. Trató de representársela como si un día aquella alta torre llegara a no ser más que un gigantesco dedo de metal apuntando hacia el cielo. Aguantaría los embates de la lluvia y del viento y del frío y del sol..., y seguiría en pie. Seguramente, con el tiempo, ya no sería como entonces, una torre disimulada: Se convertiría en un monumento al igual que Stonehenge y las pirámides y las esculturas de la Isla de Pascua, uno de esos monumentos de las civilizaciones desaparecidas que atraen a los turistas. Los archivos —Alex odiaba ese nombre— estaban allí. Las futuras generaciones se sorprenderían ante los nombres que los archivos conservaran. En épocas futuras, los archivos podrían ser leídos.
Entonces, todos se enterarían de lo que Alex Norfolk había hecho.
Sin embargo, no era mucho, no bastaba lo que había hecho. Pero lo suyo, añadido a lo que los otros fueran capaces de descubrir, sin duda representaría algo. Podría ayudar a desentrañar más de un problema, a aclarar más de un enigma; ayudaría a ver las cosas de otra manera.
Alex Norfolk suspiró. Físicamente no se sentía viejo, y mentalmente se sentía más despierto que nunca, aunque suponía que la mayoría de los ancianos no dejaban de ilusionarse de modo semejante. Sin embargo, desde el punto de vista espiritual —pues no había otra palabra para definirlo— se sentía cansado. Los años se había ido amontonando y pesaban mucho sobre él.
Si solamente estuviera seguro...
Alex Norfolk irguió su cuerpo y se amonestó mentalmente a sí mismo: cuando uno empieza a compadecerse de sí mismo es un claro síntoma de senilidad. ¡Qué diablos!, debía hacer lo que tenía que hacer. Luego, si el ánimo no le fallaba, haría lo que deseaba hacer.
El anciano se metió en el túnel que conducía a los archivos. Allí no había escaleras, pero el túnel tenía una pendiente poco acusada; todo había sido concebido para bajar por él con suma facilidad y encontrar las cosas también muy fácilmente.
Los pensamientos de Alex Norfolk volvieron hacia Earl Stuart. Le hubiese gustado conocer a aquel hombre; estaba casi dispuesto a desear que las cosas le salieran bien al muchacho. Pero, ¿era posible que Earl Stuart no supiese quién era?
Alex Norfolk meneó la cabeza y siguió caminando por debajo de la tierra.
Los deslizadores aéreos aterrizaron cuando el alba despuntaba; a Levante el cielo comenzaba a encenderse.
Earl Stuart bajó del aparato, empuñando su rifle, presto a disparar.
—¡Vamos —dijo—, de prisa!, que no deben estar a más de un par de millas de aquí.
El doctor Ochoa se pasó las manos por la cara, poblada de una barba de tres días.
—Las madres están muy cansadas, Earl. No durmieron mucho durante los dos últimos días.
—La próxima vez tendrán más experiencia, doc. Distribuye algunas píldoras a los que lo deseen. Démonos prisa, que si los salvajes llegan a presentir lo que pasa, vamos a tener que estar persiguiéndoles por estos contornos durante semanas. Sé dónde se encuentran. Si nos damos prisa, podremos atraparlos en sus cuevas antes que despierten. Yo marcho ahora mismo y me llevo a mis hombres. Si las mujeres quieren esperar aquí solas, allá ellas.
—¡Qué tipo más simpático eres, Earl!
—Así me llaman ellas —dijo Earl, y volviendo los talones se fue hacia adelante sin preocuparse lo más mínimo de si los demás le seguían. Sin embargo, caminaba con paso lento. Los demás miembros de la expedición podían seguirle con un pequeño esfuerzo y por experiencia sabía muy bien que lo harían. Se trataba tan sólo de seguir al jefe y Earl era el único jefe de la expedición. De eso estaba seguro y los demás también lo sabían.
La luz era tenue, pero Earl podía distinguir todo cuanto necesitaba ver. Se encontraban sobre una pendiente cubierta de altas hierbas que descendía hasta un arroyo. En la orilla opuesta del arroyo sabía que el terreno subía abruptamente. Allí había una línea de acantilados muy escarpados donde se abrían las cuevas.
No tropezarían con ninguna dificultad hasta que llegasen a la otra orilla del arroyo.
Earl comprobó la dirección del viento. Soplaba un aire puro y fresco, fragante por el olor de las flores silvestres y la humedad nocturna de la tierra. Lo más importante era para ellos que el viento les soplara de cara: así los salvajes no podrían olfatear su llegada.
