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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO INMUNIDAD DIPLOMáTICA (por Robert Sheckley)
- Entren, caballeros - el embajador les indicó que pasasen a aquella suite especialísima proporcionada por el Departamento de Estado -. Siéntense, por favor.
El coronel Cercy aceptó una silla, intentando descifrar al individuo que tenía a todo Washington mordiéndose las uñas. El embajador no inspiraba en persona terror alguno. De estatura media y no muy corpulento, vestía un traje marrón tradicional que le había dado también el Departamento.
Tenía un rostro inteligente, de delicados trazos.
Tan humano como un humano, pensó Cercy, estudiando al alienígena con ojos sombríos e impersonales.
- ¿En qué puedo servirles? - preguntó sonriente el embajador.
- El presidente me ha puesto al cargo de su caso - dijo Cercy -. He estudiado los informes del profesor Darrig - indicó con un gesto al científico que estaba a su lado -, pero me gustaría que me lo contase usted personalmente.
- Desde luego - dijo el alienígena encendiendo un cigarrillo. Parecía realmente complacido de que se lo preguntaran; lo que no dejaba de ser interesante, pensó Cercy.
Hacía una semana que había llegado a la Tierra y habían estado con él todos los científicos importantes del país.
Pero en caso de apuro llaman al ejército, se recordó Cercy. Se retrepó en su silla, ambas manos embutidas cuidadosamente en los bolsillos. La derecha sujetaba la culata de un 45.
- He venido - dijo el alienígena- como embajador general, en representación de un imperio que abarca media galaxia. Traigo saludos de mi pueblo y les invito a unirse a la Organización.
- ¿Y cómo saben los demás que han encontrado vida inteligente? - preguntó Cercy.
- Hay un mecanismo de emisión que forma parte de nuestra estructura contestó el embajador -. Cuando llegamos a un planeta habitado, se acciona. Esta señal se lanza constantemente al espacio, con un alcance efectivo de varios miles de años luz. Hay tripulaciones de seguimiento que recorren continuamente los límites del área de recepción de cada embajador, atentos a tales mensajes. En cuanto se detecta uno, desciende al planeta un equipo colonizador.
Sacudió delicadamente su cigarrillo al borde del cenicero.
- Este método es mucho mejor que el de enviar equipos de exploración y colonización conjuntos - prosiguió -. Así no hay que equipar grandes fuerzas para lo que pueden ser décadas de búsqueda y exploración.
- Claro, claro. - Cercy le miraba sin expresión - ¿Puede decirme más sobre ese mensaje?
- No necesita usted saber mucho más. La señal radiada no pueden detectarla ustedes con sus métodos, ni pueden bloquearla, en consecuencia.
La emisión sigue mientras yo siga vivo.
Darrig inspiró profundamente, mirando a Cercy.
- Si usted dejara de radiar - comentó como de pasada Cercy -, nuestro planeta jamás sería localizado.
- Hasta que no reexplorasen esta sección del espacio - añadió el diplomático.
- Muy bien Pues como representante oficial del presidente de los Estados Unidos, le pido que deje de transmitir. No queremos formar parte de su imperio.
- Lo lamento - dijo el embajador. Se encogió de hombros despreocupadamente.
Cercy se preguntó cuántas veces habría representado aquella escena y en cuántos planetas.
- ¿Dejará usted de radiar?
- No puedo. No tengo ningún control sobre la emisión, una vez activada.
El diplomático se volvió y se acercó a la ventana -. Sin embargo, he preparado para ustedes una filosofía. Es mi deber, como embajador aquí, aminorar el choque de transmisión lo máximo posible. Esta filosofía les hará ver instantáneamente que..
Cuando el embajador llegó a la ventana Cercy había sacado la pistola.
Disparó seis ráfagas seguidas, alcanzando al embajador en la espalda y en la cabeza. Pero un incontrolable escalofrío le hizo estremecerse.
¡El embajador ya no estaba allí! Cercy y Darrig se miraron. Darrig murmuró algo sobre espectros. Luego, con la misma brusquedad, el embajador apareció otra vez.
- No se crean - dijo - que va a ser tan fácil. Nosotros los embajadores tenemos, lógicamente, cierta inmunidad diplomática. Acarició uno de los agujeros hechos por las balas en la pared -. Por si no entienden, déjenme que les explique. No tienen poder suficiente para matarme. No podrían comprender siquiera la naturaleza de mis poderes de defensa.
Les miró, y en aquel momento Cercy percibió la total ajenidad del embajador.
- Buenos días, caballeros - dijo.
Darrig y Cercy volvían silenciosos a la sala de control. No esperaban en realidad que el embajador fuese tan fácil de matar, pero de todos modos había sido un trauma ver que las balas no podían alcanzarle.
- Supongo que lo viste todo, Malley... - dijo Cercy cuando llegaron a la sala de control. El flaco y calvo psiquiatra asintió con tristeza.
- Está todo filmado.
- ¿Que filosofía será ésa? - musitó Darrig, casi para si.
