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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EL BILLETE DE LOTERíA (por William Tenn)
Conviene que usted les diga todo, amigo Álvarez; usted sabe cómo hablarles. Yo me siento fuera de lugar para semejante tarea. Todo lo que quiero es que entiendan exactamente qué pasó, con todas las implicaciones y complicaciones correspondientes: que sepan qué es lo que realmente ocurrió
Si no les gusta, que se aguanten. Use sus propias palabras y hable claro. Dígales todo.
Puede comenzar hablando del día en que la nave espacial alienígena aterrizó en las afueras de Baltimore. Es penoso pensar que ni aun entonces nos dimos cuenta, ¿verdad?
Pasaron tan cerca del Capitolio que creímos que había sido un afortunado accidente.
Explíqueles por qué pensamos que era afortunado; que, gracias a esa circunstancia, todo se mantuvo en el más estricto secreto: el granjero que comunicó la novedad por teléfono fue colocado bajo custodia especial; un seleccionado cordón de policías militares bloqueó doce kilómetros cuadrados de terreno, unas pocas horas más tarde; el Congreso fue convocado a reunión secreta y los diarios no se enteraron de nada.
Cuénteles cómo y por qué Trowson, mi viejo profesor de sociología, fue consultado acerca del problema, una vez que las cosas se aclararon. Cómo parpadeó desconcertado ante la comisión militar que lo consultó, y les proporcionó luego una solución
La solución era yo.
Dígales cómo todo mi personal y yo fuimos arrancados de nuestras oficinas en Nueva York, donde nos ganábamos tranquilamente un millón de dólares, y transportados por un escuadrón de la Oficina de Investigaciones hasta Baltimore. Para decirle la verdad, amigo Álvarez, aun después de que Trowson nos explicó la situación, yo seguía bastante enojado. Los alborotos gubernamentales siempre me irritan. De más está decir cuánto me alegré por ello esta vez.
La nave espacial misma era una sorpresa tan grande, que ni siquiera me asombré cuando el primero de sus ocupantes se arrastró hacia afuera. Comparado con los cohetes estilizados y aerodinámicos a que nos tenían acostumbrados nuestros dibujantes de revistas pseudocientíficas, el esferoide colorido y rococó, que emergía del campo de cebada en Maryland, se parecía más a algún enorme y grotesco adorno para consola que a un navío interplanetario. No presentaba vestigio alguno de ser una nave a retropropulsión.
- Y éste - me dijo el profesor señalando a los dos visitantes - es su trabajo.
Ambos estaban de pie sobre una delgada plataforma metálica, rodeados por las personalidades más destacadas del país. Imagíneselos: un tronco verde y viscoso, de unos dos metros cincuenta de altura, bastante más ancho en la base que en la extremidad superior y adornado en el dorso con un pequeño caparazón rosa y blanco, de forma acaracolada. Sobre lo que podría considerarse, con benevolencia, la cabeza, tenían dos pedúnculos con ojos en los extremos que movían continuamente de un lado a otro y que parecían bastante fuertes para estrangular a un hombre. Por último, un tajo enorme y húmedo, a modo de boca, se veía cada vez que la serpenteante base se elevaba de la plataforma metálica.
- Caracoles - fue todo lo que pude murmurar -. ¡Caracoles!
- Babosas - me corrigió Trowson -. De todos modos, no cabe duda de que son moluscos gasterópodos - agregó, señalando la pequeña valva rosácea que tenían nuestros visitantes en el lomo -. Pertenecen a una raza más antigua y enormemente más... evolucionada.
- ¿Más evolucionada? - pregunté con incredulidad.
El profesor asintió.
- Cuando nuestros ingenieros quisieron satisfacer su curiosidad, fueron cortésmente invitados a que visitaran la nave, y salieron de ella con la boca abierta.
Comencé a sentirme incómodo y a morderme las uñas.
- Bueno, profesor - argüí -, siendo tan distintos, tan de otro modo...
- ¡Oh! no es sólo eso - me interrumpió Trowson -; son superiores. Procure hacerse usted a la idea, Dick, porque es de gran importancia para la tarea que usted tendrá que realizar. Las mejores cabezas científicas del país son, en este caso, como un puñado de nativos de una isla del Pacífico, que intentan analizar un rifle y una brújula basándose en sus conocimientos de la lanza y la veleta. Estos individuos pertenecen a una civilización que abarca toda una galaxia y que está compuesta por razas que son, por lo menos, tan civilizadas como nuestros huéspedes. Nosotros somos, en comparación, un pueblo salvaje y retrógrado que habita una zona poco frecuentada del espacio que se está comenzando a explorar..., a explotar, quizás; depende de nuestra actitud. Tenemos que producirle una muy buena impresión y tenemos que aprender muy rápidamente.
Un imponente oficial salió del grupo de personas sonrientes y boquiabiertas que rodeaban a los extranjeros, y se dirigió hacia nosotros.
- ¡Bueno! - comencé a decir con gran entusiasmo -. Estamos de nuevo en 1492... - durante un momento me quedé cortado; mis pensamientos se volvieron confusos -. Pero, ¿para qué me necesitan la Marina y el Ejército? Yo no voy a entender una sola palabra del idioma que hablan en...
