A quien no haya viajado a caballo por perdidos caminos vecinales, no tiene sentido que le cuente nada de esto: de todas formas no lo entendería. Y a quien ha viajado, prefiero no recordarle nada.
Seré breve: mi cochero y yo recorrimos las cuarenta verstas que separan la ciudad de Grachovka del hospital de Múrievo exactamente en un día. Incluso con una curiosa exactitud: a las dos de la tarde del 16 de septiembre de 1917 estábamos junto al último almacén que se encuentra en el límite de la magnífica ciudad de Grachovka; a las dos y cinco de la tarde del 17 de septiembre de ese mismo e inolvidable año de 1917, me encontraba de pie sobre la hierba aplastada, moribunda y reblandecida por las lluvias de septiembre, en el patio del hospital de Múrievo. Mi aspecto era el siguiente: las piernas se me habían entumecido hasta tal punto que allí mismo, en el patio, repasaba confusamente en mi pensamiento las páginas de los manuales intentando con torpeza recordar si en realidad existía —o lo había soñado la noche anterior, en la aldea Grabílovka— una enfermedad por la cual se entumecen los músculos de una persona. ¿Cómo se llama esa maldita enfermedad en latín? Cada músculo me producía un dolor insoportable que me recordaba el dolor de muelas. De los dedos de los pies ni siquiera vale la pena hablar: ya no se movían dentro de las botas, yacían apaciblemente, parecidos a muñones de madera. Reconozco que en un ataque de cobardía maldije mentalmente la medicina y la solicitud de ingreso que había presentado, cinco años atrás, al rector de la universidad. Mientras tanto, la lluvia caía como a través de un cedazo. Mi abrigo se había hinchado como una esponja. Con los dedos de la mano derecha trataba inútilmente de coger el asa de la maleta, hasta que desistí y escupí sobre la hierba mojada. Mis dedos no podían sujetar nada y de nuevo yo, saturado de todo tipo de conocimientos obtenidos en interesantes libros de medicina, recordé otra enfermedad: la parálisis.
«Parálisis», no sé por qué me dije mentalmente y con desesperación.
—Hay que... —dije en voz alta con labios azulados y rígidos—, hay que acostumbrarse a viajar por estos caminos.
Al mismo tiempo, por alguna razón miré con enfado al cochero, aunque él en realidad no era el culpable del estado del camino.
—Eh..., camarada doctor —respondió el cochero, también moviendo a duras penas los labios bajo sus rubios bigotillos—, hace quince años que viajo y todavía no he podido acostumbrarme.
Me estremecí, miré melancólicamente la descascarada casa de dos pisos, las paredes de madera rústica de la casita del enfermero, y mi futura residencia, una casa de dos pisos muy limpia, con misteriosas ventanas en forma de ataúd. Suspiré largamente. En ese momento, en lugar de las palabras latinas, atravesó mi mente una dulce frase que, en mi cerebro embrutecido por el traqueteo y el frío, cantaba un grueso tenor de muslos azulados:
...Te saludo... refugio sagrado...
Adiós, adiós por mucho tiempo al rojizo-dorado teatro Bolshói, a Moscú, a los escaparates..., ay, adiós.
«La próxima vez me pondré la pelliza... —pensaba yo con enojo y desesperación, mientras trataba de arrancar la maleta sujetándola por las correas con mis dedos rígidos—, yo... aunque la próxima vez ya será octubre... y entonces ni dos pellizas serán suficiente. Y antes de un mes no iré, no, no iré a Grachovka... Pensadlo vosotros mismos... ¡fue necesario pernoctar por el camino! Habíamos recorrido veinte verstas y ya nos encontrábamos en una oscuridad sepulcral..., la noche..., tuvimos que pasar la noche en Grabílovka..., el maestro de la escuela nos dio hospedaje... Y hoy por la mañana nos pusimos en camino a las siete... Y el coche viaja..., por todos los santos..., más lento que un peatón. Una rueda se mete en un hoyo y la otra se levanta en el aire; la maleta te cae en los pies... luego en un costado y más tarde en el otro; luego, te vas de narices y un momento después te golpeas en la nuca. Y la lluvia cae y cae, y no cesa de caer, y los huesos se entumecen. ¡¿Acaso me habría podido imaginar que a mediados de un gris y acre mes de septiembre alguien puede congelarse en el campo como en el más crudo invierno?! Pues resulta que sí. Y en su larga agonía no ve más que lo mismo, siempre lo mismo. A la derecha un campo encorvado y roído, a la izquierda un marchito claro, y junto a él, cinco o seis isbas grises y viejas. Parecería que en ellas no hay ni un alma viviente. Silencio, sólo silencio alrededor...»