- Es lógico que funcione, claro. Ninguna raza enviaría a un embajador con un mensaje así si no. A menos...
- ¿A menos qué?
- A menos que tuviese un sistema de defensa muy eficaz - concluyó con tristeza el psiquiatra.
Cercy cruzó la habitación y contempló la placa visual. La habitación del embajador era muy especial. Se había construido precipitadamente dos días después de que aterrizara y entregara su mensaje. Estaba revestida de hierro y plomo, llena de cámaras de vídeo y de cine, grabadoras y muchas otras cosas. Era la última palabra en celdas de muerte.
En la pantalla Cercy pudo ver al embajador sentado a la mesa. Escribía con una pequeña máquina portátil que el gobierno le había dado.
­ ¡Eh, Harrison! - llama Cercy -. Podríamos seguir adelante con el plan dos.
Harrison salió de la habitación contigua donde estaba examinando los circuitos ligados a la residencia del embajador.
- De acuerdo, siéntense todos - dijo Cercy -. Empieza el consejo de guerra.
Malley se retrepó en su silla. Harrison encendió una pipa, aspirando el humo lentamente.
- Veamos - dijo Cercy -. El gobierno ha dejado esto a nuestro cargo. Tenemos que matar al embajador eso es evidente. Me han dado esa responsabilidad.
- Cercy hizo una mueca de pesar -. Probablemente porque ninguno de arriba desea la responsabilidad del fracaso. Y yo os he elegido a vosotros como ayudantes. Podemos disponer de cuanto queramos, de toda la ayuda y asesoramiento que necesitemos. Eso es todo.
- ¿Alguna idea?
- ¿Qué te parece el plan tres? - preguntó Harrison.
- Recurriremos a eso - dijo Cercy -. Pero no creo que resulte.
- Tampoco yo - aceptó Darrig -. No sabemos siquiera de qué naturaleza es su sistema de defensa.
- Eso es lo primero que hay que descubrir. Malley, reúne todos los datos de que se dispone y que alguien los pase por el Analizador Derichman.
- Ya sabes lo que queremos. Qué propiedades tiene X, si X puede hacer esto y aquello.
- Muy bien - dijo Malley. Salió, murmurando algo sobre el ascendiente de las ciencias físicas.
- Harrison - preguntó Cercy -, ¿está dispuesto el plan tres?
- Desde luego.
- Intentémoslo.
Mientras Harrison hacía los últimos ajustes, Cercy observaba a Darrig.
El pequeño y rollizo físico miraba pensativo el espacio murmurando entre dientes. Cercy esperaba que descubriese algo. Esperaba grandes cosas de Darrig. Sabiendo que era imposible trabajar con mucha gente, Cercy había elegido cuidadosamente a sus asesores. Lo que quería era calidad.
Pensando en esto había elegido primero a Harrison. El corpulento y ceñudo ingeniero tenía fama de ser capaz de construir cualquier cosa, si le indicaban más o menos como funcionaba.
Cercy había elegido a Malley, el psiquiatra, porque no estaba seguro de que matar al embajador fuese un problema puramente; físico. Darrig era físico matemático, pero su mente inquieta y curiosa había colaborado algunas interesantes teorías en otros campos. Era el único del grupo realmente interesado en el embajador como problema intelectual.
- Es como el Viejo de Metal - dijo por fin Darrig.
- ¿Qué es eso?
- ¿No habéis oído nunca la historia del Viejo de Metal? Era un monstruo cubierto de una armadura de metal negro. Se enfrentó a él el matador de monstruos, un héroe legendario apache. Después de varias tentativas, el matador de monstruos consiguió matar por fin al Viejo de Metal.
- ¿Cómo lo consiguió?
- Le hirió en el sobaco. Allí no tenía armadura.
- Magnífico - dijo Cercy con una malévola sonrisa. Pidamos a nuestro embajador que levante un brazo.
­ ¡Todo listo! - dijo Harrison.
- De acuerdo. Adelante.
En la habitación del embajador comenzó a fluir un vapor invisible de silenciosos rayos gamma, de mortíferas radiaciones.
Pero no había allí ningún embajador para recibirlos.
- Ya basta - dijo Cercy al cabo de un rato -. Eso mataría a un rebaño de elefantes.
El embajador permaneció invisible durante cinco horas, hasta que se desvaneció gran parte de la radioactividad. Luego apareció otra vez.
- Todavía estoy esperando esa máquina de escribir - dijo.
- Aquí está el informe del analizador. - Malley entregó a Cercy unos papeles -. Esta es la formulación final, resumida.
Cercy leyó en voz alta:
- La defensa más simple contra cualquier arma es convertirse en el arma misma.
- Magnífico - dijo Harrison -. ¿Y eso que significa?
- Significa - explicó Darrig - que cuando atacamos al embajador con fuego él se vuelve fuego, si disparamos con él un proyectil, se convierte en proyectil... hasta que desaparece la amenaza y entonces vuelve a su forma.
Cogió los papeles de la mano de Cercy y los ojeó.
