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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EL OLEAJE MARCIANO (por Dimitri Bilenkin)
Silencio, calma y después un ligero susurro. Así comienza el oleaje marciano Uno puede pasarse horas enteras sentado al pie de las peñas rojas, contemplar la inmensidad de los arenales y escuchar, escuchar. El susurro se oye por doquier y en ninguna parte. Parece como si, desde el cielo violáceo, las nubes dejaran caer una llovizna semitransparente de gránulos de hielo. Alguien dijo que era un susurro cristalino. Llevaba razón.
Cuando se acalla el susurro, la arena se estremece y pesada y lenta, se va alzando la ola. Se arrastra hasta cubrir los secos peñascos y se asienta paulatinamente. Entonces las rocas calan la arena por abajo. Da la sensación de que una quijada falta de dientes, tritura la ola. Por las rocas planas se escurren perezosamente unos bultos de arena. La ola vuelve a encresparse.
Alrededor todo es quietud. En la lejanía se divisa la arena en calma e, inmutables como la eternidad, las peñas rojas. Solamente aquí en esta bahía y al lado mismo de la orilla es donde se mecen las olas marcianas.
Esto puede significar que allá en lontananza, en los vastos espacios de los océanos de arena se ha desencadenado una tempestad tal que sus embates conmueven el terreno movedizo lo mismo que un terremoto, y que aquí, en esta bahía, las oscilaciones coinciden en resonancia, la estructura del litoral cambia y la arena adquiere fluidez. Puede que sea así, nadie lo sabe exactamente, ni nadie piensa en averiguarlo (quedan en Marte tantas cosas urgentes por hacer).

Yo procuro no perderme nunca el oleaje. Me siento, miro escucho y pienso ¡Qué bien se piensa a solas con un entorno tan sin par. Dejan de existir el tiempo, los límites del espacio, y hasta mi propio cuerpo, quedamos solamente el oleaje yo y nada más.
Ahora la orilla esta desierta. Pero antes estaba muy animada. Yo me acuerdo del asombro con que recibieron los radistas de la Tierra el encargo de enviar bañadores. Si hubo un guasón que quiso ponerse un bañador sobre la escafandra para zambullirse en las olas. Los noveles venían a bañarse aquí para tener algo que contar en la Tierra. A los veteranos les arrastraba la nostalgia por el agua, el agua de verdad, las olas de verdad, el mar de verdad. Era una tentación que nadie podía resistir.

El guasón como es natural, fue Vanin. Y no es que fuera bromista por carácter, no, más bien al contrario Pero, ¡son tan complejas, contradictorias e inesperadas nuestras acciones cuando rigen los sentimientos!
Sobre todo cuando se trata de una persona tan reservada como Vanin. Ante el oleaje marciano, ¡qué extraño parece todo esto!

