Llegó a ese pueblo perdido del norte. Tenía hambre, cansancio y abundante desesperación. Había fracasado en sus ambiciones de siempre, más que nada, por miedo.
Estaba solo -pensó- no pudo ni con las familia ni con las mujeres. No tenía a nadie. Los que más lo ayudaron habían muerto. El tiempo que arrasa con todo.
Hacía un calor infernal. Preguntó por una calle, una dirección y se dirigió al lugar de unos parientes que vendían cosas importadas, la mayoría de contrabando. Eran gente nerviosa que vivía a las puteadas. El dinero en el día, la vida por un billete, ver a la gente y no ver más que las cosas que hay que vender.
La humanidad no respiraba para esa gente, más allá de los beneficios que se podían sacar de ella.
Vivió la rutina. Todos los días igual. Y todos los días las puteadas por falta de ventas. Tan cerca de asesinar a alguien; así vivía alguna gente, apenas los días fueran malos, apenas, pudieran perder sus negocios por falta de ventas.
Vivió esas rutinas. Agachó la cabeza. El arte, la cultura, las ilusiones de ser «artista» de alguna manera, alguien que busca algo más al fondo de toda rutina, alguien que trata de perdurar en el tiempo, de vencer a la muerte. Todo se había perdido. Ahora solo era la vida por un billete, y soportar las puteadas de cierta gente sobre la gente:
- Ese que se vaya a la mierda...
- ¡Que hijo de puta...!
- Ojalá se vayan a la concha de su madre.
- ¡Si esa mierda no me paga, le rompo el culo, lo mato...!
Todo maldecido a los gritos. Todo hecho sobre pestes...
Para él no eran más que muertos que vivían sus muertes con disfraces de rabia y sobrevida.
Decidió huir de ellos. Dejo todo, y se instaló en una esquina y puso un tacho de metal frente a él, esperando piedad. Por lo menos, comprar un poco de pan todos los días. Su pelo se llenó de grasa y su cuerpo de olor. La ropa se le fue desgastando y ensuciando.
Aquellos que había dejado no lo podían entender. Vivir pendientes de los billetes y de sus rabias les parecía lo más normal del mundo. El pensaba que si esa era la normalidad, prefería ser un enfermo. Cuando había suficientes monedas en su tacho comía algo y sino, no.
Unos policías lo llevaron cierta tarde. Hicieron preguntas. El no quiso responder. Solo dijo:
- Es mi forma de exiliarme. Ya no espero nada.
Era solo un borracho en la cárcel, en medio de algunas putas. Esas fueron sus ultimas palabras antes de morir en una golpiza entre policías y delincuentes.
Para él, fue más o menos lo mismo.
Su espíritu sigue en esa esquina. Es un fantasma que espera otras vidas, otros nacimientos y otros destinos. A veces recuerda quien fue y cuando vivió. Ahora, muerto en la muerte, no le parece tan mal. Supone que entre su desgracia y pesar, pese a todo, fue feliz. O por lo menos, consiguió lo que se propuso: Nada más que huir.
Lo consiguió, un poco involuntariamente, pero lo consiguió.
En la esquina donde habita ese fantasma, a veces las hojas caen o los árboles silban o las gotas de lluvia parecen cantar entre chasquidos, o la luz del sol resplandece en varios reflejos y sombras...
Nadie sabe que es ese fantasma, quien a veces ríe y a veces llora. Y si sigue presente en ese esquina, si dejó sus recuerdos, fue solo porque no se traicionó a si mismo. Porque fue consecuente hasta el final. Los dioses le dieron un consuelo: Una muerte con su espíritu vivo en ese sitio.
Alguna vez alguien lo vería, y su vida y su muerte serían reflejadas casi sin que él mismo se dé cuenta, en alguna obra de arte que lo representaría a lo largo de los siglos. Ese momento no ha llegado aún. Eso es todo. Pero llegará...
Unas hojas bailan entre las sombras. Unas gotas de agua hacen como chasquidos en la vereda de esa esquina...
Nadie sabe que es la risa de un fantasma.
FIN