- Humm. Me pregunto si habrá algún paralelo histórico... no creo - alzó la cabeza -. Aunque esto no sea concluyente, parece bastante lógico.
- Cualquier otra defensa implicaría. Primero el reconocimiento del arma, luego una valoración y luego una contramaniobra acorde con la potencia del arma. La defensa del embajador tiene que ser mucho más rápida y segura. No necesita siquiera reconocer el arma. Supongo que su cuerpo simplemente se identifica, de algún modo, con lo que le amenaza.
- ¿Hay algún medio de quebrar esa defensa según el analizador? - preguntó Cercy.
- El analizador afirma claramente que no hay ningún medio si las premisas son ciertas contestó sombrío Malley.
Podemos descartar ese juicio - dijo Darrig -. La máquina es limitada.
- Pero aun no hemos descubierto ningún medio de controlarle - indicó Malley - Y sigue emitiendo ese mensaje.
Cercy se quedó pensativo un momento.
- Convocad a todos los especialistas que encontréis. Conseguiremos vencer al embajador. Lo sé, lo sé - dijo, observando la expresión dubitativa de Darrig -, pero tenemos que intentarlo.
Los días siguientes se ensayaron en el embajador todas las combinaciones y permutaciones posibles de muerte. Se probaron con él todas las armas, desde las hachas de la Edad de Piedra a modernos rifles de alta potencia, granadas de mano, ácido, gases venenosos...
El siguió encogiendo los hombros filosóficamente y trabajando con la nueva máquina de escribir que le habían dado.
Metieron en su habitación bacterias, primero gérmenes de enfermedades conocidas, luego especies mutantes. El diplomático ni siquiera pestañeó.
Le aplicaron electricidad, radiaciones, armas de madera, de hierro, de cobre de bronce, de uranio..., se lo aplicaron todo, ensayaron todas las posibilidades.
El no sufrió ni un rasguño, pero parecía que en su habitación se desarrollase una pelea de bar constante desde hacía cincuenta años.
Malley trabajaba en un plan propio, y lo mismo Darrig. El físico interrumpió su trabajo lo suficiente para recordarle a Cercy el mito de Baldur. Baldur había sido atacado con toda clase de armas, siendo inmune a todas porque la tierra toda había prometido amarle. Todo salvo el muérdago, Cuando le golpearon con una ramita de muérdago, murió.
Cercy le escuchó con impaciencia, pero pidió muérdago por si acaso. Al menos no fue más inútil que las bombas o el arco y la flecha. Su único efecto fue dar un extraño aire festivo a la destrozada habitación.
Al cabo de una semana trasladaron al imperturbable embajador a una celda de muerte más sólida, más nueva y mayor No podían penetrar en la otra por la radioactividad y los microorganismos.
El embajador seguía trabajando con su máquina. Todo lo que escribiera hasta entonces había quedado quemado, roto o carcomido.
- Vamos a hablar con él - sugirió Darrig después de transcurrido un día.
Cercy aceptó. Por el momento estaban vacíos de ideas.
- Pasen, caballeros - dijo el embajador con tanta alegría que Cercy se sintió enfermo - Siento no poder ofrecerles nada. Por cierto que llevan diez días sin darme agua ni alimentos. No es que importe, claro está.
- Hace usted bien en decirlo - contestó Cercy. El embajador no mostraba indicio alguno de estar enfrentándose a toda la violencia de que la Tierra disponía. Por el contrario, eran Cercy y sus hombres los que parecían haber sufrido un bombardeo.
- Tiene usted un sistema de defensa magnífico - dijo confidencialmente Malley.
- Me alegro de que les guste.
- ¿Le importaría decirnos cómo funciona? - preguntó ingenuamente Darrig.
- ¿Es que no lo saben?
- Creemos que sí. Se convierte usted en lo que le ataca. ¿No es cierto?
- Cierto - admitió el embajador -. Como ven, no tengo secretos para ustedes.
- ¿Estaría usted dispuesto a aceptar interrumpir la emisión de esa señal a cambio de algo? - preguntó Cercy.
- ¿Un soborno?
- Bueno - dijo Cercy -, cualquier cosa que...
- Nada - contestó el embajador.
- Por favor, sea razonable - dijo Harrison -. Usted no desea que haya guerra, ¿verdad? La Tierra está unida ya. Estamos armados con...
- ¿Con qué?
- Bombas atómicas - contestó Malley -. Bombas de hidrógeno. Y...
- Arrójenme una - dijo el embajador -. No podría matarme. ¿Por qué creen que iba a resultar más eficaz con mi pueblo?
Los cuatro hombres guardaron silencio. No habían caído en la cuenta.
- La capacidad bélica de un pueblo - afirmó el embajador - indica el nivel de su civilización. El primer estadio es el uso de instrumentos físicos simples. El segundo es el control a nivel molecular. Ustedes están en el umbral del tercer estadio, aunque aún les falta mucho para controlar las fuerzas atómicas y subatómicas - sonrió cordialmente -. Mi pueblo está llegando a los límites del quinto estadio.
