Me habían ayudado a ir hasta la terraza cubierta. Mi hermana Sonia me había colocado cojines bajo las piernas y apenas sentía dolor. Era un caluroso día de agosto, estaban enterrando a mi mujer, yo estaba tumbado a la sombra mirando el cielo azul mate. No estaba acostumbrado a tanta luz, y una de las veces que Sonia se acercó a ver cómo me encontraba, tenía lágrimas en los ojos. Le pedí que me fuera a buscar las gafas de sol, no quería que me malentendiera. Fue a buscarlas. Sólo estábamos en la casa ella y yo, los demás habían ido al entierro. Volvió y me puso las gafas. Le tiré un beso. Ella sonrió. Pensé: si tú supieras. Las gafas eran tan oscuras que podía observar su cuerpo sin que se diera cuenta. Cuando se hubo alejado, volví a mirar el cielo. Oía golpes de martillo que provenían de un lugar lejano, era un sonido tranquilizador, nunca me ha gustado el silencio absoluto. Una vez se lo dije a Helen, mi mujer, y me contestó que eso se debía a que tenía demasiados sentimientos de culpabilidad. No se podía hablar con ella de esas cosas, pues enseguida empezaba a hurgar en el interior de uno.
Un rato después, cuando los golpes de martillo habían cesado ya hacía tiempo, todo se volvió más oscuro a mi alrededor, y antes de comprender que se debía al doble efecto de una nube y las oscuras gafas de sol, se apoderó de mí una inexplicable angustia. Se disipó inmediatamente, pero dejó una secuela, una sensación de vacío o abandono, y cuando Sonia volvió al poco rato, le pedí una pastilla. Dijo que era demasiado pronto. Insistí y me quitó las gafas. No lo hagas, dije. Cerré los ojos. Volvió a ponérmelas. ¿Tanto te duele?, preguntó. Sí, contesté. Se fue. Al instante volvió con la pastilla y un vaso de agua. Me levantó sosteniéndome por debajo del hombro sano, me metió la pastilla en la boca y me acercó el vaso a los labios. Pude notar el olor a ella.
Poco después llegaron del entierro mi madre, mis dos hermanos y la mujer de uno de ellos. Un poco más tarde llegaron el padre de Helen, sus dos hermanas y una tía suya a quien yo apenas conocía. Todos se acercaron a decirme algo. La pastilla había empezado a hacer efecto, y yo, oculto tras las gafas oscuras, me sentía como un padrino. Me pareció que no tenía que decir gran cosa, pues todo el mundo me adjudicaba, claro está, un profundo dolor, no podían saber que yo estaba allí tumbado indiferente a todo. Y cuando el padre de Helen se acercó a decirme algo, sentí una especie de satisfacción, porque ahora que Helen había muerto, él ya no era mi suegro, ni las hermanas de Helen mis cuñadas.
Al cabo de un rato, la mujer de mi hermano y las hermanas de Helen empezaron a poner la mesa en el jardín debajo de la terraza, y cada vez que pasaban por delante de mí, camino del cuarto de estar, movían la cabeza y me sonreían, aunque yo fingía no verlas. Luego debí de quedarme dormido, porque lo siguiente que recuerdo es un zumbido de voces en el jardín, y que podía ver las cabezas, nueve cabezas que apenas se movían. Era una imagen llena de paz, las nueve cabezas a la sombra del gran abedul, y al final de la mesa del jardín, con la cabeza vuelta hacia mí, Sonia. Al poco tiempo, levanté un brazo para llamar su atención, pero ella no lo vio. Un instante después, mi hermano pequeño se levantó y se acercó a la terraza. Cerré los ojos y fingí estar dormido. Le oí detenerse un momento al pasar por delante de mí, y pensé: Estamos completamente desamparados.
