Llevaba un rato junto a la ventana abierta mirando la acera. Estaba vacía, era domingo, a primera hora de la tarde, y también él se sentía vacío por dentro, como si lo desierto de la acera hubiese penetrado en él, y cuando su mujer, desde el sillón al fondo de la habitación, le preguntó algo que sólo requería un sí o un no por respuesta, él no contestó. No contestó, él mismo era una acera completamente vacía. Salió de la habitación sin mirarla, y al cerrar la puerta le oyó decir: «Anton, Anton, ¿qué te pasa?». Él salió a la entrada, bajó los cuarenta y ocho desgastados escalones de la escalera y se adentró en el terrible domingo. Me he marchado, pensó, así de fácil. Entonces se percató del calor y de la intensa luz solar. Cruzó la calle en busca de la sombra de la acera de enfrente. Allí se detuvo. Levantó la vista y miró hacia las ventanas, no la vio. Echó a andar, a la sombra de los edificios de cuatro plantas. Tras unos cien metros, se detuvo en un cruce para dejar pasar un coche blanco. En dirección contraria se acercaba un coche gris; por lo demás, apenas había tráfico. Los dos coches iban muy despacio. Será porque es domingo, pensó. Y porque hace mucho calor. Al llegar los dos coches al cruce, chocaron. El coche gris giró hacia la derecha, y el blanco, al girar hacia la izquierda, golpeó la puerta trasera izquierda del coche gris. Resultó cómico. El conductor del coche gris empezó a soltar improperios por la ventanilla bajada.
—¡Me cago en Dios, hombre! ¿No sabes mirar o qué, joder?
—No te he visto.
—¿Que no me has visto? ¿Pero cómo coño has hecho para no verme?
—No lo sé. No me he fijado. ¿No puedes abrir la puerta?
—No, joder, se ha bloqueado.
—Inténtalo con la otra.
—Pero, por Dios, ¿crees que soy tan idiota como tú o qué?
—Te he dicho que no te he visto. Ni siquiera he frenado. Sal y compruébalo. No hay rastro de huellas de frenos. Reconozco que soy culpable, pero no he podido remediarlo.
—¡No he podido remediarlo! ¿No has podido remediarlo? Pues no estarás bien de la cabeza, joder.
Se desplazó al otro asiento y logró salir del coche. Fue a contemplar los desperfectos. Se golpeó la cabeza con el puño. El otro conductor se le acercó. Anton Hellmann ya no podía oír lo que decían. Se puso a desandar el camino por el que había venido. Sudaba. Le parecía que tenía polvo en la cara. Tendré que darme una ducha, pensó. Vio a su mujer asomada a la ventana mirando. Hizo como si no la viera. No me ha hecho nada, pensó. Pero que no grite. Miró la acera bajo sus pies. La pobre no puede remediarlo. Pero que no diga nada hasta que me haya duchado. Cruzó la calle y se metió en el portal, luego subió por la escalera. Ella estaba en la entrada.
—¿Qué pasa, Anton?
—Nada.
—Sí, Anton, algo tiene que pasar. No me contestaste cuando te hablé antes, te marchaste sin más. Dime lo que pasa, por favor.
—No es nada. Voy a darme una ducha.
—Por favor, Anton. Me preocupas, no sé qué pensar.
—Pues no pienses nada. Voy a ducharme.
Se metió en el baño. Se desnudó. No hay nada que decir, pensó, ella no lo entendería, no tiene ningún abismo dentro. Abrió los grifos y los reguló hasta que el agua salió casi fría. Se quedó de pie bajo el chorro hasta que tuvo tanto frío que fue incapaz de pensar en otra cosa que en aguantar un poco más. Luego ya no pudo aguantar más. Cerró los grifos y se sentó sobre la tapa del váter. Puedo poner como pretexto que es domingo, pensó. Permaneció sentado inmóvil durante unos minutos, luego se secó el pelo y se vistió. Su mujer había hecho café y se había puesto pinzas en el pelo. Lo miró y le sonrió infeliz. Él recapacitó.
—Me ha venido bien —dijo, y se sentó.
Ella echaba el café en las tazas mientras decía:
—¿Te has cansado de mí?
—Pero, Vera, qué susceptible eres. No tiene nada que ver contigo.
—¿Hay otra?
—No, en ese caso sí tendría que ver contigo.
—Tiene que ver conmigo. Fue a mí a quien no contestaste dos veces, y de mí te marchaste sin una palabra.
—Sólo tiene que ver conmigo, conmigo y con estos jodidos domingos.
—No digas palabrotas, por favor.
—Sabes muy bien cómo me siento algunos domingos.
—Son los únicos días en que estamos solos.
Él no contestó. Sí, pensó. La miró. Ella lo miró a él.
—No contestas —dijo ella.
—No sirve de nada. Gracias por el café.
Y se levantó.
—Pero si no te lo has tomado.
—Sí, lo he hecho —dijo él.
—Pero Anton, no seas infantil. No te lo has tomado.
—Sí que me lo he tomado.