Earl Stuart se sentía bien, realmente bien. Tenía que contenerse para no acelerar el paso. Se sentía lleno de ánimo, lleno de vida; iba lleno de entusiasmo y excitación, dispuesto a lo que pudiera ocurrir. Aquello no era realmente una matanza: era encontrarse fuera, con el viento en plena cara; era encontrarse al mando de la expedición; era asumir la responsabilidad de sus propios actos. En el interior de la Ciudad, Earl se parecía a un pez dentro de una botella, mientras que allí, fuera de la Ciudad, se sentía un hombre verdadero.
Y aquella impresión era lo más agradable para el muchacho.
Earl Stuart distaba mucho de un ser estúpido; tampoco era amoral. Lo había pensado muy bien, sabía lo que hacía. Aquello iba contra las leyes, pero estaba convencido de lo insano de las leyes. Nadie había tenido que decirle que la Ciudad estaba muriéndose, pudriéndose lo mismo que una fruta caída bajo el sol. Earl tenía ojos para ver y sabía muy bien porqué iba: la Ciudad necesitaba algo de sangre nueva.
Y él iba a buscarla.
Earl no era ningún héroe; no se hacía ninguna ilusión, creyendo que hacía aquello por la Ciudad. La Ciudad le importaba un bledo. Lo que quería era estar fuera de ella, allí, en el lugar donde estaba; le gustaba lo que estaba haciendo.
Sin embargo, no deja de ser agradable saber que uno tiene razón.
Y el dinero tampoco era despreciable. Su herencia había sido bastante cuantiosa, pero sólo un idiota podía vivir con su capital. Las inversiones ya no eran tan rentables como hubiesen sido en los viejos tiempos.
En la Ciudad, Earl Stuart tenía unos gustos muy costosos; necesitaba mucho dinero.
Cuando alcanzó el arroyo, el sol acababa de asomar en el horizonte detrás de Earl. Parecía un enorme globo rojo y su luz proyectaba unas sombras larguísimas. En el campo empezaron a sentirse los cantos de las aves. Hacia la derecha, la sombra de un animal se movió entre la hierba; el arroyo discurría, susurrante entre las rocas; el agua era cristalina; podían divisarse las sombras de los peces sobre el fondo de arena.
Earl no vaciló: sabía que si les dejaba el tiempo de reflexionar, podría tropezar con dificultades en el momento de hacer cruzar el arroyo a las madres. Entró resueltamente en el agua; estaba fría, pero era poco profunda; apenas le llegaba a las rodillas.
Siguió hacia delante, pero moderando el paso. Podía ver los acantilados que se proyectaban delante de él con sus rocas bañadas de una luz dorada por el sol naciente. Las cuevas eran unos agujeros negros, parecidos a unos ojos enormes.
Nada se movía en aquel lugar.
El grupo expedicionario seguía avanzando fuera del alcance de los rayos solares. Era difícil que los vieran; todos los hombres ya habían estado con él en aquel lugar anteriormente; ellos sabían lo que debían hacer.
Pero las madres...
Una de las mujeres lanzó un grito. Uno de los hombres la agarró inmediatamente, tapándole la boca con la mano, pero el grito había sido demasiado violento para que no lo oyesen. Sin duda lo habían oído...
Earl se volvió vivamente: vio cómo corría entre las altas hierbas un hombre medio desnudo, con su larga cabellera ondeando al viento; no llevaba más que un arpón para pescar. El salvaje abrió la boca para dar la alarma. Earl disparó su rifle con mucha calma, apuntando a la cabeza. La detonación desgarró el aire matutino.
—¡El tiro no falló! —se alegró Earl.
Volvió hacia la madre que había gritado. El hombre la seguía sujetando. La estuvo mirando: tenía los ojos desorbitados de espanto y temblaba tremendamente.
Earl le puso la boca del rifle en el pecho y dijo duramente:
—¡Suéltala!
El hombre la soltó y ella lo miró fijamente, helada de espanto.
—Ese hombre está muerto, ya no puede herirla. ¿Me entiende?
La madre asintió con la cabeza.
—Si vuelve a repetirlo, le pego un tiro. ¿Oye lo que le digo?
Ella volvió a asentir con la cabeza.
—Diga que me ha entendido.
—Lo he entendido —dijo la mujer con voz desfallecida.
Earl apartó el rifle de su pecho.
—Perfecto, cariño. Pero, por Dios, trate de contenerse. Sé muy bien lo espantoso que resulta ver a uno de esos hombres por primera vez. Cuando haya comenzado el tiroteo, podrá gritar todo lo que le venga en gana. Pero ahora mantenga la boca cerrada, ¿entendido?