Lo que le ocurrió a Vanin entonces nos inquietó a todos por su aparente insensatez. Ahora esta historia se ha cubierto de leyendas, en las cuajes lo trágico se entremezcla con lo cómico y el valor con la irreflexión ¡Qué lejos de la verdad! Con todos nuestros cohetes, proteínas artificiales y energía nuclear, ¡qué niños parecemos aún, cuando intentamos comprender y prever los actos humanos! Recuerdo la primera exploración a Marte. No podíamos arriesgarnos, no teníamos derecho a ello, cualquier fracaso nos haría retroceder mucho Ante nosotros se abría un planeta desconocido, en el que todo podía ocurrir y nada se podía prever. Nuestro comportamiento estaba severamente reglamentado. Ni un solo paso casual. Medidas de segundad por todas partes El programa era «¡Prudencia!» Nosotros lo observábamos estrictamente ¡Con que seriedad se estudió cómo debería bajar a Marte el primero de nosotros! ¿Había que atarlo o no? Si el suelo sostenía a la nave, también sostendría a un hombre ¿Pero y si...? ¡Quién sabe! Esto no es la Tierra, es Marte.
Obrábamos con extrema precaución, y esto nos salvó de no pocas contrariedades que fuimos encontrando. Éramos seis. Y, cuando hay seis personas, una de ellas resulta más cobarde. No en el sentido que se le suele dar a esta palabra, no. Simplemente, alguno tiene que ser más cauteloso, más indeciso, más embarazoso que los demás. Ni las circunstancias ni el número de personas tienen nada que ver con esto. Cuando dos personas cruzan una calle de mucho tráfico, cada una se preocupa de sí misma y de su acompañante y, lógicamente, alguna de las dos tiene que ser «más». Y no importa que su comportamiento en esta ocasión no de derecho a decir que es cobarde en sentido estricto.
Nuestro Vanin tampoco era cobarde en este sentido. ¡Ni mucho menos! En la Tierra y en condiciones normales era, por lo menos, más decidido que ocho de cada diez personas. Pero en Marte...
Desde un punto de vista formal, su conducta era irreprochable. Ni corría ante un peligro inesperado ni se daba al pánico cuando la situación era difícil. Pero nunca iba primero por una senda inexplorada. Pisaba siempre las huellas de los que iban delante, ¿está claro?
Vanin era incapaz de imponerse a sí mismo y de obrar de otra manera. Se daba cuenta de su defecto y procuraba enmendarse. Pero no podía. Yo no me atrevo a explicar por qué: la mentalidad humana es todavía un laberinto. Es posible que lo extraordinario de la situación, o el habernos inculcado el «sed prudentes, sed prudentes...» Además, ¡era tan difícil ir el primero por Marte! ¿Y si se abre el suelo y me traga? Pensamientos estúpidos como éste se le metían a uno en la cabeza. Marte no es la Tierra...
Si, a Vanin nadie le reprochaba nada, excepto él mismo Su «superprudencia» nos empezó a hacer reír, pero muy pronto Marte dejó de parecernos misterioso, comenzamos a acostumbrarnos a él y comprendimos, más con el corazón que con la cabeza, que la naturaleza de Marte no era más traicionera que la de la Tierra. Pero como Vanin fue el último en comprender esto, nuestras bromas le zaherían ¿Tenemos que arrepentimos de algo? A posteriori, es posible. Pero, ¿y sinceramente? Sinceramente somos gente alegre. El buen humor es imprescindible en nuestro trabajo: sin él la tensión agotaría nuestros nervios. Para nosotros una broma es como una válvula de segundad: se ríe uno y parece que ha descansado.
Ahora le doy vueltas en la cabeza a todas nuestras indirectas, pero no, de ofensivo no tenían nada. Cuando entre nosotros nos dirigíamos otras semejantes, nos reíamos todos, burlones y burlados, y en paz. Vanin también se reía cuando le tocaba a él. Se reía con mucha naturalidad. Sin embargo, ahora comprendo que no siempre lo hacía de corazón. Sin duda, en lo más recóndito del subconsciente, se oía llamar «cobarde».
Por aquellos días en que nosotros ya habíamos dejado de ser tímidos pero Vanin no, fue precisamente cuando descubrimos el oleaje marciano. Mejor dicho, lo descubrió Vanin.
La cosa fue así. Veníamos hacia las peñas rojas por la parte de los arenales. Junto a estas peñas es donde se oye el susurro cristalino que previene del oleaje. Pero nosotros llegamos cuando el susurro había cesado ya, y nada nos llamó la atención.
Vanin venía detrás, como de costumbre, pisando nuestras huellas (en la época en que avanzábamos en fila india, él iba generalmente en medio; ahora, como formábamos un grupo compacto, Vanin tenía que ir detrás). Nosotros ya estábamos en la orilla y a Vanin le quedaban unos pasos para llegar, cuando se agitó la arena y Vanin se cayó. Quiso ponerse en pie, y los pies se le hundieron. No gritó, supo contenerse, pero todos vimos cómo palidecía. Mientras desenrollábamos una cuerda y le lanzábamos el cabo a toda prisa, el oleaje tuvo tiempo de zambullir varias veces a Vanin, y él de darse cuenta de que no corría peligro. En la zona de oleaje no se puede decir que las arenas sean movedizas en la acepción propia de la palabra. En casi toda la extensión de esta zona se puede poner uno de pie y pisar suelo firme. Esto se debe, por lo visto, a que junto a las peñas hay poca profundidad y la arena del fondo no tiene suficiente fluidez.
Vanin calculó pronto lo que ocurría (una prueba más de que no era lo que ordinariamente llamamos un cobarde), y no dejó que le sacáramos. Salió él solo, agarrándose a la cuerda... por si acaso.
Cuando nos dimos cuenta de que la situación no había sido trágica en absoluto, nos partíamos de risa recordando los movimientos tan ridículos que había hecho Vanin y la cara que había puesto. ¿Cómo le hubiera sentado a cualquiera de nosotros que se rieran así de él? Lo más probable es que terminase riéndose también. Pero Vanin «se subió a la parra». Le pareció que tachábamos de cobarde su conducta. La verdad es que no tenía ningún motivo. El susto que cualquiera de nosotros se hubiera llevado al sentir que el suelo se hundía bajo sus pies no hubiese sido menor. Sin embargo, como ya he dicho antes, Vanin sufría un complejo de inferioridad. Y en esta ocasión se ofendió en serio. Nuestras bromas se le antojaron la mayor de las injusticias: en primer lugar porque se había portado valerosamente, y en segundo lugar porque el oleaje era un descubrimiento suyo. ¡Indiscutiblemente suyo! (A los que van en medio les tocan en suerte menos contratiempos, pero tienen menos probabilidades de distinguirse.) ¿A qué venía, pues, aquella risa?
Vanin, muy enfadado, comenzó a demostrar lo indemostrable que no se había asustado ni pizca, y que si no se puso en pie fue únicamente para estudiar mejor el fenómeno.
—Además, aunque no lo creáis, bañarse en esas olas es muy agradable.
Naturalmente, nadie le creyó.
Entonces, antes de que pudiéramos impedírselo (¿quién podía esperar aquel arranque?), se tiró a la arena, se tumbó frente a la ola, y puso cara de suprema felicidad.
—¿Qué chiquillada es ésa? —le gritó el capitán— ¡Salga inmediatamente!
Vanin obedeció. Salió de allí con sonrisa de luna llena, como diciendo ¿Queréis más demostración?»
Lo que acababa de hacer nos indignó, pero picó nuestra curiosidad. ¿Y si probáramos?