Por fin se levantaron de la mesa, y mientras todos, excepto Sonia y mi madre, se preparaban para marcharse, permanecí tumbado con los ojos cerrados fingiendo estar dormido. Luego mi madre salió del cuarto de estar y se me acercó. Le sonreí, y me preguntó si tenía hambre. No tenía hambre. ¿Te duele?, preguntó. No, contesté. Pero por dentro, añadió. No, contesté. Bueno, bueno, dijo ajustando la sábana que me cubría, aunque estaba bien colocada. ¿Prefieres volver a tu casa?, pregunté. ¿Por qué?, contestó, ¿no quieres que esté aquí? Sí, dije, pero pensaba que a lo mejor echabas de menos a papá. No contestó. Fue a sentarse en el sofá de mimbre. En ese momento llegó Sonia. Me quité las gafas de sol. Tenía una copa de vino en la mano. Se la dio a mamá. Yo también quiero, dije. No con las pastillas, replicó. No seas tonta, añadí. Pero sólo una copa, dijo. Se fue. Mi madre estaba sentada mirando el jardín, con la copa de vino en la mano. ¿Todo esto es tuyo ya?, preguntó. Sí, teníamos comunidad de bienes. Notarás un gran vacío, dijo. Yo no contesté, no estaba muy seguro de lo que quería decir. Sonia salió con dos copas, dejó una en la mesita junto a mi madre. Vino hacia mí con la otra, me sostuvo por los hombros y me la acercó a los labios. Se inclinó más que antes y pude ver un poco sus pechos. Cuando apartó la copa, mi mirada se cruzó con la suya, y no sé, tal vez ella viera algo que no había notado antes, porque había algo en sus ojos que iba y venía, algo parecido a la ira. Luego sonrió y se sentó al lado de mi madre. Salud, mamá, dijo. Sí, contestó mi madre.
Bebieron. Me puse las gafas de sol. Nadie decía nada. No me parecía un buen silencio, quería decir algo, pero no sabía qué. Aquí no hay pájaros, dijo Sonia. Tampoco en nuestro jardín, señaló mi madre. Excepto las gaviotas. Antes había golondrinas, un montón de golondrinas, pero han desaparecido. Qué pena, dijo Sonia. ¿A qué se debe? Nadie lo sabe, contestó mi madre. Luego callaron durante un rato. Ya no sabemos si va a llover o a hacer bueno, dijo mi madre. Podéis escuchar el parte meteorológico, señaló Sonia. No son de fiar, sentenció mi madre. En el sur de Europa, las golondrinas vuelan bajo incluso cuando no va a llover, indicó Sonia. Será otra clase de golondrinas, contestó mi madre. No, dijo Sonia, son de la misma clase. Me extraña, dijo mi madre. Sonia no dijo nada más. Bebió de la copa. ¿Es verdad lo que dice Sonia?, preguntó mi madre. Sí, dije. ¿Es que nunca puedes creerme, joder?, preguntó Sonia. Deberías abstenerte de decir tacos en un día como éste, dijo mi madre. Sonia apuró la copa de vino y se levantó. De acuerdo, dijo, esperaré hasta mañana. Qué mala eres, exclamó mi madre. Con lo buena que era de pequeña, dijo Sonia. Se acercó a mí y me dio más vino. No me sostuvo la cabeza lo bastante en alto y unas gotas de vino se escaparon por las comisuras de los labios y me bajaron por la barbilla. Me secó bruscamente con una punta de la sábana, sus labios denotaban enfado. Luego se fue al cuarto de estar. ¿Qué le pasa?, preguntó mi madre. Es una mujer adulta, madre, dije, no quiere que la reprendan. Pero soy su madre, dijo. No contesté. Yo sólo quiero su bien, dijo. Yo no contesté. Se echó a llorar. ¿Qué te pasa, madre?, pregunté. Nada es como era, dijo, todo se ha vuelto tan... extraño. Sonia volvió a aparecer. Voy a dar una vuelta, dijo. Creo que se dio cuenta de que mi madre estaba llorando, pero no estoy seguro. Se fue. Qué guapa es, dije. Y eso de qué sirve, preguntó mi madre. Pero, madre, exclamé. Uf, sí, sí, dijo, ya no sé lo que digo. Si echas de menos tu casa, que se quede Sonia, dije. Se echó a llorar de nuevo, haciendo más ruido esta vez, y más descontroladamente. La dejé llorar un rato, lo suficiente, a mi entender, luego pregunté: ¿Por qué lloras? No contestó. Empezaba a irritarme, pensé, ¿por qué coño lloraba? Entonces dijo: Tu padre tiene otra. ¿Otra?, dije. ¿Mi padre? No tenía intención de decírtelo, añadió. Como si no tuvieras bastante con tu propio dolor. No tengo ningún dolor, dije. ¿Cómo puedes hablar así?, preguntó. No contesté. Me quedé pensando en ese delgaducho hombrecillo que era mi padre y que a los sesenta y tres años..., un hombre a quien