Ella balbució:
—Lo siento, ese hombre era tan...
Earl sonrió.
—Pues, no crea, era uno de los más simpáticos...
Tras estas palabras dejó a la joven madre. Marchó hacia delante y asomó la cabeza por encima de las altas hierbas: los acantilados seguían tan desiertos como antes. Las cuevas se ofrecían nítidamente a su vista. Allí no había ninguna señal de vida.
—Bien, y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó el doctor Ochoa.
—¿Cree que los salvajes nos han oído? —dijo Earl, a modo de respuesta.
—No lo sé —respondió el doctor.
—Yo tampoco lo sé. El viento sopla a nuestro favor; nos sigue soplando de cara desde el lugar donde están las cuevas. Tenemos un cincuenta por ciento de posibilidades al hecho que nuestros amigotes sigan durmiendo aún en ellas. Es muy probable que esa banda de animales no hayan oído nunca la detonación de un rifle. He podido verlos siempre a través del escrutador, pero hasta ahora nunca había estado aquí. En este momento, no sé nada.
—Tú decides, Earl; tú lo planeaste todo.
Earl reflexionó un momento antes de tomar una decisión. El más mínimo error podía resultar catastrófico en aquel preciso momento. El sol ascendía rápidamente en el cielo por el este, inundando el mundo con su luz. Al cabo de poco, los miembros de la expedición ya no tendrían ninguna sombra donde guarecerse.
—A mí no me gusta hacer las cosas con un cincuenta por ciento de posibilidades a mi favor —dijo finalmente Earl—. Si esos tipos nos estuvieran aguardando, las cosas podrían tomar un cariz bastante peligroso. Ellos pueden adentrarse hasta el fondo de las cuevas y en tal caso tendríamos mucho trabajo para atraparlos; nunca lograríamos cazarlos. Si debemos internarnos en esas cuevas tras los salvajes, vamos a tener algunas narices ensangrentadas... ¡Maldita mujer!
—No te olvides de nuestro pescador insomne. Si no se hubiese encontrado fuera en este lugar...
—Pero el caso es que andaba fuera y eso no lo podemos cambiar de ninguna manera. Sólo hay una cosa que podemos cambiar, y es nuestro plan.
—¿Piensas intentar alguna otra cosa más?
—No —contestó Earl—. Seguiremos aplicando nuestro plan tal como hemos venido haciendo. Ese era nuestro objetivo y nos atendremos al mismo.
—Me parece que estabas diciendo...
Earl interrumpió al doctor Ochoa.
—Ya estuvo conmigo en unas cuevas como éstas. Por lo tanto, sabe a qué se parecen. Estos salvajes las vienen utilizando desde hace muchas generaciones. Las cuevas están todas unidas por unas galerías de conexión y siempre hay en ellas una vía de escape en caso de emergencia. Esa salida de emergencia debe estar en cualquier lugar, en la parte superior de los acantilados, en esa meseta. ¿Entiende lo que estoy diciendo? ¿Me sigue o no?
—Si estás sugiriendo que debemos llegar hasta la salida trasera, entonces te digo que no cuentes con tu doctor: yo no iré hasta allí.
—Ninguno de nosotros debe llegar hasta allí. Haga trabajar su mente, doctor. Por allí es por donde van a salir.
—¿Y por qué tendrían que hacerlo? ¿Para agradarnos?
—¿Acaso debo hacerle un dibujo? Si algunos de nosotros atacamos de frente y descargamos un número suficiente de balas dentro de esas cuevas, los salvajes tratarán de salvar a las mujeres y los niños llevándolos fuera. Siempre lo hacen, y cuando lleguen arriba, a la meseta, el resto de nuestros hombres los puede estar esperando.
—Eso no me gusta nada, Earl. Debemos aplicar el plan todos juntos; no somos bastante numerosos para jugar al ejército.
—Contamos con diez hombres. Es decir, cinco se quedarán aquí mismo con las madres y los otros cuatro se vendrán conmigo. Es la única manera de salir airosos.
—Esa es la única manera a fin que nos coman vivos. En esas cuevas deben ser bastante numerosos para ello.
Earl Stuart sonrió.
—Recuerde que nos hemos traído los rifles.
—Eso decía el general Custer...
Earl contuvo sus nervios con dificultad. Las alusiones históricas del doctor siempre le molestaban. A él no le importaba lo que pudiera haber dicho cualquier general griego o romano. Ya había perdido demasiado tiempo.