Dos de nosotros, atados y con mil precauciones, se metieron en la arena. ¡Y qué sorpresa! ¡Era agradable de verdad! Parecía que estabas tumbado sin moverte y que eran las peñas, el horizonte y el cielo, con sus escasas estrellas en el cenit, los que iban y venían. Notabas un mecer rítmico que te adormecía, y a la vez una especie de vuelo suave y sin rumbo, ora hacia arriba, ora hacia abajo. ¡Algo incomparable!

Después, inevitablemente, llegaba una ola y te cubría. Su apariencia era terrible, y empezabas a manotear y a patalear para mantenerte a flote, y aunque sabías perfectamente que no había ningún peligro, te apasionabas, el oleaje marciano hay que probarlo; definirlo es imposible, por la sencilla razón de que en la Tierra no existe nada parecido. Hay que sentir ese vuelo sin rumbo y ese hundirse en la arena para percibir su fuerza atractiva.
Pues bien, con este descubrimiento Vanin se convirtió en un héroe. Pero nuestro reconocimiento era poco para él. Necesitaba convencerse a sí mismo, desmentir aquello que su imaginación había exagerado tanto.

A Marte llegaba gente nueva, y los llevaban a ver el oleaje. Como es lógico, el fenómeno lo enseñaba su descubridor e investigador: Vanin. En realidad, lo poco que conocemos de la naturaleza del oleaje se lo debemos a Vanin. Pero a él le preocupaba más otra cosa: la impresión que causaba. ¡Oh, aquello era estupendo! Había que ver al grupo de neófitos, perplejos aún, sin confianza en sí mismos, esperando a cada instante un prodigio, y junto a ellos a Vanin, un veterano experto, tranquilo, para el que no existían secretos ni cosas de importancia. Y Vanin, seguido por aquellas miradas entusiásticas, se metía en la arena, iba al encuentro de la ola, terrible como todo lo desconocido, se tendía ante ella, y nadaba. Luego seguía su número fuerte: Vanin se dejaba enterrar. Pocos eran los que podían contener un involuntario grito cuando la arena lo cubría por completo y él desaparecía, y las olas, frías, despaciosas e indiferentes, pasaban sobre la tumba de la victima que acababan de engullir. Silencio, calma, arena que se mueve sin hacer ruido, una llanura lúgubre cubierta por la cúpula de un cielo violeta, minutos que pasan, y Vanin que no aparece.