- ¿Y cuál es ése? - preguntó Darrig.
- Ya lo descubrirán - contestó el embajador -. Pero quizás se pregunten si mis poderes son representativos. No me importa decirles que no lo son.
Para hacer mi trabajo y exclusivamente para ello, tengo ciertas restricciones incorporadas que me permiten sólo una acción pasiva.
- ¿Por qué? - preguntó Darrig.
- Por razones obvias. Si emprendiese una acción positiva en un momento de cólera, podría destruir todo este planeta.
- ¿Y espera usted que nos lo creamos? - preguntó Cercy.
- ¿Por qué no, es tan difícil de creer? ¿No son capaces de creer que existan fuerzas de las que nada saben? Y hay otra razón de mi pasividad. ¿Es que no han caído ya en la cuenta?
- Sirve también para quebrar nuestro ánimo, - sugirió Cercy.
- Exactamente. El que se lo diga no cambiará las cosas.
- La norma es siempre la misma. Un embajador aterriza y entrega su mensaje a una raza joven, salvaje y animosa como la de ustedes. Hay una feroz resistencia contra él, tentativas inútiles de matarle. Cuando todo esto falla, suelen someterse. Cuando llega el equipo de colonización, su tarea de adoctrinamiento se desarrolla mucho más deprisa, Hizo una pausa, y luego añadió -. La mayoría de los planetas se interesan más por la filosofía que yo vengo a ofrecer. Les aseguro que hará mucho más fácil la transición.
Agitó las cuartillas escritas.
- ¿No van a mirárselo al menos?
Darrig aceptó las cuartillas y las metió en el bolsillo.
- Cuando tenga tiempo.
- Le aconsejo que les eche un vistazo - dijo el embajador -. Y tienen que estar ya cerca del punto crítico. ¿Por qué no ceden?
- Todavía no - contestó con voz lisa Cercy.
- No olviden leer esas cuartillas - insistió el embajador.
Salieron rápidamente de la habitación.
- Bueno - dijo Malley cuando llegaron a la sala de control -, hay unas cuantas cosas que no hemos intentado. ¿Por qué no utilizar la psicología?
- Lo que quieras - aceptó Cercy -. Incluida la magia negra. ¿En qué pensabas?
- Yo creo - contestó Malley - que el embajador está programado para reaccionar instantáneamente a cualquier amenaza. Tiene que tener un reflejo defensivo del tipo «todo o nada». Propongo que intentemos primero algo que no active ese reflejo.
- ¿Qué, por ejemplo? - preguntó Cercy.
- Hipnotismo. Quizá podamos descubrir algo.
- Quizá - convino Cercy -. Hay que intentarlo. Hay que intentarlo todo.
Cercy, Malley y Darrig se agruparon ante la placa visual mientras un volumen infinitesimal de un gas hipnótico penetraba en la habitación del embajador. Al mismo tiempo se activaba una corriente eléctrica en su silla.
- Esto es para distraerle - explicó Malley. El embajador desapareció antes de que la electricidad le alcanzara, y luego apareció de nuevo en su silla.
- Eso es suficiente - murmuró Malley, y cerró la válvula. Observaron. Al rato el embajador dejó el libro y miró a lo lejos.
- Qué extraño - dijo -. Alfern muerto. Un buen amigo... sólo fue un accidente desgraciado. No tuvo ninguna posibilidad. Pero no es frecuente que suceda esto.
- Está pensando en voz alta - murmuró Malley, aunque no había ninguna posibilidad de que el embajador les oyera - Vocaliza lo que piensa. Debe tener en el pensamiento desde hace tiempo a ese amigo.
- Por supuesto - continuó el embajador - , Alfern tenía que morir alguna vez. No hay inmortalidad... aún. Pero de ese modo... no hay defensa. Fuera, en el espacio, simplemente se disolvió. Siempre allí, debajo, simplemente esperando una oportunidad de salir.
- Su cuerpo no reacciona ante el gas hipnótico como si fuese una amenaza susurró Cercy.
- Bueno - se dijo el embajador - el principio regularizador ha actuado muy bien, controlándolo todo, suavizando los roces...
De pronto se puso en pie de un salto, palideció un instante mientras intentaba evidentemente recordar lo que había dicho, y luego rompió a reír.
- Muy hábil. Es la primera vez que utilizan conmigo este truco y será la última. Pero, caballeros, de nada les servirá. Ni siquiera yo sé cómo se me puede matar. - Lanzó una carcajada a las paredes blancas.
- Además - continuó - el equipo colonizador debe de tener ya la dirección. Conmigo o sin mí, les encontrará.
Volvió a sentarse, sonriendo.
­ ¡Ahí está la clave! - exclamó Darrig -. No es invulnerable. Algo mató a su amigo Alfern.
- Pero fue en el espacio - le recordó Cercy -. Me pregunto qué sería.
- Veamos - reflexionó en voz alta Darrig -. El principio de regulación. Debe de ser una ley natural que desconocemos. Y debajo... ¿a qué se referiría cuando dijo debajo?