- Betelgeuse. Noveno planeta de la estrella Betelgeuse - me informó el profesor -. No, Dick, el doctor Warbury ya se encargó de eso. Ellos aprendieron inglés con él en dos horas. Pero el pobre doctor está desesperado porque en tres días no ha podido comprender una sola palabra de su idioma. Y sabios como López, como Mainzer, se están volviendo lentamente locos mientras tratan de averiguar cuál es su fuerza motriz. No; su trabajo es distinto. A usted lo necesitamos como agente publicitario, para establecer relaciones con el público en lo que a este asunto se refiere. A usted le toca encargarse de producir lo que podríamos llamar «buena impresión».
El oficial que yo había visto dirigirse a nosotros unos momentos antes, me tocó suavemente el brazo; pero no le presté la menor atención. En cambio pregunté, con bastante ansiedad:
- Pero, ¿no tiene el Gobierno a alguien que se encargue de eso?
- Lamentablemente para usted, no es así. ¿Recuerda lo que usted mismo dijo cuando los vio por primera vez...? «¡Caracoles!» ¿Y cuál cree que sería la reacción de todo el país ante la presencia de caracoles gigantes que desprecian amablemente nuestros rascacielos, nuestras bombas atómicas, nuestras matemáticas superiores?... Somos un pueblo muy susceptible. Y, además, tenemos miedo de lo desconocido.
- «Poderosos Monstruos de los Espacios Estelares». ¿Son ésos los titulares que usted quiere, - profesor? - pregunté.
- «Babosas con Complejo de Superioridad». O, mejor aún, «Sucias Babosas» - respondió Trowson -. Es una suerte que hayan aterrizado en este país, y tan cerca del Capitolio. Dentro de pocos días tendremos que convocar a los grandes cerebros de otras naciones. Entonces todo el asunto se hará público. No deseamos que nuestros huéspedes sean atacados por muchedumbres cegadas por la superstición, por el sentimiento de aislamiento planetario o por alguna otra forma de histeria. Queremos impresionarlos como una raza bastante amable e inteligente, con la que se puede tratar razonablemente.
- Entiendo - asentí -. Preferimos que establezcan en este planeta delegaciones comerciales en lugar de tropas. Pero, ¿qué puedo hacer yo en todo esto?
- Usted, Dick - me dijo, palmeándome amistosamente el hombro -, tiene que encargarse del público. Debe convertir a nuestros visitantes en los dos personajes más populares de los Estados Unidos.
El oficial había conseguido, por fin colocarse frente a mí. Lo reconocí de inmediato: era el Subsecretario de Estado
- ¿Tendría la gentileza de acompañarme? - me dijo -. Quiero que conozca a nuestros distinguidos huéspedes.
Lo seguí, por supuesto. Atravesamos los cultivos, ascendimos a la plataforma metálica y nos detuvimos junto a nuestros visitantes gasterópodos.
- Ejem - dijo mi acompañante con toda cortesía.
El caracol que se encontraba a mi lado inclinó un ojo hacia nosotros, mientras con el otro apuntaba hacia su compañero; luego, su enorme cabeza viscosa se inclinó hacia nosotros, y la extraña criatura dijo, con insoportable pastosidad:
- ¿Debo entender, respetable caballero, que usted desea hablar con este humilde servidor?
Me presentaron. El interlocutor fijó sus dos ojos en mí, y lo que debía ser su barbilla descendió hasta mis pies por un instante.
- Usted, honorable caballero - dijo a continuación -, es nuestro intérprete nuestro enlace con todo lo que es grande en su noble raza. Su condescendencia es en realidad un tributo.
A todo esto, yo murmuraba «Mucho gusto», mientras extendía tímidamente la mano. El caracol puso un ojo en mi palma y el otro en el dorso de mi muñeca. No me estrechó la mano; sencillamente me tocó y luego retiró los ojos. Por suerte, tuve suficiente tacto para no restregarme la mano contra el pantalón, como era mi más vehemente deseo, ya que (lo diré con delicadeza) los ojos no estaban exactamente secos.
Yo manifesté que haría todo lo que estuviera a mi alcance y comencé con mi interrogatorio.
- ¿Ustedes son embajadores o..., digamos..., exploradores?
- Nuestro escaso valor no justifica ninguno de esos títulos - me respondió -; pero, a pesar de eso, somos las dos cosas, pues toda comunicación constituye una forma de embajada, y todo aquel que trata de ampliar sus conocimientos es un explorador.
Una vieja frase acudió de pronto a mi memoria: No haga preguntas tontas y no recibirás respuestas tontas.
El segundo visitante se deslizó hacia mí y me contempló.
- Puede confiar en nuestra más absoluta obediencia - dijo humildemente -. Comprendemos muy bien lo delicada de su misión y aspiramos a que nos aprecien, dentro de los límites en que una raza tan admirable como la de ustedes pueden apreciar a criaturas tan despreciables como nosotros.
- Sigan así y todo saldrá bien - fue todo lo que pude decir.
En general, fue un placer trabajar con ellos. Quiero decir que no hubo problemas temperamentales, o cuestiones porque la instantánea hubiera captado este ángulo o el otro ni referencias a libros previamente publicados, ni recuerdos de la infancia transcurrida en un convento; cosas que si ocurrían con la mayoría de mis clientes habituales.
Por otro lado, no era nada fácil hablar con ellos. Obedecían sin chistar, pero el problema se planteaba cuando uno les hacía una pregunta, por ejemplo la siguiente:
- ¿En cuanto tiempo hicieron el viaje?