Cundía el pánico. Si alguno de nosotros estaba presente, ponía cara de circunstancias y procuraba no mermar el efecto. Después de esto, el resurgir de Vanin entre la arena era apoteósico.
Este truco también era de su invención. Fue él quien descubrió que una capa de dos metros de arena no era obstáculo para que una persona, con escafandra provista de servomotores hidráulicos, pudiera salir de su «tumba» La gravedad es menor que en la Tierra y... además, la arena no podía arrastrar a un hombre a mucha profundidad Vanin había hecho sus experimentos y se había convencido de que podía pasar debajo de la arena horas enteras, mientras quedara oxigeno en sus depósitos. Pero, ¡qué sabían los novatos!
Nosotros, en secreto, también nos sentíamos orgullosos del «efecto Vanin», y esperábamos con impaciencia cada nueva representación. El capitán refunfuñaba, y hasta le aconsejó a Vanin que se dejara de tonterías. Pero le inducía a esto más el amor al orden que cualquier tipo de prevención. Vanin, como es natural, ni se inmutó el oleaje era cosa suya, los espectaculares baños de arena le daban fama, y él no pensaba renunciar a sus laureles. Ocurre a veces que un científico se enorgullece más de saber mantenerse en equilibrio sobre su cabeza que de sus mejores experimentos ¡Cualquiera entiende la naturaleza humana...! ínter nos, al capitán también le gustaba bañarse.
Y a pesar de todo, nos olvidamos de un hecho evidente: si una persona sabe que nada mal no es fácil que se ahogue, porque tiene cuidado, las que nadan bien tampoco corren peligro; lo corriente es que perezcan las que, creyendo que saben nadar, se equivocan.
Esto fue lo que con el tiempo nos ocurrió a nosotros. Hasta entonces todo había salido bien, y nos envalentonamos. Pero Marte no se había sometido todavía, aunque a nosotros nos pareciera lo contrario. Y no es que nos olvidáramos por completo de este hecho, no. Lo que pasa es que, cuando reina el orden y la tranquilidad, es imposible vivir en constante alarma. Esto es cosa que cualquiera puede comprobar en el momento oportuno.

El día del desengaño se presentó, como siempre, cuando menos lo esperábamos. Llegó a Marte un nuevo grupo. Venían en él dos muchachas. Los llevaron a ver el oleaje Vanin se frotaba las manos de alegría ¡Qué no hizo entonces! Se superó a sí mismo. Las chicas no salían de su asombro. Sus ojos reflejaban tal admiración, que Vanin podía prever cómo le adorarían después de su número cumbre.
Lo que pasó a continuación es fácil de imaginar. Vanin se dejó enterrar. Pasaron diez minutos, media hora. Empezamos a preocuparnos, pero nadie hizo nada ¿Absurdo? No. Vanin se había sumergido decenas de veces antes. Nosotros también lo habíamos hecho. Tenía aire para varias horas y en la orilla había dos chicas. Era natural que esta vez quisiera lucirse, aguantar más ¿Qué papel hubiéramos hecho si nos metemos a buscarle y él sale riéndose como si tal cosa?
El tiempo siguió pasando ¡Maldito temor al ridículo!
Por fin nos decidimos a metemos en la arena y ver que pasaba, pero les dijimos a los demás que íbamos a bañamos también En estas conmociones teníamos que buscar a Vanin con disimulo. Huelga decir que no lo encontramos.

Entonces nos despojamos de nuestro amor propio y quien no haya cavado légamo en un pantano no puede llegar a imaginarse lo que fue aquello.
Dimos con Vanin cuando cesó el oleaje y la arena recobró su densidad. Se había asfixiado. Las olas lo arrastraron debajo de una peña, y no pudo salir porque el mismo oleaje se lo impidió.
¿Fue esto una casualidad estúpida, que lo mismo hubiera podido ser fatal para cualquiera de nosotros?
Estúpida, quizá. Pero en el hecho de que la primera victima de Marte fuera Vanin veo una cierta lógica. Debajo de las olas el peligro nos acechaba a todos, pero quien más probabilidades tenía de caer en la trampa era Vanin, por ser él quien con más frecuencia y más decisión que todos los demás juntos se metía en las olas. Se metía para convencerse de que no era un cobarde. Se metía porque los bisoños veían en esto audacia. Sin embargo, era una intrepidez falsa; una intrepidez basada en la seguridad de que no había peligro. Y el valor y el engaño son cosas que se eliminan mutuamente. Por eso fue tan absurdo y necio su fin.
Puede que mi explicación de lo ocurrido le parezca errónea a alguien. No pienso discutirlo. A veces una serie de acontecimientos que inducen a una persona a obrar de cierta manera determinada pueden interpretarse de formas diversas.

Aquí no se trata de eso. Ahora estoy mirando el oleaje, viendo cómo se suceden las pesadas olas que nada reflejan, y pensando. Ahora nadie se baña. Pero cuando Marte sea hecho habitable, se bañarán, de ello no cabe ninguna duda. Poco a poco todo irá entrando en equilibrio, todo se sabrá, y en cada parcela de este planeta existirá una demarcación clara entre el peligro y la seguridad, entre la audacia y la cobardía, entre la fanfarronería y el valor. ¿Será posible que en adelante también se necesite para esto un Vanin?

FIN


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