La maleta cedió por fin. El cochero se acostó con la barriga sobre ella y la arrojó directamente hacia mí. Yo quise sujetarla de la correa pero mi mano se negó a trabajar, y entonces mi hinchada y hastiada compañera —llena de libros y de toda clase de trapos— cayó directamente sobre la hierba, golpeándome fuertemente las piernas.
—Oh, Dios... —comenzó a decir el cochero asustado, pero yo no le recriminé: mis piernas no me servían para nada.
—¡Eh! ¿Hay alguien ahí? ¡Eh! —gritó el cochero, y agitó los brazos como un gallo que agita las alas—. ¡Eh, he traído al doctor!
En ese momento, en las oscuras ventanas de la casa del enfermero aparecieron unos rostros y se pegaron a ellas; se oyó el ruido de una puerta y vi cómo, cojeando por la hierba, se dirigía hacia mí un hombre con un abrigo roto y unas botas pequeñas. El hombre se quitó la gorra respetuosa y apresuradamente, llegó hasta unos dos pasos de donde yo me encontraba, por alguna razón sonrió con recato, y me saludó con voz ronca:
—Buenos días, camarada doctor.
—¿Quién es usted? —pregunté yo.
—Soy Egórich —se presentó el hombre—, el guardián de este lugar. Le hemos estado esperando y esperando...
Al instante cogió la maleta, se la echó al hombro y se la llevó. Yo le seguí cojeando, tratando inútilmente de meter la mano en el bolsillo de los pantalones para sacar la cartera.
El ser humano necesita en realidad muy poco. Pero ante todo le hace falta el fuego. Al ponerme en camino hacia el lejano Múrievo, cuando aún me encontraba en Moscú, me había dado a mí mismo la palabra de comportarme como una persona respetable. Mi aspecto juvenil me había envenenado la vida en un comienzo. Cuando me presentaba ante alguien, invariablemente debía decir:
—Soy el doctor tal.
Y todos, ineludiblemente, arqueaban las cejas y preguntaban:
—¿De verdad? Hubiera creído que era usted un estudiante todavía.
—No, ya he terminado la carrera —respondía con aire hosco, y pensaba: «Lo que necesito es un par de gafas.» Pero no tenía para qué usar gafas, ya que mis ojos estaban sanos y su claridad aún no había sido enturbiada por la experiencia de la vida. Al no tener la posibilidad de defenderme de las eternas sonrisas condescendientes y cariñosas con ayuda de unas gafas, traté de desarrollar unos hábitos especiales, que inspiraran respeto. Procuraba hablar pausadamente y con autoridad, intentaba controlar los movimientos bruscos, trataba de no correr —como corren los estudiantes de veintitrés años que apenas han terminado la universidad—, sino de caminar. Transcurridos muchos años, ahora comprendo que todo eso se me daba, en realidad, bastante mal.
En ese momento había infringido mi tácita norma de conducta. Estaba sentado, hecho un ovillo y en calcetines, y no en el gabinete sino en la cocina, y, como un adorador del fuego, me acercaba con entusiasmo y apasionamiento a los troncos de abedul que ardían en la estufa. A mi izquierda había un cubo puesto al revés; sobre él estaban mis botas y junto a ellas un gallo pelado y con el cuello ensangrentado. Junto al gallo estaban, formando un montoncito, sus plumas de diversos colores. Pero el caso es que, aun en ese estado de entumecimiento, había tenido tiempo de realizar una serie de cosas que exigía la vida misma. A Axinia, una mujer de nariz puntiaguda, esposa de Egórich, la había confirmado en su puesto de cocinera. Y, como consecuencia, a manos de Axinia pereció un gallo. ¡Y debía comérmelo yo! Ya había conocido a todo el personal. El enfermero se llamaba Demián Lukich, las comadronas, Pelagueia Ivánovna y Ana Nikoláievna. También había tenido tiempo de recorrer el hospital y, con la más absoluta claridad, me había convencido de que su instrumental era abundantísimo. Al mismo tiempo, y con la misma claridad, tuve que reconocer (para mi, por supuesto) que el uso de muchos de aquellos instrumentos que brillaban virginalmente me era por completo desconocido. No sólo no los había tenido nunca en mis manos sino que, hablando con franqueza, ni siquiera los había visto.
