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CUENTOS ALECCIONADORES
CUENTO LA EXTAñA CAMADA DE PERROS... (por R Benito vidal)
"La extaña camada de perros que a los hombres dividió y dió vida a los cielos"

Estas historias surgieron cuando todas las cosas increíbles podían pasar.(Palabras de un narrador iglulik)

Pero éstas son cosas difíciles de entender; es difícil hablar de ellas, todo eso acerca de dónde empezó algo, de dónde vinieron los primeros hombres. Es suficiente para nosotros ver que ellos están aquí y que nosotros estamos aquí.
(Nalungiaqu. Netsilik)

Todos los sucesos que se van a contar ocurrieron cuando el mundo era aún original, no había diferencia entre los hombres y los animales, se podían convertir los unos en los otros y viceversa; en aquellos tiempos en los que todos hablaban un mismo lenguaje e igualmente todos vivían del mismo modo. Corrían las épocas en las que las casas volaban por los aires, los bosques crecían en el fondo del mar, lo que explicaba los maderos que flotaban en las playas; era un mundo donde la nieve quemaba, las herramientas y las armas realizaban su trabajo por su propia cuenta y las casas, como se ha dicho, volaban por los cielos. Eran los tiempos en los que en la Tierra no había luz, en los que Zorro se oponía a que la hubiese porque la oscuridad favorecía sus artes para robar alevosamente la reserva de comida de los cazadores. La misma época en que tanto Liebre como Cuervo abogaban a grandes gritos para que se hiciera la luz resplandeciente con la que a la primera se le facilitaría su labor de buscar alimentos para sobrevivir, y con la cual el segundo, discutiendo con Zorro sobre la conveniencia de la misma, vencería con su cua, cua —que significaba luz o aurora— atrayendo la luz del día a la humanidad.
Fue en aquellos remotísimos tiempos, albores del Mundo Medio, en el cual las cosas no estaban aún demasiado definidas, cuando vivió en una de las rudimentarias aldeas de la tribu Inuit Caribú un hombre que estaba muy enojado y molesto porque tenía una hija que le era rebelde a sus propios deseos, que él consideraba primordiales. Sin duda eran fundamentales porque en los albores de la humanidad se pensaba con noble acierto que el mundo debía poblarse lo más rápidamente posible.
Decía el hombre a la hija insumisa con voz dura e imperativa:
—Has de tomar marido.
La muchacha hacía oídos sordos a la petición de su padre, contestándole:
—Es pronto, todavía no ha llegado la hora.
Pero el padre, nervioso, inquieto, desolado y furibundo ante la pasividad de la mujer, le preguntó con voz ronca:
—¿Pero qué es lo que te pasa, muchacha?
—El mundo es aún muy árido y no deseo traer a la vida a seres desgraciados —contestaba la hija. Y tras una pausa añadía gazmoñamente—: Además no quiero conocer macho alguno.
El padre suplicaba:
—La aldea está vacía. Las manos nuestras no son suficientes para el gran trabajo que tenemos ante nuestros ojos, el mínimo que hemos de hacer para poder sobrevivir.
La hija se excusaba:
—Somos pocos y poco necesitamos —y añadía picaramente, con el cuerpo lleno de desidia y ocio—: Las herramientas, el hacha, los cayados obran por sí mismos. ¿Por qué tenemos que complicar nuestras vidas...?
Las furiosas y graves palabras del progenitor cortaron sus indolentes argumentos:
—El mundo ha de progresar. Lo hemos recibido así para que lo hagamos grande para nuestros sucesores...
La muchacha dio la espalda al padre y marchó apáticamente hacía la cabaña.
La cólera y el furor del agraviado padre encendieron su pecho. En un arranque propio y merecido gritó a la hija que se iba:
—¡ Yo sabré, hija desagradecida, rebelde y maldita, hacerte obedecer y cumplir con mis más nobles deseos! ¡Lo juro por los dioses del Mundo Superior que nos han puesto a vivir en la Tierra!
