La nave espacial estaba posada en una esfera de roca en medio del cielo. Había un resplandor en Draco; era el sol, a seis billones de kilómetros de distancia. En el silencio, las estrellas no parpadeaban ni fluctuaban: ardían, frías y distantes. La estrella polar resplandecía allá arriba. La Vía Láctea era un arco iris congelado sobre el horizonte.
En el círculo amarillo de la cámara neumática aparecieron dos figuras, ambas de mujer, de rostros pálidos y duros detrás de los visores de los cascos. Llevaron un disco plegable de metal a cien metros de distancia y lo montaron sobre tres altos aisladores. Volvieron a la nave, moviéndose ágilmente de puntillas, como bailarinas, y salieron otra vez con una abultada colección de objetos envueltos en una membrana transparente.
Sellaron la membrana al disco, y la inflaron a través de un tubo desde la nave. Los objetos que había dentro eran artículos domésticos: una hamaca con armazón de metal, una lámpara, un aparato transmisor y receptor de radio. Las dos mujeres entraron en la membrana por la válvula flexible y pusieron en orden los muebles. Luego, con cuidado, llevaron allí los últimos objetos: tres tanques con cosas exuberantes y verdes, dentro de burbujas protectoras.
Bajaron de la nave un vehículo con forma de araña, con seis enormes ruedas infladas, y lo dejaron montado sobre tres aisladores.
El trabajo había concluido. Las dos mujeres se detuvieron frente a frente junto a la casa-burbuja. La mayor dijo:
- Si descubres algo, quédate aquí hasta que yo vuelva dentro de diez meses. Si no, deja el equipo y regresa en la cápsula de emergencia.
Las dos miraron hacia arriba, donde se movía una tenue chispa contra el campo de estrellas. La nave madre la había dejado en órbita antes de aterrizar. Si fuese necesario, podía ser llamada por radio para que aterrizase automáticamente; de lo contrario, no había necesidad de gastar combustible.
- Comprendido - dijo la más joven. Se llamaba Zael; tenía quince años, y ésta era la primera vez que salía de la nave espacial para quedarse sola. Isar, la madre, caminó hasta la nave y entró sin mirar atrás. La compuerta se cerró; arriba, la chispa flotaba hacia el horizonte. Una breve explosión de llamas levantó a la nave madre, que empezó a girar y a subir. La antorcha se inflamó otra vez, y en unos pocos momentos la nave era sólo una estrella brillante.
Zael apagó la luz de su traje y se quedó allí en la oscuridad, bajo la enorme semiesfera del cielo. Era el único cielo que ella conocía; como su madre, y la madre de su madre, Zael había nacido en el espacio. Siglos atrás, expulsado de los mundos grandes y verdes, su pueblo se había vuelto austero, como los campos de estrellas entre los cuales vagaba. En las cinco grandes ciudades del espacio, y en Plutón, Titán, Mimas, Eros y mil mundos menores, ese pueblo luchaba por su existencia. Eran pocos habitantes; la vida era dura y breve; no era ninguna novedad para una niña de quince años quedarse sola en un planetoide para buscar minerales.
La nave era una chispa borrosa que ascendía describiendo una larga curva hacia la eclíptica. Allá arriba, Isar y sus hijas tenían que distribuir cosas y llevar cargamentos a Plutón. Gron, la ciudad de ellas, las había enviado a este largo viaje para que realizaran un estudio. El planetoide, en su excéntrica órbita cometaria, se acercaba al sol por primera vez en veinte mil años. Después de llegar a ese sitio sería una tontería no perforar minas en la superficie del planetoide y sacar lo que tuviese valor. Una niña podía hacer eso, y estudiar además el planetoide.
Sola, Zael se giró impasible hacia el artefacto de seis ruedas. Podría haber descansado un poco en la casa-burbuja, pero le quedaban unas horas de traje, y no había necesidad de desperdiciarlas. En la leve gravedad pudo saltar fácilmente a la cabina de conducción; encendió las luces, y puso en marcha el motor.
El vehículo arácnido se arrastró sobre sus seis ruedas de amortiguación individual. El terreno era asombrosamente quebrado; agujas y cráteres gigantes se alternaban con hondonadas y grietas, alguna de diez metros de ancho y cientos de profundidad. Según los astrónomos, la órbita del planetoide pasaba cerca del sol, quizá más cerca que la órbita de Venus. Ahora mismo la temperatura de las rocas era de apenas unos pocos grados sobre el cero absoluto. Ese era un frío más intenso que todos los que Zael había experimentado en su vida. Lo sentía en los pies a través de los largos clavos aislantes de las suelas de las botas. Las moléculas de cada piedra se habían inmovilizado; el mundo era un congelado bostezo de hambre.
Pero en otra época había sido un mundo cálido. Allí estaban las señales. Cada vez que pasaba por el perihelio, las rocas debían de resquebrajarse una y otra vez, produciendo esta pesadilla de rocas destrozadas.