—Hmm... —murmuré con aire de gran importancia—, tienen ustedes un instrumental magnífico. Hmm...
—Por supuesto —anotó dulcemente Demián Lukich—, es el resultado de los esfuerzos de su antecesor, Leopold Leopóldovich. El operaba de la mañana a la noche.
Sentí un sudor frío en la frente y miré con tristeza los pequeños armarios que brillaban como espejos.
Después recorrimos las salas vacías y me convencí de que en ellas podrían caber con facilidad hasta cuarenta enfermos.
—Leopold Leopóldovich tenía a veces hasta cincuenta enfermos internados en el hospital —me consoló Demián Lukich, mientras Ana Nikoláievna, una mujer que tenía una corona de cabellos grises, dijo:
—Usted, doctor, tiene un aspecto tan joven, tan joven... En verdad es asombroso. Parece usted un estudiante.
«¡Diablos —pensé yo—, como si se hubieran puesto de acuerdo, palabra de honor!»
Y murmuré entre dientes, con sequedad:
—Hmm... no, yo... es decir yo... sí, tengo un aspecto muy joven...
Luego bajamos a la farmacia, y de inmediato vi que en ella no faltaba absolutamente nada. En las dos habitaciones —un tanto oscuras— olía fuertemente a hierbas y en las estanterías se encontraba todo lo que se podía desear. Incluso había medicamentos extranjeros de patente, y quizá no haga falta añadir que jamás había oído hablar de ellos.
—Los encargó Leopold Leopóldovich —me informó orgullosamente Pelagueia Ivánovna.
«Ese Leopold Leopóldovich era de verdad un genio», pensé, y sentí un enorme respeto hacia el misterioso Leopold, que había abandonado el hospital de Múrievo.
El hombre, además del fuego, necesita poder habituarse. Me había comido el gallo hacía mucho tiempo. Egórich había rellenado para mí el jergón de paja y lo había cubierto con sábanas. Una lámpara ardía en el gabinete de mi residencia. Estaba sentado y, como encantado, miraba el tercer logro del legendario Leopold: la estantería estaba llena de libros. Conté rápidamente unos treinta tomos sólo de manuales de cirugía, en ruso y en alemán. ¡Y cuántos tratados de terapia! ¡Maravillosos atlas encuadernados en piel!
Se acercaba la noche y yo comenzaba a acostumbrarme.
«No tengo la culpa de nada —pensaba de manera insistente y atormentadora—; tengo un diploma con quince sobresalientes. Yo les había advertido en la ciudad que quería venir como segundo médico. Pero no. Ellos sonrieron y dijeron: "Ya se acostumbrará." Vaya con el "ya se acostumbrará". ¿Y si alguien llega con una hernia? Decidme. ¿Cómo me voy a acostumbrar a ella? Pero, sobre todo, ¿cómo va a sentirse el herniado en mis manos? Se acostumbrará, sí, pero en el otro mundo (en ese momento una sensación de frío me recorrió la columna vertebral)...
»¿Y un caso de peritonitis? ¡Ja! ¿Y la difteria que suelen padecer los niños campesinos? Pero... ¿cuándo es necesario practicar una traqueotomía? Tampoco me irá muy bien sin la traqueotomía... ¿Y... y... los partos? ¡Había olvidado los partos! ¡Las posiciones incorrectas! ¿Qué voy a hacer? ¡Ah, qué persona tan irresponsable soy! Nunca debí haber aceptado este distrito. No debí haberlo aceptado. Se hubieran podido conseguir a algún Leopold.»
En medio de la tristeza y el crepúsculo, me puse a caminar por el gabinete. Cuando llegué a la altura de la lámpara vi cómo, en medio de la ilimitada oscuridad de los campos, aparecía en la ventana mi pálido rostro junto a las lucecitas de la lámpara.
«Me parezco al falso Dimitri», pensé de pronto tontamente, y volví a sentarme al escritorio.
Durante dos horas de soledad me martiricé, y lo hice hasta tal punto que mis nervios ya no podían soportar los miedos que yo mismo había creado. Entonces comencé a tranquilizarme e incluso a hacer algunos planes.