- En su elocuente idioma, «Cuanto tiempo» indica una forma de referencia que tiene que ver con la duración. No me animo a discutir un problema tan complejo con alguien tan sabio como usted. Las velocidades involucradas hacen necesario responder en términos relativos. Nuestro despreciable planeta se aparta de este hermoso sistema durante una parte de su periodo orbital. También debemos tener en cuenta la dirección y la velocidad de nuestra estrella con referencia a la expansión cósmica de esta porción del espacio. Si hubiésemos venido de la constelación del Cisne o de la del Boyero, podríamos responder a su pregunta de manera más concreta, porque los astros que las integran recorren un arco contiguo que forma un ángulo tal con el plano de la eclíptica que...
O, si no, esta otra pregunta:
- ¿Su organización política es democrática?
- De acuerdo a la rica etimología del idioma de ustedes democracia significa el gobierno del pueblo. Nuestro pobrísimo lenguaje no podría expresar la misma idea en forma tan simple y conmovedora. Es claro que uno debe gobernarse a sí mismo. El grado de control estatal sobre el individuo varía, por supuesto, en cada caso particular y según la época. Espero que me perdone por repetir tonterías que deben de ser evidentes para inteligencias tan revolucionadas como las de ustedes. El mismo control se aplica al individuo considerado como parte de la masa. Frente a una necesidad de tipo universal, las especies civilizadas tienden a unirse para satisfacerla. Por consiguiente, cuando no existe una necesidad de ese tipo, hay menos motivos para un esfuerzo colectivo. Puesto que lo que acabo de decir puede aplicarse a todas las especies, es válido aun en nuestro caso. Por otra parte...
¿Se da cuenta de lo que quiero decir?... Al cabo de pocos días, no les preguntaban ni la hora.
El gobierno me concedió un mes para preparar al público por medio de una campana publicitaria. En un principio, habían pensado que bastarían dos semanas: pero me puse prácticamente de rodillas y rogué que me dieran por lo menos dos meses y medio de plazo. Así conseguí que me dieran un mes.
Explíqueles este aspecto de la cuestión, con lujo de detalles, Álvarez; porque quiero que comprendan exactamente la tarea que yo tenía entre manos. Hábleles de las espeluznantes cubiertas de las revistas, que mostraban en vívidos colores a tímidas y atractivas jóvenes atacadas por toda suerte de monstruos. Hábleles de las películas de terror; de las novelas que describían invasiones interplanetarias; de todo lo que tuve que destruir y borrar de la mentalidad del público, en un par de semanas. Y eso, sin contar los temblores provocados por la sola mención de la palabra «gusano», y el terror supersticioso de seres que, aparentemente, no tenían un sitio donde albergar un alma.
Trowson me proporcionó el material científico para una serie de artículos, y yo contribuí con los hombres capaces de escribirlos. Todo aquello que no sirviera específicamente a nuestros propósitos desapareció de las revistas, para dar lugar a largos e increíbles cuentos, en los cuales se especulaba discretamente sobre la posibilidad de que existieran razas extraterrestres mucho más evolucionadas que la nuestra; sobre su posible adelanto en el terreno de la ética; sobre el hecho de que criaturas imaginarias de siete cabezas pudieran poner en práctica los preceptos del Sermón de la Montaña. Titulares como «Las Humildes Criaturas que Crean Nuestros Jardines», o «Carreras de Caracoles, el más Moderno y Espectacular de los Deportes», estaban a la orden del día. Sobre «La Básica Unidad de Todos los Seres Vivientes», se escribieron tantos artículos, y tan conmovedores, que empecé a sentir remordimientos de conciencia hasta frente a un menú vegetariano. No exagero si le digo que creo recordar que, en esa misma época, las aguas minerales y las vitaminas alcanzaron un auge extraordinario.
Y todo esto (no lo olvide), sin que una sola palabra de la verdadera historia llegase al público. Un periodista se atrevió a escribir unas misteriosas líneas insinuando que los platos voladores tenían en realidad tripulantes; pero bastó media hora de amistosa charla para convencerlo de la conveniencia de no volver sobre el asunto.
El problema más serio que tuvimos que enfrentar fue el de la propaganda visual. De más está decir que jamás hubiera logrado resolverlo sin contar con todos los recursos y la influencia del gobierno de los Estados Unidos. Una semana antes del anuncio oficial, el programa de televisión, incluida la cinta cómica, estaba listo.
Catorce, o más, quizá, de los mejores escritores humorísticos del país colaboraron en el proyecto, sin contar a la muchedumbre de dibujantes para producir los deliciosos dibujitos. Utilizamos los dibujos como base para el espectáculo de títeres que se televisaría. Creo que nunca existieron en nuestro país dos personas tan populares como Andy y Dandy.
Los dos caracoles ficticios conquistaron el corazón de los Estados Unidos en un abrir y cerrar de ojos: todo el mundo hablaba de ellos, repetía sus más celebrados chistes, y hacía cualquier sacrificio para no perderse el programa siguiente. No descuidé un solo detalle: muñecas Andy y Dandy para las niñas, monopatines en forma de caracol para los varones..., y no se fabricó una sola calcomanía que no reprodujese los agraciados rasgos de ambos personajes.
