Sus ojos brillaban a través de los agujeros de la máscara de acero. El cráneo cornudo de alguna inmunda bestia coronaba su cabeza, cubriéndole la armadura con jirones de su gruesa piel. La lanza, enhiesta, buscaba sangre fresca para recubrir la vieja. El caballo negro, embutido en su propia cota rematada por un cuerno, retumbaba el suelo con sus cascos.
Y tras él venían más jinetes, el casco imitando calaveras, las bardas dibujando lobos en los caballos: huestes fantasmales cabalgando sobre lobos hambrientos de muerte.
Urzaon cargaba y pocos de sus enemigos esperaban ver un nuevo amanecer.
«Como casi siempre, la noche anterior a la batalla no había podido dormir. Sabía lo que sucedería al día siguiente y no podía justificarlo. Se decía a sí mismo que ya se había enfrentado antes a ese dilema y siempre lo había resuelto de la misma forma. Nunca había resistido sus impulsos ni había vencido la inercia que le arrastraba de matanza en matanza.»
Urzaon sintió cómo una oleada de excitación y placer le iba invadiendo. El pacto con su Señor se renovó y notó disiparse el sueño y el cansancio. El mundo se volvió más lento o sus reflejos más rápidos. El éxtasis del combate ocupó todo su ser, dejando sin sitio a los pensamientos de duda, miedo o culpabilidad que le habían asaltado la noche anterior
«Había pensado en todas las vidas que iban a desaparecer al día siguiente. Vidas que no estaban condenadas como la suya.»
Tal como había imaginado, el ejército de los Condes estaba dispuesto de manera clásica. El grueso de sus arqueros e infantería se hallaba en el centro, flanqueado por sus órdenes de caballería pesada.
Bien, sus arqueros a caballo de Kayta hostigarían a su caballería, obligándola a dirigirse al centro. Quería enfrentarse a los mejores y no era tan importante el resultado de la batalla como la batalla en sí. Los hombres del Imperio siempre buscaban motivos para sus guerras constantes. No entendían que la guerra es un fin en sí misma.
«Había intentado recordar el dolor de madres, mujeres e hijos ante los muertos en combate. Había intentado recordar el suplicio de un pueblo arrasado, sus campos quemados, sus hombres convertidos en cadáveres y sus mujeres en esclavas.
Pero no pudo.»
Con mil silbidos, las flechas surcaron el aire. Algunos jinetes cayeron y fueron aplastados por los que venían detrás, quienes no vacilaron. La bebida de guerra de la víspera les daba una sensación de invulnerabilidad que no se desmoronaba por ver caer a sus compañeros. La infantería enemiga avanzó a su vez, preparándose para resistir la carga, mientras la caballería se agrupaba a su alrededor. A su pesar Urzaon tuvo que contener su montura, permitiendo que le alcanzaran sus jinetes.
«Aunque su cerebro todavía condenaba todos esos actos, no podía sentir compasión por las víctimas. No conocerían en sus mezquinas vidas el verdadero Dolor, que hacía ambicionar la inexistencia; ni el Placer, que la perspectiva de abandonarlo era insoportable; ni el Poder, que te liberaba de tus limitaciones sólo para encadenarte a otras mayores; ni el Conocimiento, que al descubrir las respuestas a tus preguntas te hacía desear no habértelas preguntado nunca. Siempre pudiendo elegir vivir o morir, dueños de su propia alma.”
Las dos fuerzas se iban acercando. Urzaon podía oír los ancestrales cánticos de guerra enemigos y no pudo evitar preguntarse si conseguían ahuyentar su miedo. Distinguió varios estandartes de caballería; muchos de ellos le resultaban familiares, pero sólo recordó el nombre de uno: la Orden del Lago Sagrado. Había pertenecido a ella durante cinco años. Apenas lo recordaba.
«Él estaba atado por sus deseos y emociones, con los que Su Señor había jugado convirtiéndole en un fiel servidor, adicto a la guerra y la masacre, siempre impaciente, nunca satisfecho.
Su Señor le obligaba así a combatir en Su nombre. Y ni siquiera eran éstos Sus verdaderos enemigos. Después de vencer a ese contingente, conquistarían con toda seguridad el pueblo fronterizo de Tordheim. El único objetivo de eso, si es que había alguno, era tener una ruta segura de ataque por el Sur hacia otras tierras, cuyo nombre y geografía ignoraba. Todo para continuar la lucha eterna de su Señor contra los demás Señores.»