jamás había atribuido más instinto sexual que el estrictamente necesario para engendrarnos a mí y a mis hermanos. Por un instante, lo imaginé desnudo entre los muslos de una mujer, y sentí un intenso malestar. Mi madre entró en la casa con los vasos vacíos, pero volvió a salir inmediatamente y noté que quería hablar. Estaba de espaldas mirando al jardín. ¿Y qué vas a hacer?, pregunté. Qué puedo hacer, contestó, él me dice que haga lo que quiera y eso significa que no hay nada que pueda hacer. Te puedes quedar aquí, dije. Adiviné que estaba empezando a llorar de nuevo, y tal vez porque no quería que me diera cuenta, bajó por la escalera de la terraza. Seguro que las lágrimas de los ojos la hicieron pisar mal, porque perdió el equilibrio y cayó de bruces. No podía verla. La llamé, pero no contestó. Intenté levantarme, pero no tenía donde agarrarme. Me tiré hacia un lado y empujé con la mano la pierna escayolada sobre el borde de la tumbona. Me apoyé en el codo y me incorporé. Entonces la vi. Estaba en el suelo con la cara contra la gravilla. Bajé de la tumbona la otra pierna, que también estaba escayolada. Me dolían el hombro y un brazo. No era capaz de andar sobre las piernas escayoladas, así que me dejé deslizar hasta el suelo. Me arrastré hasta la escalera. No podía hacer gran cosa, pero tampoco podía dejarla en el suelo. Me arrastré escaleras abajo hasta donde ella estaba. Intenté tumbarla de lado, pero no pude. Le puse la mano bajo la frente. Noté que estaba mojada. La gravilla me pinchaba como un cuchillo el dorso de la mano. Ya no me quedaban fuerzas. Me tumbé a su lado. Entonces empezó a moverse. Mamá, dije. No contestaba. Mamá, repetí. Gimió y volvió la cara hacia mí, sangraba y parecía asustada. ¿Dónde te duele?, le pregunté. ¡Ah, no!, dijo. Quédate quieta, pero se tumbó de espaldas y se incorporó. Se miró las rodillas ensangrentadas y empezó a sacarse piedrecitas de las heridas. Ay, ay, dijo, cómo he podido... Te has desmayado, señalé. Sí, contestó, todo se quedó negro. Luego se volvió y me miró fijamente. ¡William!, dijo. ¡Qué has hecho! ¡Ay, hijo mío, qué has hecho! Bueno, bueno, dije. Estaba muy incómodo, y con el brazo sano me arrastré hasta el césped. Allí me quedé tumbado boca arriba y con los ojos cerrados. Me dolía el hombro, era como si la fractura se hubiera vuelto a abrir. Mi madre hablaba, pero no tenía fuerzas para contestar. Opiné que yo ya había hecho mi parte. La oí levantarse. No quise abrir los ojos. Ella gemía. Ven a sentarte aquí en la hierba, le dije. ¿Y tú? preguntó. Yo estoy bien, contesté, ven a sentarte, Sonia vendrá pronto. La miré. Apenas podía andar. Se sentó con cuidado a mi lado. Creo que tengo que tumbarme un rato, dijo. Nos quedamos tumbados al sol, hacía calor. No te duermas, dije. No, ya lo sé. Y no dijimos nada más en un rato. No digas nada a Sonia de lo de tu padre, dijo. ¿Por qué no?, pregunté. Es muy humillante, afirmó. ¿Para ti?, pregunté, aunque sabía que era eso lo que quería decir. Sí, dijo. Que te engañe una persona en la que has creído durante cuarenta años. Volverá, dije. Si vuelve, dijo, será otro hombre. Y volverá a otra mujer. No, contesté, pero no pude continuar. Sonia apareció en la puerta de la terraza. Gritó mi nombre. Cerré los ojos, no podía más, quería que se ocuparan de mí. ¡Mamá!, gritó. Cuando la sentí muy cerca, abrí los ojos y le sonreí, luego volví a cerrarlos. Mi madre le explicó lo ocurrido. Yo no dije nada, quería estar desvalido, abandonado a los cuidados de Sonia. Vino con cojines, me los colocó bajo los hombros y la cabeza, y le pedí una pastilla. Se ausentó durante un buen rato, sería entonces cuando llamó a la ambulancia, pero no dijo nada al volver con la pastilla. Me la dio y me preguntó cómo me sentía. Bien, contesté, y aunque era la verdad, no pretendía que se lo creyera. Era cierto que el hombro me dolía, pero me sentía bien. Se me quedó mirando un buen rato, luego subió a la terraza a por la tumbona. Pero no para mí. Para mi madre. Tras reflexionar, me pareció lo correcto, pero podría haber preguntado para que hubiera tenido la oportunidad de rechazarla. Mi madre protestó, quería que me tumbara yo. No, dijo Sonia. La tumbona es para ti.