En la superficie la gravedad era solamente un décimo de G, casi como la caída libre; el vehículo ligero, de ruedas hinchadas, trepaba fácilmente por cuestas que estaban a pocos grados de la vertical. Donde no podía trepar, daba un rodeo. Las hendiduras estrechas eran salvadas por las patas extensibles del vehículo; en otras más grandes, Zael disparaba un arpón que volaba sobre la abertura y se clavaba al otro lado. La máquina, al llegar al borde, caía al vacío y se columpiaba al extremo del cable; pero mientras la débil gravedad la llevaba hacia el otro lado de la hendedura, el motor del cabrestante enrollaba el cable. El vehículo tocaba el otro lado con una pequeña sacudida y, sin detenerse, trepaba sobre el borde y continuaba la marcha.
Sentada con el cuerpo erguido detrás de los instrumentos, Zael trazaba un mapa de los depósitos minerales sobre los cuales iba pasando. Fue para ella una satisfacción descubrir que esos depósitos eran suficientemente ricos como para justificar allí la explotación de minas. Las ciudades podían hacer casi cualquier cosa con cualquier cosa, pero necesitaban una fuente primaria: los minerales.
Metódicamente, Zael se fue alejando en espiral de la casa-burbuja, registrando una región de no más de cincuenta kilómetros de diámetro. La máquina trepadora era un vehículo no presurizado, y no podía abarcar una zona grande.
Trabajando sola bajo el cielo inmutable, hora tras hora, identificó las vetas más ricas, las señaló, y estableció rutas. Entre una y otra salida, comía y dormía en la casa-burbuja, cuidaba las platas, tan necesarias, y atendía los aparatos. Fuera del traje espacial era esbelta y delgada, de movimientos rápidos, con la gracia rigurosa y severa de su pueblo.
Completó el mapa y volvió a salir. En cada punto señalado colocó dos polos, muy separados. Esos polos se clavaban solos en el terreno, y cada par generaba una corriente que ionizaba los metales, o las sales metálicas, y depositaba lentamente metal puro alrededor de cada cátodo. Con el tiempo era tal la concentración que resultaba posible cortar el metal en bloques, para transportarlo con facilidad.
Zael prestó atención a los rastros de metal trabajado, adheridos acá y allá a las rocas. Eran casi todos ellos fragmentos, parecidos a los que se encontraban comúnmente en satélites fríos, como Mimas y Titán, y a veces en asteroides pétreos. No era un asunto importante; significaba simplemente que el planetoide había sido habitado o colonizado en otra época por la misma civilización prehumana que había dejado rastros en todo el sistema solar.
A Zael la habían enviado a ver todo lo que tuviese algún interés. Casi había concluido su trabajo; examinó concienzudamente los rastros metálicos, fotografió algunos, guardó otros como muestras. Enviaba regularmente informes por radio a Gron; a veces, cinco días más tarde, la esperaba en la casa-burbuja un breve acuse de recibo; a veces no. Visitaba regularmente los polos, midiendo la concentración de metal. Estaba preparada para cambiar los polos que no funcionasen adecuadamente, pero nunca tuvo ocasión; los aparatos de Gron pocas veces fallaban.
El planetoide flotaba describiendo su arco milenario. Alrededor, el cielo giraba imperceptiblemente. La chispa móvil de la cápsula de emergencia trazaba una y otra vez su sendero. Zael comenzó a impacientarse y llevó el vehículo a exploraciones más amplias. En el fondo de las frías grietas encontró algunas construcciones metálicas que no eran simples fragmentos, sino obras completas: viviendas o máquinas. Las viviendas (si eran eso) estaban hechas para criaturas más pequeñas que el hombre; las puertas eran óvalos de no más de treinta centímetros de diámetro. Obedientemente, Zael transmitió por radio esa información, y recibió el acostumbrado acuse de recibo.
Y de pronto, un día, antes de tiempo, el receptor cobró vida. El mensaje decía: ya llego. Isar.
La nave tardaría tres veces más que el mensaje. Zael continuó recorriendo los polos, sin mostrar ninguna emoción en su rostro iluminado por las estrellas. Por encima de su cabeza la cápsula de emergencia, ya innecesaria, seguía pasando monótonamente. Zael estaba rastreando los restos de un complejo de estructuras que habían sobrevivido milagrosamente, algunas enterradas a medias, otras desnudas bajo las estrellas. Encontró hacia donde llevaban esos restos, en un cráter, a sólo sesenta kilómetros de la base, una semana antes de la fecha de llegada de la nave.
En el cráter había un globo metálico muy reforzado, con abolladuras y marcas, pero no aplastado. Las luces de la máquina trepadora de Zael lo alumbraron un rato, y de pronto aquello exhaló un bocanada de vapor; durante un segundo el globo pareció oscurecerse. Zael miró, interesada: el leve calor del rayo de luz debía haber derretido alguna película de gas congelado.
El fenómeno se repitió, y ahora Zael vio claramente que el chorro salía de una grieta delgada y oscura que no había estado allí antes.
La grieta se ensanchó ante los ojos de la muchacha. El globo se estaba partiendo por la mitad. En la estrecha abertura entre las dos mitades, se movía algo. Asustada, Zael dio marcha atrás con el vehículo. Al retroceder cuesta arriba, las luces apuntaron hacia el suelo. En la oscuridad, fuera de los rayos de luz, vio que el globo se expandía más aún. Había un movimiento ambiguo entre las apenas visibles mitades del globo, y Zael deseó no haber apartado la luz.
El vehículo subía oblicuamente por una piedra grande. Zael se volvió hacia abajo, retrocediendo todavía en un ángulo agudo. La luz se apartó totalmente del globo, y luego, al estabilizar la máquina, apuntó de nuevo hacia aquel sitio.