- Dijo que el equipo colonizador nos localizaría de todos modos - les recordó Malley.
- Lo primero es lo primero - dijo Cercy -. Pudo fingir para engañarnos... no, creo que no. De cualquier modo tenemos que quitar de enmedio al embajador.
­ Creo que ya sé lo que quiso decir con “debajo” - exclamó Darrig -, Es maravilloso. Una nueva cosmología, quizás.
- ¿Pero de qué se trata? - preguntó Cercy -. ¿Algo que podamos utilizar?
- Eso creo. Pero dejadme pensar. Creo que volveré a mi hotel. Tengo algunos libros allí que quiero comprobar, y no quiero que se me moleste en unas cuantas horas.
- De acuerdo - aceptó Cercy - Pero, ¿qué es lo que...?
- No, podría estar equivocado - le cortó Darrig -. Dejadme trabajar en ello.
Salió precipitadamente de la habitación.
- ¿Qué crees que anda pensando? - preguntó Malley.
- Ni idea - contestó Cercy, encogiéndose de hombros.
- Vamos, intentemos algún truco psicológico más. - Primero llenaron la habitación del embajador con varios centímetros de agua. No lo suficiente para ahogarle, sino lo bastante para que se sintiese incómodo.
A esto añadieron las luces. Durante ocho horas brillaron luces en la habitación del embajador: luces fuertes que penetraban los párpados; luces chillonas e intensas para molestarle. Luego los sonidos: rocas y chillidos, ruidos rechinantes el rumor de unas uñas humanas arañando pizarra, amplificados mil veces; ruidos extraños, gritos, murmullos.
Luego los olores Luego todo lo que pensaron que podría volver loco a un hombre.
Pero en medio de todo esto el embajador dormía plácidamente.
- Bueno - dijo Cercy, al día siguiente - tenemos que utilizar la cabeza.
Hablaba en un tono seco y áspero. La tortura psicológica no había afectado al embajador, pero parecía afectar a Cercy y sus hombres.
- ¿Dónde demonios está Darrig?
- Aún sigue trabajando en esa idea suya - contestó Malley, rascándose la mal afeitada barbilla -. Dice que está a punto de conseguirlo.
- Actuaremos suponiendo que no lo consigue - dijo Cercy -. Empecemos a pensar. Por ejemplo, si el embajador puede convertirse en cualquier cosa, ¿en qué no podría convertirse?
- Buena pregunta - gruñó Harrison.
- Es la pregunta básica - dijo Cercy -. No podemos utilizar una lanza contra un hombre que puedo convertirse en lanza.
- ¿Que os parece esto? - preguntó Malley -. Dando por supuesto que puede convertirse en cualquier cosa, ¿qué os parece si le ponemos en una situación en la que sea atacado incluso después de que varíe de forma?
- Continúa - dijo Cercy.
- Supongamos que está en peligro. Que se convierte en lo que le amenaza. ¿Y si esa misma cosa estuviese a su vez amenazada? ¿Y si a su vez estuviese amenazando a otra? ¿Qué haría él entonces?
- ¿Pero cómo podemos llevar eso a la práctica? - preguntó Cercy.
- Así - Malley descolgó el teléfono -. ¿Oiga? Póngame con el Zoo de Washington. Es urgente.
Al abrirse la puerta el embajador se volvió. Entró por ella a regañadientes un furioso y hambriento tigre. La puerta se cerró. El tigre miró al embajador. El embajador miró al tigre.
- Muy ingenioso - dijo el embajador.
Al oír su voz, el tigre saltó como un muelle de acero aterrizando en el suelo donde había estado el embajador.
Se abrió otra vez la puerta. Entró otro tigre. Rugió furioso y saltó sobre el primero. Chocaron en el aire.
El embajador apareció a unos metros, observando. Retrocedió al entrar un león, con la cabeza levantada y alerta. El león saltó sobre él y a punto estuvo de dar una vuelta de campana al encontrar sólo aire. Al no haber ya ningún hombre el león saltó sobre uno de los tigres. El embajador reapareció en su silla, y se puso a observar, fumando, cómo los animales se mataban entre sí...
A los diez minutos la habitación parecía un matadero.
Pero por entonces el embajador ya se había cansado del espectáculo y estaba echado en la cama, leyendo.
- Me rindo - dijo Malley -. Era mi última idea inteligente.
Cercy miraba al suelo sin responder. Harrison, sentado en un rincón, se emborrachaba parsimoniosamente.
Sonó el teléfono.
- ¿Si? - dijo Cercy.
­ ¡Ya lo tengo! - gritó la voz de Darrig -. Creo que esta es la solución.
Voy ahora mismo en un taxi. Decidle a Harrison que busque unos cuantos ayudantes.
- ¿De qué se trata? - preguntó Cercy.
­ ¡El caos es lo que está debajo! - contestó Darrig, y colgó. Pasearon por la habitación esperando a que apareciera.
Pasó media hora, luego una hora. Por fin, tres horas después de su llamada, apareció Darrig.