Yo no dije nada. Pensé: Le he dicho a Sonia que me encontraba bien, es por eso. Sonia acomodó a mi madre en la tumbona, luego se metió en casa. El césped estaba duro, y me pregunté cuánto tiempo pretendía Sonia dejarme allí tumbado, pues en ese momento no sabía que había llamado al hospital. Todo estaba en silencio, y oí parar un coche delante de la casa, y que alguien llamaba a la puerta. Al cabo de un rato llegó Sonia acompañada por dos hombres vestidos de blanco. Bajaron por la escalera y fueron directamente hacia mi madre. Uno de ellos le habló, el otro se volvió hacia mí y me miró fijamente las piernas. ¿Cuánto tiempo lleva con eso?, preguntó señalando la escayola. Una semana, dije. ¿Se cayó del tejado?, preguntó. Accidente de coche, contesté. Volví la cara hacia el otro lado. ¿Es necesario?, preguntó mi madre. Sí, mamá, contestó Sonia. El hombre que había hablado conmigo fue a por una camilla, el otro se me acercó y me preguntó cómo estaba. Bien, contesté. Seguro que Sonia le había dicho algo de mi hombro, porque él se inclinó sobre mí y lo tocó. Su ayudante llegó con la camilla, me levantaron y me pusieron sobre ella. Me subieron por la escalera hasta el dormitorio. Sonia iba delante señalando el camino. Me tumbaron en la cama y se marcharon, Sonia también. Volvió al cabo de un rato. Voy a acompañar a mamá al hospital, dijo.
De acuerdo, contesté. ¿Necesitas algo? preguntó. No, contesté. Se marchó. Mi intención no había sido ser cortante, en realidad no, pues entendí que mi madre también la necesitaba.
Pronto cayó el silencio sobre la casa. Se me cerraron los ojos y vi aquel vasto y desierto paisaje, ese que tanto duele mirar, es demasiado vasto y demasiado desierto, de alguna manera está dentro y fuera de mí. Abrí los ojos para que desapareciera, pero tenía tanto sueño que volvieron a cerrarse solos. Supongo que se debía a las pastillas. No tengo miedo, dije en voz alta, sólo por decir algo. Lo repetí varias veces. Y ya no recuerdo más.
Desperté en la penumbra. Las cortinas estaban echadas, el reloj marcaba las cinco. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, y por la rendija entraba una fina franja de luz. En la mesilla había una botella de agua, y la cuña estaba colocada de modo que podía alcanzarla con la mano sana. No tenía ningún pretexto para despertar a Sonia. Encendí la lámpara y me puse a leer Maigret y la muchacha muerta, que Sonia me había traído. Al cabo de un rato sentí hambre, pero era muy temprano para llamar a Sonia. Seguí leyendo. Cuando el despertador marcaba las seis y media, empecé a impacientarme y a irritarme. Me parecía muy desconsiderado por parte de Sonia no haberme hecho un par de tostadas, debería haber supuesto que me despertaría en el transcurso de la noche. Me quedé quieto para oír los ruidos de la casa, pero el silencio era total. Me imaginé a Sonia y me entró hambre de otra clase. La vi con más nitidez de lo que la había visto jamás en la realidad, y no hice nada por borrar la imagen. Permanecí así durante un buen rato, hasta que oí sonar un despertador. Cogí el libro pero no me puse a leerlo. Esperé. Al final la llamé. Entonces acudió. Llevaba una bata de color rosa. Estaba tumbado con el libro en la mano para que se diera cuenta de que llevaba tiempo despierto. He oído el despertador, dije. Estabas profundamente dormido, dijo ella, no quise despertarte. ¿Te duele algo? El hombro, contesté. ¿Quieres que vaya a buscar una pastilla?, preguntó. Gracias, contesté. Se fue. Iba descalza. Andaba de puntillas. Dejé el libro en la mesilla. Ella volvió con la pastilla y un vaso de agua. Me sostuvo por los hombros. Pude ver uno de sus pechos. Luego le pedí que me pusiera otro debajo del hombro. Qué guapa eres, dije. ¿Estás más cómodo?, preguntó. Sí, gracias, contesté. Enseguida te traeré el desayuno, dijo, en cuanto me vista. No es necesario, dije. ¿No tienes hambre?, preguntó. Sí, contesté. Me miró. Fui incapaz de interpretar su mirada. Luego se fue. Tardó mucho en volver.
Cuando llegó con el desayuno, estaba completamente vestida. Llevaba un blusón abotonado hasta el cuello. Me dijo que tenía que incorporarme, y fue a buscar más cojines para ponérmelos en la espalda. Estaba cambiada. Miraba a todas partes menos a mí. Puso la bandeja con las tostadas y el café sobre el edredón ante de mí. Llámame si quieres algo, dijo al marcharse.