Las dos mitades de globo se habían separado por completo. En el centro, al dar allí la luz, se agitó algo. Zael no vio más que una gruesa y fulgurante espiral metálica. Mientras vacilaba, hubo un nuevo movimiento entre las mitades del globo. Algo fulguró brevemente; la tierra tembló un instante, y de pronto algo golpeó sonora y rudamente el vehículo. Las luces, perplejas, giraron y se apagaron.
En la oscuridad, la máquina se inclinó. Zael apretó los controles, pero fue demasiado lenta. El vehículo volcó, quedando con las ruedas hacia arriba.
Zael sintió que era despedida de la máquina. Mientras rodaba y le zumbaban los oídos, su impresión primera y más aguda fue la del frío que le atravesaba el traje espacial por los guantes y las rodillas. Consiguió arrodillarse rápidamente, con la ayuda de las botas de suela claveteada.
Aun ese breve contacto con el frío hizo que le dolieran los dedos. Buscó automáticamente el vehículo, que significaba seguridad y calor. Lo vio aplastado en la ladera de la montaña. A pesar de eso, el instinto le hizo caminar hacia allí, pero apenas había dado el primer paso cuando la máquina volvió a saltar y a rodar otra docena de metros por la pendiente.
Zael dio media vuelta, y por primera vez comprendió claramente que algo estaba atacando a la trepadora. Entonces vio una figura centelleante que se retorcía arrastrándose hacia la máquina destrozada. Zael no tenía encendida la luz del casco; se acurrucó y se quedó inmóvil; sintió dos golpes metálicos, demoledores, transmitidos por la roca.
La cosa móvil reapareció al otro lado de la trepadora, desapareció dentro, y tras un rato salió otra vez. Zael vio fugazmente una cabeza estrecha alzada, y dos ojos rojos que brillaban. La cabeza bajó, y la forma sinuosa se deslizó por una grieta, avanzando hacia la muchacha. En lo único que pensaba Zael era en escapar. Gateó levantándose en la oscuridad, y caminó alrededor de una aguja de piedra. Vio la cabeza fulgurante, alzada más abajo, entre una maraña de cantos rodados, y echó a correr peligrosamente por la cuesta hacia la trepadora.
El tablero de controles estaba destruido, las palancas torcidas o aplastadas, los diales rotos. La muchacha se enderezó para mirar el motor y la palanca de velocidades, pero inmediatamente vio que no servían para nada; el pesado eje de transmisión estaba totalmente torcido. Si no la llevaban a un taller de reparaciones, la trepadora no andaría nunca más.
Notó que allá abajo la figura plateada se deslizaba por el borde de la hendedura. Sin perderla de vista, Zael se examinó el traje y los instrumentos. Aparentemente, el traje estaba bien cerrado, los tanques de oxígeno y el sistema de recirculación intactos.
Mientras miraba el globo abierto bajo las estrellas, la muchacha pensó fríamente. La cosa debía de haber estado allí enroscada durante miles de años. Quizás había en el globo algún dispositivo fotosensible, destinado a abrirlo cuando el planetoide volviera a acercarse al sol. Pero la luz de Zael había roto prematuramente el globo; la cosa que estaba dentro había despertado antes de tiempo. ¿Qué sería, y qué haría, ahora que volvía a estar viva?
Sucediese lo que sucediese, la primera obligación de Zael era advertir a la nave. Conectó el transmisor de radio del traje; no tenía mucho alcance, pero ahora que la nave estaba tan cerca quizá consiguiera enviar el mensaje.
Esperó largos minutos, pero no llegó ninguna respuesta. Desde donde estaba ella el sol no era visible; uno de los riscos altos debía de bloquear la transmisión.
La pérdida de la trepadora había sido un desastre. Zael estaba sola y a pie, a sesenta intransitables kilómetros de la casa-burbuja. Sus probabilidades de supervivencia, lo sabía, eran ahora muy pocas.
Sin embargo, salvarse ella sin averiguar más acerca de la cosa sería no cumplir con su deber. Zael miró dubitativamente hacia el globo vacío. La distancia que los separaba era quebrada y peligrosa. Tendría que acercarse lentamente para no atraer la atención de la cosa si usaba la luz.
Echó a andar hacia allí de todos modos, escogiendo cuidadosamente el camino entre las piedras caídas. Varias veces saltó por encima de hendiduras que eran demasiado largas para poder rodearlas. Cuando estaba a medio camino, cuesta abajo, vio un movimiento y se detuvo. La cosa apareció retorciéndose sobre el borde roto de un cerro - Zael vio otra vez la cabeza triangular y unos tentáculos ondulantes -, y luego desapareció dentro del globo abierto.
Zael se acercó con cautela, dando un rodeo para poder ver directamente la abertura. Luego de unos pocos movimientos la cosa reapareció, curiosamente gruesa y rígida. En un sitio llano fuera del globo, la cosa se separó en dos partes, y la muchacha vio ahora que una era la cosa en sí, y la otra una armazón metálica, estrecha y rígida, de unos tres metros de largo. La cosa volvió a meterse en el globo. Cuando salió llevaba un mecanismo bulboso que acopló de alguna manera a un extremo de la armazón. Siguió trabajando durante un rato usando los miembros tentaculares y articulados que le brotaban detrás de la cabeza. Luego regresó al globo, y esta vez salió con dos grandes objetos cúbicos, que fijó al otro extremo de la armazón, conectándolos por una serie de tubos al mecanismo bulboso.