—Voy a dividir a los hombres. Tomaré a cuatro conmigo y volveremos hacia el lugar donde están los deslizadores. Usted se quedará aquí con las mujeres y el resto de los hombres. Y escondan la cabeza, ¿entendido? Cuando nosotros hayamos llegado a la meseta y estemos preparados, lanzaré un cohete; entonces, ustedes avanzan y abren fuego. ¿De acuerdo?
—Sigue sin gustarme la idea.
—A mí tampoco me gusta, no tiene por qué gustarme; se trata únicamente de realizarla.
Earl actuaba con mucha calma, eligiendo a los cuatro hombres que debían acompañarle.
—¡Vamos! —ordenó, y los cinco hombres volvieron hacia el arroyo.
Earl tardó más de media hora en llegar hasta los deslizadores; no se había preocupado lo más mínimo de disimularse; había corrido todo el tiempo. Si los habían visto marchar, tanto mejor, pues los salvajes no debían saber cuántos hombres estaban allí. Así el resto de la expedición podría permanecer tranquilamente en su lugar un rato más.
Earl estaba enteramente sudado. Se preparaba un día de mucho calor y no estaba acostumbrado a caminar bajo el sol. Dejó que sus hombres descansaran un rato; todos ellos se pusieron a beber con ansia.
—No beban mucho, que eso les frenará en cuanto haya que caminar. ¿Están todos preparados?
Los cuatro hombres asintieron con la cabeza. Estaban cansados y nerviosos, pero todos deseaban encontrarse en el puesto cuando el fuego empezara. Eran hombres buenos para la época en que se vivía.
—Bien, vamos todos en un deslizador. Una vez que hayamos tomado tierra, no quiero oír ni una palabra; habrá que guardar silencio. Que nadie tire alocadamente; cada cual escogerá su blanco y se asegurará antes de disparar. Dejarán que los hombres y los niños mayores avancen todo lo que puedan. No disparen más de lo estrictamente necesario. Cuando tengan que hacerlo, apunten hacia las mujeres que llevan un niño y no fallen el tiro. Los tiros a la cabeza son los más eficientes. Esas mujeres son asesinas cuando están heridas. ¿Alguna pregunta?
Earl tomó los mandos y el aparato despegó, deslizándose silenciosamente a baja altura a través del aire tibio de la mañana. Al llegar sobre la meseta, redujo la velocidad y empezó a dar vueltas sobre ella. El cielo estaba claro, sin una nube; la visibilidad era perfecta. Pese a la velocidad del aparato, pudo distinguir claramente un par de rebaños que pacían tranquilamente. Se estaba acabando el juego... Pronto habría que actuar.
Earl Stuart no se sentía impresionado lo más mínimo. Tomó altura y estuvo planeando por encima de la meseta. Podía ver al doctor Ochoa y a los demás acechando entre la hierba. Podía ver al pequeño arroyo, reluciente como un lazo de cristal. En menos de un minuto localizó la salida de emergencia de las cuevas. Estaba disimulada por unas rocas y por la maleza a ras de tierra, pero desde el aire se dibujaba nítidamente.
El aparato tomó tierra e inmediatamente Earl desplegó a sus hombres. Ahora hacía un calor sofocante; el sol quemaba la piel.
Earl disparó el cohete, que describió un surco de fuego encarnado en el aire hasta convertirse en un sol diminuto y que se iba a la deriva. Armó su rifle y aguardó.
Se abrió el fuego inmediatamente tras la señal del cohete. Los disparos resonaban sordamente en el aire abrasado por el sol. Con aquella tropa, los tiros no podían causar mucho daño. Pero entonces el doctor tenía que moverse rápidamente y avanzar. A unas cien yardas de distancia, más o menos, los rifles de fuerte calibre sólo podían hacer escasos blancos en aquellas cuevas, ya que las balas podían rebotar sobre las rocas... El dedo de Earl estaba acariciando el gatillo. Le gustaban los rifles; los rifles eran un arma estupenda, sólida y en la que se podía confiar; las balas eran mucho más selectivas que los rayos mortíferos y para luchar contra unos salvajes armados con toscas lanzas y armas de piedra no era preciso ningún armamento fantástico.
Sentía una excitación agradable y todo su cuerpo estaba en tensión. Siempre le pasaba lo mismo en aquellos momentos; no se trataba exactamente de la alegría de matar, no era ninguna inclinación sanguinaria, sino sencillamente una impresión mucho más compleja e indefinible.
Era más bien la emoción sentida por el cazador; nada podía compararse con lo que Earl experimentaba en aquellos momentos.
Estuvo aguardando, escuchando cómo los disparos iban acercándose. El doctor y sus hombres disparaban de lo lindo.