Efectivamente, durante una noche en que la Luna se escondía tras el más elevado risco de la cordillera que resguardaba a la aldea de los vientos del Norte, fue en busca de Perro, que tenía su guarida en la falda de la montaña, más allá del bosque de acacias, olmos y sicómoros. Ante su puerta le llamó a grandes gritos; cuando el aludido acudió ante él, el hombre le dijo:
—Necesito tu ayuda.
Perro repuso con el único lenguaje que hablaban todos, hombres y animales, en aquel Mundo Medio tan primitivo:
—No eres mi amigo. Siempre te has apartado de mí. En un gran apuro debes estar cuando recurres a mí.
El hombre bajó los ojos, pateó la tierra con la punta de sus mocasines en señal de estar avergonzado por ello y dijo sin mirar a su interlocutor a los ojos:
—Efectivamente, estoy en un gran apuro.
—Yo, como no soy como tú sino más noble —respondió Perro con afecto—, te voy a ayudar en aquello que tú me pidas.
El hombre quedó intrigado y preguntó:
—¿Por qué?
Perro repuso:
—Porque quiero ser amigo de todos los seres de la Tierra. Y sobre todo de ti, del hombre.
—Te lo agradezco.
Perro preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Mi hija no quiere tomar marido —aclaró hombre. Y luego como en un lamento añadió—: Mi aldea esta vacía. El mundo también. Mi misión en la tierra es llenarla...
—... ¿de hombres?
—Y también de cachorros.
Perro preguntó:
—¿Y yo cómo puedo contribuir?
El padre dijo duramente:
—Acércate a mi cabaña y emparéjate con mi hija...
—Ella me rechazará como lo hace con cualquier hombre que le presentas como marido. Ella huirá de mí como perro-hombre que soy —contestó el can con forma de hombre cuyas artes solicitaba el hombre.
El padre sentenció:
—Entonces la fuerzas y la dejas preñada.
—¿Cómo lo haré?
El padre le explicó:
—Toma tu forma de perro, salta por la ventana a su alcoba, salta sobre mi hija y la fuerzas con todo tu ímpetu.
Perro quedó pensativo, dubitativo:
—¿Y qué ganó con ello?
El padre explotó:
—El contribuir al nacimiento de una especie que será la que gobierne la Tierra, nuestro arcaico Mundo Medio.
Perro aceptó. Los dos individuos quedaron de acuerdo.
Efectivamente, llegó la noche y, como tenían convenido, Perro asaltó a la muchacha y la forzó hasta el hastío, con lo cual la hija del hombre quedó embarazada. El padre ladinamente reprochó a la hija su estado y exigió que le dijera quién lo había hecho. La muchacha, llorando desconsoladamente, narró al hombre toda la hazaña de Perro. Entonces el padre, como tenía convenido, hizo venir hasta su casa al injuriador y le obligó a casarse con su hija. Una vez realizada la ceremonia, él convirtió al marido en solo un perro. Mandóles a él y a su esposa a una isla lejana.
Allí la mujer dio a luz una carnada de cachorros.
La insidiosa madre hizo desaparecer de su lado a Perro, que quizá regresó a su guarida o se convirtió en el can doméstico de su propio suegro. El caso es que la mujer se apoderó en exclusiva de su propia camada de perros y con ella comenzó a maquinar un plan de venganza contra su padre y contra todos los pobladores de aquella tierra tan esquilmada, áspera y primitiva, en mor de la cual había tenido que sufrir en sus carnes tal afrenta.
Cuando el plan ya estaba pensado y pergeñado dentro de su caletre, la rebelde y vengativa mujer reunió a su alrededor a sus hijos. Tras mandarles callar en sus alborotos de cachorros, les comunicó la siguiente orden autoritaria y casi espartana, pero sobre todo incomprensible:
—Id hasta el gran canal que une la tierra de mi infancia con esta isla y arrojaos en medio de sus aguas.
—Las que lo llenan están heladas y repletas de témpanos.
—Con sus agudas puntas pueden herirnos...
—... y matarnos.
La mujer, ferozmente, les ordenó:
—¡Obedeced a vuestra madre! No repliquéis.
Uno de lo cachorros protestó:
—Nos helaremos de frío.
Ella opuso:
—La abundante capa de pelo repleto de grasa que os cubre no lo dejará llegar a vuestra piel.