Por primera vez entró en la mente de Zael la sospecha de que la cosa estaba construyendo un vehículo espacial. Seguramente no había nada que pudiese parecerse menos a una nave convencional: no había casco, sólo un hueco donde podría ir la cosa, el objeto bulboso que podría ser un motor, y los dos recipientes grandes para masa radiactiva. De pronto la muchacha ya no tuvo dudas. No llevaba contador Geiger - había quedado en la trepadora -, pero estaba segura de que tenía que haber elementos radiactivos en el mecanismo bulboso: ¡una micropila sin blindaje para una nave espacial sin casco! Mataría a cualquier criatura viviente que viajase en ella, ¿pero qué criatura de carne y hueso podría sobrevivir veinte mil años en este planetoide sin atmósfera, cerca del cero absoluto?
Zael estaba seria e inmóvil. Como todo su pueblo, había visto los rastros de una guerra entre los planetoides fríos que había tenido lugar hacía millones de años. Algunos pensaban que la guerra había terminado con la destrucción deliberada del cuarto planeta, el que antiguamente había ocupado el sitio de los asteroides. Debía haber sido una guerra amarga; y ahora Zael pensó que entendía por qué. Si uno de los contrincantes había tenido forma humana, y el otro la de esta cosa, entonces ninguno de los dos podría descansar hasta que hubiese exterminado al otro. Y si esta cosa escapaba ahora, y engendraba a más como ella...
Zael avanzó poco a poco, pasando de una piedra a otra cuando la cosa no estaba a la vista. El ser había terminado de acoplar varios objetos pequeños y ambiguos a la parte delantera de la armazón. Entró otra vez en el globo. A Zael le pareció que la estructura estaba casi completa. Si le ponían más cosas, no quedaría espacio para el piloto.
El corazón latía con fuerza en el pecho de Zael. La muchacha salió del escondite y avanzó desmañadamente, de puntillas, más rápido que si saltara. Cuando casi podía tocar la armazón con la mano, la cosa salió del globo abierto. Se deslizó hacia ella, enorme a la luz de las estrellas, con la cabeza metálica en alto.
Por puro instinto, Zael tocó el botón de la luz. Los locos del casco se encendieron, y tuvo una fugaz imagen de costillas metálicas y fauces fulgurantes. De pronto la cosa huyó precipitadamente hacia la oscuridad. La muchacha quedó aturdida un momento. Pensó: ¡No soporta la luz! Y se lanzó desesperadamente hacia el globo.
La cosa estaba allí enroscada, oculta. Cuando la luz la tocó saltó fuera del globo y se escondió. Zael la volvió a perseguir, y la encontró al otro lado de la pequeña colina. La cosa se zambulló en una hondonada, desapareciendo.
Zael volvió junto al artefacto. La armazón estaba posada en la roca donde había quedado. La muchacha la levantó tentativamente con la mano. Tenía más masa de lo que había esperado, pero pudo balancearla al extremo del brazo hasta que adquirió una velocidad respetable. La estrelló contra la piedra más cercana; el impacto le entumeció los dedos. La armazón se desprendió y resbaló sobre la piedra hasta detenerse. Los dos recipientes se desprendieron; el mecanismo bulboso se torció. Zael la levantó otra vez, y otra vez la arrojó con fuerza contra la roca. La armazón se torció, combándose, y saltaron unas pocas piezas. Volvió a hacerla oscilar con la mano, hasta que la parte bulbosa se soltó.
El ser no estaba a la vista. Zael llevó los pedazos de la armazón a la hendidura más cercana y los arrojó dentro. A la luz de su casco, flotaron descendiendo silenciosamente y desaparecieron.
La muchacha regresó junto al globo. La criatura no había aparecido todavía. Zael examinó el interior del globo: estaba repleto de tabiques de formas extrañas y de máquinas, la mayoría demasiado grandes para poder moverlas, algunas sueltas y portátiles. La muchacha no pudo saber con certeza si alguna de esas máquinas eran armas. Para estar segura, sacó todos los objetos movibles y los arrojó al mismo sitio que la armazón.
Había hecho todo lo que podía, y quizá más de lo prudente. Ahora su tarea era sobrevivir: volver a la casa-burbuja, llamar a la cápsula de emergencia y partir.
Retrocedió subiendo otra vez por la cuesta, pasando junto a la trepadora destrozada, desandando el camino hasta que llegó a la pared del cráter.
Las puntas de los riscos asomaban allá arriba, a cientos de metros sobre su cabeza, tan escarpadas que cuando intentó escalarlas ni siquiera el impulso la mantuvo en pie; comenzó a perder el equilibrio, y tuvo que danzar hacia atrás lentamente hasta que pisó un sitio más firme.
Dio toda la vuelta alrededor del cráter antes de convencerse: no había salida.
Transpiraba debajo del traje: un mal comienzo. Las cimas ásperas de las montañas parecían inclinarse hacia delante, mirándola burlonamente. Se detuvo un momento para tranquilizarse, y tomó una píldora y un sorbo de agua del recipiente que llevaba en el casco. Los indicadores mostraban que le quedaban menos de cinco horas de aire. Era muy poco. Tenía que salir de allí.