El momento no podía tardar. Pronto...
¡Ahora!
Un hombre salió como disparado del agujero. Era un hombre viejo y encorvado, con una larga cabellera de un gris sucio. Una piel de animal, asquerosa, ceñía su descarnada cintura. Llevaba la boca abierta, enseñando sus dientes pintados y rotos. Se hallaba tan cerca que Earl podía oler la grasa rancia de sus cabellos y el sudor de su cuerpo.
Earl no disparó contra el anciano.
En aquel preciso momento, otro hombre salió tropezando del agujero; esta vez era un hombre joven; había sido herido en el hombro derecho y llevaba todo el costado cubierto de sangre. En su mano izquierda sujetaba una lanza con punta de pedernal. Sus ojos relucían alocados y llenos de dolor. Al encontrarse fuera de la cueva, trató de avanzar, pero cayó; volvió a levantarse y siguió titubeando hacia adelante.
Earl tampoco disparó esta vez. Ya no habría que aguardar mucho. Mientras los salvajes no vieran a sus hombres escondidos detrás de las rocas era una locura disparar; había que esperar hasta que salieran los blancos ansiados. Disparar en aquel momento era tanto como obligar a los salvajes a volverse a hundir en sus cuevas y eso era lo último que Earl podía desear.
Al cabo de unos segundos, asomaron los niños; salían del agujero como una bandada de ratas silenciosas. Iban en cueros, y con los cuerpos llenos de llagas y de arañazos. ¡Niños, un montón de niños! Eran por lo menos una cincuentena. Earl no dudó que en las cuevas vivían muchos más niños de mediana edad que en toda la ciudad.
Dejaron pasar a los niños: eran demasiado grandes. Escaparon todos menos uno, que, saltando tras una de las rocas se encontró frente a uno de los hombres de Earl. El muchacho intentó escapar, pero antes que lo lograse el hombre le asestó un culatazo. El muchacho rodó por el suelo, con la cabeza aplastada como un melón.
Asomó la primera mujer. Llevaba su tosca cabellera muy corta, casi afeitada. Sus pechos estaban llenos de cicatrices y el labio inferior atravesado por una especie de pasador de piedra. No llevaba ningún niño.
Earl siguió aguardando, con el pulso acelerado.
El resto de las mujeres salió al segundo; gruñían ferozmente bajo la luz del sol. Jóvenes y viejas, gordas y flacas, todas ellas eran tremendas de ver: apestaban terriblemente y se movían con azoramiento; sus músculos relucían bajo la piel desnuda. Corrían como arañas espantadas...
Earl las contó rápidamente: cinco de ellas, cinco llevaban niños en sus brazos. ¡Cinco! Era más que suficiente, más de lo que Earl podía esperar. ¡Aquello era una verdadera fortuna!
Saltó sobre sus pies, se llevó el rifle al hombro y apretó el gatillo. La bala alcanzó a una de las madres en la nuca: la mujer se desplomó, dejando caer al niño que gritó al chocar contra el suelo. Otra mujer se volvió y trató de agarrar a la criatura, pero Earl le metió una bala en el pecho.
De pronto, Earl se volvió, sus ojos se estrecharon: otra mujer escapaba velozmente, intentando regresar a la cueva. Disparó dos veces antes que la mujer se colara por el agujero; la madre cayó muerta y el niño, que ya caminaba, trató increíblemente de introducirse en la cueva.
Earl dio un salto y lo agarró, sujetándolo con el brazo izquierdo. El niño lloraba y gritaba escandalosamente, retorciendo su cuerpecito y orinándose en el brazo de Earl. Éste no hizo caso.
—¡Bien! —gritó jubiloso—. Ya los hemos atrapado. —Volviéndose hacia uno de sus hombres ordenó—: Ed, dispara una ráfaga contra ese sendero para que los salvajes sigan corriendo. Los demás disparen dentro de esa cueva. No quiero que los otros salvajes salgan.
Los rifles formaron una barrera de fuego. El aire caliente se llenó de humo azulado y de olor a pólvora. Las moscas ya estaban zumbando sobre los cadáveres.
Earl aguardó un par de minutos, lo que representaba un montón de balas. Estaba claro que nadie iba a salir de aquel agujero durante un buen rato.
—¡Basta! —gritó—. Lleven esos niños al aparato y sujétenlos bien.
Earl entregó a Ed el niño que llevaba, con lo cual el hombre se cargó con dos niños; se puso a los mandos del deslizador, comprobó rápidamente si todo estaba en orden y despegó sin perder más tiempo.