- Hola - dijo despreocupadamente.
­ ¡Hola, demonios! - gruñó Cercy -. ¿Dónde te has metido?
- Mientras venía - contestó Darrig - me puse a leer la filosofía del embajador. Una obra magnífica.
- ¿Por eso tardaste tanto?
- Sí. Hice dar al taxista unas vueltas por el parque para terminar de leerlo.
- Olvidemos eso. Que me dices de...
- No puedo olvidarlo - dijo Darrig con voz extraña y tensa -. Me temo que nos hemos equivocado. Sobre los alienígenas, quiero decir. Es perfectamente justo y conveniente que nos gobiernen. En realidad, me gustaría que llegasen enseguida y se hiciesen cargo de la Tierra. Pero Darrig no parecía seguro. Su voz temblaba y sudaba copiosamente. Se retorcía las manos como si le dominase la angustia.
- Es difícil de explicar - dijo -. Lo entendí todo perfectamente en cuanto empecé a leerlo. Ahora comprendo lo estúpidos que fuimos intentando ser independientes en este universo interdependiente. Me di cuenta de... Oh, Cercy, dejémonos de sandeces y aceptemos como amigo al embajador.
­ ¡Calma, calma! - gritó Cercy al perfectamente tranquilo físico -. No sabes lo que dices.
- Es extraño - dijo Darrig -. Sé cómo sentía... pero ya no siento de aquel modo. Creo. De cualquier forma, conozco su problema. Vosotros no habéis leído su filosofía... Os daré cuenta en cuanto la leáis.
Alargo los papeles a Cercy. Cercy los quemó inmediatamente con su encendedor.
- No importa - dijo Darrig -. Lo aprendí de memoria. Escuchad. Axioma uno: Todos los pueblos... Cercy le golpeó, fue un golpe limpio y preciso y Darrig cayó al suelo.
- Deben de ser palabras programadas semánticamente - dijo Malley -. Destinadas a provocar en nosotros determinadas reacciones, supongo. El embajador no tiene más que alterar la filosofía para adaptarla a las gentes con quien trata.
- Malley - dijo Cercy -, esto es trabajo tuyo. Darrig sabe, o cree saber, cuál es la solución. Tenemos que sacársela.
- No va a ser fácil - dijo Malley -. Tendría la sensación de traicionar todas sus creencias si nos lo dijese.
- No me importa cómo se lo saques - dijo Cercy -. Pero sácaselo.
- ¿Aunque lo mate? - preguntó Malley.
- Aunque le mates a él y aunque mueras tú.
- Ayudadme a llevarlo a mi laboratorio - dijo Malley.
Aquella noche Cercy y Harrison estuvieron vigilando al embajador desde la sala de control. Cercy descubrió que sus pensamientos giraban en círculo.
¿Qué había matado a Alfern en el espacio? ¿Podría repetirse el mismo proceso en la Tierra? ¿Qué era el principio de regularización? ¿Qué era el caos de abajo? ¿Qué demonios hago yo aquí?, se preguntó. Pero no podía aclarar esto.
- ¿Qué piensas que es el embajador? - preguntó a Harrison -. ¿Crees que es un hombre?
- Lo parece - respondió el soñoliento Harrison.
- Pero no actúa como un hombre. Me pregunto si será ésta su auténtica forma..
Harrison meneó la cabeza y encendió la pipa.
- No hay quien lo entienda - dijo Cercy -. Parece un hombre, pero puede convertirse en cualquier cosa.
- No puedes atacarle; se adapta. Es como el agua: toma la forma de cualquier recipiente en que se la echa.
- No puedes quemar el agua - dijo Harrison con un bostezo.
- Claro el agua no tiene forma, ¿no es así? ¿O la tiene? ¿Qué es lo básico?
Con un esfuerzo, Harrison intentó concentrarse en las palabras de Cercy.
- ¿La estructura molecular? ¿La matriz?
- Matriz - repitió Cercy, bostezando también -. Estructura. Debe de ser algo así. ¿Una estructura es algo abstracto, verdad?
- Claro. Una estructura puede imprimirse en cualquier cosa. No hay duda.
- Veamos - dijo Cercy -. Estructura. Matriz. En el embajador todo es susceptible de cambio. Tiene que haber alguna fuerza unificadora que conserve, su Personalidad. Algo que no cambie, por muchas transformaciones que sufra.
- Como un trozo de cuerda - murmuró Harrison, con los ojos cerrados.
- Eso mismo. Puedes hacerle nudos, tejer una soga con ella, enrollártela al dedo y sigue siendo cuerda.
- Sí.
- ¿Pero, cómo atacar una estructura? - preguntó Cercy -.
Bueno, no sería mejor dormir un poco? Al diablo el embajador y sus hordas de colonizadores, voy a dar una cabezada..
­ ¡Despierta, Cercy!
Cercy abrió los ojos y miró a Malley. A su lado Harrison roncaba sonoramente.
- ¿Has conseguido algo?