Cuando, por fin, se dio a la publicidad la verdadera historia, sugerimos a los diarios los titulares que debían utilizar. Hasta el New York Times fue obligado a anunciar: «Los Auténticos Andy y Dandy Han Llegado de Betelgeuse». Y debajo venía una enorme fotografía de la rubia Baby Ann Joyce con los dos caracoles.
Un avión especial había traído a Baby Ann desde Hollywood, para posar junto a los huéspedes. La instantánea la mostraba de pie entre los dos extranjeros, apretando en cada una de sus delicadas manecitas un ojo de los visitantes.
Estos dos viscosos intelectuales de otra estrella, a los cuales se siguió llamando Andy y Dandy, se convirtieron en figuras aun más importantes que el joven evangelista a quien en esos momentos se juzgaba por bigamia.
Andy y Dandy fueron recibidos en Nueva York con todos los honores. Asistieron a la colocación de la piedra fundamental para la nueva biblioteca de la universidad de Chicago. Posaron cuantas veces fue necesario, rodeados por naranjas de Florida, patatas de Idaho o cerveza de Milwaukee. En verdad, cooperaron magníficamente con nosotros.
Alguna que otra vez, cuando mis ocupaciones me lo permitían, yo me preguntaba qué pensarían de nosotros aquellos seres. No tenían ningún tipo de expresión facial, lo cual no es nada extraño, ya que carecían de rostro. Cuando los fotógrafos sugirieron que se sacaran una instantánea rodeados por un grupo de bellezas con muy poca ropa, en Malibu Beach, consintieron sin decir una sola palabra; cosa que no ocurrió, precisamente, con las bellezas.
Y cuando el mejor pitcher del año les regaló una pelota de béisbol autografiada, ambos se inclinaron gravemente y manifestaron con su habitual pastosidad:
- Somos los hinchas más felices del Universo.
Todo el país los adoraba.
- Pero no podemos tenerlos siempre aquí - me dijo Trowson un día -. ¿Se enteró usted del último debate en la Asamblea General de la O.N.U.? Nos acusan de establecer alianzas secretas, con agresores no humanos, en perjuicio de los intereses de nuestra especie.
Me encogí de hombros.
- ¡Bueno!, que digan lo quieran. No creo que nadie consiga obtener más informaciones que las pocas que les extrajimos nosotros.
El profesor Trowson acomodó su pequeña humanidad en un rincón del escritorio, levantó un canasto lleno de notas a máquina e hizo una mueca como si tragara aceite de ricino.
- Cuatro meses de entrevistas extenuantes - gruñó -. Cuatro meses de penosos interrogatorios por parte de nuestros sociólogos especializados, aprovechando cada minuto que los extranjeros tenían libre. Cuatro meses de investigación organizada, de cuidadosa selección de datos - dejó caer el canasto con disgusto -. Y sabemos más acerca de la estructura social en la Atlántida que acerca de Betelgeuse IX.
Nos encontrábamos en el ala del Pentágono destinada a lo que los militares habían bautizado Proyecto de Enciclopedia. Crucé la habitación amplia y soleada, y contemplé el más reciente diagrama de la organización. Señalé un pequeño rectángulo, bajo el cual se leía: «Subsección de Fuerza Motriz», que estaba unido por una línea recta a otro rectángulo más grande, que llevaba la inscripción: «Sección para la Investigación de las Ciencias Físicas Alienígenas». En el rectángulo menor, impreso con gran claridad, figuraban los nombres de un comandante del ejército, una recluta de los cuerpos armados femeninos, y los doctores López, Vinthe y Mainzer.
- ¿Qué tal andan las cosas por este lado? - pregunté.
- Como las nuestras, por desgracia - respondió Trowson con un suspiro -. Eso es, por lo menos, lo que deduzco del ruido que hace Mainzer al tomar la sopa. Como usted sabe existe la consigna de no intercambiar informes entre las distintas subsecciones. Pero conservo fresco el recuerdo de Mainzer en nuestra época universitaria: hacía el mismo ruido cada vez que tenía serios problemas con su motor de refracción solar.
- ¿Usted cree que Andy y Dandy nos suponen demasiado jóvenes para jugar con fuego? ¿O quizá, que nos parecemos demasiado a los monos como para que nos permitan compartir su refinada civilización?
- No sé, Dick - el profesor regresó a su escritorio y nerviosamente hojeó sus anotaciones -. Pero, si suponemos que es algo de lo que usted dice, ¿por qué nos permiten entrar libremente a su nave espacial? ¿Por qué a cuanta pregunta se les hace responden con tanta gravedad y cortesía? El único inconveniente para nosotros, por supuesto, es que sus respuestas son ¡insoportablemente vagas! Son seres de mentalidad tan refinada y compleja, tan plenos de sentimientos poéticos y de buenos modales, que es absolutamente imposible entender algo de sus interminables y complicadas explicaciones. A veces, cuando pienso en su extremada cortesía y su aparente falta de interés en la estructura de su propia sociedad, cuando contemplo su nave espacial que me recuerda a uno de esos diminutos grabados en jade cuya realización duró toda una vida... - se interrumpió bruscamente y comenzó a revolver papelotes como un poseso -. ¿No será, quizás, que no tenemos aún suficiente material para entender algunas cosas?... Sí, es más que posible. Warbury nos ha hecho notar el tremendo desarrollo que alcanzó nuestro idioma desde el advenimiento de los vocabularios técnicos. Dice que este proceso, que en nuestro planeta se halla en sus comienzos, afecta no sólo nuestro vocabulario, sino también nuestra forma de enfocar los conceptos. Y, naturalmente, cuando se trata de una raza tan adelantada... ¡Ah, si tan sólo pudiéramos encontrar en sus ciencias algo que se asemejara un poco a las nuestras!