Pero los cachorros estaban remolones. Por eso la madre ladina y pérfida se acercó a ellos y con sus propias manos los empujó a la corriente marina. Desde la orilla, con la voz ronca pero firme, les ordenó:
—¡Nadad sin tregua por entre esas olas! ¡Llegad hasta el kayak que transporta a vuestro abuelo, a mi padre, y voleadlo! No regreséis a mí hasta que le veáis desaparecer tragado por la tenebrosidad más profunda y oscura del océano.
Los cachorros, desde el agua, gemían diciendo:
—Nos ahogamos, el agua nos traga.
La madre les reprochó:
—Nadad como os he enseñado y volved a mí. No seáis cobardes ni pusilánimes. Volved porque vuestro destino ha de ser grande.
Efectivamente, los cachorros nadaron con la habilidad que su madre les confirió hasta que al fin contemplaron el kayac de su abuelo, hecho con piel de foca y cosido con resistentes hebras trenzadas entrelazando las ásperas cerdas y los largos bigotes de los leones marinos. Descubrieron al hombre porque cubría su cabeza con un gorro hecho con la piel entera de una marta cibelina de tamaño considerable que dejaba libre, cayendo sobre sus espaldas, el grueso rabo de la misma.
—¡Ahí está!
—Cumplamos cuanto antes con el encargo de madre —dijeron— y regresemos al calor de la casa.
Sigilosamente se acercaron al bote del abuelo, se colocaron bajo de él y, proyectando todos a la vez su fuerza y energía, volcaron la canoa, que cayó encima del hombre, el cual fue inmediatamente tragado por las rápidas aguas grisáceas.
—Ya está —dijeron—. Volvamos a casa.
Los cachorros, satisfechos de su hazaña por haber cumplido bien la recomendación de su madre, se marcharon jovial y estruendosamente en dirección a su morada. La progenitura, al verlos retornar a ella, salió a recibirlos con palabras dulces, de ánimo, besándolos a todos ellos.
Días más tarde, cuando la carnada de cachorros ya se había repuesto del esfuerzo que tuvieron que hacer para ahogar al hombre del kayac, la malévola madre los condujo hasta las riberas del mar y en una playa de la isla les ordenó que se detuvieran y descansasen porque...
—... vais a emprender un viaje muy importante, en el cual se ha de dirimir el futuro de la humanidad que ha de llenar la Tierra.
Los cachorros apenas si entendieron las palabras de la mujer. Permanecieron jugueteando sobre la arena de la costa invadida por los vaivenes de las olas que rompían sobre ella sin hacerse demasiadas consideraciones relativas sobre la conducta materna.
La mujer se sentó sobre una gran caracola de mar de dimensiones inusitadas, se despojó de sus botas y quedó con los pies desnudos.
—¿Acaso es que tus kamiks desollan tus pies? —preguntaron los cachorros.
La mujer negó y les sonrió enigmáticamente.
—Mirad lo que hago con ellos.
Todos observaban.
Con un afilado cuchillo cortó las suelas de sus botas y púsolas ambas, en paralelo, al borde de las aguas.
Los cachorros estaban intrigados.
—¿Qué haces? —preguntáronle intrigados y ansiosos.
Ella nada dijo. Pero reunió con sus manos a toda la carnada en un grupo compacto y con un gesto de su mano les ordenó silencio:
—Acercaos a mí.
Todos, temerosos y conocedores de sus artimañas, obedecieron. Al fin dijo:
—Venid aquí.
Los cachorros se miraban los unos a los otros. Uno preguntó:
—¿Quiénes?
—Vosotros —dijo la mujer.
La mujer escogió, señalándoles con el dedo, a unos cuantos de ellos y los colocó encima de una de las suelas que descansaban al borde del mar. Luego, con voz firme, les dijo:
—Sed habilidosos en todo.
Y empujó la suela hacia el interior de las aguas.
Mientras ellos se apartaban de la isla con la corriente la suela se convirtió en un barco y los perros se fueron a la tierra de los hombres blancos. Se dice que de ellos surgieron dichos hombres blancos.