Escogió lo que parecía la cuesta más fácil a su alcance. Subió por ella cuidadosamente. Cuando empezó a perder impulso, usó las manos. El frío le picó a través de los guantes como agujas de fuego. El más leve contacto producía dolor; asirse firmemente se transformaba en una agonía. Estaba a pocos metros de la cima cuando se, le empezaron a entumecer los dedos. Arañó furiosamente, pero los dedos se negaban a cerrarse sobre las rocas; las manos le resbalaban, inútiles.
Cayó. Rodó lentamente por la cuesta que tanto dolor le había costado escalar; con un esfuerzo recuperó el equilibrio, y fue a detenerse en el fondo, agitada y temblorosa.
Sintió en el corazón una desesperación fría. Era joven; no le gustaba la idea de la muerte, ni siquiera una muerte limpia y rápida. Morir lentamente, jadeando dentro de un sucio traje o perdiendo el calor contra la piedra, sería horrible.
Vio un movimiento indistinto a la luz de las estrellas, al otro lado del suelo del cráter. Era la cosa; ¿qué estaría haciendo ahora que ella le había destruido los medios que tenía para huir? Lentamente, se le ocurrió que quizá tampoco la criatura podía salir del cráter. Esperó un momento y luego, vacilante, bajó por la cuesta hacia ella.
A mitad del camino se acordó de apagar las luces del traje para no ahuyentarla. Innumerables hendiduras surcaban el suelo del cráter. Al acercarse más, vio que la esfera partida estaba rodeada de esas hendiduras por todas partes. En un extremo de la larga e irregular isla rocosa, la criatura se lanzaba de un lado para otro.
Volvió la cabeza hacia la muchacha cuando ella saltó la última abertura. Zael vio aquellos ojos que fulguraban en la oscuridad, y el círculo de brazos articulados y finos que formaban un collar detrás de la cabeza de la criatura. Al acercarse ella la cabeza se alzó más, y las fauces se separaron.
Al ver a la cosa tan de cerca, la muchacha sintió una repugnancia que nunca había conocido. No se trataba solamente de que la criatura fuera metálica y estuviera viva; era una sensación de maldad que parecía llegar directamente desde la cosa, y que sugería algo así como: «Soy la muerte de todo lo que amas.»
Los ojos rojos y ciegos miraban con un odio implacable. ¿Cómo podría conseguir que aquella cosa comprendiese?
El cuerpo de la criatura era sinuoso y fuerte; los brazos articulados podían asir y sostener. Estaba hecha para trepar, pero no para saltar.
De pronto, la muchacha no pudo dominar su repugnancia hacia la cosa. Dio media vuelta y saltó otra vez por encima de la grieta. Desde el otro lado, se volvió para mirar. La cosa se mecía erguida, levantando más de la mitad del cuerpo sobre la roca. Zael vio ahora que había otro grupo de miembros prensiles en la cola. La criatura se deslizó hasta el mismo borde de la grieta y volvió a erguirse, las fauces abiertas, los ojos brillantes.
No tenían en común otra cosa que el odio y el miedo. Mirando a la criatura, Zael comprendió que debía de tener tanto miedo como ella misma. Aunque era metálica, no podía vivir para siempre sin calor. Zael le había roto las máquinas, y ahora estaba atrapada igual que ella. Pero, ¿cómo se lo podía hacer entender?
La muchacha caminó unos pocos metros por el borde de la grieta, y luego volvió a saltar del lado de la criatura. La cosa la miró alerta. Era inteligente; sin duda tenía que serlo. Debía de saber que Zael no era nativa de ese planetoide, y que por lo tanto debía de tener una nave o algún otro medio para huir.
La muchacha extendió los brazos. El círculo de miembros de la cosa se ensanchó en respuesta; pero, ¿era esto un gesto de invitación o una amenaza? Conteniendo el miedo y la repugnancia, Zael se acercó más. La alta figura oscilaba por encima de su cabeza. La muchacha vio que los segmentos del cuerpo de la criatura eran anillos metálicos que ajustaban suavemente, unos sobre otros. Cada anillo estaba un poco abierto en la parte de abajo, y por allí se veía el mecanismo que había dentro.
Una cosa como esa no podía haber evolucionado en ningún mundo; tenía que haber sido construida para alguna oscura finalidad. El cuerpo largo y flexible estaba hecho para perseguir y capturar; las fauces eran para matar. Sólo un odio de una intensidad que escapaba a su comprensión podía haber concebido y soltado ese horror en el mundo de los vivos.
Zael se obligó a acercarse otro paso. Se señaló a sí misma con el dedo, y luego señaló la pared del cráter. Dio media vuelta y saltó sobre la grieta; recuperó el equilibrio, Y volvió a saltar en la otra dirección
Tuvo la impresión de que la actitud de la cosa, mientras la miraba, era casi una parodia humana de la cautela y la duda. La muchacha se señaló y señaló a la criatura; dio media vuelta, y saltó otra vez por encima de la hendedura, ida y vuelta. Se señaló a sí misma y a la cosa, y luego hizo un ademán con el brazo por encima! de la grieta, un movimiento lento y amplio. Esperó.