Entonces los niños eran lo más importante. Debía entregárselos al doctor y a las madres que estaban esperando junto a él y luego habría que regresar con toda la expedición hacia el lugar donde se encontraban los deslizadores. Earl rió sarcásticamente: las cosas no podían fallarle.
A la espalda, el sol quemaba las rocas de la meseta sobre los acantilados. Un enorme lagarto verde asomó la cabeza y se deslizó por encima de los cuerpos sin vida. A lo lejos, en el azul del cielo, unas formas negras planeaban: los buitres se aprestaban al festín.
Los negros orificios de las cuevas estaban desiertos y silenciosos.
La expedición no tropezó con ninguna nueva dificultad.
La mayoría de los salvajes seguían en sus cuevas y no intentaban salir de ellas. Se habían adentrado en las galerías más remotas y allí permanecerían hasta que cerrara la noche. De todos modos, ya no podrían luchar ni por sus hijos. Sus enemigos estaban ya demasiado lejos.
Earl tomó tierra y el doctor y las madres se hicieron cargo en el acto de los niños. El doctor Ochoa empezó por pegar unos cuantos azotes a los niños para calmarles y luego se puso a despiojarles. Las madres reclamaban a los niños para cuidarlos durante el viaje de regreso a la ciudad. Se planteaba el problema del hecho que había una madre de sobras. Sin embargo, Earl ya había pensado la solución: decretó que la mujer que había gritado antes de la refriega se quedaría sin niño. La pobre mujer se sentía tremendamente desilusionada y desgraciada, pero estaba demasiado asustada para protestar.
Si se portaba bien, a lo mejor tendría alguna posibilidad cuando la expedición le hubiese reintegrado a la Ciudad: podrían introducir los nombres de las madres dentro de un selector y la suerte decidiría cuál de ellas se quedaría sin niño. Aquella esperanza había traído a las madres hasta las cuevas de los salvajes.
Las madres quisieron probar a amamantar inmediatamente a los niños; todas ellas habían sido tratadas por los médicos para tener leche en el momento oportuno. Earl se había enfrentado con aquel mismo problema en anteriores ocasiones.
—Y ahora hay que moverse, no podemos quedarnos aquí más tiempo. Esta noche podrán amamantar a los niños, cuando ya estemos a salvo en los deslizadores aéreos. Si los salvajes nos atacasen, tendríamos que echar a correr y abandonar a los niños y nunca los volverían a ver.
No tenía Earl la más remota intención de abandonar así como así un par de millones de dólares, pero sus palabras hicieron que las madres se pusieran en marcha en el acto hacia el arroyo. Estaban completamente transformadas, arrullando y acariciando apasionadamente a sus hediondos bebés, con una alegría inimaginable. Ya se habían olvidado de sus penas y fatigas.
Earl ordenó a uno de sus hombres que se llevara el deslizador, pues no quería abandonar a los niños de ningún modo. De modo que se quedó en tierra, siguiendo a las madres, sin perder a los niños de vista.
De pronto Earl se sintió exhausto; pero ya conocía aquello; semejante impresión no era nueva: se aprestaba a regresar a la Ciudad. Trató de disimular a toda costa lo que sentía. El humor de los demás miembros de la expedición había cambiado totalmente; su misión se hallaba cumplida y todos regresaban a casa; todos mostraban la mayor despreocupación y estaban llenos de jactanciosa alegría. En cambio, Earl Stuart debía refrenar sus nervios, pues no podía resignarse a la idea de volver a una vida sin acción, por cuanto había aprendido a vivir de otra manera.
Earl sentía una especie de simpatía por aquellos niños que acababa de raptar. Los pobres diablillos no sabían lo que les esperaba en la Ciudad.
Earl vulneró las reglas que él mismo había establecido al emprender el vuelo antes que se hiciese de noche. Deseaba alejarse cuanto antes de aquellas cuevas, salir de allí. Volaron la noche entera bajo la luna plateada y durante las horas del día se escondieron. Estuvieron volando durante casi toda la noche siguiente y aterrizaron antes del alba sin divisar el resplandor de la Ciudad.
Durante todo aquel día permanecieron escondidos. Después de la medianoche, los miembros de la expedición recorrieron las pocas millas que los separaban del túnel secreto.
Earl Stuart los guió a través del túnel.
Cuando salieron de él, los agentes de seguridad de Owen Meissner los estaban aguardando y allí se acabó todo.
Helen Sanderson había vivido los últimos tiempos con una esperanza que acababa de frustrarse.
Entonces se sentía singularmente apaciguada y casi relajada. Hacía dos semanas que se había enterado del fracaso de la expedición: ya no habría un niño para ella, a ningún precio. Cuando le comunicaron la tremenda noticia, sufrió una crisis de histeria.