- Nada - confesó Malley -. La filosofía ha debido ejercer un profundo efecto en él. Darrig sabía que había querido matar al embajador, y por sólidas razones. Aunque ahora no siente lo mismo, aún tiene la sensación de estar traicionándonos. Por una parte, no puede hacer daño al embajador; por otra, no quiere perjudicarnos a nosotros.
- ¿Y no dirá nada?
- Me temo que no sea tan simple el problema - respondió Malley -. En fin cuando hay un obstáculo insuperable que debe ser superado... Y además, creo que la filosofía ha tenido efectos perjudiciales en su mente.
- ¿Qué intentas decir? - Cercy se levantó.
- Lo siento - se disculpó Malley -, yo nada podía hacer.
- Darrig luchó ferozmente y cuando no pudo luchar más... se retiró. Creo que esta rematadamente loco.
- Vamos a verlo.
Cruzaron el pasillo hasta el laboratorio de Malley. Darrig estaba relajado y tranquilo en una cama, los ojos vidriosos y fijos.
- ¿Hay medio de curarle? - preguntó Cercy.
- Quizás con terapia de choque - Malley parecía dudarlo -. Llevará mucho tiempo. Y probablemente se bloquease todo esto.
Cercy se volvió; se sentía enfermo. Aunque pudiesen curar a Darrig sería demasiado tarde. Los alienígenas debían de haber recibido ya el mensaje del embajador, y sin duda se dirigían hacia la Tierra.
- ¿Qué es esto? - preguntó Cercy, cogiendo un trozo de papel que Darrig tenia en la mano.
- Estaba manoseándolo - dijo Malley -. ¿Tiene algo escrito?
Cercy leyó en voz alta:
- Considerándolo más atentamente, no hay duda de que el Caos y la Medusa Gorgona están estrechamente relacionados.
- ¿Qué significa esto? - preguntó Malley.
- No lo sé - contestó Cercy desconcertado -. Siempre le interesó muchos la mitología.
- Parece producto de la esquizofrenia - dijo el psiquiatra.
Cercy lo leyó otra vez.
- Considerándolo más atentamente, no hay duda de que el Caos y la Medusa Gorgona están estrechamente relacionados. ¿No es posible - preguntó a Malley - que intentase darnos una clave? No es posible que intentase engañarse a sí mismo diciéndonoslo y ocultándonoslo al mismo tiempo?
- Es posible - aceptó Malley -. Un compromiso fallido...
- ¿Pero qué puede significar?
- Caos - Cercy recordó que Darrig había mencionado aquella palabra en su conversación telefónica -. Era el estado primigenio del universo en la mitología griega, no? La masa informe de la que surgió todo...
- Algo así - convino Malley -. Medusa era una de aquellas tres hermanas de horribles rostros.
Cercy se quedó contemplando fijamente el papel unos instantes. ­ Caos... Medusa.. y el principio de organización!
­ ¡Claro!
- Yo creo... - se volvió y salió corriendo de la habitación.
Malley, al verle marcharse así, cargó una hipodérmica y le siguió.
En la sala de control, Cercy sacó a Harrison de su inconsciencia.
- Escucha - dijo - , quiero que construyas una cosa inmediatamente. ¿Me oyes?
- De acuerdo. - Harrison pestañeó y se incorporó -. ¿A qué tanta prisa?
- Ya sé lo que Darrig quería decirnos - dijo Cercy -. Vamos, te diré lo que quiero. Y deja esa hipodérmica, Malley, no estoy loco. Quiero que me consigas un libro de mitología griega. Y deprisa.
No era tarea fácil encontrar un libro de mitología griega a las dos de la mañana. Con ayuda de agentes del FBI, Malley sacó de la cama a un librero. Consiguió el libro y volvió a toda prisa. Cercy estaba ojeroso y excitado, y Harrison y sus ayudantes trabajaban en tres extraños aparatos. Cercy quitó el libro de las manos a Malley, buscó una sección de éste y lo dejó.
- Buen trabajo - dijo -. Todo está dispuesto. ¿Acabaste, Harrison?
- Estoy acabando - Harrison y diez ayudantes atornillaban las últimas piezas -. ¿Quieres explicarme qué es esto?
- Sí, explícanoslo - dijo Malley.
- No pretendo que sea secreto - dijo Cercy -. Es sólo la prisa. Os lo explicaré sobre la marcha. - Se levantó -. De acuerdo, despertemos al embajador.
Observaron en la pantalla cómo una descarga eléctrica saltaba del techo a la cama del embajador. El embajador se esfumó inmediatamente.
- ¿Ahora es una parte de ese flujo de electrones, verdad? - dijo Cercy.
- Eso nos dijo - contestó Malley.
- Pero sigue conservando su estructura dentro de la corriente - continuó Cercy -. Tiene que hacerlo, para volver a su propia forma. Ahora activamos el primer interruptor.
Harrison conectó la máquina al circuito y mandó salir a sus ayudantes.
- Aquí tenemos un gráfico de la corriente de electrones - dijo Cercy -. ¿Veis la diferencia?
En el gráfico había una serie irregular de crestas y valles, que cambiaban y se nivelaban constantemente.