En sus bondadosos ojos se reflejaba todo el cansancio producido por largas horas de inútiles esfuerzos. Yo mismo no me sentía demasiado optimista, pero traté de animarlo.
- Arriba ese ánimo profesor. Antes de que nuestros amigos gasterópodos estén de regreso, usted habrá encontrado el medio de librarnos de la atmósfera de fracaso y desconcierto que nos rodea. No es posible que sigamos en la actitud del nativo que un buen día vio llegar extranjeros del otro lado del mar, «en un gran pájaro con muchas alas».
Y vea cómo son las cosas, Álvarez. No soy más que un insignificante agente de publicidad y, sin embargo, estuve a punto de acertar con la solución. Pero, en realidad, no era yo el único: Trowson también estaba cerca. Y no sólo él, sino también López, Vinthe y Mainzer.
La partida de Andy y Dandy al extranjero me dio una oportunidad para descansar un poco. Mi tarea no había concluido, pero se limitaba por el momento a supervisar un mecanismo que funcionaba a las mil maravillas. Mi principal obligación consistía en mantenerme en contacto con mis colegas de otros países y proporcionarles mis experimentados consejos sobre la mejor manera de presentar ante el público a los distinguidos huéspedes. Por supuesto, cada uno debía adaptar mis sugerencias a las fobias y mitos de sus respectivos pueblos. Me llevaban una gran ventaja, puesto que yo no había tenido a nadie que me aconsejara. Por medio de los periódicos, los seguí a través de los distintos países que visitaron. Recorté y pegué en un álbum las fotografías que perpetuaban su visita al Mikado, posterior a sus amables comentarios sobre el Taj Mahal. Con el Akhund de Swat no se mostraron tan amables; pero hay que tener en cuenta lo que el Akhund dijo.
En general, hacían lo mismo en todas partes: daban siempre poco más de lo que recibían. Por ejemplo: cuando les entregaron dos condecoraciones recientemente creadas (Dandy recibió la Orden de los Amigos Extraterrestres de los Trabajadores Soviéticos, y Andy, por alguna razón desconocida, obtuvo la Orden del Heroico Campeón Interestelar del Pueblo Soviético), pronunciaron un largo y sonoro discurso acerca de la validez científica del gobierno comunista, que les valió un atronador aplauso y muchísimas flores en Ucrania y Polonia. La noticia fue recibida con cierta frialdad en los Estados Unidos.
Pero antes de que yo tuviera que obligar a mi personal a trabajar horas extra, para recordar a nuestro público las afirmaciones de los gasterópodos ante las dos cámaras del Congreso y su encantador y sentimental discurso en Valley Forge, los extranjeros arribaron a Berna y manifestaron a los suizos que tan sólo la libre competencia había hecho posible el canto tirolés, los relojes suizos y el soberbio ejemplo de libertad de aquella gran democracia.
Cuando llegaron a París, ya habíamos conseguido controlar nuevamente la opinión pública. Existían algunos descontentos; pero Andy y Dandy se encargaron de darles el golpe de gracia. Aún entonces me pregunté si realmente les gustaba la última obra escultórica de DeRoges por sí misma.
Pero ellos compraron la retorcida escultura y, como no poseían dinero propio, lo pagaron con un instrumento del tamaño del pulgar, con el que se podía ablandar el mármol hasta cualquier punto. DeRoges tiró sus cinceles por la ventana, en un arranque de ilimitada felicidad - pero seis de los más grandes cerebros de Francia tuvieron que hacer una intensa cura de reposo, luego de devanarse los sesos durante una semana, intentando averiguar cómo y por qué funcionaba el aparatito. En nuestro país causó sensación la siguiente noticia del asunto:
ANDY Y DANDY RETRIBUYEN CON CRECES
LOS HOMBRES DE NEGOCIOS DE BETELGEUSE DEMUESTRAN QUE SABEN APRECIAR LO QUE RECIBEN.
Este diario se complace en señalar el profundo sentido ético que rigió la última transacción efectuada por nuestros distinguidos visitantes del espacio interestelar. Comprendiendo la inexorable ley de la oferta y la demanda, estos representantes de un sistema económico superior se niegan a aceptar limosnas. Si ciertos miembros de nuestra raza se toman la molestia de analizar cuidadosamente las reales implicaciones de...
De modo que, cuando regresaron a los Estados Unidos después de visitar la corte británica, los diarios les dedicaron la primera plana, los remolcadores de]aron oír sus sirenas en señal de bienvenida, y el alcalde acudió a recibirlos en el puerto de Nueva York.
Y, aunque el público ya estaba acostumbrado a ellos, nunca fueron desalojados de la primera página de los diarios - por ejemplo: aquella vez que se manifestaron en favor de un determinado producto para lustrar muebles, y declararon que habían obtenido resultados particularmente satisfactorios y brillantes al aplicarlo a sus diminutos caparazones; y aquella otra vez... Pero esto no tiene ninguna importancia.