Después de un largo rato la criatura se movió, adelantándose lentamente. Zael retrocedió con la misma lentitud, hasta que estuvo al borde de la grieta. Temblando, tendió un brazo. La enorme cabeza se inclinó, y los miembros prensiles ondearon hacia su manga y la rodearon. Aquellos ojos rojos miraron fijamente los de la muchacha, a unos pocos centímetros de distancia.
Zael se giró y saltó con fuerza. Trató de tener en cuenta la masa de la cosa, pero la desacostumbrada resistencia en el brazo la hizo retorcerse hacia atrás en el aire. Aterrizaron juntas, golpeándose. Torpemente, Zael consiguió levantarse y alejarse del frío que le atravesaba el traje. La cosa, erguida, se balanceaba cerca... demasiado cerca.
Instintivamente otra vez, la muchacha tocó el botón de la luz. La cosa se alejó retorciéndose en espirales plateadas.
Zael temblaba. El corazón le latía en la garganta. Con un esfuerzo, volvió a apagar la luz. La cosa alzó la cabeza a una docena de metros de distancia, y esperó a la muchacha.
Cuando Zael se movía, la cosa se movía, manteniendo la distancia. Al llegar a la grieta siguiente, la muchacha volvió a detenerse hasta que la criatura se acercó y le rodeó el brazo con los miembros prensiles.
Al otro lado de la grieta, se separaron de nuevo. De esa manera atravesaron cuatro islas de roca antes de llegar a la pared del cráter.
La cosa se deslizó lentamente por la empinada cuesta. Con todo el cuerpo estirado, los brazos prensiles encontraron algo de donde asirse; la cola se balanceó en el aire. El largo cuerpo se dobló graciosamente hacia arriba; los miembros de la cola encontraron otro sitio de donde asirse, encima de la cabeza.
Allí la cosa hizo una pausa, y miró a la muchacha. Zael tendió los brazos; hizo pantomima de trepar, luego retrocedió, agitando la cabeza. Tendió otra vez los brazos.
La cosa vaciló. Tras un momento, los miembros de la cabeza volvieron a asirse de algo, y la cola colgó balanceándose. Al acercarse la criatura, Zael la abrazó. La cabeza lisa y brillante la miraba desde arriba. En ese momento glacial, Zael se encontró pensando que para la cosa, el universo era quizá como un negativo fotográfico: todas las cosas malas eran buenas, todas las cosas buenas eran malas.
La cabeza se deslizó junto al hombro; las potentes espirales le rodearon el cuerpo con un leve roce. La cosa estaba fría, pero no era ése el superfrío entumecedor de las rocas. Las espirales apretaron, y la muchacha sintió la fuerza helada y constrictiva de aquel enorme cuerpo. De pronto sus pies dejaron de tocar la roca. La empinada pared se inclinó y giró en un ángulo insensato.
Dentro de aquella espiral metálica, las fuerzas de Zael languidecieron. Las estrellas giraron sobre su cabeza, luego se aquietaron. La cosa la había depositado en la cima de la pared del cráter.
La fría espiral se deslizó, apartándose lentamente. Agitada y aturdida, Zael siguió a la criatura por la quebrada pendiente. Todavía le ardía en la carne el contacto de aquel cuerpo metálico. Era como un significado oculto, que sólo descubría con un esfuerzo. Era como un anillo que uno ha usado tanto tiempo que, después de quitárselo, aún parece seguir allí.
Más abajo, en la revuelta inmensidad del valle, al borde de una grieta, la esperaba la criatura, con la cabeza alzada.
Humildemente, Zael se le acercó. Esta vez, en lugar de asirse del brazo de la muchacha, la pesada masa se le enroscó alrededor del cuerpo.
Zael saltó. Al otro lado de la grieta, lentamente, aquella figura flexible se deslizó, bajando y apartándose. Al llegar a un sitio alto, la cosa la rodeó otra vez con su frío abrazo y la alzó sin ningún esfuerzo, como a una mujer en un sueño.
El sol estaba en el cielo, a poca altura sobre el horizonte. Zael estuvo a punto de tocar la llave de la radio, vaciló, y apartó la mano. ¿Qué podía decirles? ¿Cómo podría hacerles comprender?
El tiempo huía. Cuando pasaron por una de las zonas donde Zael había puesto minas, donde las rocas reflejaban la luz fría y purpúrea, la muchacha supo que iban por buen camino. Se orientó con eso y con el sol. En cada grieta, la cosa se le enroscaba alrededor de los hombros; en cada cuesta empinada, la cosa la sujetaba por la cintura y la alzaba, describiendo largos arcos, hasta la cima.
Cuando vio la casa-burbuja desde un cerro, comprendió con un sobresalto que había perdido la noción del tiempo. Miró los indicadores. Le quedaba media hora de aire.
Ese conocimiento le despertó una parte de la mente que había estado sumergida y dormida. Sabía que el otro había visto también la casa-burbuja; había en su comportamiento una nueva tensión, una nueva intensidad en su manera de mirar hacia adelante. Trató de recordar la topografía entre este punto y la casa. La había atravesado docenas de veces, pero siempre en el vehículo trepador. Ahora era muy diferente. Los cerros altos que antes habían sido solamente obstáculos momentáneos eran ahora insuperables. Todo el aspecto del terreno había cambiado; ni siquiera podía estar ya segura de las marcas.