El choque fue terrible. Urzaon apuntó al pecho de su adversario, un joven pálido de pelo largo y ojos oscuros, que interpuso el escudo en su trayectoria. En el último segundo antes del choque Urzaon desvió ligeramente la lanza, hacia su estómago, atravesándole. Sin preocuparse de recuperarla desenvainó la espada.
«Innumerables veces había abrigado la esperanza de que su Señor acabara por derrotar a los demás, o por ser vencido, y entonces él sería libre. Pero sabía que eso nunca ocurriría. A veces pensaba que los diferentes Señores que guerreaban entre sí no eran más que diferentes facetas del mismo Dios, que se complacía viendo pelear a sus súbditos.»
Observó divertido cómo un monje guerrero le leía conjuros de un pesado libro, exorcizándole. Pero su Señor le protegía y las palabras no le hicieron efecto. Su espada se humedeció cinco veces antes de matar al hechicero. Una parte de él sentía curiosidad por leer el esperado efecto de las letanías, pero la otra parte, más fuerte, rompió el libro, para pisotearlo con el caballo después.
«Había especulado muchas veces sobre lo que sucedería si caía en la próxima batalla. Se creía inmortal, pero era una de esas cosas imposibles de demostrar. Temía que iría a servir a su Señor en otros planos, quizás en los mundos infernales con los que le torturaba en sueños, acaso advirtiéndole de lo que le sucedería si fracasaba.”
Dos hombres desmontados le atacaron. Avanzó hacia uno, al que derribó de una patada y se giró rápidamente clavando la espada en la cintura del otro, que tiñó abundantemente de rojo el suelo y ambas armaduras antes de desplomarse. Oyó bestiales aullidos de guerra y descubrió que era él quien los lanzaba. Levantó un momento la máscara, lamió su espada y volvió a atacar. La excitación y el placer eran inmensos, pero nunca suficientes. No mientras quedasen enemigos en pie.
«A pesar de haber nacido hacía sólo treinta y dos años, sabía que había olvidado, o no se le permitía acceder, a grandes espacios de su memoria. No recordaba más que retazos de su vida en su pueblo natal, de sus crueles hermanos mayores, de su adorable hermana o de sus estudios clásicos y filosóficos en el monasterio. Recordaba algo más de su pertenencia a la Orden del Lago Sagrado, como soldado tímido pero capaz. Orden, que pese a servir a Ulric y haberse creado para defender la verdad y la rectitud, no tenía reparos en utilizar su fuerza para causar el terror entre los campesinos.”
Unas horas más tarde, Urzaon, recubierto de sangre ajena, acogía la victoria no con satisfacción, sino con fastidio por la inevitable llegada del final, que le devolvería gradualmente al estado normal.
«Recordaba sin embargo con toda precisión cuando abandonó la Orden, asqueado y aburrido del mundo y decidió dirigirse al Norte, hacia los territorios inexplorados cercanos a donde la tierra se acaba y se funde con el cielo. Cómo encontró y se unió a un grupo de bárbaros nómadas y cómo se le apareció su Señor, marcándole como su servidor e indicándole los pasos para reunir un ejército que glorificara su nombre. Su Señor no se le aparecía nunca directamente, sino que le introducía ideas en el cerebro que debía de buscar para averiguar lo que esperaba de él. De no hacerlo las pesadillas y alucinaciones eran insoportables. Durante años reunió un ejército, cabalgó y luchó por gran parte de la tierra conocida, instruyó a sus bárbaros a decorar sus máscaras, bardas y armaduras con los motivos que su Señor le comunicaba. Y así su ejército creció en número y su Señor en fama mientras los sacrificios humanos aumentaban demasiado rápidamente para contarlos.»
Y era en esos momentos, tras la batalla, momentáneamente saciado de su obsesión por la guerra, la muerte, las mutilaciones y violaciones, cuando se preguntaba si no sería posible que en verdad no estuviera condenado por su Señor, no estuviera cumpliendo los despóticos deseos de un Príncipe Inmortal, sino que simplemente hubiera perdido la razón desde el momento en que encontró a los salvajes bárbaros. Y rezaba porque fuera así. Pero pronto su sed de sangre volvería, más fuerte que nunca, y esos pensamientos se perderían en el olvido...
FIN