- No se ha movido la saeta, ¿verdad? - preguntó Edwardson, en la tronera, contemplando las estrellas.
- No - dijo Morse. Había permanecido observando fijamente el detector Attison durante más de una hora. Ahora, parpadeó tres veces y miró de nuevo -. Ni un milímetro.
- Ni creo que se mueva - añadió Cassel, tras el panel de tiro. Y así ocurrió. La delgada saeta negra del indicador se mantuvo resueltamente en cero. Los cañones de la nave estaban preparados, abiertas sus negras bocas hacia las estrellas. Un constante zumbido saturaba la sala. Procedía del detector Attison y constituía motivo de tranquilidad. Lo reforzaba el hecho de que el detector Attison estaba conectado a todos los demás detectores, formando una gigantesca red alrededor de la Tierra.
- ¿Por qué mierda no vienen? - preguntó Edwardson, todavía contemplando las estrellas -. ¿Por qué no empiezan?
- Venga, calla - dijo Morse. Tenía un aspecto cansado y hosco. En la sien derecha tenía una vieja quemadura por radiación, una quemadura de rosáceo y cicatrizado, tejido. De lejos semejaba una decoración.
- Me gustaría que vivieran - dijo Edwardson. Se apartó de la tronera frente a su silla y se dobló para evitar el bajo techo de metal -. ¿No os gustaría que vinieran?
Edwardson tenía la estrecha y tímida cara de un ratón; pero de un ratón tremendamente inteligente. Los gatos habrían hecho bien evitándolo.
- ¿No os gustaría? - repitió.
Los otros hombres no respondieron. Habían bloqueado el curso de su fantasía, mirando hipnotizados el detector.
- Han tenido tiempo de sobra - dijo Edwardson para sí mismo.
Cassel bostezó y se mordió los labios.
- ¿Alguien quiere jugar al pelo más largo? - preguntó rascándose la barba. La barba era un recuerdo de graduado. Cassel sostenía que podía aguantar quince minutos sin que el oxígeno corriera por sus folículos. Sin embargo, nunca lo había demostrado saliendo al espacio sin casco.
Morse paseó la mirada por la sala y Edwardson, automáticamente, observó el indicador. Este gesto rutinario se le había quedado grabado en el subconsciente. Antes se dejarían cortar el cuello que descuidar el indicador.
- ¿No creéis que aparecerán pronto? - preguntó Edwardson con los oscuros ojos aún fijos en el indicador. Los hombres no le respondieron. Tras dos meses en el espacio todos juntos, sus ánimos conversacionales se habían agotado. Ya no les interesaba la barba de los días de graduado de Cassel ni las conquistas de Morse.
Les fastidiaba la muerte hasta en sus propios pensamientos y sueños, y les fastidiaba el ataque que esperaban de un momento a otro.
- Hay una cosa que me gustaría saber - dijo Edwardson, utilizando con pericia un viejo truco conversacional. - A qué distancia estarán.
Durante semanas habían hablado de los poderes telepáticos del enemigo, pero siempre habían vuelto a lo mismo.
Como soldados profesionales no tenían otra alternativa que especular sobre el enemigo y sus armas; hablar de su trabajo.
- Bien - dijo Morse con cansancio -. Nuestra red de detectores cubre el sistema hasta más allá de la órbita de Marte.
- Que es donde estamos - dijo Cassel, observando el indicador ahora que los otros se entregaban a la charla.
- Puede que ni siquiera sepan que poseemos una unidad detectora en funcionamiento - dijo Morse, tal como había repetido más de mil veces.
- Calla, calla - dijo Edwardson, con su delgado rostro torcido en una mueca de desprecio -. Poseen la telepatía. Tienen que haber leído a estas alturas cada milímetro de la mente de Everset.
- Everset no sabía que poseíamos una unidad detectora - dijo Morse mientras volvía la mirada al dial -. Fue capturado antes de su instalación.
- Mira - dijo Edwardson -. Le dicen: «Chico, ¿qué harías tú si supieras que una raza telepática está a punto. de invadir la Tierra? ¿Cómo protegerías el planeta?»
- Especulaciones baratas - dijo Cassel -. Quizás no se le ocurra a Everset pensar en esto.
- El piensa como un hombre, ¿no? Todos coinciden con esta defensa, Everset no es una excepción.
- Silogismos - Murmuró Cassel -. Muy poco válido.
- Te aseguro que me habría gustado que no hubiera sido capturado - dijo Edwardson.
- Pudo haber sido peor - lanzó Morse, cuyo rostro era más sombrío que de costumbre -. ¿Qué habría ocurrido si hubieran cogido a ambos?
- Me gustaría que vinieran - dijo Edwardson.