Cuando ya habían desaparecido del horizonte los primeros navegantes, la mujer, sin duda dotada de poderes sobrenaturales, colocó al resto de cachorros sobre la otra suela de su kamik y, antes de empujarla hacia la inmensidad de las aguas, les recordó:
—No olvidéis que habéis matado a vuestro abuelo. Y como tal que habéis hecho debéis comportaros... —detuvo un momento su perorata, observó uno a uno el efecto que les hacían aquellas crueles palabras y seguidamente añadió—: Os exhorto, pues, a que tratéis de una forma similar a todos los seres humanos que encontréis en vuestro camino.
Igualmente que la otra suela, que ya surcaba las aguas del mar, ésta se convirtió en una embarcación cuando la mano de la mujer violentada por un perro la empujó hacia los adentros marinos.
Al cabo de muchos días de navegación, esta última embarcación llegó hasta una playa lejana y desconocida. Allí desembarcaron los animales indecisos, sin ninguna clase de protección, aullando y asaltando a cualquier humano que se les cruzara en su ruta hasta acabar con su vida.
"Los perros vagaron por la tierra y se convirtieron en los antepasados de los indios, los enemigos tradicionales de los Inuit."
Mucho tuvieron que luchar y padecer los antecesores de esta tribu india para poder lograr dominar y vencer a ancestrales enemigos crueles y sin escrúpulos que nacieron de la carnada de cachorros de tan dudoso origen. Pero al fin, cuando obtuvieron sobre ellos su definitiva victoria, alzaron sobre el lugar una floreciente aldea de la cual fueron emanando diversos héroes y cazadores muy proclives, que emigraron hacia otros terrenos igualmente de feraces y prósperos, con lo que se fundó la gran nación o tribu llamada Inuit Caribú.
En aquella primitiva pero excelente aldea ocurrieron una serie de hechos extraordinarios; hechos con los cuales enriquecieron magníficamente la historia de la Tierra y sobre todo la de la tribu Inuit, pues ambas se encontraban en sus albores y necesitaban de ellas para arraigarse dentro de las civilizaciones y culturas de nuestro universo.
Ocurrió que en aquel pueblo recién fundado habitaban dos hermanos —varón y hembra— llamados Tatqeq y Siqiniq. Estos dos hermanos se querían mucho, siempre estaban juntos y un día el chamán de la tribu les sorprendió en una relación incestuosa. El escándalo que se organizó en la aldea fue monumental. Los reproches surgían de todas partes, hasta de los pájaros del cielo.
—¡Salid de la aldea, abandonadla! —les recriminaban.
—No sois dignos de vivir aquí.
El hechicero les dijo:
—Engendraréis perros como lo hicieron nuestros enemigos salvajes que llegaron de la lejana isla.
El jefe de la tribu les gritó:
—Abochornaos de vuestro indigno acto ante vuestros hermanos.
Por allá por donde caminaban recibían los denuestos de la gente. Pero es que ni siquiera en medio del bosque podían escapar, olvidarse de su indignidad, porque hasta las procesionarias y los abetos, los árboles de hojas caducas, las aves y los topos les vituperaban por su antinatural acto.
Tatqeq dijo a su hermana.
—No aguanto más con esta pena.
Siqiniq estuvo de acuerdo con él.
—El bochorno arranca mis entrañas y mis ojos no saben llorar ya.
—Hay que huir de aquí.
—Pero ¿adonde iremos —expresó la hermana— si la vergüenza nos persigue por toda la Tierra?
—Hasta los pájaros vuelan para propalarla por toda ella.
Al fin decidieron poner fin a la extrema situación que vivían.
"Abrumados por la vergüenza, se elevaron de la tierra al cielo."
Como reinaba el invierno sobre la aldea, la oscuridad lo cubría todo. Los dos hermanos, que habían decidido subir al cielo, tenían que alcanzar el lugar propicio para ello y por eso tuvieron que pertrecharse cada uno de ellos con una antorcha que encendieron para iluminarse en su camino.
—Desde aquí partiremos —decidió Tatqeq.
Su hermana se puso a su lado.
—¿Qué viento es ése? —preguntó Siqiniq.
La ventolera que nació bajo sus piernas los elevó con gran furia. El cielo se les venía encima.