Todo comenzó en el programa de televisión, que yo, por casualidad, no presencié. Nunca me gustaron las histéricas y ostentosas ceremonias de presentación de celebridades; además, en un cine suburbano daban una vieja película de Chaplin, que nunca me canso de ver. No tenía la más remota idea de la ansiedad con que Bill Bancroft, el maestro de ceremonias, había tratado de conseguir a Andy y Dandy para su programa, y cuán decidido estaba a causar sensación.
Las cosas ocurrieron más o menos de este modo:
Bancroft les preguntó si no extrañaban a sus familias. Andy le explicó, quizá por trigésima cuarta vez durante su estancia en nuestro planeta, que era hermafroditas, y, por lo tanto, carecían de familia, en el sentido que nosotros le dábamos a la palabra. Bancroft, interrumpiendo lo que prometía ser una de aquellas sus interminables explicaciones, preguntó entonces cuáles eran los lazos que los unían a su patria. Y Andy respondió amablemente que el lazo principal era, sin duda, el revitalizador.
Nadie sabía qué era un revitalizador, por lo cual Dandy explicó que se trataba de un aparato al que debían exponerse cada diez años, y que había por lo menos uno en cada una de las grandes ciudades de su planeta natal.
Bancroft aprovechó la oportunidad para hacer un pésimo chiste sobre los revitalizadores, y, una vez que su auditorio se hubo repuesto, preguntó:
- ¿Y qué hace exactamente ese revitalizador?
Andy explicó durante unos diez minutos lo que se le pedía y de lo que dijo se desprendió que eran unos aparatos que renovaban el citoplasma de todas las células animales, dándoles nuevo impulso.
Otro chiste espantoso respecto al impulso renovado cada diez años, de Bancroft, y luego esta pregunta:
- ¿Y cuál es el resultado?
- Bueno - respondió Dandy, meditativamente -, podríamos decir que desaparece el peligro del cáncer o de cualquier otra enfermedad de tipo degenerativo. Además, hace nuestras vidas cinco veces más largas. ¿No es así, Dandy?
Después de unos instantes de reflexión, Andy respondió:
- Sí, podríamos decir que eso es lo que hace
Es imposible describir la conmoción producida por semejante declaración. Los periódicos publicaron ediciones extra en todos los idiomas, incluso sueco. Las luces en el edificio de la O.N.U. se apagaban cuando salía el sol. Todo fue dejado de lado; nadie pensaba o hablaba otra cosa.
Cuando Sadhu, el presidente de la Asamblea, les preguntó por qué no habían mencionado antes a los revitalizadores, los gasterópodos hicieron un gesto, equivalente al encogimiento de hombros y, en una larga explicación estilo Betelgeuse IX, dieron a entender que nadie les había preguntado.
El presidente Sadhu se aclaró la garganta y anunció:
- En realidad... eso no importa ahora. Lo que cuenta es que tenemos que conseguir esos revitalizadores.
Al principio, pareció que los extranjeros no entendían bien qué pasaba. Cuando finalmente se convencieron de que nosotros, como especie, estábamos sencillamente enloquecidos ante la perspectiva de vivir tres o cuatro siglos en lugar de sesenta años, comenzaron los líos
Explicaron, con gran pesar, que esos aparatos no se fabricaban para la exportación. Se producían en número justo para abastecer a la población. Y, aunque comprendían nuestros deseos de poseerlos, veíanse obligados a declarar que en su planeta no disponían de ningún revitalizador para enviarnos.
Sadhu ni siquiera se molestó en pedir consejo
- ¿Qué necesita vuestra gente? - preguntó -. ¿Qué les gustaría conseguir a cambio de fabricar esos aparatos para nosotros? Estamos dispuestos a pagar cualquier precio
La Asamblea aclamó estruendosamente sus palabras
Pero Andy y Dandy parecían creer que no necesitaban nada de lo que nuestro planeta pudiera ofrecerles. Sadhu les rogó que se esforzaran por encontrar algo que pudiéramos darles a cambio de los aparatos. Los escoltó personalmente hasta su nave espacial, que se encontraba ahora en una zona custodiada, en Central Park, y se despidió de ellos diciendo:
- Buenas noches, caballeros. Por favor, hagan todo lo que puedan por resolver nuestro problema.
Permanecieron cerca de seis días encerrados en su nave, mientras el mundo entero enloquecía de impaciencia. Cuando pienso en las cantidades de bromuro que se consumieron durante esos días...
- ¡Es increíble! - me susurró Trowson, mientras recorría nerviosamente su despacho -. Nuestra vida sería cinco veces más larga. Todo lo que he realizado hasta ahora, mi educación la de usted, no serían más que el comienzo. ¡Un hombre podría aprender cinco profesiones en el curso de su vida, y piense en lo que podría realizar en cada profesión!
Yo estaba demasiado aturdido como para hacer otra cosa que un mudo gesto de asentimiento. Pensaba en los libros que podría leer, en los que podría escribir, si mi vida comenzara de nuevo y mi carrera publicitaria no hubiera sido más que una primera etapa. Además, nunca había tenido tiempo para casarme y tener una familia. A los cuarenta años estaba demasiado habituado a ese tipo de vida; pero un hombre puede destruir en un siglo mucho hábitos...
Al cabo de seis días, los extranjeros reaparecieron. Tenían una oferta que hacernos.
Manifestaron que creían posible convencer a su gobierno para que fabricara revitalizadores con destino a nuestro planeta, si...