Richard Everset y C.R. Jones habían partido en el primer vuelo interestelar. Habían encontrado un planeta habitado en la zona de Vega. El resto fue rutinario.
Lo decidieron a cara o cruz. Everset bajó en el vehículo auxiliar, manteniendo contacto con Jones a través de la radio.
El registro de ese contacto entre el hombre que arribaba al planeta y el hombre que se había quedado en la nave fue grabado para que toda la Tierra lo escuchara.
- Acabo de encontrarme con los nativos - dijo Everset -. Se agrupan que es la leche. Te daré una descripción física más tarde.
- ¿Intentan hablar contigo? - preguntó Jones, imprimiendo a la nave una holgada espiral en torno al planeta.
- No. Espera. ¡Maldita sea! ¡Son telépatas! ¿Cómo se te queda el cuerpo, Jones?
- Maravilloso - dijo Jones -. Prosigue.
- Espera. Oye, Jones, no sé si me van a gustar estos muchachos. Deben tener la mente como un poema a la castidad. ¡Hermanito!
- ¿Qué pasa? - preguntó Jones, elevando un poco la nave.
- ¡La caraba! Estos hijos de puta son inmensamente poderosos. Parece que han taladrado todos los sistemas de los alrededores, buscando a alguien para...
- ¿Sí?
- Me he confundido - dijo Everset complacientemente -. No son tan malos.
Jones poseía mente rápida, naturaleza suspicaz y buenos reflejos. Puso el acelerador a todo gas, lo acercó al tope y dijo:
- Cuéntame más.
- Vente para abajo - dijo Everset, violando todas las leyes del vuelo espacial -. Estos chicos son de puta madre. De hecho, son lo más maravilloso...
Aquí finalizaba la grabación porque Jones había fijado el acelerador al tope mientras conducía la nave hacia el nivel exigido para el salto hiperespacial.
Se rompió tres costillas con la aclaración, pero llegó a casa.
Una especie telépata estaba en marcha. ¿Qué iba a hacer la Tierra contra ello?
Un cúmulo de especulaciones se desplegó en torno a la escueta y desnuda información de Jones. Con toda evidencia, la especie podía asaltar sin dificultades una mente. En el caso de Everset, parecía que habían infiltrado sus pensamientos en los suyos propios, alterando delicadamente sus convicciones previas. Lo habían poseído con notable facilidad.
¿Y Jones? ¿Por qué no lo habían atrapado a él? ¿Era la distancia un factor? ¿O no habían estado preparados para su repentina partida?
Una cosa era cierta. Todo cuanto Everset sabía, lo sabia también el enemigo. Lo que significaba que para ellos no eran secreto ni la situación de la Tierra ni la indefensión en que se encontraba el planeta ante tal forma de ataque.
Podía, pues, esperarse que el ataque procediera de esa manera.
Era necesario algo que neutralizara tan tremenda desventaja. Aunque, ¿qué podía utilizarse? ¿Qué armadura o blindaje había contra el pensamiento? ¿Cómo esquivar una proyección de onda?
Los sesudos científicos consultaron gravemente sus tablas periódicas.
¿Y cómo se sabía que un hombre estaba poseído? Aunque el enemigo se había mostrado torpe con Everset, ¿iba a continuar siéndolo? ¿No aprenderían?
Los psicólogos se rascaron la cabeza y declararon la ausencia de una escala absoluta para la humanidad.
Claro, algo había que hacer de todos modos. La respuesta, considerando que se trataba de un planeta dominado por la tecnología, tenía que ser tecnológica. Construir una flota espacial y equiparla con alguna clase de red detectora.
Esto se hizo en un tiempo record. Se desarrolló el detector Attison, un híbrido entre el radar y el electroencefalógrafo. Cualquier onda modélica de los cerebros típicamente humanos de los ocupantes de una nave equipada con detector que resultara alterada, sería señalada en el dial del indicador. Hasta una pesadilla o un caso de indigestión provocaría la alarma.
Parecía probable que cualquier intento de asaltar una mente humana tuviera alguna indicación de ese tipo. Donde y cómo fuere, tenía que haber algún punto de interacción.
Tal era lo que había que creer en relación al detector Attison. Quizá fuera cierto.
Las naves espaciales, con tres hombres en cada una, ocuparon el espacio entre Marte y la Tierra, formando una gigantesca esfera con la Tierra como centro,
Decenas de miles de hombres permanecían en cuclillas tras los paneles de tiro, observando los diales del detector Attison.
Los inmóviles diales.
- ¿No os parece que podría soltar un par de pepinazos? - Preguntó Edwardson acercando los dedos al disparador -. ¿Aunque sólo fuera para entretener los cañones?