Bien... Dicen que ahora hay pocos pacientes. En las aldeas están agramando el lino, los caminos son impracticables... «Justamente por eso te traerán un caso de hernia —retumbó una voz severa en mi cerebro—, porque alguien que tiene un resfriado (o cualquier enfermedad sencilla) no vendrá por estos caminos, pero a alguien con una hernia le traerán, ¡puedes estar tranquilo, querido colega!»
La observación no era nada tonta, ¿no es verdad? Me estremecí.
«Calla —le dije a la voz—, no necesariamente tiene que ser una hernia. ¿Qué neurastenia es ésta? Si ya estás aquí... ¡adelante!»
«Si ya estás aquí...», repitió mordazmente la voz.
Bien... no me separaré del manual... Si hay que recetar algo, puedo pensarlo mientras me lavo las manos. Tendré el manual siempre abierto dentro del libro en el que llevaré el registro de los pacientes. Daré recetas útiles, pero sencillas. Por ejemplo: 0,5 de salicilato de sodio, tres veces al día...
«¡Podrías recetar bicarbonato!», respondió, burlándose abiertamente de mí, mi interlocutor interno.
¿Qué tiene que ver aquí el bicarbonato? También podré recetar ipecacuana, en infusión a 180. O a 200.
E inmediatamente, aunque en mi soledad junto a la lámpara nadie me pidiera ipecacuana, pasé temeroso las hojas del vademécum, comprobé lo de la ipecacuana y al mismo tiempo leí que existe en el mundo una tal insipina, que no es otra cosa que el «sulfato de quinina»... ¡Pero sin el sabor de la quinina! ¿Cómo recetarlo? ¿Qué es, polvo? ¡Que el diablo se los lleve!
«Estoy de acuerdo con la insipina... pero ¿qué ocurrirá con la hernia?», seguía importunándome con tenacidad el miedo en forma de voz.
«Meteré al paciente en la bañera —me defendía furiosamente—, le meteré en la bañera y trataré de ponerla en su lugar.»
«¡Una hernia estrangulada, ángel mío! ¡De qué te servirá entonces la bañera! Estrangulada —cantaba con voz demoníaca el miedo—. Habrá que operar...»
En ese momento me rendí y por poco me echo a llorar. Elevé una plegaria a las tinieblas del exterior: cualquier cosa pero no una hernia estrangulada.
Y el cansancio entonaba:
«Acuéstate a dormir, desdichado esculapio. Descansa y por la mañana ya se verá qué hacer. Tranquilízate, joven neurasténico. Observa: la oscuridad del exterior está tranquila, los campos congelados duermen, no hay ninguna hernia. Por la mañana se verá. Te acostumbrarás... Duerme... Deja el atlas... De todas formas ahora no entiendes nada. Un anillo de hernia...»
Ni siquiera me di cuenta de cómo irrumpió en la habitación. Recuerdo que la barra de la puerta resonó. Axinia gritó algo y fuera se oyó el chirrido de una carreta.
El hombre no llevaba gorra y tenía abierto el abrigo, la barba enredada y una expresión de locura en sus ojos.
Se santiguó, se arrodilló y golpeó el suelo con la frente. En mi honor.
«Estoy perdido», pensé tristemente.
—¡Qué hace usted, qué hace, pero qué está haciendo! —exclamé, y traté de levantarle cogiéndole de la manga gris.
Su rostro se contrajo y como respuesta, atragantándose, comenzó a pronunciar atropelladamente palabras entrecortadas:
—Señor doctor..., señor..., es la única, la única..., ¡es la única! —gritó de pronto, con una sonoridad juvenil en la voz que hizo vibrar la pantalla de la lámpara—. ¡Ah, Dios!.. ¡Ah!.. —En medio de su tristeza se retorció las manos y nuevamente golpeó los tablones del suelo con la frente, como si quisiera romperlo—. ¿Por qué? ¿Por qué este castigo?... ¿En qué hemos ofendido a Dios?
—¿Qué...? ¿Qué ha ocurrido? —grité yo, sintiendo que mi rostro se enfriaba.
El hombre se puso de pie, se agitó y murmuró:
—Señor doctor... lo que usted quiera... le daré dinero... Pida el dinero que quiera. El que quiera. Le proveeremos de alimentos... Pero que no muera. Que no muera. Aunque esté inválida, no importa. ¡No importa! —gritó hacia el techo—. Tengo suficiente para alimentarla, me basta.