- ¿Recordáis cuando hipnotizamos al embajador? Hablaba de su amigo, de cómo había muerto en el espacio.
- Así es - dijo Malley -. Algo inesperado había matado a su amigo.
- Dijo algo más - continuó Cercy -. Nos dijo que la fuerza de organización básica del universo normalmente impedía cosas así. Qué significa eso para vosotros?
- La fuerza organizadora - repitió lentamente Malley.
- ¿No habló Darrig de una nueva ley natural?
- Sí. Pero piensa en las implicaciones, como Darrig. Si un principio organizador está dedicado a algún trabajo, tiene que haber algo que se le oponga. Lo que se opone a la organización es...
­ ¡El Caos!
- Eso pensó Darrig y deberíamos haberlo hecho nosotros.
- Debajo está el Caos, y de él surge un principio de organización. Este principio si no he entendido mal, pretende eliminar el Caos fundamental, para que todo sea regular.
- Pero el Caos aún se desborda por algunos puntos, como descubrió Alfern. Quizás la estructura de organización sea más débil en el espacio. De cualquier modo esos puntos son peligrosos, hasta que entra en ellos el principio de organización.
Se volvió a la placa.
- De acuerdo, Harrison. Activa el segundo interruptor. Las crestas y valles se alteraron en el gráfico. Comenzaran a convertirse en disparatadas y absurdas configuraciones.
- Interpreta el mensaje de Darrig teniendo en cuenta esto. El Caos, como sabemos, está debajo. Todo brotó de él. La medusa Gorgona no se podía mirar. Convertía a los hombres en piedra, como recordaréis. Los destruía.
Y así Darrig encontró una relación entre el Caos y lo que no se puede mirar. Todo en relación con el embajador, por supuesto.
­ ¡El embajador no soporta el Caos! - gritó Malley.
- Eso es. El embajador puede hacer un número infinito de alteraciones y, permutaciones, pero hay algo, la matriz, que no puede cambiar, porque entonces no quedaría nada.
Para destruir algo tan abstracto como una estructura, necesitamos un estado en el que no sea posible estructura alguna. Un estado de Caos.
- Estos interruptores son idea de Harrison - dijo Cercy.
Le dije que quería una corriente eléctrica que no tuviese estructura coherente. Los interruptores son una ampliación de los ruidos parásitos de radio. El primero altera la estructura eléctrica. Ese es su objetivo: crear un estado de no estructura. El segundo procura destruir la estructura establecida por el primero; y el tercero la estructura trazada por los dos primeros. Se activan automáticamente, y destruyen de modo sistemático todas las estructuras que puedan crearse en el circuito.. o al menos eso espero.
- ¿Así que esto producirá un estado de Caos? - preguntó Malley, observando la pantalla.
Durante un rato no hubo más que el ronroneo de las máquinas y los trazos descontrolados del gráfico. Luego en mitad de la habitación del embajador apareció una mancha. Tembló, se achicó, se expandió.
A continuación sucedió algo indescriptible. Lo único que supieron fue que dentro de la mancha había desaparecido todo.
­ ¡Desconecta! - gritó Cercy. Harrison desconectó.
La mancha continuaba creciendo.
- ¿Y cómo podemos nosotros soportarlo? - preguntó Malley, contemplando la pantalla.
- ¿No te acuerdas del escudo de Perseo? - dijo Cercy -. Utilizándolo como espejo pudo mirar a Medusa.
- ¡Sigue creciendo! - gritó Malley.
- Habrá en todo esto un riesgo calculado - dijo Cercy -. Siempre existe la posibilidad de que el Caos pueda seguir brotando, incontrolado. Si sucede eso, dará igual en realidad..
La mancha dejó de crecer. Sus bordes vacilaron y se ondularon y luego empezó a disminuir de tamaño.
- El principio de organización - dijo Cercy, desplomándose en una silla.
- ¿Hay huellas del embajador? - preguntó al cabo de unos minutos.
La mancha aún seguía ondulando. Luego desapareció. Instantáneamente hubo una explosión. Las paredes de acero se combaron hacia dentro, pero resistieron. Se apagó la pantalla.
- Esa mancha absorbió todo el aire de la habitación - explicó Cercy - y también todos los muebles, y al embajador.
- No pudo soportarlo - dijo Malley -. Ninguna estructura puede mantenerse en un estado de Caos. Ha ido a unirse a Alfern.
Malley rompió a reír. Cercy sintió deseos de hacerlo, pero se contuvo.
- Hay que tomarlo con calma - dijo -. Aún no hemos terminado.
­ ¡Cómo que no! El embajador...
- Nos hemos deshecho de él, pero aún tenemos una flota alienígena en esta región del espacio. Una flota tan poderosa que nuestras bombas de hidrógeno no le harían ni un rasguño. Deben estar buscándonos.
Se levantó.
- Volved a casa y dormid un poco. Algo me dice que mañana tendremos que empezar a idear algún medio de camuflar un planeta.


FIN


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