- Estos cañones no necesitan entretenimiento - dijo Cassel, mesándose la barba -. Además, despertarías el pánico en la flota.
- Cassel - dijo Morse muy serenamente -. Quita tus pezuñas de la barba.
- ¿Por qué? - preguntó Cassel.
- Porque - replicó Morse, casi en un susurro - estoy a punto de atizarte de lleno en tu gordo pescuezo.
Cassel sonrió bonachonamente y alzó los puños. - Será un placer - dijo -. Me estoy cansando de tu asquerosa cicatriz.
Se puso en pie.
- Basta - dijo Edwardson con premura -. A vigilar el cucú.
- No es necesario - dijo Morse, retrocediendo - hay una señal de alarma conectada.
No obstante, observó el dial.
- ¿Y si la alarma no funciona? - preguntó Edwardson -. ¿Y si el dial se bloquea? ¿Cómo te sentirías si algo frío que te penetrara los sesos?
- El dial funcionará - dijo Cassel. Sus ojos se trasladaron desde el rostro de Edwardson hasta el inmóvil indicador.
- Creo que voy a irme al catre - dijo Edwardson.
- Quédate aquí - dijo Cassel -. Juguemos a algo.
- Bueno. - Edwardson cogió las grasientas cartas y empezó a barajarlas, mientras Morse tomaba el turno de observación de diales.
- Os aseguro que me gustaría que vinieran de una vez - dijo.
- Corta - dijo Edwardson, tendiendo el mazo a Cassel. - Me pregunto qué pinta tendrán nuestros amiguetes - dijo Morse, observando el dial.
- Probablemente muy parecida a la nuestra - dijo Edwardson, repartiendo cartas. Cassel las cogió una por una, lentamente, corno si esperase que algo interesante se ocultara bajo ellas.
- Tendrían que habernos proporcionado otro hombre - dijo Cassel -. Habríamos podido jugar al bridge.
- No sé jugar al bridge - dijo Edwardson.
- Aprenderías.
- ¿Por qué no nos encomendaron una tarea más activa? - preguntó Morse -. ¿Por qué no bombardeamos su planeta?
- No seas bobo - dijo Edwardson - Perderíamos cualquier nave que enviáramos. Probablemente volverían a nosotros poseídas y hechas trizas.
- Remato con nueve - dijo Cassel.
- No doy un real por ti aunque remates con mil - dijo Edwardson alegremente -. ¿Cuánto me debes ya?
- Os aseguro que me gustaría que vinieran - dijo Morse.
- ¿Quieres extenderme un cheque?
- Concédeme tiempo para la revancha. Hasta la semana que viene.
- Alguien debería razonar con esos hijos de puta - dijo - Morse, mirando más allá de la tronera. Casi inmediatamente, Cassel lanzó una mirada al dial.
- Se me está ocurriendo algo - dijo Edwardson.
- ¿Sí?
- Apuesto a que debe ser horrible tener la mente apretada - dijo Edwardson -. Tiene que ser espantoso.
- Lo sabrás cuando ocurra - dijo Cassel.
- ¿Lo supo Everset?
- Probablemente. Sólo que no pudo, quizás, hacer nada para evitarlo.
- Mi mente está de cojones - dijo Cassel -. Pero al primero de vosotros que comience a actuar raramente... cuidado.
Todos rieron.
- Bien - dijo Edwardson -. Os aseguro que me gustará tener una oportunidad de razonar con ellos. Esto es estúpido.
- ¿Por qué no? - preguntó Cassel.
- ¿Te refieres a salir y encontrarte con ellos?
- Claro - dijo Cassel. - Nada hacemos quedándonos aquí parados.
- Deberíamos pensar en hacer algo - dijo Edwardson lentamente -. A fin de cuentas, no son invencibles. Son seres razonadores.
Morse puso en marcha la cinta grabadora y luego alzó la mirada.
- ¿Piensas que deberíamos contactar con el mando? ¿Decirles lo que estamos haciendo?
- ¡No! - dijo Cassel, y Edwardson asintió con un gesto de acuerdo -. Formalismos. Nos limitaremos a largarnos y ver qué podemos hacer. Si no quieren parlamentar, los borraremos del espacio.
- ¡Mirad!
Desde la tronera pudieron ver la roja llama de un motor a reacción; la aceleración de la siguiente nave de su sector.
- Deben haber tenido la misma idea - dijo Edwardson.
- Vayamos los primeros - dijo Cassel. Morse movió el acelerador y todos se vieron arrojados hacia atrás en sus asientos.
- Ese dial todavía no se ha movido, ¿no? - preguntó Edwardson por encima del ruido de la alarma del detector.
- Ni una pizca - dijo Cassel, contemplando el dial cuya manecilla vibraba frenéticamente contra la coordenada más alta.