El pálido rostro de Axinia se enmarcaba en el cuadrado negro de la puerta. La tristeza envolvía mi corazón.
—¿Qué...? ¿Qué ha ocurrido? ¡Hable! —grité dolorosamente.
El hombre se calmó y en un susurro, como si fuera un secreto, con ojos insondables me dijo:
—Cayó en la agramadera...
—En la agramadera... ¿En la agramadera? —pregunté de nuevo—. ¿Qué es eso?
—El lino, agramaban el lino..., señor doctor... —me aclaró Axinia en voz muy baja—, la agramadera..., el lino se agrama...
«Aquí está el comienzo. Aquí está. ¡Oh, por qué habré venido!», pensé horrorizado.
—¿Quién?
—Mi hijita —contestó él en un susurro, y luego gritó—: ¡Ayúdela! —De nuevo se arrodilló y sus cabellos cortados en redondo le cayeron sobre los ojos.
* * *
La lámpara de petróleo, con una torcida pantalla de hojalata, ardía intensamente con sus dos quemadores. La vi en la mesa de operaciones, sobre un hule blanco de fresco olor, y la hernia palideció en mi memoria.
Los cabellos rubios, de un tinte algo rojizo, colgaban de la mesa secos y apelotonados. La trenza era gigantesca, y su extremo tocaba el suelo.
La falda de percal estaba desgarrada y había en ella sangre de distintos colores: una mancha parda, otra espesa, escarlata. La luz de la lámpara de petróleo me parecía amarilla y viva; su rostro parecía de papel, blanco, con la nariz afilada.
En su pálido rostro se apagaba, inmóvil como si fuera de yeso, una belleza poco común. No siempre, no, no es frecuente encontrar un rostro como aquél.
En la sala de operaciones, durante unos diez segundos, hubo un silencio total, pero detrás de las puertas cerradas se oía cómo alguien gritaba con voz sorda y golpeaba, golpeaba repetidamente con la cabeza.
«Se ha vuelto loco —pensé—, y las enfermeras deben estarle dando alguna medicina... ¿Por qué es tan hermosa? Aunque... también él tiene facciones muy correctas... Se ve que la madre fue hermosa... Es viudo...»
—¿Es viudo? —susurré maquinalmente.
—Viudo —contestó en voz baja Pelagueia Ivánovna.
En ese momento Demián Lukich, con un movimiento brusco y casi rabioso, rompió la falda de abajo hacia arriba dejando descubierta a la muchacha. Lo que vi entonces superó todo lo que esperaba: la pierna izquierda prácticamente no existía. A partir de la rodilla fracturada, la pierna no era más que un amasijo sanguinolento: rojos músculos aplastados y blancos huesos triturados que sobresalían en todas direcciones. La pierna derecha estaba rota entre la rodilla y el pie de tal suerte que los extremos de los huesos habían desgarrado la piel y se asomaban. Como consecuencia la planta del pie yacía inerte, como algo independiente, apoyada sobre un costado.
—Sí —dijo en voz muy baja el enfermero, y no añadió nada más.
En ese momento salí de mi inmovilidad y tomé el pulso de la muchacha. No lo sentí en su muñeca helada. Sólo después de unos cuantos segundos logré encontrar una onda poco frecuente y apenas perceptible. Pasó... sobrevino una pausa durante la cual tuve tiempo de mirar las azuladas aletas de su nariz y sus labios blancos... Quise decir: es el fin... pero por fortuna me contuve... La onda pasó nuevamente como un hilillo.
«Así se apaga una persona despedazada —pensé—, aquí no hay nada que hacer...»
Pero de pronto dije con severidad, sin reconocer mi propia voz:
—Alcanfor.
Ana Nikoláievna se inclinó hacia mi oreja y susurró:
—¿Para qué, doctor? No la martirice. ¿Para qué pincharla? Pronto morirá... No podrá salvarla.
La miré con rabia y un aire sombrío y dije:
—Le he pedido alcanfor...
Entonces Ana Nikoláievna, con el rostro enrojecido por la ofensa, se lanzó de inmediato hacia la mesa y rompió una ampolla.
El enfermero, por lo visto, tampoco aprobaba el alcanfor. Sin embargo tomó la jeringuilla rápida y hábilmente, y el aceite amarillo penetró bajo la piel del hombro.