Fue un si para escribir con mayúscula.
Nos explicaron que su planeta era lamentablemente pobre en minerales radiactivos. Mundos deshabitados que contenían radio y uranio y torio habían sido descubiertos y explotados por otras razas; pero ciertas normas éticas impedían a los habitantes de Betelgeuse I iniciar guerras de agresión con propósitos territoriales. Nosotros, en cambio, teníamos minerales radiactivos en grandes cantidades, que utilizábamos con dos propósitos fundamentales: en la guerra y en la investigación biológica. La guerra es, indudablemente, una plaga, y la investigación biológica sería casi innecesaria cuando tuviéramos los revitalizadores.
Es cierto que al principio nos sentimos un poco sorprendidos, casi atónitos, pero las protestas nunca se materializaron. De todos los rincones del globo nos llegó una respuesta unánime: «¡Aceptamos!» Un par de generales y unos pocos estadistas intentaron oponerse, pero fueron ignorados. Uno o dos físicos nucleares pidieron a gritos que se tuviera en cuenta el futuro de la investigación atómica, pero los pueblos de la Tierra gritaron más fuerte.
De la noche al día, las Naciones Unidas se convirtieron en la oficina central para la redacción de una concesión minera que abarcaba todo el globo. Las fronteras fueron olvidadas ante la necesidad de encontrar depósitos del mineral, y las espadas fueron transformadas en picos y palas. Todo aquel que podía manejar sus brazos se enroló, durante uno o dos meses por año, en las brigadas de excavación. La camaradería llenaba el aire y embellecía la vida.
Andy y Dandy se ofrecieron cortésmente a ayudarnos. Señalaron en los mapas los yacimientos más importantes, incluyendo zonas donde jamás se había supuesto la existencia de minerales radiactivos. Nos proporcionaron planos de fantásticas maquinarias para extraer el mineral y nos enseñaron a usarlas.
Pronto vimos que no hablaban en broma: querían todo el mineral que existía en la Tierra.
Cuando las cosas comenzaron a marchar, regresaron a Betelgeuse, para cumplir con su parte del contrato.
Esos dos años fueron los más excitantes de mi vida. Creo que a todos les pasó lo mismo, ¿no es así, Álvarez? Era una fuente de felicidad aquella sensación de que el mundo entero trabajaba unido, alegre y dichoso, luchando por la vida misma. Yo también trabajé durante un año en uno de los yacimientos. No creo que nadie de mi edad y mi fuerza haya extraído más mineral que yo.
Andy y Dandy regresaron, esta vez con otras dos enormes naves tripuladas por fantásticos caracoles robots. Los robots descargaron los revitalizadores y colocaron nuestro mineral radiactivo en las naves vacías. Nadie prestó la menor atención a sus extraordinarios métodos para la extracción instantánea de los elementos radiactivos del mineral en bruto: los revitalizadores, eso era todo lo que nos interesaba.
Funcionaban. Y, por el momento, no podíamos pensar en otra cosa.
Desapareció el cáncer; las dolencias cardíacas y renales se curaron Los insectos sometidos a los efectos del revitalizador vivían durante un año, en lugar de morir a los pocos meses. Y los seres humanos... bueno, ni los médicos podían creer lo que veían.
En todas las grandes ciudades del planeta la gente hacía colas interminables frente a los edificios donde se encontraban los revitalizadores, que se convirtieron rápidamente en objetos de adoración popular.
- Los veneran como si fueran dioses - rugió Mainzer un día en que nos encontrábamos reunidos -. Cuando un científico intenta estudiar su funcionamiento lo tratan como si fuera loco peligroso. La verdad es que es absolutamente imposible averiguar nada en esos diminutos motores. Yo ya no me pregunto cuál es la fuerza motriz..., ¡ni siquiera sé si realmente hay alguna fuerza motriz que los haga funcionar!
- Los revitalizadores dejarán de ser objeto de culto, con el correr del tiempo - dijo Trowson, con intención de calmarlo -; cesarán de ser una novedad, y usted podrá estudiarlos con toda comodidad. ¿No será cuestión de energía solar?
- ¡No! - Mainzer negó vigorosamente con la cabeza -. Estoy seguro de que no se trata de eso; como estoy seguro de que la fuerza motriz de las naves y la de los revitalizadores son completamente distintas. He renunciado a averiguar qué es lo que mueve las naves; pero creo que lograré descubrir cómo funcionan esos aparatos. ¡Tontos! No me dejan examinarlos. Tienen terror de que los descomponga y tengan que viajar a otra ciudad para obtener su elixir.
Le dimos la razón; pero, en realidad, su problema no nos interesaba. Andy y Dandy partieron esa semana, después de expresarnos en su habitual forma complicada sus mejores deseos. El mundo entero los despidió con lágrimas y besos.
Seis meses después de su partida, los revitalizadores dejaron de funcionar.
- ¿Que si estoy seguro? - se burló Trowson en mis propias narices -. Las estadísticas lo demuestran. Fíjese en el porcentaje de mortalidad; es igual al que teníamos antes de que llegaran los caracoles. Cualquier médico se lo confirmará. Habrá muchas revueltas cuando esto se haga público.
- Pero, ¿por qué? - le pregunté -. ¿Es que cometimos algún error?
Trowson sonrió; pero había algo macabro en su sonrisa. Se acercó a la ventana y contempló el cielo estrellado.