Tatqeq subió hacia el cielo con tanta rapidez que la antorcha se le escapó.
El joven siguió subiendo con rapidez en medio de la oscuridad celestial y abajo quedó su antorcha, que se convirtió en la Luna que ilumina la noche...
... y daba luz, pero no calor, con los rescoldos de su antorcha.
Su hermana Siqiniq, en su ascensión, fue mucho más lenta, tanto que perdió de vista a su hermano. Por eso ella no perdió la antorcha, ni siquiera se le apagó, continuando quemándose...
... y ella se convirtió en el Sol que ofrecía luz y calor al mundo.
Como todo en el mundo iba apareciendo para que cada vez más se semejase a los tiempos actuales, tuvo que ocurrir que en esta época cuando los animales, tan controvertibles, cambiantes y variables como se ha visto, alcanzaron a afirmarse tal como se conciben ahora, sin entrar en la extraña metamorfosis en la que tanto podían ser ellos mismos u hombres, o una mezcla desaliñada de las dos especies.
En estos tiempos y muy cerca a la aldea de los indios Inuit Caribú fue donde unos niños que jugaban con todo ímpetu en el claro del bosque escucharon entre los árboles un extraño ruido que provocó en ellos el miedo.
—¿Habéis oído? —preguntó uno de ellos, abriendo los ojos como platos y quedando tenso por si había que salir huyendo desaforadamente de aquel lugar en busca de la protección paterna.
Los otros asintieron con la cabeza, sin tener el menor coraje para expresarse por medio de palabras.
Unos urogallos, que en aquellos tiempos eran aves terrestres sin alas, salieron de detrás de los matorrales de acebo.
Pero de nuevo el extraño ruido, desconocido en aquel bosque hasta entonces, se volvió a oír.
En medio de esta intriga se encontraron los chavales cuando uno de ellos los alertó dando un grito:
—¡Cuidado!
—¡Salvémonos!
Uno, aterido por el miedo, gritó:
—¡Huyamos de aquí! Este lugar está aojado.
El más valeroso de todos ellos los agarró por sus gruesos vestidos de piel de foca y los detuvo.
—¡Mirad!
Todos vieron, con asombro y miedo, cómo a los urogallos, tras un repentino ruido, les crecían las alas y salían volando hacia el cielo, aleteando con un peculiar estruendo.
Los niños corrieron luego a la aldea. Contaron a sus mayores, al jefe de la tribu y al hechicero lo que habían visto en el bosque. El chamán al escuchar el relato de los chiquillos sonrió y dijo:
—Es que el mundo se está ajustado a sus normas definitivas.
También ocurrió, en aquella aldea Inuit Caribú tan primitiva y arcaica, que los pájaros, que hasta entonces todos tenían las plumas blancas, se cambiaran por policromos colores con los cuales, desde entonces, se iban a distinguir cada tipo de ave, y los colores que iba a tomar su plumaje iba a estar en consonancia con sus virtudes, sus carencias e incluso sus deficiencias.
Fue allí donde sucedió que dos de los pájaros que estaban hartos de su pelaje blanco, el somorgujo y el cuervo, decidieron tatuarse las plumas con el hollín que guardaban dentro de un pote; de modo que uno pintó al otro y éste al de allá. Luego se fueron a contemplar al magnífico espejo de las aguas heladas del cercano río. El espectáculo que vio sobre todo el somorgujo no fue ni por mientes de su gusto.
—Has hecho de mi plumaje un verdadero popurrí de color negro y blanco —le reprochó al cuervo— ¿Es qué no sabes pintar? ¿O es que lo has hecho adrede para resultar tú más atractivo y hermoso que yo?
El cuervo, al ver a su amigo, se burlaba. El somorgujo cada vez que se miraba se encolerizaba más y más, hasta llegar al punto que decidió tomar venganza de la mala faena que le había hecho el cuervo. Así pues el desgraciado ánsar zambullidor fue en busca de la lata que contenía el hollín, se subió a la rama de un alcornoque y desde allí gritó:
—Cuervo, amigo cuervo, acércate a mí. El enfado ya se me ha ido. Quiero que volvamos a ser amigos. No vale la pena reñir por tan poca cosa.
