La esposa del señor Decker acababa de regresar de un viaje a Haití - viaje que había realizado sola -, para que las cosas se calmasen un poco antes de abordar la cuestión del divorcio.
De nada sirvió. Ni él ni ella se calmaron en lo más mínimo. En realidad, descubrieron que todavía se odiaban más cordialmente que antes.
- La mitad - dijo la señora Decker con firmeza -. No me conformaré con nada que no sea la mitad del capital, más la mitad de los bienes.
- ¡No digas sandeces! - rezongó el señor Decker.
- ¿Sandeces? Podría quedarme con todo, ¿sabes? Y muy fácilmente, pues mientras me hallaba en Haití me dediqué a estudiar vudú.
- ¡Tonterías! - dijo el señor Decker.
- No lo son. Y tendrías que agradecer que yo sea una mujer de buenos sentimientos, pues podría matarte muy fácilmente si lo deseara. Entonces me quedaría con todo el dinero y todos los bienes, sin temor alguno a las consecuencias de mi acción. Una muerte realizada por medio del vudú no puede distinguirse de una muerte causada por un ataque al corazón.
- ¡Imbecilidades! - exclamó el señor Decker.
- ¿Eso crees? Mira, tengo cera y una aguja de sombrero. Dame un mechón de tu cabello o un trocito de uña, no necesito más, y te lo demostraré.
- ¡Falsedades! - dijo el señor Decker, despectivo.
- Entonces, ¿por qué tienes miedo que lo pruebe? - dijo la señora Decker -. Como yo sé que es efectivo, te voy a hacer una proposición. Si no te mueres, te concederé el divorcio y no reclamaré absolutamente nada. Si te mueres, toda la fortuna pasará a mis manos en forma automática.
- ¡Trato hecho! - exclamó el señor Decker -. Ve a buscar la cera y la aguja. - Luego se miró las uñas -. Las tengo muy cortas. Te daré un mechón de cabellos.
Cuando él regresó con unas hebras de cabello en la tapa de un tubo de aspirina, la señora Decker ya había comenzado a ablandar la cera. En seguida, pegó los cabellos sobre ella y la modeló, dándole la tosca apariencia de un ser humano.
- Lo lamentarás - dijo, clavando la aguja en el pecho de la figura de cera.
El señor Decker quedó verdaderamente sorprendido, pero su gozo fue muy superior. Él no creía en el vudú, pero como era un hombre precavido prefirió no arriesgarse.
Además, siempre le había irritado que su esposa limpiase con tan poca frecuencia su cepillo para el cabello.
Fin