- Efectivamente, Dick. Confiamos demasiado. Cometimos el mismo error que hacen todos los pueblos atrasados frente a una civilización superior. Mainzer y López desarmaron lo que quedaba de los revitalizadores y descubrieron, por fin, cómo funcionan. Dick, la fuerza motriz de esos aparatos está constituida, ¡exclusivamente por minerales radiactivos!
Transcurrieron unos instantes antes de que pudiera comprender lo que Trowson me decía. Cuando por fin entendí, tuve que sentarme en la silla más cercana. Emití una serie inverosímil de sonidos guturales antes de poder preguntar:
- ¿Quiere decir, profesor, que ellos necesitaban el mineral para ellos mismos, para sus propios revitalizadores? ¿que todo lo que hicieron en este planeta fue cuidadosamente planeado para engañarnos? Es imposible, no lo puedo creer... Con sus ciencias superiores habrían podido conquistarnos, de haberlo querido. Habrían podido...
- No, no habrían podido - me interrumpió Trowson, agitando con fuerza los brazos -. Constituyen una raza decadente y moribunda; nunca habrían intentado conquistarnos; y no por motivos éticos (esta horrenda estafa lo demuestra), sino porque carecen de la energía necesaria, de la capacidad de concentración y de interés. Andy y Dandy son probablemente representantes de un pequeño grupo que posee aún la iniciativa necesaria para llevar a cabo esta colosal estafa.
En aquel momento comencé a vislumbrar las tremendas consecuencias de nuestro error, ¡y yo que creía haber realizado la campaña publicitaria más brillante de todos los tiempos!
- Pero profesor - dije -, sin elementos atómicos nunca podremos realizar viajes interplanetarios.
Trowson sonrió con visible amargura, y reconoció en seguida:
- ¡Oh, es cierto Dick; toda la raza humana ha sido tomada por tonta! Comprendo muy bien cómo se siente usted ahora. Pero piense en mí. ¡Yo soy el responsable del fracaso! ¡Yo, todo un sociólogo! ¿Cómo pude estar tan ciego? ¿Cómo? Todos los datos estuvieron ante mis ojos: la falta de interés en su propia cultura, la superintelectualización de los valores estéticos, los complejos mecanismos de pensamiento y expresión, la exagerada cortesía, hasta la nave espacial, de diseño demasiado estilizado para una civilización joven y llena de empuje... Tenían que ser decadentes: todos los datos apuntaban en esa dirección, empezando por el hecho de que tuvieron que recurrir a tipos de combustibles que nosotros ya conocemos. ¡Qué no hubiéramos logrado nosotros con sus conocimientos! ¡Con razón no podían explicarnos sus principios científicos! Creo que ni ellos mismos los entendían. ¡Esos monstruos son los herederos decadentes de lo que en otro tiempo fue una raza pujante!
Yo, ensimismado en mis sombríos pensamientos, murmuré:
- Somos unos pobres crédulos a quienes un par de vivillos de Betelgeuse les vendieron el equivalente del billete premiado.
- O unos ingenuos nativos que vendieron su isla a un grupo de exploradores europeos, a cambio de un puñado de brillantes cuentas de cristal.
Pero, por suerte, Álvarez, los dos estábamos equivocados. Ni Trowson ni yo habíamos contado con Mainzer, con López ni con los demás. Tal como dijo Mainzer, si todo hubiera ocurrido unos pocos años antes, habríamos estado perdidos. Pero, poco antes de 1945, el hombre había entrado en la era atómica, y sabios como Mainzer y Vinthe habían realizado investigaciones nucleares en los días en que los elementos radiactivos abundaban en la Tierra. Además, contábamos con instrumentos como el ciclotrón y el batatrón. Y, si los amigos aquí presentes me perdonan la expresión, Álvarez, somos una raza joven y vigorosa.
Todo lo que hubo que hacer fueron las investigaciones correspondientes.
Contando con un gobierno mundial verdaderamente efectivo y con una población que no sólo se interesaba en el problema, sino que sabía ya trabajar unida, y con el apremiante incentivo que nos movía, el problema, como usted sabe, fue resuelto.
Obtuvimos radiactivos artificiales; pusimos nuevamente en funcionamiento los revitalizadores; conseguimos combustibles atómicos, y logramos realizar viajes espaciales. Lo hicimos todo en relativamente poco tiempo. Además, no nos interesaba una nave que llegase tan sólo a Marte o a la Luna. Queríamos una nave interestelar. Y la necesitábamos tanto que ya la tenemos.
Creo que eso es todo. Explíqueles la situación en la misma forma en que yo lo hice con usted, Álvarez, pero con todas las reverencias y las zalamerías que un brasileño, con doce años de experiencia comercial en Oriente, puede utilizar. Usted sabe cómo hacerlo; yo no soy capaz. Es el único lenguaje que entienden estas babosas decadentes, de modo que es la única manera de que nos entiendan. Y no olvide recordarles a esos viscosos caracoles que la provisión de minerales radiactivos que nos robaron no les durará eternamente.
Dígales luego que nosotros tenemos radiactivos artificiales y que ellos tienen algunas cosas que necesitamos y muchas cosas que queremos conocer.
En pocas palabras, Álvarez: dígales que hemos venido a cobrar el premio del billete que nos vendieron.

FIN


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