Pasaban por la última zona de minas. La luz fría y purpúrea se deslizaba sobre las rocas. Un poco más allá de ese sitio, recordó Zael, tenía que haber una ancha grieta; la criatura, a unos pocos metros de distancia, no miraba hacia la muchacha. Inclinándose hacia adelante, Zael echó a correr de puntillas. La grieta estaba allí; llegó al borde, y saltó.
Al otro lado, se volvió para mirar. La cosa se retorcía al borde de la hendidura, furiosa, el collar de miembros abierto, los ojos rojos encendidos. Tras un instante, los movimientos se aquietaron y se detuvieron. Zael y la criatura se miraron por encima de la brecha de silencio; luego Zael dio media vuelta.
Los indicadores le señalaban otros quince minutos. Echó a andar apresuradamente, y pronto se encontró descendiendo a una profunda barranca que reconocía. A su alrededor estaban las marcas de la ruta que solía tomar en el vehículo. Delante y a la derecha, donde brillaban las estrellas por una abertura, debía de estar el sitio donde unas rocas caídas formaban una escalera natural hasta la parte superior de la barranca. Pero a medida que se acercaba al sitio empezó a inquietarse. La pared del otro lado de la barranca era demasiado escarpada y demasiado alta.
Llegó por fin al fondo, y no había ninguna escalera.
Debía de haberse equivocado de sitio. No le quedaba otro remedio que caminar por la hondonada hasta llegar al sitio indicado. Tras un momento de indecisión, echó a andar apresuradamente hacia la izquierda.
A cada paso la barranca prometía volverse conocida. ¡Seguramente no podía haberse equivocado tanto en tan poco tiempo! Los puntos de luz que dibujaban los rayos del casco danzaban allá delante, burlonamente esquivos. De repente comprendió que se había perdido.
Le quedaban siete minutos de aire.
Se le ocurrió que la criatura debía de estar todavía donde la había dejado, atrapada en una isla de roca. Si volvía allí directamente, ahora, sin vacilar ni un segundo, quizá tuviera aún tiempo.
Dio media vuelta, lanzando un involuntario quejido de protesta. Sus movimientos eran apresurados e inseguros; tropezó una vez, y apenas pudo evitar una caída peligrosa. Sin embargo, no se atrevió a ir más despacio ni a detenerse un momento. Respiraba con dificultad dentro del casco; el olor tan conocido del aire reciclado parecía más sofocante.
Miró los indicadores: cinco minutos.
Al llegar a una cima vio un líquido destello de metal que se movía entre los fuegos purpúreos. Saltó la última hendidura y se detuvo cautelosamente. La cosa se le acercaba con lentitud. En la enorme cabeza metálica no había ninguna expresión, las fauces estaban cerradas; la corona de miembros prensiles casi no se movía: sólo de cuando en cuando se retorcía alguno, repentinamente. Había en la cosa una quietud torva, expectante, que inquietó a la muchacha; pero no tenía tiempo para la cautela.
Apresuradamente, con gestos bruscos, trató de representar su necesidad. Tendió los brazos. La cosa se deslizó adelantándose lentamente, y lentamente se enroscó en ella.
Zael casi no sintió el salto ni el aterrizaje. La criatura se movía a su lado; cerca esta vez, casi tocándola. Allá descendieron, a la semioscuridad estrellada de la grieta; Zael caminaba inseguramente, porque no podía usar las luces del casco. Se detuvieron al pie del precipicio. La cosa se volvió para mirarla un momento.
A la muchacha le zumbaban los oídos. La cabeza se meció hacia ella y pasó a su lado. Los brazos metálicos asieron la roca; el enorme cuerpo se balanceó hacia arriba, por encima de la cabeza de Zael. La muchacha miró y vio que la criatura se retorcía diagonalmente sobre la faz de la roca, centelleaba brevemente contra las estrellas, y desaparecía.
Zael se quedó mirando hacia allí con incrédulo horror. Había sucedido con demasiada rapidez; no entendía cómo había podido ser tan estúpida. ¡Ni siquiera había intentado agarrar el cuerpo cuando pasaba!
Los indicadores eran borrosos; las agujas casi tocaban el cero. Tambaleándose un poco, Zael echó a andar por la hondonada hacia la derecha. Le quedaba quizás un minuto o dos de aire, y luego cinco o seis minutos de asfixia lenta. Tal vez encontrase todavía la escalera; aún no estaba muerta.
La pared de la hondonada no descendía a niveles más accesibles: subía en forma de agujas y pináculos. La muchacha se detuvo, helada y saturada de fatiga. Las silenciosas cumbres se alzaban contra las estrellas. No había salvación en ese sitio, ni en todo el mundo vampiresco y muerto que la rodeaba.
Algo saltó en la roca, a los pies de Zael. Asustada, la muchacha retrocedió. La cosa que había saltado se alejaba girando bajo las estrellas. Mientras miraba apareció, otro trozo de piedra, y otro. Esta vez vio cómo caía, golpeaba la roca y rebotaba.