«Muere. Muere pronto —pensé—, muere. De lo contrario, ¿qué haré contigo?»
—Morirá de un momento a otro —susurró el enfermero, como si hubiera adivinado mi pensamiento. Miró de reojo la sábana, pero por lo visto cambió de opinión: le dolía mancharla de sangre. Sin embargo, unos segundos más tarde hubo que cubrir a la muchacha. Yacía como un cadáver, pero no había muerto. De pronto se hizo la claridad en mi cabeza, como si me encontrara bajo el techo de cristal de nuestro lejano anfiteatro de anatomía.
—Más alcanfor —dije con voz ronca.
Una vez más el enfermero, obedientemente, inyectó el aceite.
«¿Será posible que no muera...? —pensé con desesperación—. ¿Tendré acaso que...?»
Todo se aclaraba en mi cerebro y de pronto, sin ningún manual, ni consejos, ni ayuda, comprendí —la convicción de que había comprendido era férrea— que, por primera vez en mi vida, tendría que realizar una amputación a una persona moribunda. Y esa persona moriría durante la operación. ¡Sin duda moriría durante la operación! ¡Casi no le quedaba sangre! A lo largo de diez verstas la había perdido toda por las piernas destrozadas. Yo no sabía siquiera si ella sentía algo en ese momento, si nos oía. Ella callaba. Ah, ¿por qué no moría? ¿Qué me diría su padre enloquecido?
—Prepare todo para una amputación —dije al enfermero con voz ajena.
La comadrona me lanzó una mirada salvaje, pero en los ojos del enfermero apareció una chispa de simpatía; éste comenzó a ocuparse del instrumental. El reverbero rugió entre sus manos...
Pasó un cuarto de hora. Yo, con terror supersticioso, levantaba un párpado de la muchacha y observaba su ojo apagado. No comprendía nada... ¿Cómo puede vivir un semicadáver? Las gotas de sudor corrían irrefrenables por mi frente, bajo el gorro blanco; Pelagueia Ivánovna me secaba con gasa el sudor salado. En la poca sangre que aún quedaba en las venas de la muchacha, ahora nadaba también la cafeína. ¿Habría que inyectarla otra vez o no? Ana Nikoláievna acariciaba suavemente los montículos que se habían formado en las caderas de la muchacha como consecuencia del suero fisiológico. Seguía con vida.
Tomé el bisturí tratando de imitar (una vez en mi vida, en la universidad, había visto una amputación) a alguien... Ahora le rogaba al destino que la joven no muriera en los siguientes treinta minutos... «Que muera en la sala, cuando yo haya terminado la operación...»
En mi favor trabajaba sólo mi sentido común, aguijoneado por lo inusitado de la situación. Hábilmente, de forma circular, como un carnicero experto, corté con un afilado bisturí la cadera; la piel se separó sin que saliera una sola gota de sangre. «Si las arterias comienzan a sangrar, ¿qué voy a hacer?», pensé, y como un lobo miré de reojo la montaña de pinzas de torsión. Corté un enorme pedazo de carne femenina y una de las arterias —con forma de tubito blancuzco—, pero de ella no salió ni una gota de sangre. La cerré con una pinza y continué. Coloqué esas pinzas de torsión en todos los lugares donde suponía que debía haber arterias... «Arteria... arteria... Diablos, ¿cómo se llama?...» La sala de operaciones parecía un hospital. Las pinzas de torsión colgaban en racimos. Con ayuda de la gasa las levantaron, y yo comencé, con una sierra de dientes pequeños, a aserrar el redondo hueso.
«¿Por qué no muere?... Es sorprendente... ¡Oh, cuánta vitalidad tiene el ser humano!»
El hueso se desprendió. En las manos de Demián Lukich quedó lo que había sido una pierna de muchacha. Jirones, carne, huesos! Pusimos todo eso a un lado. Sobre la mesa de operaciones yacía una muchacha que parecía haber sido recortada en un tercio, con un muñón extendido hacia un lado. «Un poco, un poco más... No mueras ahora —pensaba yo con ardor—, espera hasta llegar a la habitación, permíteme salir con éxito de este terrible suceso de mi vida.»
Luego la cosimos con puntadas grandes; luego, haciendo chasquear las pinzas, comencé a coser la piel con puntadas pequeñas... pero me detuve iluminado, comprendí... había que dejar un pequeño agujero para que la herida drenara... Coloqué un tapón de gasa... El sudor me cubría los ojos y tenía la impresión de encontrarme en un baño de vapor...