Aquello había pasado ya; quizá la nueva medicina pudiera hacer algo, pero a lo mejor tampoco era eficaz. De todos modos, ya poco le importaba a Helen.
Larry le había dicho que podría aceptar uno de los niños criados en el Laboratorio, pero ella sabía que nunca lo aceptaría. Los niños del Laboratorio apenas llegaban a vivir un par de meses y aquello tenía que ser espantoso. Helen no quería ni imaginarlo: no podía pedirle a Larry que hiciera tal cosa; ya lo había molestado demasiado.
Todo le salía mal. Sentada en la pequeña cama de Bobby, la desgraciada madre contemplaba la habitación donde el pequeño había vivido, tratando de recordar a Bobby, las pocas veces que había jugado con sus juguetes; maquinalmente tocó el osito pardo que yacía junto a la almohada.
Helen se levantó y anduvo lentamente a través del piso silencioso. «¡Cuántas habitaciones —pensó— cuántas habitaciones vacías...!»
Entró en el estudio y puso en marcha el registrador. Con aquel aparato era posible grabar no sólo la voz, sino también la imagen del que dictaba. Sus manos pulsaron resueltamente las clavijas; miró directamente hacia el registrador y habló con una voz clara y firme: «Habla Helen Sanderson. Totalmente sana de cuerpo y de espíritu, hago uso esta noche de mi derecho de libre testamento. Asumo la total responsabilidad de mi decisión y de mi acto. Juro y afirmo que no he sufrido ninguna coacción mental ni física por parte de nadie». Hizo una pausa y prosiguió con estas palabras: «Yo era Helen Sanderson».
Paró el registrador, que había anotado automáticamente la hora y la fecha de la declaración.
Evidentemente se trataba de una pura formalidad, pero Helen no quería causarle la más mínima dificultad a Larry ante los órganos judiciales de la Ciudad.
Después de haber dictado sus postreras palabras, se deslizó a través del dormitorio sin luz y penetró en el cuarto de baño. Se fue directamente al armario de los medicamentos, lo abrió y tomó una cajita negra en la estantería superior. En la caja quedaban dos cápsulas rojas. Tomó una de ellas, la mezcló en un vaso con un poco de agua y se la bebió. Luego volvió a colocar cuidadosamente la cajita negra en la estantería.
Aún no sentía nada en absoluto. Sabía que no sentiría ningún dolor. Le habían dicho que sólo se notaba algo así como el deseo de dormir.
Helen regresó al dormitorio y se acostó. Se arrimó a su marido y lo besó, pero éste sólo se movió, sin llegar a despertarse.
—Adiós, Larry. Perdóname.
Helen cerró los ojos y esperó. La muerte no tardaría en llegar.
Alex Norfolk estaba sentado en su despacho, solitario y pensativo.
Se había pasado casi toda la vida solo y generalmente prefería su soledad. Pero aquella noche era diferente. Alex deseaba hablar con Earl Stuart. Evidentemente, no era posible. Hay cosas que incluso un director del Instituto de Ciencias no puede permitirse, y visitar a un condenado en la víspera de su castigo era una de ellas.
Earl Stuart seguía teniendo aún ciertos derechos. Pero al día siguiente habría dejado de ser Earl Stuart: sería alguien —o algo— totalmente diferente. Earl no querría pasarse su última noche hablando con Alex Norfolk.
Alex lo había colocado en el lugar que en ese momento ocupaba; de nada serviría criticar a la Dirección o a la policía, ni a la ironía del destino; de cualquier manera, Alex era el único que había impartido las órdenes; el único responsable era él.
Nunca podría explicarle las cosas a Earl Stuart. Aun cuando hubiese intentado que Earl lo comprendiera, las cosas habrían sido mucho peores para el joven. Aquello podía convertir su última noche en un infierno.
Todo estaba claro: Earl Stuart había nacido entre los salvajes. Alex lo había reconocido tan pronto como vio su retrato en la pantalla mural de la Jefatura de Seguridad. Aquellos pómulos altos y relucientes, aquellos ojos casi negros lo habían delatado. El cuidadoso examen del acta de nacimiento falsificada de Earl había confirmado lo que Alex ya sabía. Earl había sido raptado en las cuevas siendo niño; luego lo habían vendido a Graham Stuart. Y por una de aquellas ironías del destino, Earl se había pasado su vida adulta dando muerte a gentes de su propio pueblo, exterminando a sus hermanos y hermanas...
¿Quién podía decirle aquello a Earl?