Volvió la cabeza bruscamente. Por la mitad de la faz de la roca, balanceándose con facilidad de un punto de apoyo a otro, venía la criatura. Una nube de piedras, arrancadas al pasar, bajaban flotando lentamente y rebotaban alrededor de la cabeza de Zael. La criatura se deslizó los últimos metros y se detuvo junto a la muchacha.
La cabeza le daba vueltas a Zael. Sintió que aquel cuerpo fuerte se enroscaba a su alrededor; que la alzaba y se ponía en marcha. La apretaba demasiado; no le dejaba respirar. Cuando la soltó, la presión no cedió.
Haciendo eses, echó a andar hacia la casa-burbuja, que parpadeaba llamándola en el horizonte chato. Le ardía la garganta. A su lado, el extraño ser se movía como mercurio entre las rocas.
Zael cayó una vez - una caída lenta, aterradora, en aquel frío doloroso -, y las pesadas roscas de la criatura la ayudaron a levantarse.
Llegaron a la grieta. Zael vaciló en el borde, entendiendo oscuramente por qué la criatura había vuelto a buscarla. Era una retribución: y ahora ella estaba demasiado aturdida para volver a entretenerse con ese juego. Los miembros de la criatura tocaban la manga.
Allá arriba, hacia Draco, la nave de Isar estaba en camino. Zael buscó a tientas el interruptor de la radio. La voz le salió ronca y extraña:
- Mamá...
El pesado cuerpo se le estaba enroscando alrededor de los hombros. Le dolía el pecho al respirar, y veía oscuro. Juntando todas sus fuerzas, saltó.
Al otro lado de la hondonada, se movió con imprecisa lentitud. Vio la luz de la casa-burbuja que parpadeaba prismáticamente al final de una brumosa avenida, y supo que tenía que llegar a ella. No sabía muy bien por qué; quizá tenía algo que ver con el ser plateado que se deslizaba a su lado.
El zumbido de una onda de radio estalló en sus auriculares.
- ¿Eres tú, Zael?
La muchacha oyó las palabras, pero no entendió el significado. La casa-burbuja estaba cerca ahora; veía la válvula flexible de la puerta. Sabía de algún modo que la criatura no debía entrar allí; si entraba, quizá usara aquel sitio para tener crías, y luego extendería por todas partes una plaga de criaturas metálicas.
Se volvió torpemente para impedírselo, pero perdió el equilibrio y cayó contra la pared de la burbuja. La enorme cabeza plateada, allá arriba, abrió las fauces, y aparecieron dos brillantes colmillos. La cabeza se inclinó delicadamente, las fauces se cerraron sobre el muslo de Zael, y los colmillos se hundieron una vez. Sin prisa, la criatura se deslizó, desapareciendo del campo visual de la muchacha.
Zael sintió en el muslo un frío que se le empezó a extender por el cuerpo. Vio dos pequeños chorros de vapor que se escapaban del traje, donde había sido perforado. Giró la cabeza; la criatura estaba entrando en la burbuja por la válvula flexible. Adentro, se movió para un lado y para otro, evitando la diminuta luz. Olfateó la hamaca, la lámpara, y luego el transmisor-receptor de radio. Zael recordó algo, y dijo quejumbrosamente:
- ¿Mamá?
En respuesta, la onda de radio zumbó otra vez y la voz dijo:
- ¿Qué pasa, Zael?
La muchacha trató de responder, pero su gruesa lengua no encontró las palabras. Se sentía débil y helada, pero no tenía miedo. Buscó a tientas en el equipo, encontró la pasta adhesiva, y la extendió sobre las perforaciones. La pasta burbujeó un momento. Luego, se endureció. Una cosa lenta y lánguida, que nacía en el dolor helado, le corría por el muslo. Al girarse otra vez, vio que la criatura seguía inclinada sobre el aparato transmisor-receptor. Aun desde donde estaba, la muchacha veía la palanca rojo vivo que servía para llamar a la cápsula de emergencia. Mientras miraba, uno de los miembros de la criatura asió esa palanca y empujó hacia abajo.
Zael alzó la mirada. Tras un momento, la chispa anaranjada que se movía en el cielo se detuvo aparentemente, y poco a poco fue creciendo hasta transformarse en una estrella brillante, y después en un fulgor dorado.
La cápsula de emergencia se posó en un llano rocoso, a cien metros de distancia. La antorcha se apagó. Deslumbrada, Zael vio como la figura negra de la criatura se deslizaba saliendo de la casa-burbuja.
La criatura se detuvo, y por un instante la cabeza cruel osciló allá arriba, mirando a la muchacha. Luego continuó arrastrándose.
La puerta de la cámara neumática era un círculo de luz amarilla. Al llegar a ella la criatura pareció vacilar; luego siguió adelante y desapareció dentro. La puerta se cerró. Un instante más tarde la antorcha se encendió otra vez, y la cápsula se elevó sobre una columna de fuego.
Zael estaba acunada contra la curva flexible de la burbuja. Tuvo un borroso pensamiento: dentro de la burbuja, a muy poca distancia, había aire y calor. El veneno que la criatura había depositado en su carne, fuese lo que fuese, quizá tardaría mucho tiempo en matarla. La nave de su madre llegaría pronto. Tenía una posibilidad de vivir.
Pero la cápsula de emergencia continuaba elevándose sobre el largo penacho dorado; y Zael no podía apartar la mirada de aquella terrible belleza que ascendía hacia la noche.
FIN