El cuervo cayó en la trampa. Se acercó a los pies del alcornoque en el que estaba el somorgujo, miró hacia arriba y comenzó a decir:
—Gracias, amigo somorgujo, siento lo que ha pasado y te agradezco que te hayas tomado la cuestión con tanta...
En ese momento el ave acuática zambullidora arrojó sobre el cuervo el pote de hollín, que le alcanzó de pleno convirtiendo todo su plumaje en negro, con lo que se quedaron sus plumas, él y todos los cuervos, desde entonces y para siempre, de aquel fúnebre color.
El cuervo que quiso hacer un quiebro y esquivar el impacto levantó el vuelo. Encolerizado y a propósito atacó al somorgujo con tanta violencia que lo incapacitó para andar. Desde aquel momento estas aves se mueven bien dentro del agua y por los aires, pero caminan sobre la tierra de una forma extraña.
Igualmente acaeció en la aldea Inuit Caribú, para asegurar en temor a los elementos desatados de la naturaleza, un hecho que dio origen a los temblores y los fuegos que lanzaba el cielo cuando se enojaba.
A la sazón vivieron en la aldea susodicha un hermano y una hermana. Eran los tiempos en los que no existían en la tierra aún los robos.
El hermano dijo a la hermana, viendo la piel seca de un caribú extendida a la puerta de la casa del jefe de la tribu:
—Me gusta.
—Pues cógela.
No tenía malicia esta propuesta, puesto que los hombres en aquella época desconocían igualmente el valor del pecado.
La hermana, viendo el trozo de pedernal que obraba en la tienda del hechicero, con el cual se encendían las hogueras ceremoniales, fue en busca de su hermano hasta la cárcava donde escondía la piel de caribú robada y le dijo:
—Me gusta el pedernal de hechicero.
—Pues cógelo —le dijo el hombre.
Ella lo tomó.
Antes de ser descubiertos por los demás pobladores de la tribu, apareció en ellos una sensación hasta entonces desconocida. Era la conciencia que les remordía y les estaba angustiando. Se reunieron hermano y hermana y dijeron:
—Me siento culpable.
—A mí me pasa lo mismo.
—Hay algo dentro de mí que no me deja estar tranquilo.
—Yo no vivo en paz.
El hermano dijo:
—Con este acto hemos perdido la condición de humanos.
La hermana expresó compungida:
—¿Qué haremos ahora?
Estuvieron meditando.
Él dijo:
—Podemos convertirnos en animales...
—...y seguir viviendo.
El hermano volvió a decidir alterado:
—No, no puede ser.
—¿Por qué?
Él aclaró:
—Tengo miedo de que nos maten.
—Pues ¿qué haremos?
Pensaron largamente y no encontraban la solución.
—Podríamos devolver la piel de caribú y el pedernal.
Se opusieron a ello frontalmente.
Él dijo:
—¿Por qué lo tienen que tener ellos y no nosotros? ¿No pertenece a todos los de la aldea?
Era la soberbia que acababa de nacer, y la mezquindad.
La hermana, al fin, propuso:
—Podemos escondemos.
—Eso. Que nadie sepa dónde estamos.
—Y gozaremos de la piel de caribú y del pedernal. Sólo serán nuestros.
Pero el hermano:
—Pero ¿dónde nos ocultaremos?
—¿En una de las cavernas de la montaña?
—No, no, ésas son cobijos de fieras y alimañas.
—¿Entonces?
El hermano quedó mudo. No encontraba el lugar adecuado para ocultar su delito. La hermana sonrió y preguntóle tímidamente:
—¿Y por qué no lo hacemos en las cavernas del cielo?
—¿Y qué haremos allí?
La mujer expresó:
—Gozar de nuestro botín.
Cuando estuvieron en el cielo, resguardados en sus cavernas, decidieron convertirse en el rayo y el trueno para que la gente no pudiera cogerlos.
"Ahora, cuando el trueno retumba y el rayo centellea en los cielos es porque el hermano está haciendo chasquear la piel seca del caribú mientras la hermana hace que salgan chispas del pedernal."
(Leyenda inuit caribú)


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