Alex dejó apagarse su pipa. Sintió un escalofrío y se arropó con su abrigo. Había perdido bastantes kilos; había descendido a 175 libras. Aquella noche se sentía viejo: viejo y cansado.
Alex continuó con sus pensamientos: resultaba difícil vivir en medio de la incertidumbre. Si solamente hubiese estado seguro de las cosas... Pero nunca lo lograría. El discurso del hombre civilizado era incierto; no había respuestas definitivas, ninguna libertad que arrancara de la duda, ningún camino que condujera al Olimpo. Earl Stuart había estado seguro, pero había sido malvado, trágicamente malvado. Los salvajes, que seguían vagando por los desiertos con sus lanzas y sus piedras, estaban seguros...
Alex seguía pensando. ¿Acaso se había olvidado algo?
Analizar el problema era para él lo mismo que caminar por una antigua calle, desde siempre conocida y familiar. Alex Norfolk había recorrido aquella calle tantas y tantas veces que ya no tenía ninguna sorpresa para él.
Sin embargo, Alex no dejaba de ser anticuado en ciertos aspectos. Así, no cejaba hasta lograr o por lo menos intentar descargarse de las responsabilidades sobre otro cualquiera.
El problema fundamental podía resumirse bastante sucintamente: el animal humano corría rápidamente hacia su extinción. Las cosas realmente no podían ser más sencillas. Al igual que en la mayoría de los sencillos problemas humanos —el amor, el odio, la guerra—, la solución no era simple.
Durante mucho tiempo, el problema parecía no tener absolutamente ninguna solución.
Todo había acontecido como una tremenda sorpresa, como una especie de puntapié en el trasero. Durante siglos, el hombre había operado con tres hipótesis fundamentales. Estaba tan seguro de ellas que ni siquiera se había detenido a reflexionar acerca de las mismas; las había asumido como algo que se da por descontado y había seguido alegremente su camino. El hombre pensaba que el problema inmediato que se le planteaba era únicamente el de la superpoblación. Los sabios preguntaban: ¿cómo y dónde van a vivir las gentes en un planeta tan densamente poblado? El hombre había creído que la tecnología ayudaría a solventar el problema. Si no había bastantes alimentos en la Tierra, el hombre podría sacar las riquezas del fondo de los mares o colonizar los otros planetas. Y llegaría un día en el que el hombre haría surgir algo mejor: el Superhombre con su voluminoso cerebro, ya estaba a la vuelta de la esquina, pronto iba a asomar... ¿Acaso no era lo que se hallaba al cabo de toda la evolución? El hombre se miraba en el espejo y llegaba a la conclusión que era muy fuerte y sagaz, naturalmente. ¿Acaso podía temer un fin mortal? ¿Iba a extinguirse la raza humana? No podía ser.
Aquellas tres hipótesis básicas del hombre habían ido a engrosar la pila de sus antecedentes históricos. En unos cuantos siglos, el hombre se había vuelto a encontrar en la misma situación en que se hallara al comienzo: era un animal relativamente raro. La tecnología había producido sus magias, pero como en todas las magias, el hombre se había visto esclavizado entre sus garras. Y el superhombre se había frustrado ineludiblemente, sin llegar ni tan sólo a ser un proyecto, puesto que no había aparecido por ninguna parte.
¿Cómo pudo ocurrir todo ello?
Alex Norfolk, con su larga vida, esperó llegar a saberlo un día. Naturalmente, existían ciertos indicios, algunas claves, que los del Instituto calificaban como teorías. Pero, en el mejor de los casos, no eran más que conjeturas, hipótesis ilustradas.
La respuesta —si acaso de veras la había— estaba escondida en los documentos históricos de la vida del planeta Tierra. La extinción del hombre era una parte de aquella historia, una parte muy importante. La extinción era tanto como un principio de evolución, de mutación o de selección natural o de supervivencia. Otra de las hipótesis alegres consistía en que el hombre estaba inmunizado contra la extinción, salvo la que pudiera provocar la explosión del sol o su propia falta de cuidado con las armas nucleares.
La extinción era un hecho válido en el caso de los dinosaurios.
Los pontífices de la ciencia siempre lo habían subrayado: los dinosaurios eran una especie demasiado específica; no eran como el hombre, el hombre maravilloso, generalizado, el hombre adaptable a todas las situaciones.
Bien, contemplemos el caso de los dinosaurios. Es un hecho que algunos de ellos pesaban hasta treinta y cinco toneladas, mientras que otros no eran mayores que un pollo. Algunos dinosaurios eran carnívoros, mientras que otros eran herbívoros. Algunos