Cuando hube desayunado, decidí que no la llamaría, tendría que venir por propia iniciativa. Puse el plato y la taza sobre la mesilla y dejé caer la bandeja al suelo, convencido de que lo oiría. Conseguí quitarme los cojines de la espalda. Estuve esperando durante mucho tiempo, pero no llegaba. Recordé que había olvidado preguntarle por nuestra madre. Luego pensé que cuando me recuperara me quedaría completamente solo. Tendría toda la casa para mí solo, y nadie sabría cuándo entraba o salía, ni lo que hacía. No tendría que esconderme.
Por fin llegó. La pastilla ya había empezado a hacer efecto, y me sentía mucho más benévolo con respecto a ella. Le pregunté por nuestra madre y dijo que estaba levantándose. Creía que estaba en el hospital, dije. No, contestó, sólo fueron heridas superficiales. Le conté lo que me había dicho sobre nuestro padre. Al principio dio la impresión de no creerme, luego fue como si todo el cuerpo se le quedara rígido, también la mirada. Dijo: ¡Qué... qué... asco! Me sorprendió un poco esa reacción tan fuerte, pues ella era una joven moderna. Esas cosas pasan, dije. Me miró fijamente, como si hubiera dicho algo incorrecto. ¿Conque sí, eh?, dijo; cogió la bandeja del suelo y plantó el plato y la taza en ella con movimientos airados y bruscos. No digas a mamá que te lo he dicho, dije. ¿Por qué no?, preguntó. Me pidió que no te lo dijera, contesté. Entonces, ¿por qué me lo has dicho? Me pareció conveniente que lo supieras, contesté. ¿Por qué?, preguntó. No contesté, estaba empezando a irritarme, pues no me gusta que me reprendan. ¿Para que tú y yo compartiéramos un pequeño secreto?, preguntó en un tono que no pretendía agradarme. Sí, por qué no, contesté. Se me quedó mirando un buen rato, luego dijo: Creo que nos hemos equivocado el uno con el otro. Qué pena, dije. Cerré los ojos. La oí marcharse y cerrar la puerta tras ella. No había estado cerrada desde que volví del hospital, y ella sabía que yo quería que permaneciera abierta. Estaba enfadado ya de antes, y la puerta cerrada no contribuyó precisamente a disminuir mi ira. Tendría que marcharse, no quería verla más. No estaba tan desvalido como para tener que soportar cualquier cosa de ella. No le había hecho nada.
Pasó bastante tiempo hasta que volví a tranquilizarme. Entonces pensé que su conducta seguramente tendría más que ver con mi padre que conmigo y que, cuando hubiera reflexionado un poco, ella misma comprendería lo irrazonable que se había mostrado.
Pero fui incapaz de tranquilizarme del todo, y tuve que reconocer ante mí mismo que temía su vuelta. Constantemente me parecía oír pasos fuera, cada vez cerraba los ojos fingiendo que dormía, y cada vez me sentía igual de aliviado al comprobar que no llegaba. Al final me quedé con los ojos cerrados, escuchando y esperando, y luego no recuerdo nada más hasta que mi madre estaba junto a la cama, y me miraba. Tenía una gasa en la frente y una especie de gorro en la cabeza. ¿Has tenido una pesadilla?, preguntó. ¿He hablado en sueños?, pregunté. No, contestó, pero hacías muecas. ¿Te duele? Sí, contesté. Iré a por una pastilla, dijo. Apenas podía andar. Pensé que Sonia seguramente se sentiría avergonzada por haberse comportado tan mal, y que por eso acudía mi madre en lugar de ella, pero cuando mi madre regresó con la pastilla, dijo: Bueno, ya sólo quedamos tú y yo. Lo dijo como si yo lo supiera. No contesté. Me dio la pastilla y quiso sostenerme por el hombro, pero dije que no hacía falta. Me metí la pastilla en la boca y bebí de la botella de agua. Ella se sentó en la silla junto a la ventana. Dijo: Sonia estaba muy preocupada por mí, pero echaba mucho de menos sus cosas. Asentí con la cabeza. Sí, y dijo que tú entenderías por qué tenía que irse. Sí, dije. Me sonrió, luego añadió: No sabes cuánto te lo agradezco. ¿El qué?, pregunté, aunque sabía a lo que se refería. Cuando me desperté y te vi en el suelo a mi lado, dijo, pensé que al menos William sí me quería. Claro que sí, dije. Cerré los ojos. Al cabo de un rato se levantó y se fue. Volví a abrir los ojos y pensé: Si ella supiera...