Suspiré. Miré pesadamente el muñón y aquel rostro del color de la cera. Pregunté:
—¿Está viva?
—Está viva... —respondieron al unísono, como un eco sin sonido, Ana Nikoláievna y el enfermero.
—Vivirá unos segundos más —me dijo al oído el enfermero, sin voz, hablando únicamente con los labios. Luego titubeó y me aconsejó con delicadeza—: Quizá no deberíamos tocar la otra pierna, doctor. Podríamos envolvérsela con gasa... de lo contrario no llegará a la habitación... ¿Eh? Es mejor que no muera en la sala de operaciones.
—Déme yeso —respondí con voz ronca, empujado por una fuerza desconocida.
El suelo estaba lleno de manchas blancas, todos estábamos cubiertos de sudor. El semicadáver yacía inmóvil. La pierna derecha estaba enyesada y en el lugar de la fractura brillaba la ventanilla que yo había dejado en un momento de inspiración.
—Vive... —dijo asombrado y con voz ronca el enfermero.
Luego comenzamos a levantarla y bajo la sábana se veía una gigantesca hendidura: habíamos dejado una tercera parte de su cuerpo en la sala de operaciones.
Se agitaron unas sombras en el corredor, las enfermeras iban y venían; vi cómo, pegada a la pared, se movía subrepticiamente una desarreglada figura masculina y lanzaba un gemido. Pero se lo llevaron de allí. Todo quedó en silencio.
En la sala de operaciones me lavé las manos, ensangrentadas hasta el codo.
—Usted, doctor, ¿ha hecho muchas amputaciones? —preguntó de pronto Ana Nikoláievna—. Muy, muy bien... Tan bien como Leopold...
En sus labios, la palabra Leopold invariablemente sonaba como doyen.
Miré los rostros de reojo. En todos —también en el de Demián Lukich y en el Pelagueia Ivánovna— noté respeto y asombro.
—Hmm... yo... Lo he hecho sólo dos veces...
¿Por qué mentí? Ahora no lo entiendo.
El hospital quedó en silencio. Absoluto.
—Cuando muera, envíen a alguien a buscarme —ordené a media voz al enfermero; y éste, por alguna razón, en lugar de «Está bien» contestó respetuosamente:
—A sus órdenes...
Unos minutos más tarde me encontraba junto a la lámpara verde en el gabinete del apartamento del médico. La casa estaba en silencio.
Un rostro pálido se reflejaba en un cristal profundamente negro.
«No, no me parezco al falso Dimitri; yo... en cierta forma he envejecido... Tengo una arruga en el entrecejo... No tardarán en llamar... Me dirán: "Ha muerto..."
»Sí, iré y la veré por última vez... Dentro de poco llamarán...»
* * *
Llamaron a la puerta. Pero fue dos meses y medio más tarde. A través de la ventana brillaba uno de los primeros días de invierno.
Entró él y sólo en ese momento pude observarle con detenimiento. Sí, sus facciones eran en verdad correctas. Tenía unos cuarenta y cinco años. Sus ojos brillaban.
Luego un rumor... Saltando con ayuda de dos muletas, entró una muchacha de encantadora belleza; tenía una sola pierna y llevaba una falda muy amplia, con un borde rojo cosido en la parte inferior.
La muchacha me miró y sus mejillas se cubrieron de un tinte rojizo.
—En Moscú... en Moscú... —Me puse a escribir una dirección—. Allí en Moscú le harán una prótesis, una pierna artificial.
—Bésale la mano —dijo inesperadamente el padre.
Yo me sentí hasta tal punto confundido que en lugar de los labios le besé la nariz.
Entonces ella, apoyada en las muletas, desenrolló un paquetito de donde salió una larga toalla, blanca como la nieve, con un sencillo gallo rojo bordado. ¡Así que eso era lo que escondía bajo la almohada cada vez que la visitaba! Recordé que había visto hilos sobre su mesita.
—No lo aceptaré —dije severamente, e incluso moví la cabeza. Pero su rostro y sus ojos adoptaron tal expresión que la acepté.
Durante muchos años esa toalla estuvo colgada en mi dormitorio en Múrievo; luego viajó conmigo. Finalmente envejeció, se borró, se llenó de agujeros y, por fin, desapareció, como se borran y desaparecen los recuerdos.